Todas
las noches del año nos sentábamos los cuatro en el pequeño reservado de la
posada George en Debenham: el empresa-rio de pompas fúnebres, el dueño, Fettes
y yo. A veces había más gente; pero tanto si hacía viento como si no, tanto si
llovía como si nevaba o caía una helada, los cuatro, llegado el momento, nos
instalábamos en nuestros respectivos sillones. Fettes era un viejo escocés muy
dado a la bebida; culto, sin duda, y también acomodado, porque vivía sin hacer
nada. Había llegado a Debenham años atrás, todavía joven, y por la simple
permanencia se había convertido en hijo adoptivo del pueblo. Su capa azul de
camelote era una antigüedad, igual que la torre de la iglesia. Su sitio fijo en
el reservado de la posada, su conspicua ausencia de la iglesia, y sus vicios
vergonzosos eran cosas de todos sabidas en Debenham. Mantenía algunas opiniones
vagamente radicales y cierto pasajero escepticismo religioso que sacaba a
relucir periódicamente, dando énfasis a sus palabras con imprecisos manotazos
sobre la mesa. Bebía ron: cinco vasos todas las veladas; y durante la mayor
parte de su diaria visita a la posada permanecía en un estado de melancólico
estupor alcohólico, siempre con el vaso de ron en la mano derecha. Le
llamábamos el doctor, porque se le atribuían ciertos conocimientos de medicina
y en casos de emergencia había sido capaz de entablillar una fractura o reducir
una luxación, pero, al margen de estos pocos detalles, carecíamos de
información sobre su personalidad y antecedentes.
Una
oscura noche de invierno -habían dado las nueve algo antes de que el dueño se
reuniera con nosotros- fuimos informados de que un gran terrateniente de los
alrededores se había puesto enfermo en la posada, atacado de apoplejía, cuando
iba de camino hacia Londres y el Parlamento; y por telégrafo se había
solicitado la presencia, a la cabecera del gran hombre, de su médico de la
capital, personaje todavía más famoso. Era la primera vez que pasaba una cosa
así en Debenham (hacía muy poco tiempo que se había inaugurado el ferrocarril)
y todos estábamos convenientemente impresiona-dos.
-Ya
ha llegado -dijo el dueño, después de llenar y de encender la pipa.
-¿Quién?
-dije yo. ¿No querrá usted decir el médico?
-Precisamente
-contestó nuestro posadero.
-¿Cómo
se llama?
-Doctor
Macfarlane -dijo el dueño.
Fettes
estaba acabando su tercer vaso, sumido ya en el estupor de la borrachera, unas
veces asintiendo con la cabeza, otras con la mirada perdida en el vacío; pero
con el sonido de las últimas palabras pareció despertarse y repitió dos veces
el apellido «Macfarlane»: la primera con entonación tranquila, pero con repentina
emoción la segunda.
-Sí
dijo el dueño, así se llama: doctor Wolfe Macfarlane.
Fettes
se serenó inmediatamente; sus ojos se aclararon, su voz se hizo más firme y sus
palabras más vigorosas. Todos nos quedamos muy sorprendidos ante aquella
transformación, porque era como si un hombre hubiera resucitado de entre los
muertos.
-Les
ruego que me disculpen -dijo; mucho me temo que no prestaba atención a sus
palabras. ¿Quién es ese tal Wolfe Macfarlane?
Y
añadió, después de oír las explicaciones del dueño:
-No
puede ser, claro que no; y, sin embargo, me gustaría ver a ese hombre cara a
cara.
-¿Le
conoce usted, doctor? -preguntó boquiabierto el empresario de pompas fúnebres.
-¡Dios
no lo quiera! -fue la respuesta. Y, sin embargo, el nombre no es nada
corriente, sería demasiado imaginar que hubiera dos. Dígame, posadero, ¿se
trata de un hombre viejo?
-No
es un hombre joven, desde luego, y tiene el pelo blanco; pero sí parece más
joven que usted.
-Es
mayor que yo, sin embargo; varios años mayor. Pero -dando un manotazo sobre la
mesa, es el ron lo que ve usted en mi cara; el ron y mis pecados. Este hombre
quizá tenga una conciencia más fácil de contentar y haga bien las digestiones.
¡Conciencia! ¡De qué cosas me atrevo a hablar! Se imaginarán ustedes que he
sido un buen cristiano, ¿no es cierto? Pues no, yo no; nunca me ha dado por la
hipocresía. Quizá Voltaire habría cambiado si se hubiera visto en mi caso;
pero, aunque mi cerebro- y procedió a darse un manotazo sobre la calva cabeza,
aunque mi cerebro funcionaba perfecta-mente, no saqué ninguna conclusión de las
cosas que vi.
-Si
este doctor es la persona que usted conoce -me aventuré a apuntar, después de
una pausa bastante penosa, ¿debemos deducir que no comparte la buena opinión
del posadero?
Fettes
no me hizo el menor caso.
-Sí
-dijo, con repentina firmeza, tengo que verlo cara a cara.
Se
produjo otra pausa; luego una puerta se cerró con cierta violencia en el primer
piso y se oyeron pasos en la escalera.
-Es
el doctor -exclamó el dueño. Si se da prisa podrá alcanzarle.
No
había más que dos pasos desde el pequeño reservado a la puerta de la vieja
posada George; la ancha escalera de roble terminaba casi en la calle; entre el
umbral y el último peldaño no había sitio más que para una alfombra turca; pero
este espacio tan reducido quedaba brillantemente iluminado todas las noches, no
sólo gracias a la luz de la escalera y al gran farol debajo del nombre de la
posada, sino también debido al cálido resplandor que salía por la ventana de la
cantina. La posada llamaba así convenientemente la atención de los que cruzaban
por la calle en las frías noches de invierno. Fettes se llegó sin vacilaciones
hasta el diminuto vestíbulo y los demás, quedándonos un tanto retrasados, nos
dispusimos a presenciar el encuentro entre aquellos dos hombres, encuentro que
uno de ellos había definido como «cara a cara». El doctor Macfarlane era un
hombre despierto y vigoroso. Sus cabellos blancos servían para resaltar la
calma y la palidez de su rostro, nada desprovisto de energía por otra parte.
