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domingo, 14 de diciembre de 2014

La puerta del señor maletrot

Denís de Beaulieu tenía alrededor de los veintidós años, pero aunque tan joven, ya se consideraba hombre hecho y derecho y cumplido caballero. Los muchachos se formaban pronto en aquella ruda y lejana época; y cuan­do se había tomado parte en una batalla, se montaba bien a caballo, se había dado muerte a un hombre con todas las reglas del arte y se sabía un poco de estrategia, era cosa corriente permitirse cierta licencia en los placeres. El jo­ven después de atender cuidadosamente a su caballo, cenó con ganas y animadamente al atardecer se dispuso a hacer una visita, cosa no muy prudente por parte del muchacho. Mejor hubiera sido quedarse ante el fuego o retirarse a descansar honestamente, porque la ciudad estaba llena de las tropas aliadas borgoñesas e inglesas y aunque Denís tenía salvoconducto, éste le hubiera servido de muy poco en caso de un mal encuentro.
Era el mes de septiembre de 1429. Hacía muy mal tiempo; un viento frío y desagradable mezclado con chaparrones azotaba los edificios de la ciudad, y las hojas secas se arremolinaban en las calles. Aquí y allá empezaban a iluminar­se algunas ventanas; y el ruido que hacían los soldados al tomar alegres disposiciones para la cena se oía en los intervalos de calma. La noche se venía encima; la bandera de Inglaterra que flotaba sobre la torre de la ciudad se hacía cada vez menos distinta; las errantes nubes volaban como gigantescas golondrinas sobre la inmen­sidad del espacio. Al llegar la noche, aumentó la potencia del viento que empezó a rugir bajo los portales de la plaza y a sacudir con violen­cia los corpulentos árboles en el valle cerca de la ciudad.
Denís de Beaulieu caminaba apuradamente y no tardó en llegar a la puerta de su amigo pero aunque se había prometido a sí mismo estar poco, y volver temprano, encontró una acogida tan calurosa y tantos motivos para dila­tar su partida, que ya había pasado media no­che cuando pronunciaba su ¡Adiós! desde el umbral de la puerta. El viento había calmado mientras tanto y la noche estaba oscura como boca de lobo; ni una estrella ni un rayo de luna traspasaba la espesa capa de nubes. Denís des­conocía el entramado de las calles de Chateau-­London; hasta de día claro había encontrado alguna dificultad para hallar su camino, y en esta absoluta oscuridad pronto lo perdió por completo. Sólo estaba seguro de que debía su­bir cuestas, puesto que la casa de su amigo se hallaba en la parte más baja de la ciudad, y su posada en la más alta, casi debajo de la torre de la iglesia. Con este solo indicio para dirigirse anduvo por sitios desconocidos ya respirando con desahogo cuando llegaba a plazas anchas y en las que veía un trozo de cielo sobre su cabe­za, ya guiándose a lo largo de las paredes en las estrechas callejuelas. ¡Situación angustiosa y deprimente el encontrarse perdido por comple­to en la oscuridad y en un sitio casi por comple­to desconocido!
El silencio es doblemente ate­rrador, el tacto de las rejas que caen bajo la mano exploradora causa una sensación de frío como si se tropezara con un cadáver; las des­igualdades del terreno amenazan hacerle caer y desequilibran la marcha; y una sombra más densa que las demás hace pensar en ambas cosas. Para Denís que debía regresar a su posa­da sin llamar la atención, había tanto peligro real, como molestias en la marcha; y por eso andaba con cautela parándose a cada esquina a fin de hacer sus observaciones.
Andaba ya hacía algunos minutos por una callejuela tan estrecha que con sólo abrir los brazos hubiera tocado los dos muros, cuando ésta después de un torcer bruscamente tomaba otra dirección. Bien comprendió nuestro joven que aquel camino no le conduciría a su posada, pero con la esperanza de encontrar algo que le orientara, continuó por ella. La calleja termina­ba en una terraza con balaustrada de piedra que daba sobre el valle situado a algunos cien­tos de pies más abajo. Denís se inclinó y sólo alcanzó a ver algunas copas de árboles movidas por el viento y un solo punto brillante, el río que cruzaba aquellos campos. El tiempo había aclarado y las nubes permitían ya ver el con­torno de las montañas. A esta incierta luz, la casa que se encontraba a su izquierda parecía ser edificio importante; porque aparecía ador­nado de varios miradores y torrecillas; del cuerpo principal se destacaba la redonda cú­pula de una capilla y la puerta estaba resguar­dada por un pórtico exterior enriquecido con figuras esculpidas en la piedra. Las ventanas de la capilla ostentaban valiosas vidrieras de colo­res, y los agudos tejados de la torrecillas todos cubiertos de pizarra, proyectaban una sombra aún más oscura que las mismas nubes. Era in­dudablemente la mansión señorial de alguna importante familia de la localidad y recordar nuestro joven su propio palacio de Brujas, no pudo menos de contemplarle con atención, admirando la ciencia que los arquitectos habían prodigado en obsequio a las dos familias.
Parecía no haber otro ingreso en aquella te­rraza más que la callejuela por la que él había venido; no podía más que retroceder sobre sus pasos; pero se le figuró haber obtenido algunas nociones sobre el terreno que le rodeaba y tenía la esperanza de ganar pronto su posada. Al pensar así, no contaba con la serie de accidentes que hicieron esta noche memorable entre todas las de su vida. Apenas había andado cien me­tros, cuando vio una luz que venía en dirección contraria; y oyó voces que hablaban alto des­pertando los ecos de aquella estrecha callejuela. Era una partida de hombres de armas que reco­rrían la ciudad a la luz de las antorchas. Denís adquirió el convencimiento de que se habían excedido bastante en la bebida y que no esta­ban en estado de prestar atención a salvo con­ductos u otras finuras semejantes de las guerras caballerescas. Lo más probable sería, si les daba por ahí que lo mataran y le dejaran en el sitio en que cayera. La situación era de las más com­prometidas. Fácil sería que la misma luz de sus antorchas sirviera para ocultarle y sus escanda­losas voces encubrirían el ruido de sus pasos. Estas consideraciones le decidieron por una pronta y silenciosa fuga.
