Mi infancia ha sido de las más
divertidas y alegres. Vivían mis padres en Compostela, y residían en el caserón
de nuestros mayores, edificio vetusto y ya destartalado, aunque no ruinoso,
amueblado con trastos antiguos y solemnes, cortinas de damasco carmesí,
sillones de dorada talla, biombos de chinos y ahumados lienzos de santos
mártires o retratos de ascendientes con bordadas chupas y amarillentos
pelucones. Próxima a nuestra morada -si bien con fachada y portal a otra calle-
hallábase la de la hermana de papá, a la cual también favoreciera el Cielo
otorgándole descendencia numerosa -nueve éramos nosotros, cinco hermanos y
cuatro hermanas. Con docena y media de compañeritos y socios, ¿qué chiquillo
conoce el aburrimiento?
No inventa el
mismo enemigo del género humano las diabluras que sabíamos idear, cuando nos
juntábamos los domingos y días de asueto en alguna de las dos casas. No
dejábamos títere con cabeza; y comoquiera que entonces no se estilaba aún lo de
sacar a los chicos al campo, para que esparzan el hervor de la sangre
rusticándose y fortaleciéndose, nosotros, con la vivienda por cárcel, nos
desquitábamos recorriéndola en todos sentidos, de alto a bajo y de parte a
parte, a carreras desatinadas y con gritos dementes; rodando las escaleras,
disparándonos por los pasamanos, empujándonos por los pasillos, columpiándonos
en el alféizar de las ventanas y hasta saliendo por las claraboyas de las
buhardillas a disputar a los zapirones de la vecindad el área habitual de sus
correteos.
Ajustándose al
curso de los años, fue variando la índole de las travesuras y el carácter de
nuestra birlesca. Recorrimos todas las etapas del retozo pueril. Apenas
destetados, las escobas haciendo de corceles, las sillas atrailladas
representando el tiro de la diligencia, los cazos y sartenes elevados a la
categoría de instrumentos músicos, los muñecos despanzurrados, las pelotas
pinchadas con alfileres y vacías de aire, las panderetas sin sonajas, las
aleluyas hechas picadillo -despojos de la inquietud bullidora y ciega
destructiva de la criatura entre tres y siete. Luego, otros juegos ya más
razonados, que revelan mayor refinamiento y conciencia; los que delatan, en el
hombrecito, la tendencia a determinar profesión, y en la mujercita la vocación
amorosa, el instinto maternal y el hábito, adquirido hereditaria-mente, del
gobierno de casa. En este período, los chiquillos se apartan desdeñosamente de
las chiquillas, organizan revistas y desfiles, se uniforman con quepis y apuntados
de papel, ármanse con espadas de palo y fusiles de caña, desentierran los
herrumbrosos sables de miliciano y los fanfarrones pistoletes de chispa,
mientras alguno de la cohorte -un futuro obispo quizá- revístese la casulla
hecha del floreado sayo de la abuela, y declarándose capellán del ejército,
erige en un rincón su altarcillo, iluminado por mil candelicas, puestas en
afiligranados candeleros de plomo, y nos emboca la gran misa de campaña. Las
niñas, entre tanto, cortan refajos y gorros para una muñeca declarada en
período de lactancia, y que tiene cinco o seis amas secas por lo menos: una le
embadurna los carrillos de sopa, otra le compone un biberón del almidón y agua
de fregar, ésta le limpia el trasero con un retal de hule, y aquella, todavía más
aseada, la sepulta en un baño completo, de donde sale la mísera muñeca hecha
papilla. También hay chicuelas más frívolas, menos apegadas a los santos
deberes del hogar doméstico, que, en vez de cuidar de prole, se dedican a
hacerse visitas o a salir de paseo, desde la sala a la antesala,
muy peripuestas, luciendo ricas mantillas de guiñapos y abanicándose con la
pantalla o el soplador. ¡Curioso panorama infantil de la existencia futura,
teatro de inocentes marionetas, en quienes la mimesis o parodia se adelanta
al conocimiento reflexivo y a la comprobación de la vanidad universal!