Iba elegantemente vestido con el mejor velarte y la más fina holanda, y lucía
una gruesa cadena de oro para el reloj y gemelos y anteojos del mismo metal
precioso. La corbata, ancha y con muchos pliegues, era blanca con lunares de
color lila, y llevaba al brazo un abrigo de pieles para defenderse del frío
durante el viaje. No hay duda de que lograba dar dignidad a sus años envuelto
en aquella atmósfera de riqueza y respetabilidad; y no dejaba de ser todo un
contraste sorprendente ver a nuestro borrachín-calvo, sucio, lleno de granos y
arropado en su vieja capa azul de camelote -enfrentarse con él al pie de la
escalera.
-¡Macfarlane!
-dijo con voz resonante, más propia de un heraldo que de un amigo.
El
gran doctor se detuvo bruscamente en el cuarto escalón, como si la familiaridad
de aquel saludo sorprendiera y en cierto modo ofendiera su dignidad.
-¡Toddy
Macfarlane! -repitió Fettes.
El
londinense casi se tambaleó. Lanzó una mirada rapidísima al hombre que tenía
delante, volvió hacia atrás unos ojos atemorizados y luego susurró con voz
llena de sorpresa:
-¡Fettes!
¡Tú!
-¡Yo,
sí! -dijo el otro. ¿Creías que también yo estaba muerto? No resulta tan fácil
dar por terminada nuestra relación.
-¡Calla,
por favor! -exclamó el ilustre médico. ¡Calla! Este encuentro es tan
inesperado... Ya veo que te has ofendido. Confieso que al principio casi no te
había conocido; pero me alegro mucho... me alegro mucho de tener esta
oportunidad. Hoy sólo vamos a poder decirnos hola y hasta la vista; me espera
el calesín y tengo que coger el tren; pero debes... veamos, sí... debes darme
tu dirección y te aseguro que tendrás muy pronto noticias mías. Hemos de hacer
algo por ti, Fettes. Mucho me temo que estás algo apurado; pero ya nos
ocuparemos de eso «en recuerdo de los viejos tiempos», como solíamos cantar
durante nuestras cenas.
-¡Dinero!
-exclamó Fettes. ¡Dinero tuyo! El dinero que me diste estará todavía donde lo
arrojé aquella noche de lluvia.
Hablando,
el doctor Macfarlane había conseguido recobrar un cierto grado de superioridad
y confianza en sí mismo, pero la desacostumbrada energía de aquella negativa lo
sumió de nuevo en su primitiva confusión.
Una
horrible expresión atravesó por un momento sus facciones casi venerables.
-Mi
querido amigo -dijo, haz como gustes; nada más lejos de mi intención que
ofenderte. No quisiera entrometerme. Pero sí que te dejaré mi dirección...
-No
me la des... No deseo saber cuál es el techo que te cobija -le interrumpió el
otro. Oí tu nombre; temí que fueras tú; quería saber si, después de todo,
existe un Dios; ahora ya sé que no. ¡Sal de aquí!
Pero
Fettes seguía en el centro de la alfombra, entre la escalera y la puerta; y
para escapar, el gran médico londinense iba a verse obligado a dar un rodeo.
Estaban claras sus vacilaciones ante lo que a todas luces consideraba una
humillación. A pesar de su palidez, había un brillo amenazador en sus anteojos;
pero, mientras seguía sin decidirse, se dio cuenta de que el cochero de su
calesín contemplaba con interés desde la calle aquella escena tan poco común y
advirtió también cómo le mirábamos nosotros, los del pequeño grupo del
reservado, apelotonados en el rincón más próximo a la cantina. La presencia de
tantos testigos le decidió a emprender la huida. Pasó pegado a la pared y luego
se dirigió hacia la puerta con la velocidad de una serpiente. Pero sus
dificultades no habían terminado aún, porque antes de salir Fettes le agarró
del brazo y, de sus labios, aunque en un susurro, salieron con toda claridad
estas palabras:
-¿Has
vuelto a verlo?
El
famoso doctor londinense dejó escapar un grito ahogado, dio un empujón al que
así le interrogaba y con las manos sobre la cabeza huyó como un ladrón cogido
in fraganti. Antes de que a ninguno de nosotros se nos ocurriera hacer el menor
movimiento, el calesín traqueteaba ya camino de la estación La escena había
terminado como podría hacerlo un sueño; pero aquel sueño había dejado pruebas y
rastros de su paso. Al día siguiente la criada encontró los anteojos de oro en
el umbral, rotos, y aquella noche todos permanecimos en pie, sin aliento, junto
a la ventana de la cantina, con Fettes a nuestro lado, sereno, pálido y con
aire decidido.
-¡Que
Dios nos tenga de su mano, Mr. Fettes! -dijo el posadero, al ser el primero en
recobrar el normal uso de sus sentidos. ¿A qué obedece todo esto? Son cosas
bien extrañas las que usted ha dicho...
Fettes
se volvió hacia nosotros; nos fue mirando a la cara sucesivamente.
-Procuren
tener la lengua quieta -dijo. Es arriesgado enfrentarse con el tal Macfarlane;
los que lo han hecho se han arrepentido demasiado tarde.
Después,
sin terminarse el tercer vaso, ni mucho menos quedarse para consumir los otros
dos, nos dijo adiós y se perdió en la oscuridad de la noche después de pasar
bajo la lámpara de la posada.
Nosotros
tres regresamos a los sillones del reservado, con un buen fuego y cuatro velas
recién empezadas; y, a medida que recapitulábamos lo sucedido, el primer
escalofrío de nuestra sorpresa se convirtió muy pronto en hormiguillo de
curiosidad. Nos quedamos allí hasta muy tarde; no recuerdo ninguna otra noche
en la que se prolongara tanto la tertulia. Antes de separarnos, cada uno tenía
una teoría que se había comprometido a probar, y no había para nosotros asunto
más urgente en este mundo que rastrear el pasado de nuestro misterioso
contertulio y descubrir el secreto que compartía con el famoso doctor
londinense. No es un gran motivo de vana-gloria, pero creo que me di mejor maña
que mis compañeros para desvelar la historia; y quizá no haya en estos momentos
otro ser vivo que pueda narrarles a ustedes aquellos monstruosos y abominables
sucesos.