Por desgracia, en el momento de empren­derla, su pie tropezó con una piedra que le hizo perder el equilibrio y caer contra la pared lan­zando un juramento, al mismo tiempo que su espada cayó ruidosamente sobre las piedras. Dos o tres voces, unas en francés y otras en inglés dieron el ¡quién vive! Denís no contestó y apresuró más su carrera. Otra vez sobre la te­rraza se detuvo para mirar atrás; pero seguían aún las voces, y, justamente sus perseguidores doblaban la última esquina, percibiéndose el ruido de armas y viéndose el resplandor de las antorchas con que escudriñaban todas las irre­gularidades de la callejuela en las que pudiera haberse escondido.
Denís miró a su alrededor y se metió debajo del pórtico; allí podría quizás no ser visto y si esto fuera pedir mucho a la suerte estaba al menos en muy buena situación para parla­mentar o defenderse. Con esta idea sacó su es­pada y trató de defenderse colocándose de es­paldas a la puerta; pero apenas puso sus hom­bros sobre ella, cuando ésta cedió y, a pesar de haberse vuelto con rapidez, la puerta continuó girando sobre silenciosos goznes hasta quedar abierta de par en par. Aunque nuestro joven se sorprendió mucho, al ver que las cosas se le mostraban favorables, y más en aquellas cir­cunstancias adversas, no es lo corriente dete­nerse a explicarse el por qué, pareciendo que la personal conveniencia es suficiente para pro­ducir los más inexplicables fenómenos en nues­tro mundo sublunar. Así es que Denís sin pen­sar ni un instante entró en el espacio negro que la puerta dejaba ver y trató de entornarla para ocultar su escondite. Nada más lejos del pen­samiento del joven que cerrarla del todo; mas por alguna razón inexplicable, quizás un mue­lle o un peso, la poderosa plancha de encina se escapó de sus dedos y se cerró de golpe con un extraordinario portazo seguido de un ruido semejante a una barra que cae.
La ronda desembocaba en aquel instante so­bre la terraza y empezó a increparle entre mal­diciones y juramentos; los oyó pegar con los regañones de las lanzas en todos los parajes os­curos; una de éstas tropezó contra la puerta detrás de la que estaba Denís, pero aquellos caballeros estaban de demasiado buen humor para perder tanto tiempo y descubriendo un pasadizo que había escapado a los ojos de De­nís, pronto se perdieron en lontananza, llevan­do sus voces y sus risas a animar otro barrio de la ciudad.
Denís respiró aliviado, les dio algunos ins­tantes de ventaja por temor a algún accidente que les obligara a retroceder, y a continuación procedió a buscar los medios de volver a abrir la monumental puerta. La superficie interior era completamente lisa; no había cerradura, ni cerrojos, ni nada; metió sus uñas en la rendija y trató de abrirla, pero la pesada mole no se movió. La sacudió con fuerza, pero estaba firme como una roca. Denís de Beaulieu empezó a fruncir el entrecejo. ¿Cómo se abriría aquella puerta? -pensaba, y sobre todo, ¿cómo es que estaba abierta y se había cerrado sola? En todo aquello había algo de oscuro y misterioso, muy poco del agrado del joven caballero. Aquello parecía una ratonera, pero ¿quién podía tener tal sospecha en una calle tan tranquila y muy principalmente en una casa de tan próspero y noble aspecto? Y, sin embargo, ratonera o no, fuese intencional o descuidadamente, el caso es que estaba encerrado y que ni aun por su vida veía trazas de salir de allí. La oscuridad empe­zaba a ponerle nervioso; prestó oído, todo esta­ba silencioso en el exterior, pero en el interior le pareció percibir algunos ruidos muy leves pero muy cercanos, como si estuviera rodeado de personas que hicieran esfuerzos por contener hasta la respiración. La idea penetró hasta su cerebro causándole una sacudida y volviéndose de espaldas a la puerta, se aprestó a defender su vida. Entonces por primera vez distinguió una luz en el interior de la casa y a no mucha distancia de donde se hallaba, un rayo de luz, semejante al que pasa por la abertura de una puerta entornada. El ver algo ya era un consue­lo para Denís; era como el encontrar tierra fir­me al que se hunde en un pantano. Su imagina­ción le llevó a ella con avidez y se quedó obser­vándola y tratando de orientarse en aquel inter­ior desconocido. Al acostumbrarse sus ojos a la oscuridad pudo ver un tramo de escalera as­cendente que conducía desde el portal a la puerta que filtraba el rayo de luz. Desde que había empezado a sospechar que no estaba so­lo, su corazón había comenzado a latir rápida­mente, y se había apoderado del joven un into­lerable deseo de acción, sea cual fuere. Se halla­ba en peligro de muerte según pensaba, pues ¿por qué no subir aquella escalera y plantarse ante el enemigo cara a cara? Por lo menos pe­learía con algo tangible, por lo menos saldría de la oscuridad. Se dirigió lentamente hacia la puerta con los brazos extendidos y al fin sus pies tocaron el primer escalón entonces subió deprisa las escaleras, se detuvo un momento para tomar cierta compostura y empujando la puerta entró.