A todas éstas,
el tiempo no paraba su rodezno volador, y llegábase para muchos de nosotros la
edad empalagosa comprendida entre el segundo y el tercer lustro, transición que
introducía alteraciones nuevas en nuestros pasatiempos y barrabasadas. Claro
está que no todos habíamos dejado de ser chiquillos a la vez; pero por el
ascendiente que ejercen los mayores sobre los pequeños, las aficiones del
decanato predominaban en la taifa de rapaces. Bien se colige que ningún
zangolotino anda ya recortando casullas de papel de plata, ni arranca al gallo
los tornasoles del rabo para empenachar el sombrero, ni calza al gato con
nueces, ni sustrae el azúcar y las pasas, con otras demoniuras del mismo jaez;
en desquite, durante esa edad, llamada no impropiamente del pavo, éntrales a
los chicos un furor de independencia, un delirio por fumar a escondidas y un
prurito de conducirse en todo como los hombres hechos y derechos, que los
lleva, ya a extremos de incivilidad, ya a derroches de galantería con las
muchachas. Ellas, a su vez, hácense las dengosas y las misteriosas, unas veces
riendo alto, fuerte y sin motivo alguno, otras provocando a los varones con
bromas incisivas, ya confabulándose y secreteando, ya fingiendo una dignidad
precoz, dominando a los chiquillos con su temprana intuición del trato y la
perfidia social...
Entre nosotros,
ni fueron muy prontas ni muy empeñadas estas escaramuzas de sexo a sexo. Por lo
mismo que nos habíamos criado juntos desde la cuna, que los primos y primas
jugaban con nosotros diariamente, no nos producíamos ese efecto, esa
perturbadora impresión, mitad moral y mitad física, que causa en las imagina-ciones
frescas lo desconocido. No distin-guíamos a las primitas de las hermanas, y con
unas y otras retozábamos casta y brutalmente, a empellones, a palmadas, a
carreras, sin asomo de incitativo melindre y sin rastro de cortesía o
deferencia hacia el bello sexo. La fraternidad que preconiza el conde Tolstoi
para las relaciones entre las dos medias naranjas de la Humanidad , realizábase
plenamente en nuestros dominios.
No obstante, lo
repito, la forma de nuestras distracciones ya no era la misma. Nos parecía
ignominioso -particularmente a los que rayábamos en los dieciséis y
calentábamos los bancos de Univer-sidad- que todo se volviese escondite y
corro, y no tener nuestras tertulias, nuestra pizca de baile, al que podíamos
convidar, dándonos tono, a algún amigote privilegiado. Los días festivos, los
onomás-ticos, los cumpleaños, servían de pretexto a la reunión: charlábamos,
proponíamos acertijos, apurábamos una letra, jugábamos a prendas, echábamos los
estrechos -aunque no fuesen primeros de año- y, sobre todo, nos entregábamos a
bailar.
¡Bailar! En los
años mozos, esta palabra tiene un sonido, un eco, un retintín especialísimo.
Hay en ella prestigio singular, recóndito aleteo de esa esperanza compañera de
la juventud, cuando presentimos la vida a modo de interesante novela y
esperamos a la ventura como a algo positivo, que infaliblemente ha de
realizarse cuando menos nos percatemos. Aparte del goce que encierra como
ejercicio muscular, el chico adivina en el baile otra cosa: la representación
simbólica del futuro drama amoroso, inseparable de la juventud.
Así es que bailábamos,
si con total inocencia, con poderosa ilusión. Ya no envidiábamos a los
estudiantes que, libres del yugo paterno, concurrían a los saraos zapateriles
de los Liceos; ni a los señoritos de levita y bomba, que en el Casino
obsequiaban a las damiselas con azucarillos y bandejas de yemas acarameladas.
También nosotros éramos gente, y nuestra recepción se la pasábamos por
el hocico a cualquiera. ¡Allí sí que nos divertíamos!
