Denís
de Beaulieu tenía alrededor de los veintidós años, pero aunque tan joven, ya se
consideraba hombre hecho y derecho y cumplido caballero. Los muchachos se
formaban pronto en aquella ruda y lejana época; y cuando se había tomado parte
en una batalla, se montaba bien a caballo, se había dado muerte a un hombre con
todas las reglas del arte y se sabía un poco de estrategia, era cosa corriente
permitirse cierta licencia en los placeres. El joven después de atender
cuidadosamente a su caballo, cenó con ganas y animadamente al atardecer se
dispuso a hacer una visita, cosa no muy prudente por parte del muchacho. Mejor
hubiera sido quedarse ante el fuego o retirarse a descansar honestamente, porque
la ciudad estaba llena de las tropas aliadas borgoñesas e inglesas y aunque
Denís tenía salvoconducto, éste le hubiera servido de muy poco en caso de un
mal encuentro.
Era
el mes de septiembre de 1429. Hacía muy mal tiempo; un viento frío y
desagradable mezclado con chaparrones azotaba los edificios de la ciudad, y las
hojas secas se arremolinaban en las calles. Aquí y allá empezaban a iluminarse
algunas ventanas; y el ruido que hacían los soldados al tomar alegres
disposiciones para la cena se oía en los intervalos de calma. La noche se venía
encima; la bandera de Inglaterra que flotaba sobre la torre de la ciudad se
hacía cada vez menos distinta; las errantes nubes volaban como gigantescas
golondrinas sobre la inmensidad del espacio. Al llegar la noche, aumentó la
potencia del viento que empezó a rugir bajo los portales de la plaza y a
sacudir con violencia los corpulentos árboles en el valle cerca de la ciudad.
Denís
de Beaulieu caminaba apuradamente y no tardó en llegar a la puerta de su amigo
pero aunque se había prometido a sí mismo estar poco, y volver temprano,
encontró una acogida tan calurosa y tantos motivos para dilatar su partida,
que ya había pasado media noche cuando pronunciaba su ¡Adiós! desde el umbral
de la puerta. El viento había calmado mientras tanto y la noche estaba oscura
como boca de lobo; ni una estrella ni un rayo de luna traspasaba la espesa capa
de nubes. Denís desconocía el entramado de las calles de Chateau-London;
hasta de día claro había encontrado alguna dificultad para hallar su camino, y
en esta absoluta oscuridad pronto lo perdió por completo. Sólo estaba seguro de
que debía subir cuestas, puesto que la casa de su amigo se hallaba en la parte
más baja de la ciudad, y su posada en la más alta, casi debajo de la torre de
la iglesia. Con este solo indicio para dirigirse anduvo por sitios desconocidos
ya respirando con desahogo cuando llegaba a plazas anchas y en las que veía un
trozo de cielo sobre su cabeza, ya guiándose a lo largo de las paredes en las
estrechas callejuelas. ¡Situación angustiosa y deprimente el encontrarse
perdido por completo en la oscuridad y en un sitio casi por completo
desconocido!
El
silencio es doblemente aterrador, el tacto de las rejas que caen bajo la mano
exploradora causa una sensación de frío como si se tropezara con un cadáver;
las desigualdades del terreno amenazan hacerle caer y desequilibran la marcha;
y una sombra más densa que las demás hace pensar en ambas cosas. Para Denís que
debía regresar a su posada sin llamar la atención, había tanto peligro real,
como molestias en la marcha; y por eso andaba con cautela parándose a cada
esquina a fin de hacer sus observaciones.