Se encontró en un vasto recinto de piedra la­brada. Había tres puertas; una a cada lado y las tres iguales, cubiertas con pesadas cortinas de tapicería. El cuarto lado ostentaba dos grandes ventanas y entre ellas una monumental chime­nea con las armas de los Malétroit. Denís reco­noció el escudo y se alegró de haber caído en tan buenas manos. La habitación estaba es­pléndidamente iluminada, pero contenía pocos muebles, excepto una inmensa y pesada mesa y varias sillas; la chimenea estaba huérfana de fuego y esparcidos por el suelo había dos haces de paja no del todo frescos.
En un gótico sillón junto a la chimenea y completamente de frente a la puerta por la que entró Denís, estaba un viejecito envuelto en rica bata de pieles. Tenía las piernas cruzadas y apoyaba las manos en los brazos del sillón; a su lado en un estante se veía un vaso de vino es­paciado. Su rostro tenía unas líneas pronuncia­damente masculinas semejantes a las que so­lemos ver en el toro, o en el oso, algo equívocas y denunciadoras de algo cruel, brutal y peligro­so. Cuando sonreía se unían sus pobladas cejas y sus ojos pequeños, pero de dura expresión, la tomaban entre siniestra y cómica. Hermosos ca­bellos blancos rodeaban esta cabeza y caían en bucles naturales hasta la bata. Su barba y bigo­tes eran como el campo de la nieve. La edad, quizás a consecuencia de incesantes cuidados, no había dejado huellas en sus manos. Las ma­nos del señor de Malétroit eran famosas; impo­sible hubiera sido encontrarlas más carnosas ni de líneas más puras, los dedos afilados y sen­suales eran como los de las mujeres de Leonar­do de Vinci. Las uñas de perfecto dibujo tenían una blancura nítida, sorprendente. Resultaba mil veces más temible el aspecto de este hom­bre, cuando cruzaba sus extraordinarias manos sobre su bata, como hubiera podido hacerlo una virgen cristiana; y no podía verse sin un secreto terror que un hombre de aquella inten­sa, brutal y cruel expresión, se sentara así in­móvil como un dios. Su inmovilidad resultaba irónica.
Tal era Alein, señor de Malétroit.
Denís y él se miraron durante algunos se­gundos.
-Puede pasar -dijo Malétroit. Llevo espe­rándole toda la noche.
No se había levantado, pero acompañó la invitación con un cortés movimiento de mano y una inclinación de cabeza. A pesar del tono musical y dulce con que fueron dichas estas palabras y de la sonrisa que las acompañó o quizás a causa de ambas, Denís sintió que un fuerte estremecimiento recorría todo su cuerpo. Y entre esta desagradable impresión y cierto honrado aturdimiento, apenas pudo responder:
-Me temo que esto es una doble casualidad. No soy la persona que usted cree. Según parece, espera a alguien; mas por mi parte nada estaba más alejado de mis pensamientos; nada podía ser más contrario a mis deseos, que esta invasión.
-¡Ya! ¡Ya! -dijo el viejo caballero con indul­gencia. Lo importante es que ha venido. Sién­tese, amigo mío, y serénese del todo. Ahora vamos a arreglar nuestros negocios.
Denís comprendió que el asunto iba a com­plicarse más y se apresuró a decir:
-Vuestra puerta...
-¿Mi puerta dice? -interrumpió el anciano levantando sus pobladas cejas. Muy ingeniosa ¿no es verdad?, y muy hospitalaria. Está insi­nuando que por usted no hubiera venido a sa­ludarme. Los ancianos debemos utilizar estra­tagemas para lograr compañía. Así, pues, aun­que llegó contra su voluntad, sea muy bien ve­nido.
-Insiste en su error, señor -dijo Denís. Entre usted y yo no existen relaciones de ningún tipo. Soy extranjero en este país. Mi nombre es Denís de Beaulieu, y si me ve en su casa es sólo por­que...
-Joven señor -dijo el anciano; me permite que tenga mis propias ideas sobre este asunto; es posible que difieran de las suyas ahora -añadió con una de sus peculiares sonrisas; pe­ro el tiempo dirá cuál de los dos está en lo cier­to.
Denís creyó hallarse frente a un loco. Se sen­tó temiendo que de un instante a otro le diera un ataque. Hubo una pausa durante la cual creyó percibir el monótono murmullo de las plegarias que salían de entre las cortinas que estaban enfrente de él. A veces le parecía que era una sola voz; otras, dos por lo menos, y la vehemencia con que rezaban parecía indicar o mucha prisa o un excitadísimo estado de áni­mo. Le ocurrió pensar que aquella cortina debía cubrir la entrada de la capilla que había visto desde el exterior.
El viejo, mientras tanto, observaba a Denís de arriba abajo sin dejar de sonreír, y de tiempo en tiempo emitía débiles sonidos sin sentido, lo que parecía indicar el colmo de la satisfacción. Semejante estado de cosas se hizo pronto tan insoportable para Denís que para disimular el joven observó cortésmente que el viento había calmado.
Al oír estas palabras el anciano sufrió un ataque de silenciosa risa, tan prolongada y vio­lenta, que su rostro se tomó purpúreo. Denís se puso rápidamente de pie y con arrogancia se caló la birreta adornada de plumas.
-¡Señor! -dijo. Si está en su juicio me ha in­sultado groseramente; si no lo está puedo em­plear mejor mi tiempo que perderlo en conver­saciones con lunáticos. Ahora comprendo que se está burlando de mí desde mi entrada en esta casa. Ha rehusado oír mis explicaciones, pero sólo el poder de Dios me obligaría a permane­cer aquí ni un instante más; y si no puedo salir de un modo más conveniente, haré con mi es­pada un agujero en vuestra maldita puerta.