De
joven, Fettes había estudiado medicina en Edimburgo. Tenía un cierto tipo de
talento que le permitía retener gran parte de lo que oía y asimilarlo en
seguida, haciéndolo suyo. Trabajaba poco en casa; pero era cortés, atento e
inteligente en presencia de sus maestros. Pronto se fijaron en él por su
capacidad de atención y su buena memoria; y, aunque a mí me pareció bien
extraño cuando lo oí por primera vez, Fettes era en aquellos días bien parecido
y cuidaba mucho de su aspecto exterior. Existía por entonces fuera de la
universidad un cierto profesor de anatomía al que designaré aquí mediante la
letra K. Su nombre llegó más adelante a ser tristemente célebre. El hombre que
lo llevaba se escabulló disfrazado por las calles de Edimburgo, mientras el
gentío, que aplaudía la ejecución de Burke, pedía a gritos la sangre de su
patrón. Pero Mr. K estaba entonces en la cima de su popularidad; disfrutaba de
la fama debido en parte a su propio talento y habilidad, y en parte a la
incompe-tencia de su rival, el profesor universitario. Los estudiantes, al
menos, tenían absoluta fe en él y el mismo Fettes creía, e hizo creer a otros,
que había puesto los cimientos de su éxito al lograr el favor de este hombre
meteóricamente famoso. Mr. K era un bon
vivant además de un excelente profesor; y apreciaba tanto una hábil ilusión
como una preparación cuidadosa. En ambos campos Fettes disfrutaba de su
merecida consideración, y durante el segundo año de sus estudios recibió el
encargo semioficial de segundo profesor de prácticas o sub-asistente en su
clase.
Debido
a este empleo, el cuidado del anfiteatro y del aula recaía de manera particular
sobre los hombros de Fettes. Era responsable de la limpieza de los locales y
del comportamiento de los otros estudiantes y también constituía parte de su
deber proporcionar, recibir y dividir los diferentes cadáveres. Con vistas a
esta última ocupación -en aquella época asunto muy delicado, Mr. K hizo que se
alojase primero en el mismo callejón y más adelante en el mismo edificio donde
estaban instaladas las salas de disección. Allí, después de una noche de
turbulentos placeres, con la mano todavía temblo-rosa y la vista nublada, tenía
que abandonar la cama en la oscuridad de las horas que preceden a los
amaneceres invernales, para entenderse con los sucios y desesperados
traficantes que abastecían las mesas. Tenía que abrir la puerta a aquellos
hombres que después han alcanzado tan terrible reputación en todo el país.
Tenía que recoger su trágico cargamento, pagarles el sórdido precio convenido y
quedarse solo, al marcharse los otros, con aquellos desagradables despojos de
humanidad. Terminada tal escena, Fettes volvía a adormilarse por espacio de una
o dos horas para reparar así los abusos de la noche y refrescarse un tanto para
los trabajos del día siguiente.
Pocos
muchachos podrían haberse mostrado más insensibles a las impresiones de una
vida pasada de esta manera bajo los emblemas de la moralidad. Su mente estaba
impermeabilizada contra cualquier consideración de carácter general. Era
incapaz de sentir interés por el destino y los reveses de fortuna de cualquier
otra persona, esclavo total de sus propios deseos y rastreras ambiciones. Frío,
superficial y egoísta en última instancia, no carecía de ese mínimo de
prudencia, a la que se da equivocadamente el nombre de moralidad, que mantiene
a un hombre alejado de borracheras inconvenientes o latrocinios castigables.
Como Fettes deseaba además que sus maestros y condiscípulos tuvieran de él una
buena opinión, se esforzaba en guardar las apariencias. Decidió también
destacar en sus estudios y día tras día servía a su patrón impecablemente en
las cosas más visibles y que más podían reforzar su reputación de buen
estudiante. Para indemnizarse de sus días de trabajo, se entregaba por las
noches a placeres ruidosos y desvergonzados; y cuando los dos platillos se
equilibraban, el órgano al que Fettes llamaba su conciencia se declaraba
satisfecho.
La
obtención de cadáveres era continua causa de dificultades tanto para él como
para su patrón. En aquella clase con tantos alumnos y en la que se trabajaba
mucho, la materia prima de las disecciones estaba siempre a punto de acabarse;
y las transacciones que esta situación hacía necesarias no sólo eran
desagradables en sí mismas, sino que podían tener consecuencias muy peligrosas
para todos los implicados. La norma de Mr. K era no hacer preguntas en el trato
con los de la profesión. «Ellos consiguen el cuerpo y nosotros pagamos el
precio», solía decir, recalcando la aliteración; «quid pro quo». Y de nuevo, y con cierto cinismo, les repetía a sus
asistentes que «No hicieran preguntas por razones de conciencia.»
No
es que se diera por sentado implícitamente que los cadáveres se conseguían
mediante el asesinato. Si tal idea se le hubiera formulado mediante palabras,
Mr. K se habría horrorizado; pero su frívola manera de hablar tratándose de un
problema tan serio era, en sí misma, una ofensa contra las normas más
elementales de la responsabilidad social y una tentación ofrecida a los hombres
con los que negociaba. Fettes, por ejemplo no había dejado de advertir que, con
frecuencia, los cuerpos que le llevaban habían perdido la vida muy pocas horas
antes. También le sorprendía una y otra vez el aspecto abominable y los
movimientos solapados de los rufianes que llamaban a su puerta antes del alba;
y, atando cabos para sus adentros, quizá atribuía un significado demasiado
inmoral y dema-siado categórico a las imprudentes advertencias de su maestro.
En resumen: Fettes entendía que su deber constaba de tres apartados: aceptar lo
que le traían, pagar el precio y pasar por alto cualquier indicio de un posible
crimen.
Una
mañana de noviembre esta consigna de silencio se vio duramente puesta a prueba.
Fettes, después de pasar la noche en blanco debido a un atroz dolor de muelas -paseándose
por su cuarto como una fiera enjaulada o arrojándose desesperado sobre la cama,
y caer ya de madrugada en ese sueño profundo e intranquilo que con tanta
frecuencia es la consecuencia de una noche de dolor, se vio despertado por la
tercera o cuarta impaciente repetición de la señal convenida. La luna, aunque
en cuarto menguante, derramaba abundante luz; hacía mucho frío y la noche
estaba ventosa, la ciudad dormía aún, pero una indefinible agitación preludiaba
ya el ruido y el tráfago del día. Los profanadores habían llegado más tarde de
lo acostumbrado y parecían tener aún más prisa por marcharse que otras veces.