Andaba
ya hacía algunos minutos por una callejuela tan estrecha que con sólo abrir los
brazos hubiera tocado los dos muros, cuando ésta después de un torcer
bruscamente tomaba otra dirección. Bien comprendió nuestro joven que aquel
camino no le conduciría a su posada, pero con la esperanza de encontrar algo
que le orientara, continuó por ella. La calleja terminaba en una terraza con
balaustrada de piedra que daba sobre el valle situado a algunos cientos de
pies más abajo. Denís se inclinó y sólo alcanzó a ver algunas copas de árboles
movidas por el viento y un solo punto brillante, el río que cruzaba aquellos
campos. El tiempo había aclarado y las nubes permitían ya ver el contorno de
las montañas. A esta incierta luz, la casa que se encontraba a su izquierda
parecía ser edificio importante; porque aparecía adornado de varios miradores
y torrecillas; del cuerpo principal se destacaba la redonda cúpula de una
capilla y la puerta estaba resguardada por un pórtico exterior enriquecido con
figuras esculpidas en la piedra. Las ventanas de la capilla ostentaban valiosas
vidrieras de colores, y los agudos tejados de la torrecillas todos cubiertos
de pizarra, proyectaban una sombra aún más oscura que las mismas nubes. Era indudablemente
la mansión señorial de alguna importante familia de la localidad y recordar
nuestro joven su propio palacio de Brujas, no pudo menos de contemplarle con
atención, admirando la ciencia que los arquitectos habían prodigado en obsequio
a las dos familias.
Parecía
no haber otro ingreso en aquella terraza más que la callejuela por la que él
había venido; no podía más que retroceder sobre sus pasos; pero se le figuró
haber obtenido algunas nociones sobre el terreno que le rodeaba y tenía la
esperanza de ganar pronto su posada. Al pensar así, no contaba con la serie de
accidentes que hicieron esta noche memorable entre todas las de su vida. Apenas
había andado cien metros, cuando vio una luz que venía en dirección contraria;
y oyó voces que hablaban alto despertando los ecos de aquella estrecha
callejuela. Era una partida de hombres de armas que recorrían la ciudad a la
luz de las antorchas. Denís adquirió el convencimiento de que se habían
excedido bastante en la bebida y que no estaban en estado de prestar atención
a salvo conductos u otras finuras semejantes de las guerras caballerescas. Lo
más probable sería, si les daba por ahí que lo mataran y le dejaran en el sitio
en que cayera. La situación era de las más comprometidas. Fácil sería que la
misma luz de sus antorchas sirviera para ocultarle y sus escandalosas voces
encubrirían el ruido de sus pasos. Estas consideraciones le decidieron por una
pronta y silenciosa fuga.
Por
desgracia, en el momento de emprenderla, su pie tropezó con una piedra que le
hizo perder el equilibrio y caer contra la pared lanzando un juramento, al
mismo tiempo que su espada cayó ruidosamente sobre las piedras. Dos o tres
voces, unas en francés y otras en inglés dieron el ¡quién vive! Denís no
contestó y apresuró más su carrera. Otra vez sobre la terraza se detuvo para
mirar atrás; pero seguían aún las voces, y, justamente sus perseguidores
doblaban la última esquina, percibiéndose el ruido de armas y viéndose el
resplandor de las antorchas con que escudriñaban todas las irregularidades de
la callejuela en las que pudiera haberse escondido.
Denís
miró a su alrededor y se metió debajo del pórtico; allí podría quizás no ser
visto y si esto fuera pedir mucho a la suerte estaba al menos en muy buena
situación para parlamentar o defenderse. Con esta idea sacó su espada y trató
de defenderse colocándose de espaldas a la puerta; pero apenas puso sus hombros
sobre ella, cuando ésta cedió y, a pesar de haberse vuelto con rapidez, la
puerta continuó girando sobre silenciosos goznes hasta quedar abierta de par en
par. Aunque nuestro joven se sorprendió mucho, al ver que las cosas se le
mostraban favorables, y más en aquellas circunstancias adversas, no es lo
corriente detenerse a explicarse el por qué, pareciendo que la personal
conveniencia es suficiente para producir los más inexplicables fenómenos en
nuestro mundo sublunar. Así es que Denís sin pensar ni un instante entró en
el espacio negro que la puerta dejaba ver y trató de entornarla para ocultar su
escondite. Nada más lejos del pensamiento del joven que cerrarla del todo; mas
por alguna razón inexplicable, quizás un muelle o un peso, la poderosa plancha
de encina se escapó de sus dedos y se cerró de golpe con un extraordinario
portazo seguido de un ruido semejante a una barra que cae.