El señor de Malétroit levantó su mano dere­cha e hizo un signo a Denís como para tranqui­lizarle.
-Mi estimado sobrino -dijo. Siéntese.
-¡Sobrino! -replicó el sorprendido joven. ¡Miente! -e hizo un movimiento como para abo­fetear al anciano.
-¡Siéntese, tunante! -dijo éste con un tono de voz tan distinto del anterior que parecía impo­sible saliera de la misma garganta. Era tan ás­pero y duro como el ladrido de un perro.
-¿Se figura que cuando yo me he propuesto una cosa, la dejo a medio hacer? -continuó. Si pre­fiere que le aten de manos y pies hasta que cru­jan vuestros huesos proseguid en vuestro ade­mán de marchemos. Sí, pensándolo con más prudencia, les gusta más quedarse sentado co­mo un buen doncel, conversando con un ancia­no, permanezca tranquilo donde está y Dios sea con todos.
-¿Quiere decirme que soy su prisionero? -preguntó Denís.


-Yo establezco los hechos -dijo el viejo- y le dejo a usted sacar las conclusiones.
Denís volvió a sentarse. Exteriormente pro­curó aparecer tranquilo, pero en su interior ardía en rabia y sentía las más siniestras apren­siones. Ya no estaba convencido de que aquel fantástico viejo fuese un loco, y si no lo estaba, ¿qué era, en nombre de Dios, lo que pretendía? ¿En qué trágica o absurda aventura estaba me­tido? ¿Qué es lo que debía de hacer? Mientras seguía estas desagradables reflexiones, se le­vantó el tapiz que colgaba ante la puerta de la capilla y entró un sacerdote, que después de lanzar una mirada a Denís, dijo algunas pala­bras en voz baja al castellano de Malétroit.
-¿Está más animada la joven? -preguntó este último.
-Está más resignada, caballero -respondió el sacerdote.
-Pues Dios la confunda, si es tan difícil de contentar -repuso con atroz ironía el viejo. Un pino de oro semejante, de no mala casa, y después de todo ¿qué más puede desear?
-La si­tuación es muy anómala para una noble donce­lla -contestó el otro- y muy propia para causarle rubor.
-Pues debía haber pensado en eso antes de empezar la dama. Dios lo sabe que no he sido quien se lo ha aconsejado, pero ahora que ya está en ello, ¡por la Virgen!, que lo ha de conti­nuar hasta el fin, y dirigiéndose a Denís, añadir: Caballero de Beaulieu, ¿me permite que le pre­sente a mi sobrina? Ha estado esperando vues­tra llegada, me atrevo a decir que con más im­paciencia que yo.
Denís se resignó con la mejor cara que pudo, lo que deseaba era conocer lo peor y eso lo an­tes posible, así es que se levantó haciendo una reverencia en señal de sentimiento. El señor de Malétroit siguió su ejemplo y con la ayuda del sacerdote se levantó, y todos se dirigieron a la puerta de la Capilla.
El sacerdote levantó el tapiz y los tres entra­ron. La Capilla era de suntuoso aspecto arquitectónico. Seis robustas columnas de granito formaban la nave que terminaba en un semicír­culo en el que estaba el altar muy rico y profu­samente adornado con bajos relieves y toda clase de piedra tallada ornaba los góticos ven­tanales en los que lucían costosas vidrieras de colores. En el altar estaban colocados medio ciento de cirios, pero sólo cuatro ardían produ­ciendo una luz cambiante y escasa; delante del altar estaba arrodillada una joven vistiendo un lujoso traje de novia.


Un estremecimiento sobrecogió a Denís al observar este ropaje, y luchó con desesperada energía contra la conclusión que se imponía a su mente. No, imposible; no debía, no podía ser lo que él se figuraba.
-Blanca -dijo el caballero con su más meli­fluo tono. Aquí traigo a este joven amigo para que te salude. Hija mía, date la vuelta y dale la mano; bien está la devoción en una doncella, pero no hay que olvidar la cortesía, sobrina mía.


La joven se levantó y dio un paso hacia los recién llegados. Estaba rígida como el mármol, y la vergüenza y la confusión se leían en cada línea de su joven y bellísimo semblante; llevaba la cabeza baja y los ojos clavados en el suelo mientras se adelantaba lentamente; al hacerlo así, sus ojos tropezaron con los pies de Denís, de los que éste hubiera podido envanecerse con justicia y que a pesar de hallarse de viaje, lleva­ba irreprochablemente calzados con elegantes botas de ante. La joven se detuvo estremecién­dose, como si aquellas botas amarillas hubieran despedido una corriente magnética y levantó con rapidez los ojos hasta el rostro del joven guerrero. Se encontraron sus ojos; en los de la bella la vergüenza dio paso al terror, con un agudo grito se cubrió el rostro con las manos y cayó sobre las losas de la Capilla.
-¡No es éste! -gritó repetidamente. ¡No es és­te, tío mío!
-Claro que no -murmuró sonriendo con su desagradable sonrisa el misterioso viejo; ya esperaba yo eso. Ha sido una desgracia que no recordarais el nombre.
-¡Os lo juro! -repetía la desgraciada; yo no he visto nunca a este caballero, ni he deseado verle. Caballero -dijo dirigiéndose a Denís. Si merece tal nombre diga la verdad: ¿le he visto yo alguna vez antes de esta maldita noche?
-Digo lo mismo que usted, noble señora -dijo el mancebo. Nunca he tenido ese placer. Es la primera vez, señor, que tengo el honor de ver a su encantadora sobrina.
El viejo se encogió de hombros.