Fettes, muerto de sueño, les fue alumbrando escaleras arriba. Oía sus roncas
voces, con fuerte acento irlandés, como formando parte de un sueño; y mientras
aquellos hombres vaciaban el lúgubre contenido de su saco, él dormitaba, con un
hombro apoyado contra la pared; tuvo que hacer luego verdaderos esfuerzos para
encontrar el dinero con que pagar a aquellos hombres. Al ponerse en movimiento
sus ojos tropezaron con el rostro del cadáver. No pudo disimular su sobresalto;
dio dos pasos hacia adelante, con la vela en alto.
-¡Santo
cielo! -exclamó. ¡Si es Jane Galbraith!
Los
hombres no respondieron nada pero se movieron impercep-tiblemente en dirección
a la puerta.
-La
conozco, se lo aseguro -continuó Fettes. Ayer estaba viva y muy contenta. Es
imposible que haya muerto; es imposible que hayan conseguido este cuerpo de
forma correcta.
-Está
usted completamente equivocado, señor -dijo uno de los hombres.
Pero
el otro lanzó a Fettes una mirada amenazadora y pidió que se les diera el
dinero inmediatamente.
Era
imposible malinterpretar su expresión o exagerar el peligro que implicaba. Al
muchacho le faltó valor. Tartamudeó una excusa, contó la suma convenida y
acompañó a sus odiosos visitantes hasta la puerta. Tan pronto como
desaparecieron, Fettes se apresuró a confirmar sus sospechas. Mediante una
docena de marcas que no dejaban lugar a dudas identificó a la muchacha con la
que había bromeado el día anterior. Vio, con horror, señales sobre aquel cuerpo
que podían muy bien ser pruebas de una muerte violenta. Se sintió dominado por
el pánico y buscó refugio en su habitación. Una vez allí reflexionó con calma
sobre el descubrimiento que había hecho; consideró fríamente la importancia de
las instrucciones de Mr. K y el peligro para su persona que podía derivarse de
su intromisión en un asunto de tanta importancia; finalmente, lleno de
angustiosas dudas, determinó esperar y pedir consejo a su inmediato superior,
el primer asistente.
Era
éste un médico joven, Tolfe Macfarlane, gran favorito de los estudiantes
temerarios, hombre inteligente, disipado y absolutamente falto de escrúpulos.
Había viajado y estudiado en el extranjero. Sus modales eran agradables y un
poquito atrevidos. Se le consideraba una autoridad en cuestiones teatrales y no
había nadie más hábil para patinar sobre el hielo ni que manejara con más
destreza los palos de golf; vestía con elegante audacia y, como toque final de
distinción, era propietario de un calesín y de un robusto trotón. Su relación con
Fettes había llegado a ser muy íntima; de hecho sus cargos respectivos hacían
necesaria una cierta comunidad de vida; y cuando escaseaban los cadáveres, los
dos se adentraban por las zonas rurales en el calesín de Macfarlane, para
visitar y profanar algún cementerio poco frecuentado y, antes del alba,
presentarse con su botín en la puerta de la sala de disección.
Aquella
mañana Macfarlane apareció un poco antes de lo que solía. Fettes le oyó, salió
a recibirle a la escalera, le contó su historia y terminó mostrán-dole la causa
de su alarma. Macfarlane examinó las señales que presentaba el cadáver.
-Sí
-dijo con una inclinación de cabeza; parece sospechoso.
-¿Qué
te parece que debo hacer? -preguntó Fettes.
-¿Hacer?
-repitió el otro. ¿Es que quieres hacer algo? Cuanto menos se diga, antes se
arreglará, diría yo.
-Quizá
la reconozca alguna otra persona -objetó Fettes. Era tan conocida como el
Castle Rock.
-Esperemos
que no -dijo Macfarlane, y si alguien lo hace... bien, tú no la reconociste,
¿comprendes?, y no hay más que hablar. Lo cierto es que esto lleva ya demasiado
tiempo sucediendo. Remueve el cieno y colocarás a K en una situación
desesperada; tampoco tú saldrías muy bien librado. Ni yo, si vamos a eso. Me
gustaría saber cómo quedaríamos, o qué demonios podríamos decir si nos llamaran
como testigos ante cualquier tribunal. Porque, para mí, ¿sabes?, hay una cosa
cierta: prácticamente hablando, todo nuestro «material» han sido personas
asesinadas.
-¡Macfarlane!
-exclamó Fettes.
-¡Vamos,
vamos! -se burló el otro. ¡Como si tú no lo hubieras sospechado!
-Sospechar
es una cosa...
-Y
probar otra. Ya lo sé; y siento tanto como tú que esto haya llegado hasta aquí
-dando unos golpes en el cadáver con su bastón. Pero colocados en esta
situación, lo mejor que puedo hacer es no reconocerla; y -añadió con gran
frialdad- así es: no la reconozco. Tú puedes, si es ése tu deseo. No voy a
decirte lo que tienes que hacer, pero creo que un hombre de mundo haría lo
mismo que yo; y me atrevería a añadir que eso es lo que K esperaría de
nosotros. La cuestión es ¿por qué nos eligió a nosotros como asistentes? Y yo
respondo: porque no quería viejas chismosas.
Aquella
manera de hablar era la que más efecto podía tener en la mente de un muchacho
como Fettes. Accedió a imitar a Macfarlane. El cuerpo de la desgraciada joven
pasó a la mesa de disección como era costumbre y nadie hizo el menor comentario
ni pareció recono-cerla.
Una
tarde, después de haber terminado su trabajo de aquel día, Fettes entró en una
taberna muy concurrida y encontró allí a Macfarlane sentado en compañía de un
extraño. Era un hombre pequeño, muy pálido y de cabellos muy oscuros, y ojos
negros como carbones. El corte de su cara parecía prometer una inteligencia y
un refinamiento que sus modales se encargaban de desmentir, porque nada más
empezar a tratarle, se ponía de manifiesto su vulgaridad, su tosquedad y su
estupidez. Aquel hombre ejercía, sin embargo, un extraordinario control sobre
Macfarlane; le daba órdenes como si fuera el Gran Bajá; se indignaba ante el menor
inconveniente o retraso, y hacía groseros comentarios sobre el servilismo con
que era obedecido. Esta persona tan desagradable manifestó una inmediata
simpatía hacia Fettes, trató de ganárselo invitándolo a beber y le honró con
extraordinarias confidencias sobre su pasado. Si una décima parte de lo que
confesó era verdad, se trataba de un bribón de lo más odioso; y la vanidad del
muchacho se sintió halagada por el interés de un hombre de tanta experiencia.