La
ronda desembocaba en aquel instante sobre la terraza y empezó a increparle
entre maldiciones y juramentos; los oyó pegar con los regañones de las lanzas
en todos los parajes oscuros; una de éstas tropezó contra la puerta detrás de
la que estaba Denís, pero aquellos caballeros estaban de demasiado buen humor
para perder tanto tiempo y descubriendo un pasadizo que había escapado a los
ojos de Denís, pronto se perdieron en lontananza, llevando sus voces y sus
risas a animar otro barrio de la ciudad.
Denís
respiró aliviado, les dio algunos instantes de ventaja por temor a algún
accidente que les obligara a retroceder, y a continuación procedió a buscar
los medios de volver a abrir la monumental puerta. La superficie interior era
completamente lisa; no había cerradura, ni cerrojos, ni nada; metió sus uñas en
la rendija y trató de abrirla, pero la pesada mole no se movió. La sacudió con
fuerza, pero estaba firme como una roca. Denís de Beaulieu empezó a fruncir el
entrecejo. ¿Cómo se abriría aquella puerta? -pensaba, y sobre todo, ¿cómo es
que estaba abierta y se había cerrado sola? En todo aquello había algo de
oscuro y misterioso, muy poco del agrado del joven caballero. Aquello parecía
una ratonera, pero ¿quién podía tener tal sospecha en una calle tan tranquila y
muy principalmente en una casa de tan próspero y noble aspecto? Y, sin embargo,
ratonera o no, fuese intencional o descuidadamente, el caso es que estaba
encerrado y que ni aun por su vida veía trazas de salir de allí. La oscuridad
empezaba a ponerle nervioso; prestó oído, todo estaba silencioso en el
exterior, pero en el interior le pareció percibir algunos ruidos muy leves pero
muy cercanos, como si estuviera rodeado de personas que hicieran esfuerzos por
contener hasta la respiración. La idea penetró hasta su cerebro causándole una
sacudida y volviéndose de espaldas a la puerta, se aprestó a defender su vida. Entonces
por primera vez distinguió una luz en el interior de la casa y a no mucha
distancia de donde se hallaba, un rayo de luz, semejante al que pasa por la
abertura de una puerta entornada. El ver algo ya era un consuelo para Denís;
era como el encontrar tierra firme al que se hunde en un pantano. Su imaginación
le llevó a ella con avidez y se quedó observándola y tratando de orientarse en
aquel interior desconocido. Al acostumbrarse sus ojos a la oscuridad pudo ver
un tramo de escalera ascendente que conducía desde el portal a la puerta que
filtraba el rayo de luz. Desde que había empezado a sospechar que no estaba solo,
su corazón había comenzado a latir rápidamente, y se había apoderado del joven
un intolerable deseo de acción, sea cual fuere. Se hallaba en peligro de
muerte según pensaba, pues ¿por qué no subir aquella escalera y plantarse ante
el enemigo cara a cara? Por lo menos pelearía con algo tangible, por lo menos
saldría de la oscuridad. Se dirigió lentamente hacia la puerta con los brazos extendidos y al fin sus pies tocaron el primer
escalón entonces subió deprisa las escaleras, se detuvo un momento para tomar
cierta compostura y empujando la puerta entró.
Se
encontró en un vasto recinto de piedra labrada. Había tres puertas; una a cada
lado y las tres iguales, cubiertas con pesadas cortinas de tapicería. El cuarto
lado ostentaba dos grandes ventanas y entre ellas una monumental chimenea con
las armas de los Malétroit. Denís reconoció el escudo y se alegró de haber
caído en tan buenas manos. La habitación estaba espléndidamente iluminada,
pero contenía pocos muebles, excepto una inmensa y pesada mesa y varias sillas;
la chimenea estaba huérfana de fuego y esparcidos por el suelo había dos haces
de paja no del todo frescos.