-Pues lo siento mucho -dijo- pera más vale tarde que nunca. No conocía yo tampoco mu­cho más a mi difunta esposa cuando me casé con ella, y nuestro ejemplo enseña -añadió fro­tándose sus impecables manos- que estos ma­trimonios rápidos a veces producen excelentes resultados; y como el novio ha de tener algunas preemi-nencias, le concedo dos horas para ganar el tiempo perdido, antes de proceder a la cere­monia.


Y se encaminó a la puerta seguido del cléri­go. La joven se levantó rápidamente.
-¡Señor y tío! -dijo la doncella, no es posible que hable seriamente, juro ante Dios que antes me partiré el corazón de una puñalada que for­zar de este modo la voluntad de este joven ca­ballero. Se subleva todo mi ser, sólo al pensarlo. ¡Oh!, señor, tened piedad de mí. Dios prohíbe semejantes violencias y deshonráis con ellas vuestras canas. No hay mujer en el mundo que no prefiera la muerte a semejantes bodas. ¿Es posible -dijo sollozando- que no me crea y que aún continúe con la idea de que es este caballe­ro?
-Hablando con franqueza, sí lo creo -dijo el extraño viejo; pero de una vez para siempre, os voy a decir Blanca de Malétroit, mi manera de pensar en este asunto. Cuando le diste entrada en tu cabeza, sobrado ligera, a la idea de des­honrar el nombre que durante setenta años he llevado con honor en la paz y en la guerra, per­disteis el derecho no sólo de discutir mis disposiciones, sino hasta de mirarme a la cara. Si viviera tu padre y mi digno hermano menor, te hubiera escupido y arrojado de casa. Aquél era la mano de hierro de la familia. Puedes dar gracias a Dios, damisela, de que sólo tienes que habértelas con la mano de terciopelo. Mi deber era haceros casar lo más pronto posible. En obsequio a usted he procurado hallar a vuestro galán, y creo haberlo conseguido, pero ante Dios que nos escucha y toda la corte Celestial, Blanca de Malétroit, afirmo que si no es éste, no me importa un bledo. Así es que insisto en que te muestres cortés con nuestro joven amigo, pues por mi palabra de honor que si no obede­ces, vuestro próximo novio será menos pulido que éste.
Al decir esto el anciano y el sacerdote salie­ron y la cortina cayó ocultando a los dos.
La joven se volvió hacia Denís con ojos febri­les.
-¿Quiere explicarme -preguntó, qué signifi­ca esto?


-Quién lo sabe -respondió sombríamente el caballero. Estoy preso en esta casa que parece llena de locos. No sé más y no comprendo na­da.
-Pero ¿cómo habéis llegado hasta aquí? -volvió a interrogar la dama.
Él la puso al corriente en pocas palabras, añadiendo:
-En cuanto al resto, quizás tendréis la bon­dad de seguir mi ejemplo y decirme lo que se­páis a ver si puedo explicarme estos enigmas de los que Dios sabe cuál será la solución. Ella permaneció unos momentos en silencio, y él pudo ver sus trémulos labios y sus ojos brillan­tes de fiebre, después se oprimió la frente con las manos.
-¡Ah! ¡Qué dolor de cabeza! -murmuró con voz cansada. Sin decir nada de mi corazón. Pero tiene razón, le debo decir todo, aun cuan­do sea una grave falta de recato en una donce­lla. Soy Blanca de Malétroit, huérfana desde mi más tierna infancia y desgraciada toda mi vida.
Hace un mes un joven capitán me veía diaria­mente en le iglesia. Comprendí que le gustaba, cierto que obré muy mal, ¡pero estaba tan con­tenta de pensar que alguien me quería!; y cuando pocos días después me entregó una carta la cogí con placer y la leí al llegar a casa. Me ha escrito algunas otras veces, en todas sus cartas me suplicaba que dejase la puerta abierta para que pudiésemos hablar dos palabras en la escalera. Mi tío -añadió con un sollozo ahoga­do- es un hombre tan duro como ladino. Ha llevado a cabo muchas hazañas gloriosas en la guerra y ha tenido gran predicamento en la corte en tiempos de nuestra Reina Isabel. No sé cómo se despertaron sus sospechas, pero es casi imposible ocultarle nada. Y esta mañana cuan­do salíamos de la iglesia, me cogió la mano entre las suyas, me abrió a la fuerza y leyó mi billete, mientras caminaba a mi lado, tranquilo al parecer, y como no logró que yo le dijese el nombre del capitán, sin duda puso una trampa en la que ha caído usted, para castigo de mis pecados. Yo no podía prever si el capitán que­rría casarse conmigo a la fuerza, no hemos ha­blado nunca y lo más probable es que fuera un pasatiempo por su parte, sin contar con que quizás había encontrado mi conducta sobrado desenvuelta. Mucha culpa tengo yo; pero nunca esperé un castigo y una vergüenza tan grandes. No creía qua Dios permitiera a una pobre cria­tura tener que avergonzarse así delante de un desconocido. Ahora ya lo sabéis todo y segura­mente también me desprecia-réis.
Denís hizo un respetuoso saludo.
-Señora -dijo. Le agradezco su confianza. Sólo me resta demostramos que soy digno de esa honra. ¿Está cerca el señor de Malétroit?
-Creo que está en esta sala inmediata -respondió la niña.
-¿Me permite que le lleve allí?
Ella le tendió la mano y ambos pasaron des­de la Capilla a la sala. Blanca muy abatida y avergonzada, Denís luchando con la conciencia de tener una grave misión que cumplir y la juvenil presunción de llevarla felizmente a ca­bo.
El señor de Malétroit se levantó a recibirlos con una irónica reverenda.