-Yo
no soy precisamente un ángel -hizo notar el desconocido, pero Macfarlane me da
ciento y raya... Toddy Macfarlane le llamo yo. Toddy, pide otra copa para tu
amigo.
O
bien:
-Toddy,
levántate y cierra la puerta.
-Toddy
me odia -dijo después. Sí, Toddy, ¡claro que me odias!
-No
me gusta ese maldito nombre, y usted lo sabe -gruñó Macfarlane.
-¡Escúchalo!
¿Has visto a los muchachos tirar al blanco con sus cuchillos? A él le gustaría
hacer eso por todo mi cuerpo -explicó el desconocido.
-Nosotros,
la gente de medicina, tenemos un sistema mejor -dijo Fettes. Cuando no nos
gusta un amigo muerto, lo llevamos a la mesa de disección Macfarlane le miró
enojado, como si aquella broma fuera muy poco de su agrado.
Fue
pasando la tarde. Gray, porque tal era el nombre del desconocido, invitó a
Fettes a cenar con ellos, encargando un festín tan suntuoso que la taberna
entera tuvo que movilizarse, y cuando terminó le mandó a Macfarlane que pagara
la cuenta. Se separaron ya de madrugada; el tal Gray estaba completamente
borracho. Macfarlane, sereno sobre todo a causa de la indignación reflexionaba
sobre el dinero que se había visto obligado a malgastar y las humillaciones que
había tenido que soportar. Fettes, con diferentes licores cantándole dentro de
la cabeza, volvió a su casa con pasos inciertos y la mente totalmente en
blanco. Al día siguiente Macfarlane faltó a clase y Fettes sonrió para sus
adentros al imaginárselo todavía acompañando al insoportable Gray de taberna en
taberna. Tan pronto como quedó libre de sus obligaciones, se puso a buscar por
todas partes a sus compañeros de la noche anterior. Pero no consiguió
encontrarlos en ningún sitio; de manera que volvió pronto a su habitación, se
acostó en seguida, y durmió el sueño de los justos.
A
las cuatro de la mañana le despertó la señal acostumbrada. Al bajar a abrir la
puerta, grande fue su asombro cuando descubrió a Macfarlane con su calesín y
dentro del vehículo uno de aquellos horrendos bultos alargados que tan bien
conocía.
-¡Cómo!
-exclamó. ¿Has salido tú solo? ¿Cómo te las has apañado?
Pero
Macfarlane le hizo callar bruscamente, pidiéndole que se ocupara del asunto que
tenían entre manos. Después de subir el cuerpo y de depositarlo sobre la mesa,
Macfarlane hizo primero un gesto como de marcharse. Después se detuvo y pareció
dudar.
-Será
mejor que le veas la cara -dijo después lentamente, como si le costara cierto
trabajo hablar. Será mejor -repitió, al ver que Fettes se le quedaba mirando,
lleno de asombro.
-Pero
¿dónde, cómo y cuándo ha llegado a tus manos? -exclamó el otro.
-Mírale
la cara -fue la única respuesta.
Fettes
titubeó; le asaltaron extrañas dudas. Contempló al joven médico y después el
cuerpo; luego volvió otra vez la vista hacia Macfarlane. Finalmente, dando un
respingo, hizo lo que se le pedía. Casi estaba esperando el espectáculo que se
tropezaron sus ojos pero de todas formas el impacto fue violento. Ver,
inmovilizado por la rigidez de la muerte y desnudo sobre el basto tejido de
arpillera, al hombre del que se había separado dejándolo bien vestido y con el
estómago satisfecho en el umbral de una taberna, despertó, hasta en el
atolondrado Fettes, algunos de los terrores de la conciencia. El que dos
personas que había conocido hubieran terminado sobre las heladas mesas de
disección era un cras tibi que iba
repitiéndose por su alma en ecos sucesivos. Con todo, aquellas eran sólo
preocupa-ciones secundarias. Lo que más le importaba era Wolfe.
Falto
de preparación para enfrentarse con un desafío de tanta importancia, Fettes no
sabía cómo mirar a la cara a su compañero. No se atrevía a cruzar la vista con
él y le faltaban tanto las palabras como la voz con que pronun-ciarlas.
Fue
Macfarlane mismo quien dio el primer paso. Se acercó tranquilamente por detrás
y puso una mano, con suavidad pero con firmeza, sobre el hombro del otro.
-Richardson
-dijo- puede quedarse con la cabeza.
Richardson
era un estudiante que desde tiempo atrás se venía mostrando muy deseoso de
disponer de esa porción del cuerpo humano para sus prácticas de disección. No
recibió ninguna respuesta, y el asesino continuó:
-Hablando
de negocios, debes pagarme; tus cuentas tienen que cuadrar, como es lógico.
Fettes
encontró una voz que no era más que una sombra de la suya:
-¡Pagarte!
-exclamó. ¿Pagarte por eso?
-Naturalmente;
no tienes más remedio que hacerlo. Desde cualquier punto de vista que lo
consideres -insistió el otro. Yo no me atrevería a darlo gratis; ni tú a
aceptarlo sin pagar, nos comprometería a los dos. Este es otro caso como el de
Jane Galbraith. Cuantos más cabos sueltos, más razones para actuar como si todo
estuviera en perfecto orden. ¿Dónde guarda su dinero el viejo K?
-Allí
-contestó Fettes con voz ronca, señalando al armario del rincón.
-Entonces,
dame la llave -dijo el otro calmosamente, extendiendo la mano.
Después
de un momento de vacilación, la suerte quedó decidida. Macfarlane no pudo
suprimir un estremecimiento nervioso, Manises-tación insignificante de un
inmenso alivio, al sentir la llave entre los dedos. Abrió el armario, sacó
pluma, tinta y el libro diario que descansaban sobre una de las baldas, y del
dinero que había en un cajón tomó la suma adecuada para el caso.