En
un gótico sillón junto a la chimenea y completamente de frente a la puerta por
la que entró Denís, estaba un viejecito envuelto en rica bata de pieles. Tenía
las piernas cruzadas y apoyaba las manos en los brazos del sillón; a su lado en
un estante se veía un vaso de vino espaciado. Su rostro tenía unas líneas
pronunciadamente masculinas semejantes a las que solemos ver en el toro, o en
el oso, algo equívocas y denunciadoras de algo cruel, brutal y peligroso.
Cuando sonreía se unían sus pobladas cejas y sus ojos pequeños, pero de dura
expresión, la tomaban entre siniestra y cómica. Hermosos cabellos blancos
rodeaban esta cabeza y caían en bucles naturales hasta la bata. Su barba y bigotes
eran como el campo de la nieve. La edad, quizás a consecuencia de incesantes
cuidados, no había dejado huellas en sus manos. Las manos del señor de
Malétroit eran famosas; imposible hubiera sido encontrarlas más carnosas ni de
líneas más puras, los dedos afilados y sensuales eran como los de las mujeres
de Leonardo de Vinci. Las uñas de perfecto dibujo tenían una blancura nítida,
sorprendente. Resultaba mil veces más temible el aspecto de este hombre,
cuando cruzaba sus extraordinarias manos
sobre su bata, como hubiera podido hacerlo una virgen cristiana; y no podía verse
sin un secreto terror que un hombre de aquella intensa, brutal y cruel
expresión, se sentara así inmóvil como un dios. Su inmovilidad resultaba
irónica.
Tal
era Alein, señor de Malétroit.
Denís
y él se miraron durante algunos segundos.
-Puede
pasar -dijo Malétroit. Llevo esperándole toda la noche.
No
se había levantado, pero acompañó la invitación con un cortés movimiento de
mano y una inclinación de cabeza. A pesar del tono musical y dulce con que
fueron dichas estas palabras y de la sonrisa que las acompañó o quizás a causa
de ambas, Denís sintió que un fuerte estremecimiento recorría todo su cuerpo. Y
entre esta desagradable impresión y cierto honrado aturdimiento, apenas pudo
responder:
-Me
temo que esto es una doble casualidad. No soy la persona que usted cree. Según
parece, espera a alguien; mas por mi parte nada estaba más alejado de mis
pensamientos; nada podía ser más contrario a mis deseos, que esta invasión.
-¡Ya!
¡Ya! -dijo el viejo caballero con indulgencia. Lo importante es que ha venido.
Siéntese, amigo mío, y serénese del todo. Ahora vamos a arreglar nuestros
negocios.
Denís
comprendió que el asunto iba a complicarse más y se apresuró a decir:
-Vuestra
puerta...
-¿Mi
puerta dice? -interrumpió el anciano levantando sus pobladas cejas. Muy
ingeniosa ¿no es verdad?, y muy hospitalaria. Está insinuando que por usted no
hubiera venido a saludarme. Los ancianos debemos utilizar estratagemas para
lograr compañía. Así, pues, aunque llegó contra su voluntad, sea muy bien venido.
-Insiste
en su error, señor -dijo Denís. Entre usted y yo no existen relaciones de
ningún tipo. Soy extranjero en este país. Mi nombre es Denís de Beaulieu, y si
me ve en su casa es sólo porque...
-Joven señor -dijo el anciano; me permite que tenga mis
propias ideas sobre este asunto; es posible que difieran de las suyas ahora -añadió
con una de sus peculiares sonrisas; pero el tiempo dirá cuál de los dos está
en lo cierto.