-Señor -dijo Denís con el aire más digno que pudo adoptar. Me parece que tengo derecho a decir una palabra, referente a este matrimonio, y lo aprovecho para deciros de una vez que no quiero ser parte a forzar la inclinación de esta clama. Si ella me hubiese escogido libremente, yo habría aceptado su mano como un don del cielo, pues ya he podido apreciar que es tan buena como hermosa, pero en las presentes circunstancias, tengo el honor de rehusarla.
Blanca le miró con expresión de inmensa gratitud, pero el señor de Malétroit sonreía y sonreía; y aquella sonrisa empezaba a subírsele a la cabeza al joven caballero.
-Temo -dijo por fin el sarcástico anciano, temo señor de Beaulieu que ha comprendido imperfectamente la elección que os ofrezco. Tened la bondad de seguirme a esta ventana -le dijo llevándole a una de las grandes ventanas que había en la estancia. Observe que hay una argolla de hierro, y pasada por ella una gran cuerda; pues fijaos bien en mis palabras: si la repugnancia que os inspira mi sobrina es insu­perable, antes de la salida del sol os hago colgar de esta cuerda. Puedo aseguraros que recibiré un grandísimo pesar si me obliga a recurrir a ese extremo, porque yo no tengo ningún interés en vuestra muerte, sino en que se case mi so­brina; pero no habrá más remedio que llegar ahí si os obstináis. Vuestra familia es muy no­table, señor de Beaulieu, y no tengo nada que decir contra ella, pero aunque descendiendo de Carlomagno en persona, no rehusaríais impu­nemente la mano de una Malétroit (no, aunque fuese más horrible que la misma Medusa). Pero en todo esto nada tienen que ver los sentimien­tos privados de mi sobrina, ni los suyos, ni aun los míos. Se ha comprometido el honor de esta casa y yo creo que usted es el culpable y si no lo es, está en el secreto y no le debe parecer extraño el que le invite a borrar la mancha que ha caído sobre mi blasón. Si se niega vuestra san­gre caiga sobre vuestra propia cabeza. Podéis pensar que no será agradable espectáculo para mí ver vuestras interesantes reliquias dando vueltas en el aire debajo de mi ventana, pero a falta de pan buenas son tortas, y si no puedo borrar el deshonor, impido al menos que se propague el escándalo.
Hubo una pausa de mortal silencio.
-Me parece que hay otros caminos para arreglar las cuentas entre caballeros -dijo Denís. Lleva espada, y, según cuenta la Fama, se sirve de ella magistralmente.
El señor de Malétroit hizo una seña al Cape­llán quien en silencio levantó los tapices que ocultaban la tercera puerta. Fue sólo un mo­mento, pero lo bastante para que Denís pudiera ver un pasadizo lleno de hombres armados.
-Si fuera más joven aceptaría con placer el honor que quiere hacerme, caballero de Beau­lieu -dijo Sire Alein, pero soy ya dema-siado viejo. Los leales vasallos son los apoyos de los viejos nobles, y cada cual tiene que emplear la fuerza de que dispone; éste es uno de los in­convenientes más grandes que tiene la vejez, pero con un poco de paciencia y la ayuda de Dios se acostumbra uno a todo. Usted y esta dama, quizá deseen esta sala para pasar el tiempo que falta hasta cumplirse las dos horas, y como no tengo ningún deseo de contraria­mos, con sumo gusto os la cedo. ¡No se precipi­te! -añadió viendo una mirada amenazadora en los ojos del joven-. Si vuestra altivez se revela ante la idea de la horca, ya discutiremos eso dentro de dos horas y veremos si optáis por el abismo que tiene esta ventana debajo de si, o las picas de mis servidores. Dos horas de vida es mucho, sobre todo en la juventud; muchas cosas pueden cambiar en ese tiempo, aunque parezca tan corto. Además, a juzgar por los ademanes de mi sobrina, parece que tiene algo que deciros. ¿No irá a estropear una vida gloriosa aunque corta, acabándola con un falta de cortesía hacía una dama?
Denís miró a Blanca, quien también le diri­gía una mirada suplicante.
Al parecer el castellano observó con el ma­yor placer este primer síntoma de concordia porque sonrió a ambos y dijo a Denís con no­bleza:
-Si me promete, señor de Beaulieu, que espe­rará mi regreso dentro de dos horas sin intentar nada, mandaré retirar a mis servidores y po­dréis hablar, sin ser molestado, con esta señora.
Denís volvió a mirar a la doncella que pare­ció rogarle que aceptase las condiciones.
-Señor -contestó: le doy mi palabra de honor, El castellano se inclinó y después de limpiarse la garganta con aquel ruido especial que tan desagradable se había hecho a los oídos de Denís, se detuvo junto a la mesa para coger unos papeles, después cruzó la habitación y levantando el tapiz que daba al pasadizo, pro­nunció algunas palabras en tono de mando, seguidas del ruido de hombres y armas que se alejan y por último dirigió otra sonrisa a la jo­ven pareja y desapareció por la puerta por que entrara Denís, seguido en silencio por el Cape­llán que llevaba una lámpara de mano.
No bien estuvieron solos, cuando Blanca avanzó hacia Denís con las manos extendidas; su rostro estaba vivamente coloreado y sus hermosos ojos brillaban llenos de lágrimas.
-¡Yo no quiero que muera! -exclamó la joven.
-¿Cree acaso, señora -dijo éste con altivez- que yo temo a la muerte?
-¡Oh, no, no! -dijo ella. Bien sé que es un va­liente. Pero es por mí; no puedo sufrir la idea de veros asesinar delante de mis ojos y... puesto que hay otro medio.
-Os ruego que no prosigáis -repuso el joven, la palabra que queréis darme por generosidad, soy yo demasiado orgulloso para aceptarla, y en un momento de compasiva exaltación hacia mí, olvidáis quizás lo que debéis a otro.