-Ahora,
mira -dijo Macfarlane; ya se ha hecho el pago, primera prueba de tu buena fe,
primer escalón hacia la seguridad. Pero todavía tienes que asegurarlo con un
segundo paso. Anota el pago en el diario y estarás ya en condiciones de hacer
frente al mismo demonio.
Durante
los pocos segundos que siguieron la mente de Fettes fue un torbellino de ideas;
pero al contrastar sus terrores, terminó triunfando el más inmediato. Cualquier
dificultad le pareció casi insignificante comparada con una confrontación con
Macfarlane en aquel momento. Dejó la vela que había sostenido todo aquel tiempo
y con mano segura anotó la fecha, la naturaleza y el importe de la transacción.
-Y
ahora -dijo Macfarlane, es de justicia que te quedes con el dinero. Yo he
cobrado ya mi parte. Por cierto, cuando un hombre de mundo tiene suerte y se
encuentra en el bolsillo con unos cuantos chelines extra, me da vergüenza
hablar de ello, pero hay una regla de conducta para esos casos. No hay que
dedicarse a invitar, ni a comprar libros caros para las clases, ni a pagar
viejas deudas; hay que pedir prestado en lugar de prestar.
-Macfarlane
-empezó Fettes, con voz todavía un poco ronca, me he puesto el nudo alrededor
del cuello por complacerte.
-¿Por
complacerme? -exclamó Wolfe. ¡Vamos, vamos! Por lo que a mí se me alcanza no
has hecho más que lo que estabas obligado a hacer en defensa propia. Supongamos
que yo tuviera dificultades, ¿qué sería de tí? Este segundo accidente sin
importancia procede sin duda alguna del primero. Mr. Gray es la continuación de
Miss Galbraith. No es posible empezar y pararse luego. Si empiezas, tienes que
seguir adelante; ésa es la verdad. Los malvados nunca encuentran descanso.
Una
horrible sensación de oscuridad y una clara conciencia de la perfidia del
destino se apoderaron del alma del infeliz estudiante.
-¡Dios
mío! -exclamó. ¿Qué es lo que he hecho? y ¿cuándo puede decirse que haya
empezado todo esto? ¿Qué hay de malo en que a uno lo nombren asistente? Service
quería ese puesto; Service podía haberlo conseguido. ¿Se encontraría él en la
situación en la que yo me encuentro ahora?
-Mi
querido amigo -dijo Macfarlane, ¡qué ingenuidad la tuya! ¿Es que acaso te ha
pasado algo malo? ¿Es que puede pasarte algo malo si tienes la lengua quieta?
¿Es que todavía no te has enterado de lo que es la vida? Hay dos categorías de
personas: los leones y los corderos. Si eres un cordero terminarás sobre una de
esas mesas como Gray o Jane Galbraith; si eres un león, seguirás vivo y tendrás
un caballo como tengo yo, como lo tiene K; como todas las personas con
inteligencia o con valor. Al principio se titubea. Pero ¡mira a K! Mi querido
amigo, eres inteligente, tienes valor. Yo te aprecio y K también te aprecia.
Has nacido para ir a la cabeza, dirigiendo la cacería; y yo te aseguro, por mi
honor y mi experiencia de la vida, que dentro de tres días te reirás de estos
espantapájaros tanto como un colegial que presencia una farsa.
Y
con esto Macfarlane se despidió y abandonó el callejón con su calesín para ir a
recogerse antes del alba. Fettes se quedó solo con los remordimi-entos. Vio los
peligros que le amenazaban. Vio, con indecible horror, el pozo sin fondo de su
debilidad, y cómo, de concesión en concesión, había descendido de árbitro del
destino de Macfarlane a cómplice indefenso y a sueldo. Hubiera dado el mundo
entero por haberse mostrado un poco más valiente en el momento oportuno, pero
no se le ocurrió que la valentía estuviera aún a su alcance. El secreto de Jane
Galbraith y la maldita entrada en el libro diario habían cerrado su boca
definitivamente.
Pasaron
las horas; los alumnos empezaron a llegar; se fue haciendo entrega de los
miembros del infeliz Gray a unos y otros, y los estudiantes los recibieron sin
hacer el menor comentario. Richardson manifestó su satisfacción al dársele la
cabeza; y, antes de que sonara la hora de la libertad, Fettes temblaba,
exultante, al darse cuenta de lo mucho que había avanzado en el camino hacia la
seguridad. Durante dos días siguió observando, con creciente alegría, el
terrible proceso de enmascaramiento.
Al
tercer día Macfarlane reapareció. Había estado enfermo, dijo; pero compensó el
tiempo perdido con la energía que desplegó dirigiendo a los estudiantes.
Consagró su ayuda y sus consejos a Richardson de manera especial, y el alumno,
animado por los elogios del asistente, trabajó muy deprisa, lleno de
esperanzas, viéndose dueño ya de la medalla a la aplicación.
Antes
de que terminara la semana se había cumplido la profecía de Macfarlane. Fettes
había sobrevivido a sus terrores y olvidado su bajeza. Empezó a adornarse con
las plumas de su valor y logró reconstruir la historia de tal manera que podía
rememorar aquellos sucesos con malsano orgullo. A su cómplice lo veía poco. Se
encontraban en las clases, por supuesto; también recibían juntos las órdenes de
Mr. K. A veces, intercambiaban una o dos palabras en privado y Macfarlane se
mostraba de principio a fin particular-mente amable y jovial. Pero estaba claro
que evitaba cualquier referencia a su común secreto; e incluso cuando Fettes
susurraba que había decidido unir su suerte a la de los leones y rechazar la de
los corderos, se limitaba a indicarle con una sonrisa que guardara silencio.