¿Qué se bailaba?
Todos los bailes que Dios crió. En la inmensa sala, económicamente alumbrada,
porque aún no se había generalizado el petróleo, a los sones de un piano que
era en puridad una matraca, aporreado por las primillas o las hermanas menores,
agotábamos el menguado repertorio de la coreografía moderna -valses, mazurcas,
rigodones y galopes, pasando después a los bailes anticuados -lanceros,
virginia, minué- y a los regionales -jota, bolero, zapateado, ribeirana,
contrapás-. Saltábamos como empujados por resortes internos; el sudor nos
arroyaba de la frente a las mejillas; las carcajadas se mezclaban a los
desacordes del piano; retemblaba el suelo; alzábase polvareda de la alfombra; y
los colgantes de arañas y candelabros acompañaban nuestro brincoteo con suave y
cristalino tlin, tlin.
Alguna que otra
vez, desde el próximo gabinete, asomaban la cabeza las personas mayores,
curioseando. Los entretenía hasta lo sumo la zambra nuestra, y el semblante un
tanto severo de mi padre y la faz de mi madre, marchita por la ruda faena
materna, se iluminaban de placer viéndonos contentos. Acaso nos encargaban
cuidado con algún mueble de especial estimación.
Aconteció que la
tarde del día de Inocentes del año... -no, la fecha la suprimo, que ya las
arañas del otoño de la vida me hilaron muchos hilos de plata en el cabello; la
tarde, digo, de un día de Inocentes, bajaba yo dos a dos las escaleras de la Quintana , y por punto no
me estrello contra un clérigo que las subía una a una, pausadamente, y que me
llamó aturdido y mala cabeza. Nos detuvimos en el mismo escalón donde nos
encontramos, y el vicario de las monjas Bernardas -pues no era otro sino él-
empezó a darme el gran solo, crucificándome a preguntas. Parecíame el sitio
inoportuno para la conferencia; y si a los fatigados pulmones del respetable clérigo
les convenía un descansito en mitad de la escalinata, mis pocos años y mucha
viveza estaban pidiendo que me pusiese en cobro. No me entretenía la
conversación, ni me indemnizaba el contemplar la bella fachada gótica de la
catedral, que surgía coronando la escalinata, ni allá abajo, en la plaza, la
fuente monumental, en cuyo pilón los caballos marinos remojaban sus palmeados
pies. Además, mi interlocutor me inspiraba cierta tirria, un violento capricho
de jugarle alguna trastada. Si me dejase llevar de mis impulsos- ¡qué
despiadada es la niñez!-, le empujaría para verle aplastado como una rana
contra el suelo.
El padre vicario
de las monjas Bernardas, fraile exclaustrado y excelente sujeto, según
comprendí años adelante, cuando la experiencia me hubo enseñado tolerancia,
tenía el defecto de meterse hasta en los charcos y de estar siempre arreglando
las conciencias y las vidas ajenas, a poco resquicio que encontrase. ¡Ay de la
casa donde tenían la debilidad de obsequiarle con una tacita de chocolate y un
platillo de almíbar! ¡Ay de quien, respetando su estado y edad, oía con
sumisión real o aparente alguna de sus homilías caseras! Que contase, el mejor
día, con encontrar al padre vicario en la sopera, tasando las cucharadas de
sopa que debe consumir una familia cristiana, o fijando el precio de la vara de
seda que una señora, cristiana también, puede vestir sin menoscabo de su
cristiandad. La fiscalización del padre descendía a tales pormenores, que yo,
yo en persona, había oído este diálogo entre mi madre y la cocinera:
-Y entonces pasaba
el padre vicario, y me riñó mucho, y me mandó comprar fanecas, porque dice que
solo entre los moros se come lamprea a la colación, y que en esta casa los
señores tienen conciencia, y aquel, y temor de Dios, y no se les debe traer
lamprea en semejante día. ¡Me regateó las fanecas él mismo..., que las sacó
bien baratas!