Tuvo la generosidad de mirar al suelo mien­tras decía estas palabras, como no queriendo espiar su confusión. La joven hermaneció in­móvil algunos instantes, y de pronto se arrojó sobre el sillón de su tío y rompió en un llanto convulsivo. Denís estaba en el colmo de la con­fusión. Dirigió una mirada en torno suyo, como buscando inspiración y viendo una silla inme­diata se sentó en ella por hacer algo, y allí per­maneció sentado jugando con la empuñadura de su espada, y deseando estar ya muerto y enterrado bajo la montaña más alta de Francia.
Sus ojos recorrieron la estancia sin hallar na­da en que detenerse, y entre tanto los sollozos periódicos de Blanca de Malétroit marcaban el tiempo corno si fueran un reloj. El joven leyó una y otra vez la divisa del blasón hasta que sus ojos se fatigaron, los fijó en los rincones más oscuros, y le pareció que en ellos bullían horri­bles animales. Y a cada momento volvía a su imaginación la idea de que las dos horas iban pasando y eran las últimas de su vida.


A medida que pasaba el tiempo sus ojos se posaban con más frecuencia sobre la desolada doncella; su rostro estaba oculto entre sus ma­nos y se movía a intervalos por las sacudidas de sus violentos sollozos. Aun así estaba her­mosa; su figura esbelta y proporcionada apare­cía casi cubierta por su espléndida cabellera oscura, que según Denís en aquel instante, era la más hermosa de cuantas existían en cabeza de mujer. Sus manos eran muy semejantes a las de su tío, pero estaban mejor colocadas al final de aquellos redondos y finos brazos, que debí­an ser infinitamente suaves el tacto. Recordó que sus ojos eran grandes, negros y de encan­tadora expresión. Cuanto más la miraba, más fea le parecía la imagen de la muerte y más compasión sentía por sus continuadas lágrimas. Ahora casi le parecía imposible que hubiera hombres que tuvieran el valor de dejar un mundo en que viven tan admirables criaturas y hubiera dado cuarenta minutos de su última hora por no haberle dicho sus altivas y crueles palabras.
De repente el ronco y estridente canto de un gallo los trajo a ambos a la realidad; fue como una luz que aparece en una estancia oscura.
-¡Dios mío! -gimió la desgraciada niña- ¡No podré hacer nada por usted!
-Señora -dijo el joven con una elegante incli­nación, perdóneme por las palabras que antes le he dicho si es que en algo la han ofendido, pero si las he pronunciado, créame, ha sido pensando en usted y no en mí.
Ella le dio las gracias con una mirada.
-Siento profundamente su pena -continuó Denís. El mundo ha sido muy injusto y cruel con usted. Vuestro tío es una aberración de la Naturaleza. En cuanto a mí le aseguro que no hay en toda Francia un caballero que no envi­diaría mi posición de poder morir por usted, aunque no sea más que haciéndole un momen­táneo servicio.


-Ya sé que es valiente y generoso -dijo la afligida joven, lo que quiero saber es si puedo servirle de algo, ahora o después añadió estre­meciéndose.
-Ciertamente -dijo el galán sonriendo. Deje que me siente a su lado como si fuera vuestro amigo en lugar de un desconocido intruso; pro­curad olvidar la violenta situación en que nos encontramos uno respecto del otro; haced agradables mis últimos momentos y me habréis hecho un inmenso favor.
-Sois muy galante -respondió la bella con profunda tristeza, muy galante, y esto aumen­ta más sufrimientos; pero acercaos más si os place. Y si queréis contarme algo podéis estar seguro de que os oigo con profundo interés. ¡Ah, señor de Beaulieu! -dijo renovando sus lágrimas, ¿cómo puedo ni aun miraros a la cara? -sus sollozos estallaron con más fuerza.
-Señora -dijo Denís tomándola una mano en­tre las suyas. Pensad en el poco tiempo que me queda de vida y en la pena que me causan vuestras lágrimas. Evitadme en estos instantes el espectáculo de un dolor que no puedo ali­viar, ni aun a costa de mi vida.
-Soy muy egoísta -contestó Blanca, enjugán­dose los ojos; procuraré ser más valiente, caba­llero de Beaulieu, aun cuando no sea más que por usted. Pero piense bien, si no puedo haceros algún servicio en lo futuro, ¿no tiene ami­gos de quienes despedirse? Hacedme todos los encargos que quiera, ojalá fueran tan difíciles de cumplir que pudiera demostramos así mi inmensa gratitud. Demostradme que puedo hacer por usted algo más que llorar.
-Señora -dijo Denís. Mi padre murió hace tiempo. Mi hermano Guichard heredará mi mayorazgo, y si no me equivoco mi pérdida le compensará ampliamente. La vida no es mas que un vapor que se desvanece en cuanto se ha formado. Cuando un hombre es joven y tiene la vida por delante le parece que es una figura muy importante en este mundo. Su caballo re­lincha; suenan las trompetas y las doncellas corren a sus ventanas para verle pasar al frente de sus hombres; recibe honores de los hombres y juramentos de amor de las mujeres. No tiene nada de sorprendente que su cabeza se trastor­ne al fin. Pero en cuanto muere, aunque haya sido tan valiente como Aquiles o ten sabio co­mo Salomón, pronto se le olvida. Aún no hace diez años que cayó mi padre con otros muchos caballeros, en una terrible batalla, y no creo que nadie se acuerde de ninguno de ellos. ¡Oh, se­ñora! Cuanto más de cerca se mira, más se con­vence uno de que la muerte es un rincón oscu­ro, donde el hombre desaparece y queda olvi­dado hasta el día del juicio Final. Ahora tengo pocos amigos, en cuanto muera no tendré nin­guno.