Finalmente
se presentó una ocasión para que los dos trabajaran juntos de nuevo. En la
clase de Mr. K volvían a escasear los cadáveres; los alumnos se mostraban
impacientes y una de las aspiraciones del maestro era estar siempre bien
provisto. Al mismo tiempo llegó la noticia de que iba a efectuarse un entierro
en el rústico cementerio de Glencorse. El paso del tiempo ha modificado muy
poco el sitio en cuestión. Estaba situado entonces, como ahora, en un cruce de
caminos, lejos de toda humana habitación y escondido bajo el follaje de seis
cedros. Los balidos de las ovejas en las colinas de los alrededores; los
riachuelos a ambos lados: uno cantando con fuerza entre las piedras y el otro
goteando furtivamente entre remanso y remanso; el rumor del viento en los
viejos castaños florecidos y, una vez a la semana, la voz de la campana y las
viejas melodías del chantre, eran los únicos sonidos que turbaban el silencio
de la iglesia rural. El Resurreccionista -por usar un sinónimo de la época- no
se sentía coartado por ninguno de los aspectos de la piedad tradicional. Parte
integrante de su trabajo era despreciar y profanar los pergaminos y las
trompetas de las antiguas tumbas, los caminos trillados por pies devotos y
afligidos, y las ofrendas e inscripciones que testimonian el afecto de los que
aún siguen vivos. En las zonas rústicas, donde el amor es más tenaz de lo
corriente y donde lazos de sangre o camaradería unen a toda la sociedad de una
parroquia, el ladrón de cadáveres, en lugar de sentirse repelido por natural
respeto agradece la facilidad y ausencia de riesgo con que puede llevar a cabo
su tarea. A cuerpos que habían sido entregados a la tierra, en gozosa
expectación de un despertar bien diferente, les llegaba esa resurrección
apresurada, llena de terrores, a la luz de la linterna, de la pala y el azadón.
Forzado el ataúd y rasgada la mortaja, los melancólicos restos, vestidos de
arpillera, después de dar tumbos durante horas por caminos apartados, privados
incluso de la luz de la luna, eran finalmente expuestos a las mayores
indignidades ante una clase de muchachos boquiabiertos. De manera semejante a
como dos buitres pueden caer en picado sobre un cordero agonizante, Fettes y
Macfarlane iban a abatirse sobre una tumba en aquel tranquilo lugar de
descanso, lleno de verdura. La esposa de un granjero, una mujer que había vivido
sesenta años y había sido conocida por su excelente mantequilla y bondadosa
conversación, había de ser arrancada de su tumba a medianoche y transportada,
desnuda y sin vida, a la lejana ciudad que ella siempre había honrado
poniéndose, para visitarla, sus mejores galas dominicales; el lugar que le
correspondía junto a su familia habría de quedar vacío hasta el día del Juicio
Final; sus miembros inocentes y siempre venerables habrían de ser expuestos a
la fría curiosidad del disector.
A
última hora de la tarde los viajeros se pusieron en camino, bien envueltos en
sus capas y provistos con una botella de formidables dimensiones. Llovía sin
descanso: una lluvia densa y fría que se desplomaba sobre el suelo con
inusitada violencia. De vez en cuando soplaba una ráfaga de viento, pero la
cortina de lluvia acababa con ella. A pesar de la botella, el trayecto hasta
Panicuik, donde pasarían la velada, resultó triste y silencioso. Se detuvieron
antes en un espeso bosquecillo no lejos del cementerio para esconder sus
herramientas; y volvieron a pararse en la posada Fisher's Tryst, para brindar
delante del fuego e intercalar una jarra de cerveza entre los tragos de whisky.
Cuando llegaron al final de su viaje, el calesín fue puesto a cubierto, se dio
de comer al caballo y los jóvenes doctores se acomodaron en un reservado para
disfrutar de la mejor cena y del mejor vino que la casa podía ofrecerles. Las
luces, el fuego, el golpear de la lluvia contra la ventana, el frío y absurdo
trabajo que les esperaba, todo contribuía a hacer más placentera la comida. Con
cada vaso que bebían su cordialidad aumentaba. Muy pronto Macfarlane entregó a
su compañero un montoncito de monedas de oro.
-Un
pequeño obsequio -dijo. Entre amigos estos favores tendrían que hacerse con
tanta facilidad como pasa de mano en mano uno de esos fósforos largos para
encender la pipa.
Fettes
se guardó el dinero y aplaudió con gran vigor el sentir de su colega.
-Eres
un verdadero filósofo -exclamó. Yo no era más que un ignorante hasta que te
conocí. Tú y K... ¡Por Belcebú que entre los dos haréis de mí un hombre!
-Por
supuesto que sí-asintió Macfarlane. Aunque si he de serte franco, se necesitaba
un hombre para respaldarme el otro día. Hay algunos cobardes de cuarenta años,
muy corpulentos y pendencieros, que se hubieran puesto enfermos al ver el
cadáver; pero tú no.... tú no perdiste la cabeza. Te estuve observando.
-¿Y
por qué tenía que haberla perdido?-presumió Fettes. No era asunto mío. Hablar
no me hubiera producido más que molestias, mientras que si callaba podía contar
con tu gratitud, ¿no es cierto?-y golpeó el bolsillo con la mano, haciendo
sonar las monedas de oro.
Macfarlane
sintió una punzada de alarma ante aquellas desagradables palabras. Puede que
lamentara la eficacia de sus enseñanzas en el compor-tamiento de su joven
colaborador, pero no tuvo tiempo de intervenir porque el otro continuó en la
misma línea jactanciosa.
-Lo
importante es no asustarse. Confieso, aquí, entre nosotros, que no quiero que
me cuelguen, y eso no es más que sentido práctico; pero la mojigatería,
Macfarlane, nací ya despreciándola. El infierno, Dios, el demonio, el bien y el
mal, el pecado, el crimen, y toda esa vieja galería de curio-sidades... quizá
sirvan para asustar a los chiquillos, pero los hombres de mundo como tú y como
yo desprecian esas cosas. ¡Brindemos por la memoria de Gray!
Para
entonces se estaba haciendo ya algo tarde. Pidieron que les trajeran el calesín
delante de la puerta con los dos faroles encendidos y una vez cumplimentada su
orden, pagaron la cuenta y emprendieron la marcha. Explicaron, que iban camino
de Peebles y tomaron aquella dirección hasta perder de vista las últimas casas
del pueblo; luego, apagando los faroles, dieron la vuelta y siguieron un atajo
que les devolvía a Glencorse. No había otro ruido que el de su carruaje y el
incesante y estridente caer de la lluvia. Estaba oscuro como boca de lobo aquí
y allí un portillo blanco o una piedra del mismo color en algún muro les guiaba
por unos momentos; pero casi siempre tenían que avanzar al paso y casi a
tientas mientras atravesaban aquella ruidosa oscuridad en dirección hacia su
solemne y aislado punto de destino. En la zona de bosques tupidos que rodea el
cementerio la oscuridad se hizo total y no tuvieron más solución que volver a
encender uno de los faroles del calesín. De esta manera, bajo los árboles
goteantes y rodeados de grandes sombras que se movían continuamente, llegaron
al escenario de sus impíos trabajos.