Excuso añadir
que para los muchachos ver al padre vicario era ver al demonio. Sus consejos
acerca de la severidad en la educación, la supresión de todo recreo, el sistema
celular y claustral, nos parecían nacidos de un corazón maligno y cruel; y sus
entremetimientos nos indignaban hasta el punto de que bastase que el padre
vicario dijese haches, para salir nosotros chillando erres.
Declarado esto, nadie mostrará extrañeza ni me tachará de mentiroso, por el
modo con que respondí a las preguntas del exclaustrado, cuando me paró en la
escalinata.
-Con que
bailecitos, ¿eh? Ha llegado a mis oídos..., porque todo se sabe. ¿Y mamá lo
permite? ¿Y papá no pone dificultad? ¿Y cómo se baila, hombres con hombres y
mujeres con mujeres, o promiscuando? Y en la sala, ¿estáis solitos? ¿Ninguna
persona formal autorizando y presenciando... el jolgorio? ¿Campáis por vuestros
respetos? ¡Así, república, república! Pero, y mamá, ¿no dice ni esto? ¿Y qué
bailáis? ¿Bailaréis de esas danzas tan bonitas, ¡tan asquerosas!, en que se
pegan las chicas a los chicos como la oblea al papel? ¡Ah! ¡Con que
efectivamente! ¡Ya lo había olfateado, ya! ¡Tengo la nariz muy larga! ¿Y por
dónde os cogéis? ¿Por la cintura? ¿También las manos? ¿Las piernas... así?
¡Jesús, Jesús y Señor! Imposible parece que tu mamá, una persona hasta hoy
prudente, religiosa, cuerda, esté tan ciega y tan... Y la verdad; vamos,
háblame aquí como si nos encontrásemos, tú en el santo tribunal de la Penitencia , y yo con
los dedos levantados para absolverte. ¡No me ocultes nada, hijo mío, nada! Un
buen movimiento... ¡Salga de aquí la verdad! ¡La verdad, que es hija de
Dios!... Vamos, nadie nos escucha; puedes espontanearte y descargar la
conciencia de un peso. En esa sala medio oscura..., en esa soledad en que os
dejan..., con esos bailes infer-nales y lúbricos..., ¡discurridos por el que
siempre está en acecho y no se duerme nunca!..., no ha habido..., quiero
decirlo con toda la limpieza posible..., no ha habido algún..., vamos, algún
roce..., en fin, algún contacto..., deshonesto..., indiscreto..., alguna
aproximación excesiva..., imprudente..., entre personas de distinto sexo...,
algún..., alguna... posición... que...
-Sí, señor, que
hubo -exclamé fuera de mí, dando salida a mi impaciencia y amontonando
disparates por el gusto de amontonarlos. ¡Vaya si hubo! ¡Pues qué! ¿Somos de
cartón nosotros? Ya hemos pasado de chiquillos. Nos aprovechamos cuanto
podemos, y nos damos cada panzada de sobadura que tiembla el misterio, padre
vicario. Los besos se oyen desde la calle. ¿Qué se había figurado usted?
¡Aquello arde que es una gloria!
-¡Jesús, Jesús,
María Santísima, Dios y Señor! Hijo mío, pero ¿qué me estás contando? -gimió el
fraile consternadísimo, apretándose las sienes y dilatando los ojos de terror
al ver confirmados sus recelos-. ¡Ya me lo sospechaba yo, sí que me lo
sospechaba! Pero no tanto, no tanto; creí que el mal sería cosa de menos
trascendencia. ¡Hijo, hijo, medita, reflexiona, detente, escúchame! Pierdes tu
alma y pierdes las de tus infelices com-pañeros; das ocasión a un escándalo
gravísimo. ¡Señor! ¡Señor! ¡Abrid los ojos a los ciegos, a los padres, que
debieran vigilar y se duermen! Atiende, Ramón: es preciso poner remedio a ese
daño... Es indispensable, es de conciencia que vayas inmediatamente y se lo
cuentes a tu mamá, diciéndole, por ejemplo, así: «Madre..., usted no se asuste,
pero tenemos que ponerla sobre aviso... En la casa ocurre esto, esto y esto...