-¡Señor de Beaulieu! -dijo la joven resentida. ¡Olvidéis a Blanca de Malétroit!
-Sois un ángel, señora -dijo y pagáis un pe­queño servicio mucho más de lo que merece.
-No es eso -contestó la hermosa, y se equi­voca si lo atribuye a mi bondad. Me duele su desgracia porque es el ser más noble y generoso que he hallado en toda mi vida, y porque tiene un valor y un corazón que le hubiera distingui­do aunque no hubiese nacido caballero.
-Y sin embargo -repuso él, voy- a morir en una ratonera sin más ruido que el que hagan mis huesos al romperse.
Una expresión de angustia se extendió por el hermoso rostro de la muchacha y guardó silen­cio por unos minutos; después brilló una luz en sus ojos y con melancólica sonrisa añadió:
-No quiero que mi campeón hable con tan poco aprecio de sí mismo. El que da su vida por salvar a otro, va derecho al Paraíso y allí es re­cibido por todos los ángeles de Dios nuestro Señor. ¡Va a morir!... Decidme -añadió rubori­zándose intensamente: ¿es cierto que me en­cuentra hermosa?
-¡Es la doncella más perfecta que existe! -exclamó Denís con entusiasma.
-Me alegro de que así lo crea -contestó con cierta timidez Blanca; pero ¿cree también que haya muchos caballeros en Francia que hayan sido pedidos en matrimonio por una hermosa doncella, viéndose éste rechazada, en su propia casa?
-Vuestra bondad -contestó el galán- no tiene límites; pero no podréis hacerme olvidar que a ese atrevido paso le movía la compa-sión y no el amor.
-No afirme nada -repuso la dama bajando aún más su sonrojada cabeza- y escúcheme hasta el fin, señor de Beaulieu. Comprendo cuánto me desprecia-réis y empiezo diciendo que tendréis razón. Soy una criatura demasiado vulgar para ocupar puesto alguno en vuestro corazón, aunque vais a morir por mí esta ma­ñana. Pero lo que quería deciros es que cuando os pedí que os casarais conmigo, no lo hice mo­vida de lástima sino porque durante la conver­sación que tuvo con mi tío en la que tan noble­mente os pusisteis de mi parte, empecé por res­petamos y admiraros y acabé amándole con toda mi alma. Entonces comprendí que mis anteriores sentimientos no eran más que la pa­sajera curiosidad propia de mis pocos años y el ansia de cariño que me consume por haber es­tado privada de él toda mi vida; pero ahora ¡si pudiera saber cuánto le amo, me compadecería en vez de despreciarme! Le he dicho esto y he dejado a un lado todo mi recato por las circuns­tancias especia-lísimas en que estamos; no crea que siendo yo noble le voy a importunar para obtener vuestro consentimiento. También yo tengo orgullo, y declaro ahora que si quiere volverse atrás de vuestras anteriores palabras, no me casaría con usted como no me casaría con un mesnadero de mi tío.
-Poco es el amor, que no hace un sacrificio de orgullo -contestó sonriendo Denís.
La joven permaneció silenciosa.
-Venga a esta ventana -dijo el joven con un suspiro. Empieza a amanecer.
Efectivamente comenzaban las sombras a di­siparse con los primeros albores del día. El cielo iba cubriéndose de un azul tan claro que parecía gris; y las sombras arrojadas de las alturas se refugiaban en el profundo valle, extendido debajo de la ventana. En toda aquella parte de campo reinaba un silencio que de nuevo fue interrumpido por el canto de los gallos. Ligeras ráfagas de viento agitaban las copas de los ár­boles que se mecían debajo de la ventana, y el día continuaba avanzando insensiblemente por el Este, que pronto adquirió el color in­candescente, precursor de la salida del sol.
Denís miró con un estremecimiento involun­tario los progresos del amanecer; maquinal­mente había cogido una de las preciosas manos de Blanca; ésta preguntó de un modo casi in­coherente:
-Es esto ya el cha... ¡qué noche tan larga!... ¡Ah, mi tío va a venir! ¿Qué le vamos a decir?
-Lo que usted quiera -murmuró Denís casi al oído de la doncella y oprimiendo suavemente su mano.
Blanca le miró sorprendida y guardó silen­cio.
-Blanca -dijo el galán con apasionado acento y trémulo de emoción. Bien ha visto que no temo a la muerte. Espero que esté convencida de que antes quisiera saltar por esta ventana y estrellarme los huesos en el abismo, que poner un dedo sobre usted, sin ser con pleno consen­timiento suyo. Pero si realmente me ama no me dejó perder la vida por un escrúpulo, porque yo la amo más que a cuanto existe en el mundo, y, si es cierto que moriré contento por usted, también lo es que la vida a su lado la juzgo un Paraíso y toda la mía por larga que fuera nunca me parecería bastante para consagrárosla.
Interrumpió sus palabras una campana que empezó a sonar en el interior de la casa y el choque de las armas en el contiguo recinto les demostró que las dos horas habían pasado y que los mesnaderos volvían a ocupar su puesto.
-¿Pero después de lo que sabe? -murmuró Blanca sonriendo a través de sus lágrimas.
-¡No sé nada! -replicó él.
-El nombre del Capitán es Floumond de Champduers -dijo ella escondiendo su cabeza en el pecho del joven.
-No lo quiero saber -clamó él estrechando a la joven entre sus bra­zos.
Una sonora carcajada se oyó en la puerta; y al volverse confusos los dos enamorados, se encontraron al señor de Malétroit que lleno satisfacción se frotaba sus bellas manos, salu­dando a sus queridos sobrinos.


 1.064. Stevenson (Robert Louis) - 062

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