Denís
creyó hallarse frente a un loco. Se sentó temiendo que de un instante a otro
le diera un ataque. Hubo una pausa durante la cual creyó percibir el monótono
murmullo de las plegarias que salían de entre las cortinas que estaban enfrente
de él. A veces le parecía que era una sola voz; otras, dos por lo menos, y la
vehemencia con que rezaban parecía indicar o mucha prisa o un excitadísimo
estado de ánimo. Le ocurrió pensar que aquella cortina debía cubrir la entrada
de la capilla que había visto desde el exterior.
El
viejo, mientras tanto, observaba a Denís de arriba abajo sin dejar de sonreír,
y de tiempo en tiempo emitía débiles sonidos sin sentido, lo que parecía
indicar el colmo de la satisfacción. Semejante estado de cosas se hizo pronto
tan insoportable para Denís que para disimular el joven observó cortésmente que
el viento había calmado.
Al
oír estas palabras el anciano sufrió un ataque de silenciosa risa, tan
prolongada y violenta, que su rostro se tomó purpúreo. Denís se puso
rápidamente de pie y con arrogancia se caló la birreta adornada de plumas.
-¡Señor! -dijo. Si está en su juicio me ha insultado
groseramente; si no lo está puedo emplear mejor mi tiempo que perderlo en
conversaciones con lunáticos. Ahora comprendo que se está burlando de mí desde
mi entrada en esta casa. Ha rehusado oír mis explicaciones, pero sólo el poder
de Dios me obligaría a permanecer aquí ni un instante más; y si no puedo salir
de un modo más conveniente, haré con mi espada un agujero en vuestra maldita
puerta.
El
señor de Malétroit levantó su mano derecha e hizo un signo a Denís como para
tranquilizarle.
-Mi
estimado sobrino -dijo. Siéntese.
-¡Sobrino!
-replicó el sorprendido joven. ¡Miente! -e hizo un movimiento como para abofetear
al anciano.
-¡Siéntese,
tunante! -dijo éste con un tono de voz tan distinto del anterior que parecía
imposible saliera de la misma garganta. Era tan áspero y duro como el ladrido
de un perro.
-¿Se
figura que cuando yo me he propuesto una cosa, la dejo a medio hacer? -continuó.
Si prefiere que le aten de manos y pies hasta que crujan vuestros huesos
proseguid en vuestro ademán de marchemos. Sí, pensándolo con más prudencia,
les gusta más quedarse sentado como un buen doncel, conversando con un anciano,
permanezca tranquilo donde está y Dios sea con todos.
-¿Quiere
decirme que soy su prisionero? -preguntó Denís.
-Yo
establezco los hechos -dijo el viejo- y le dejo a usted sacar las conclusiones.
Denís
volvió a sentarse. Exteriormente procuró aparecer tranquilo, pero en su
interior ardía en rabia y sentía las más siniestras aprensiones. Ya no estaba
convencido de que aquel fantástico viejo fuese un loco, y si no lo estaba, ¿qué
era, en nombre de Dios, lo que pretendía? ¿En qué trágica o absurda aventura
estaba metido? ¿Qué es lo que debía de hacer? Mientras seguía estas
desagradables reflexiones, se levantó el tapiz que colgaba ante la puerta de
la capilla y entró un sacerdote, que después de lanzar una mirada a Denís, dijo
algunas palabras en voz baja al castellano de Malétroit.
-¿Está
más animada la joven? -preguntó este último.
-Está
más resignada, caballero -respondió el sacerdote.
-Pues
Dios la confunda, si es tan difícil de contentar -repuso con atroz ironía el
viejo. Un pino de oro semejante, de no mala casa, y después de todo ¿qué más
puede desear?
-La
situación es muy anómala para una noble doncella -contestó el otro- y muy
propia para causarle rubor.
-Pues
debía haber pensado en eso antes de empezar la dama. Dios lo sabe que no he
sido quien se lo ha aconsejado, pero ahora que ya está en ello, ¡por la
Virgen!, que lo ha de continuar hasta el fin, y dirigiéndose a Denís, añadir:
Caballero de Beaulieu, ¿me permite que le presente a mi sobrina? Ha estado
esperando vuestra llegada, me atrevo a decir que con más impaciencia que yo.