Cesen estos bailes, apá-guense estas luces, entren aquí el recogimiento y el
orden...»
Aquella noche
teníamos reunión danzante, por ser día festivo. Excuso decir que mucho antes de
la hora, adelantándola en nuestra impaciencia, nos hallábamos congregados en la
sala los futuros danzarines, divirtién-donos, para esparcir la sangre, en hacer
el remolino, ejercicio que acom-pañábamos con resonantes carcajadas, no bien, a
fuerza de girar, se declaraba mareada alguna humana peonza. Estábamos en lo
mejorcito, cuando por la entreabierta puerta del gabinete se deslizó mi madre,
y en su cara y actitud comprendimos que se trataba de asunto urgente y serio.
-Ramón, ven acá
-dijo encarándose conmigo y llevándome hacia un rincón-. Mira, ya eres crecido,
y puedes hacerte cargo -añadió, no tan bajo que los demás, si prestaban oído
atento, no pudiesen enterarse-. Está ahí el vicario de las Bernardas, y nos ha
puesto la cabeza como un bombo a tu padre y a mí. Dice que sois el escándalo de
la población; que nos cortan sayos las señoras de respeto, horrorizadas de lo
que en esta casa acontece; que el padre te sacó los ochavos esta mañana y que
tú confesaste cosas muy feas; que ni en el callejón de la Apalpa sucede lo que aquí,
y que ni somos cristianos ni padres, si no ponemos correctivo... Tu padre se ha
disgustado: yo también por poco suelto el trapo a llorar.
-Pero mamá, ¡por
los clavos de Cristo! -interrumpí-, ¿a qué haces caso de las chocheces del
padre? Por darle cuerda y hacerle rabiar, le encajé hoy en la Quintana mil absurdos.
Cuanto te dijo lo inventé yo, y fue pura guasa. ¿Qué viene a contarte? ¿No
presencias tú y papá, siempre que se os antoja, nuestra reunión?
-Aquí no es
tertulia elegante -arguyó mamá, que, careciendo de razones, apeló al argumento
de autoridad, imponiéndose. Y, sobre todo, los demás... allá se arreglen con
su conciencia. La mía y la de tu padre nos mandan deciros lo siguiente: no más
bailes. Esto se acabó. Jugad... al corro..., a las esquinas...
-Salió la
señora, y yo transmití el ucase maternal a la asamblea. Tristes y alicaídos,
como si nos hubiesen administrado a cada cual una paliza, nos agrupamos
alrededor del piano, amparándonos al altar del numen protector de la danza. Nos
mirábamos carilargos y silenciosos, y aunque a nadie le inspiró Satanás la idea
de desobedecer, a todos les sopló en el corazón la protesta. Nos sentíamos no
sólo privados de un juego favorito, de un goce, sino humillados, disminuidos,
reducidos nuevamente a la condición de rapaces, de mequetrefes. ¿A quién, no
siendo a un chiquillo, se le veda bailar? Una de mis primitas, de once años,
sofocada, se escondió detrás de una cortina, a hacer pucheros. Otra, más varonil,
de doce, me dijo por lo bajo:
-Así
permanecíamos, consternados y furiosos, cuando, ¡oh sorpresa!, en la misma
puerta vimos encuadrarse la respetable persona del autor de nuestros disgustos,
a quien acompañaban los de nuestros días. Venía el buen vicario -porque era
bueno, no lo digo con retintín irónico- rebosando por el semblante gozo y
paternidad espiritual. La alegría de haber sido obedecido; la satisfacción de
haber rescatado nuestras almas le infundían un júbilo visible, revelado en el
afectuoso «Felices y santas noches, señoritos y señoritas», que pronunció antes
de entrar. Mi madre, sonriente y como reclamando indulgen-cia, le daba
explicaciones.
-Vamos, vamos,
¡pobrecitos! ¡Sienten no bailar! Pero, señora mía, ¿quién les manda no bailar?