Los
dos eran expertos en aquel asunto y muy eficaces con la pala; y cuando apenas
llevaban veinte minutos de tarea se vieron recompensados con el sordo retumbar
de sus herramientas sobre la tapa del ataúd. Al mismo tiempo, Macfarlane, al
hacerse daño en la mano con una piedra, la tiró hacia atrás por encima de su
cabeza sin mirar. La tumba, en la que, cavando, habían llegado a hundirse ya
casi hasta los hombros, estaba situada muy cerca del borde del camposanto; y
para que iluminara mejor sus trabajos habían apoyado el farol del calesín
contra un árbol casi en el límite del empinado terraplén que descendía hasta el
arroyo. La casualidad dirigió certeramente aquella piedra. Se oyó en el acto un
estrépito de vidrios rotos; la oscuridad les envolvió; ruidos alternativamente
secos y vibrantes sirvieron para anunciarles la trayectoria del farol terraplén
abajo, y las veces que chocaba con árboles encontrados en su camino. Una piedra
o dos, desplazadas por el farol en su caída, le siguieron dando tumbos hasta el
fondo del vallecillo; y luego el silencio, como la oscuridad, se apoderó de todo;
y por mucho que aguzaron el oído no se oía más que la lluvia, que tan pronto
llevaba el compás del viento como caía sin altibajos sobre millas y millas de
campo abierto.
Como
casi estaban terminando ya su aborrecible tarea, juzgaron más prudente acabarla
a oscuras. Desenterraron el ataúd y rompieron la tapa; introdujeron el cuerpo
en el saco, que estaba completamente mojado, y entre los dos lo transportaron
hasta el calesín; uno se montó para sujetar el cadáver y el otro, llevando al
caballo por el bocado fue a tientas junto al muro y entre los árboles hasta
llegar a un camino más ancho cerca de la posada Fisher's Tryst. Celebraron el
débil y difuso resplandor que allí había como si de la luz del sol se tratara;
con su ayuda consiguieron poner el caballo a buen paso y empezaron a traquetear
alegremente camino de la ciudad.
Los
dos se habían mojado hasta los huesos durante sus operaciones y ahora, al
saltar el calesín entre los profundos surcos de la senda, el objeto que
sujetaban entre los dos caía con todo su peso primero sobre uno y luego sobre
el otro. A cada repetición del horrible contacto ambos rechazaban
instintivamente el cadáver con más violencia; y aunque los tumbos del vehículo
bastaban para explicar aquellos contactos, su repetición terminó por afectar a
los dos compañeros. Macfarlane hizo un chiste de mal gusto sobre la mujer del
granjero que brotó ya sin fuerza de sus labios y que Fettes dejó pasar en
silencio. Pero su extraña carga seguía chocando a un lado y a otro; tan pronto
la cabeza se recostaba confianzudamente sobre un hombro como un trozo de
empapada arpillera aleteaba gélidamente delante de sus rostros. Fettes empezó a
sentir frío en el alma. Al contemplar el bulto tenía la impresión de que
hubiera aumentado de tamaño. Por todas partes, cerca del camino y también a lo
lejos, los perros de las granjas acompañaban su paso con trágicos aullidos; y
el muchacho se fue convenciendo más y más de que algún inconcebible milagro
había tenido lugar; que en aquel cuerpo muerto se había producido algún cambio
misterioso y que los perros aullaban debido al miedo que les inspiraba su
terrible carga.
-Por
el amor de Dios -dijo, haciendo un gran esfuerzo para conseguir hablar, por el
amor de Dios, ¡encendamos una luz!
Macfarlane,
al parecer, se veía afectado por los acontecimientos de manera muy similar y,
aunque no dio respuesta alguna, detuvo al caballo, entregó las riendas a su
compañero, se apeó y procedió a encender el farol que les quedaba. No habían
llegado para entonces más allá del cruce de caminos que conduce a Auchenclinny.
La lluvia seguía cayendo como si fuera a repetirse el diluvio universal, y no
era nada fácil encender fuego en aquel mundo de oscuridad y de agua. Cuando por
fin la vacilante llama azul fue traspasada a la mecha y empezó a ensancharse y
hacerse más luminosa, creando un amplio círculo de imprecisa claridad alrededor
del calesín, los dos jóvenes fueron capaces de verse el uno al otro y también
el objeto que acarreaban. La lluvia había ido amoldando la arpillera al
contorno del cuerpo que cubría, de manera que la cabeza se distinguía
perfectamente del tronco, y los hombros se recortaban con toda claridad; algo a
la vez espectral y humano les obligaba a mantener los ojos fijos en aquel
horrible compañero de viaje.
Durante
algún tiempo Macfarlane permaneció inmóvil, sujetando el farol. Un horror
inexpresable envolvía el cuerpo de Fettes como una sábana humedecida, crispando
al mismo tiempo sus lívidas facciones, un miedo que no tenía sentido, un horror
a lo que no podía ser se iba apoderando de su cerebro. Un segundo más y hubiera
hablado. Pero su compañero se le adelantó.
-Esto
no es una mujer -dijo Macfarlane con voz que no era más que un susurro.
-Era
una mujer cuando la subimos al calesín -respondió Fettes.
-Sostén
el farol -dijo el otro. Tengo que verle la cara.
Y
mientras Fettes mantenía en alto el farol, su compañero desató el saco y dejó
la cabeza al descubierto. La luz iluminó con toda claridad las bien moldeadas
facciones y afeitadas mejillas de un rostro demasiado familiar, que ambos
jóvenes habían contemplado con frecuencia en sus sueños. Un violento alarido
rasgó la noche; ambos a una saltaron del coche; el farol cayó y se rompió,
apagándose; y el caballo, aterrado por toda aquella agitación tan fuera de lo
corriente, se encabritó y salió disparado hacia Edimburgo a todo galope,
llevando consigo, como único ocupante del calesín, el cuerpo de aquel Gray con
el que los estudiantes de anatomía hicieran prácticas de disección meses atrás.
Pitlochry, 1881
1.064. Stevenson (Robert Louis) - 062
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