Denís
se resignó con la mejor cara que pudo, lo que deseaba era conocer lo peor y eso
lo antes posible, así es que se levantó haciendo una reverencia en señal de
sentimiento. El señor de Malétroit siguió su ejemplo y con la ayuda del
sacerdote se levantó, y todos se dirigieron a la puerta de la Capilla.
El
sacerdote levantó el tapiz y los tres entraron. La Capilla era de suntuoso
aspecto arquitectónico. Seis robustas columnas de granito formaban la nave que
terminaba en un semicírculo en el que estaba el altar muy rico y profusamente
adornado con bajos relieves y toda clase de piedra tallada ornaba los góticos
ventanales en los que lucían costosas vidrieras de colores. En el altar
estaban colocados medio ciento de cirios, pero sólo cuatro ardían produciendo
una luz cambiante y escasa; delante del altar estaba arrodillada una joven
vistiendo un lujoso traje de novia.
Un
estremecimiento sobrecogió a Denís al observar este ropaje, y luchó con
desesperada energía contra la conclusión que se imponía a su mente. No,
imposible; no debía, no podía ser lo que él se figuraba.
-Blanca -dijo el caballero con su más melifluo tono. Aquí
traigo a este joven amigo para que te salude. Hija mía, date la vuelta y dale
la mano; bien está la devoción en una doncella, pero no hay que olvidar la
cortesía, sobrina mía.
La
joven se levantó y dio un paso hacia los recién llegados. Estaba rígida como el
mármol, y la vergüenza y la confusión se leían en cada línea de su joven y
bellísimo semblante; llevaba la cabeza baja y los ojos clavados en el suelo
mientras se adelantaba lentamente; al hacerlo así, sus ojos tropezaron con los
pies de Denís, de los que éste hubiera podido envanecerse con justicia y que a
pesar de hallarse de viaje, llevaba irreprochablemente calzados con elegantes
botas de ante. La joven se detuvo estremeciéndose, como si aquellas botas
amarillas hubieran despedido una corriente magnética y levantó con rapidez los
ojos hasta el rostro del joven guerrero. Se encontraron sus ojos; en los de la
bella la vergüenza dio paso al terror, con un agudo grito se cubrió el rostro
con las manos y cayó sobre las losas de la Capilla.
-¡No
es éste! -gritó repetidamente. ¡No es éste, tío mío!
-Claro
que no -murmuró sonriendo con su desagradable sonrisa el misterioso viejo; ya
esperaba yo eso. Ha sido una desgracia que no recordarais el nombre.
-¡Os
lo juro! -repetía la desgraciada; yo no he visto nunca a este caballero, ni he
deseado verle. Caballero -dijo dirigiéndose a Denís. Si merece tal nombre diga
la verdad: ¿le he visto yo alguna vez antes de esta maldita noche?
-Digo
lo mismo que usted, noble señora -dijo el mancebo. Nunca he tenido ese placer.
Es la primera vez, señor, que tengo el honor de ver a su encantadora sobrina.
El
viejo se encogió de hombros.
-Pues
lo siento mucho -dijo- pera más vale tarde que nunca. No conocía yo tampoco mucho
más a mi difunta esposa cuando me casé con ella, y nuestro ejemplo enseña
-añadió frotándose sus impecables manos- que estos matrimonios rápidos a
veces producen excelentes resultados; y como el novio ha de tener algunas
preemi-nencias, le concedo dos horas para ganar el tiempo perdido, antes de
proceder a la ceremonia.
Y
se encaminó a la puerta seguido del clérigo. La joven se levantó rápidamente.
-¡Señor
y tío! -dijo la doncella, no es posible que hable seriamente, juro ante Dios
que antes me partiré el corazón de una puñalada que forzar de este modo la
voluntad de este joven caballero. Se subleva todo mi ser, sólo al pensarlo.