Yo no he dicho que no bailen. Todas las cosas de este mundo pueden hacerse;
depende solamente de cómo se hagan. No pueden ni deben sus hijos de usted
danzar danzas impúdicas y lascivas, a ejemplo de la meretriz aquella, Salomé,
que danzaba... ¡Ya sabemos todos con qué objeto danzaba la gran culebrona! Pero
danzas honestas, como la de David ante el arca...
-Pues, padre
-intervino mi madre no sin asomos de impaciencia revelada en la voz, díganos
usted cuáles son esas danzas que la moral no reprueba, porque a mí me disgusta
ver a los niños aburridos y tristes, y, cuando están satisfechos, parece que se
me quita de encima un peso de diez arrobas. A ver, ¿qué deben bailar, según
usted, los chicos?
-¿No lo saben?
¡Ay! ¿Ve, ve cómo no saben lo mejor? ¿Cómo sólo aprenden las picardías? -y con
ímpetu casi juvenil, el digno sacerdote se adelantó al centro de la sala. Pues
ya que no saben, voy a enseñárselo. Tú, Ramoncito, acá... -diciendo y haciendo,
me condujo a una esquina del salón, dejándome allí plantado. Ahora tú, Conchi ta... -igual maniobra con mi hermana mayor,
solo que situándola en la esquina opuesta. Ahora... tóquenme en ese piano una
tonadita... religiosa... que conmueva mucho..., vamos, el Tantum ergo...
no, ¡un villancico será más propio!... Eso... bien... lailalaro, lailá... -y el
padre, animadísimo, gorjeaba. Bueno; ahora tú, Ramon-cito, sales así...,
moviendo los brazos como si fueran alas, alzando un pie con mucho compás...,
luego otro..., mira... -y nos daba el ejemplo. Tú, Conchi ta...,
cruzas las manos sobre el corazón..., bajas los ojos, muy modesta..., haciendo
una reverencia a cada paso que el Querubín dé hacia ti... Así, Ramón... Conchi ta, bien... Los movimientos de alas..., ¡a
compás! ¡A compás!
Yo no sé quién
estalló primero: creo que fue la primilla que lloraba detrás de la cortina, y
cambió el llanto, instantáneamente, en una explosión de risa tan melodiosa, que
parecía la caída del agua en el tazón de una fuente de cristal. A aquella
bonita risa de candor, provocada por el espectáculo del padre vicario,
arremangando la sotana y alzando «¡a compás!, ¡a compás!» el pie, siguieron
otras carcajadas agudas o graves, que partían del grupo arrimado al piano. Yo
mismo, el Querubín, no supe contenerme, y solté la risa a borbotones; y Conchi ta, mi pareja angelical, dando al diablo el
compás y la modestia, se agarró con ambas manos la cintura, que de tanto reír
se le partía. Y como la hilaridad es contagiosa, mi madre, que no pecaba de
risueña, acabó por sacar el pañuelo y aplicárselo a la boca y llenársele de
lágrimas de risa los ojos... Hasta observé que mi padre se volvía de espaldas y
se retiraba hacia el gabinete; y a despecho de su precaución y disimulo, yo
juraría, por el sube y baja convulsivo de sus hombros, que iba perdido,
derrotado de risa...
***
¡Cuán lejos veo
ya aquellas doradas horas! La vida me tomó en sus rudos brazos y me zarandeó
sin duelo, dándome, según acostumbra, a pena por día, y algunas veces ración
doble. Sintiendo allá dentro un sublime hormigueo que llaman sed de gloria, me
consagré a las letras, y emborroné algunas páginas, que ignoro si habrán de
sobrevivirme. Y en el curso de mi carrera literaria, encontré varios críticos
que, inspirándose en las tradiciones del padre vicario, quisieron obligarme a
que sólo bailase el baile del Querubín... ¡con muchísimo compás!
«Nuevo Teatro Crítico», núm. 2, 1891.
Cuentos
Cuentos
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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