¡Oh!, señor, tened piedad de mí. Dios prohíbe semejantes violencias y
deshonráis con ellas vuestras canas. No hay mujer en el mundo que no prefiera
la muerte a semejantes bodas. ¿Es posible -dijo sollozando- que no me crea y
que aún continúe con la idea de que es este caballero?
-Hablando con franqueza, sí lo creo -dijo el extraño
viejo; pero de una vez para siempre, os voy a decir Blanca de Malétroit, mi
manera de pensar en este asunto. Cuando le diste entrada en tu cabeza, sobrado
ligera, a la idea de deshonrar el nombre que durante setenta años he llevado
con honor en la paz y en la guerra, perdisteis el derecho no sólo de discutir
mis disposiciones, sino hasta de mirarme a la cara. Si viviera tu padre
y mi digno hermano menor, te hubiera escupido y arrojado de casa. Aquél era la
mano de hierro de la familia. Puedes dar gracias a Dios, damisela, de que sólo
tienes que habértelas con la mano de terciopelo. Mi deber era haceros casar lo
más pronto posible. En obsequio a usted he procurado hallar a vuestro galán, y
creo haberlo conseguido, pero ante Dios que nos escucha y toda la corte
Celestial, Blanca de Malétroit, afirmo que si no es éste, no me importa un
bledo. Así es que insisto en que te muestres cortés con nuestro joven amigo,
pues por mi palabra de honor que si no obedeces, vuestro próximo novio será
menos pulido que éste.
Al
decir esto el anciano y el sacerdote salieron y la cortina cayó ocultando a
los dos.
La
joven se volvió hacia Denís con ojos febriles.
-¿Quiere
explicarme -preguntó, qué significa esto?
-Quién lo sabe -respondió sombríamente el caballero. Estoy
preso en esta casa que parece llena de locos. No sé más y no comprendo nada.
-Pero
¿cómo habéis llegado hasta aquí? -volvió a interrogar la dama.
Él
la puso al corriente en pocas palabras, añadiendo:
-En
cuanto al resto, quizás tendréis la bondad de seguir mi ejemplo y decirme lo
que sepáis a ver si puedo explicarme estos enigmas de los que Dios sabe cuál
será la solución. Ella permaneció unos momentos en silencio, y él pudo ver sus
trémulos labios y sus ojos brillantes de fiebre, después se oprimió la frente
con las manos.
-¡Ah!
¡Qué dolor de cabeza! -murmuró con voz cansada. Sin decir nada de mi corazón.
Pero tiene razón, le debo decir todo, aun cuando sea una grave falta de recato
en una doncella. Soy Blanca de Malétroit, huérfana desde mi más tierna
infancia y desgraciada toda mi vida.
Hace
un mes un joven capitán me veía diariamente en le iglesia. Comprendí que le
gustaba, cierto que obré muy mal, ¡pero estaba tan contenta de pensar que
alguien me quería!; y cuando pocos días después me entregó una carta la cogí
con placer y la leí al llegar a casa. Me ha escrito algunas otras veces, en
todas sus cartas me suplicaba que dejase la puerta abierta para que pudiésemos
hablar dos palabras en la escalera. Mi tío -añadió con un sollozo ahogado- es
un hombre tan duro como ladino. Ha llevado a cabo muchas hazañas gloriosas en
la guerra y ha tenido gran predicamento en la corte en tiempos de nuestra Reina
Isabel. No sé cómo se despertaron sus sospechas, pero es casi imposible
ocultarle nada. Y esta mañana cuando salíamos de la iglesia, me cogió la mano
entre las suyas, me abrió a la fuerza y leyó mi billete, mientras caminaba a mi
lado, tranquilo al parecer, y como no logró que yo le dijese el nombre del
capitán, sin duda puso una trampa en la que ha caído usted, para castigo de mis
pecados. Yo no podía prever si el capitán querría casarse conmigo a la fuerza,
no hemos hablado nunca y lo más probable es que fuera un pasatiempo por su
parte, sin contar con que quizás había encontrado mi conducta sobrado
desenvuelta. Mucha culpa tengo yo; pero nunca esperé un castigo y una vergüenza
tan grandes. No creía qua Dios permitiera a una pobre criatura tener que
avergonzarse así delante de un desconocido. Ahora ya lo sabéis todo y seguramente
también me desprecia-réis.
Denís
hizo un respetuoso saludo.
-Señora
-dijo. Le agradezco su confianza. Sólo me resta demostramos que soy digno de
esa honra. ¿Está cerca el señor de Malétroit?
-Creo
que está en esta sala inmediata -respondió la niña.
-¿Me
permite que le lleve allí?
Ella
le tendió la mano y ambos pasaron desde la Capilla a la sala. Blanca muy
abatida y avergonzada, Denís luchando con la conciencia de tener una grave
misión que cumplir y la juvenil presunción de
llevarla felizmente a cabo.
El
señor de Malétroit se levantó a recibirlos con una irónica reverenda.
-Señor
-dijo Denís con el aire más digno que pudo adoptar. Me parece que tengo derecho
a decir una palabra, referente a este matrimonio, y lo aprovecho para deciros
de una vez que no quiero ser parte a forzar la inclinación de esta clama. Si
ella me hubiese escogido libremente, yo habría aceptado su mano como un don del
cielo, pues ya he podido apreciar que es tan buena como hermosa, pero en las
presentes circunstancias, tengo el honor de rehusarla.
Blanca
le miró con expresión de inmensa gratitud, pero el señor de Malétroit sonreía y
sonreía; y aquella sonrisa empezaba a subírsele a la cabeza al joven caballero.
-Temo
-dijo por fin el sarcástico anciano, temo señor de Beaulieu que ha comprendido
imperfectamente la elección que os ofrezco. Tened la bondad de seguirme a esta
ventana -le dijo llevándole a una de las
grandes ventanas que había en la estancia. Observe que hay una argolla de
hierro, y pasada por ella una gran cuerda; pues fijaos bien en mis palabras: si
la repugnancia que os inspira mi sobrina es insuperable, antes de la salida
del sol os hago colgar de esta cuerda. Puedo aseguraros que recibiré un
grandísimo pesar si me obliga a recurrir a ese extremo, porque yo no tengo
ningún interés en vuestra muerte, sino en que se case mi sobrina; pero no habrá
más remedio que llegar ahí si os obstináis. Vuestra familia es muy notable,
señor de Beaulieu, y no tengo nada que decir contra ella, pero aunque
descendiendo de Carlomagno en persona, no rehusaríais impunemente la mano de
una Malétroit (no, aunque fuese más horrible que la misma Medusa). Pero en todo
esto nada tienen que ver los sentimientos privados de mi sobrina, ni los
suyos, ni aun los míos. Se ha comprometido el honor de esta casa y yo creo que
usted es el culpable y si no lo es, está en el secreto y no le debe parecer
extraño el que le invite a borrar la mancha que ha caído sobre mi
blasón. Si se niega vuestra sangre caiga sobre vuestra propia cabeza. Podéis
pensar que no será agradable espectáculo para mí ver vuestras interesantes
reliquias dando vueltas en el aire debajo de mi ventana, pero a falta de pan
buenas son tortas, y si no puedo borrar el deshonor, impido al menos que se
propague el escándalo.
Hubo
una pausa de mortal silencio.
-Me
parece que hay otros caminos para arreglar las cuentas entre caballeros -dijo
Denís. Lleva espada, y, según cuenta la Fama, se sirve de ella magistralmente.
El
señor de Malétroit hizo una seña al Capellán quien en silencio levantó los
tapices que ocultaban la tercera puerta. Fue sólo un momento, pero lo bastante
para que Denís pudiera ver un pasadizo lleno de hombres armados.
-Si
fuera más joven aceptaría con placer el honor que quiere hacerme, caballero de
Beaulieu -dijo Sire Alein, pero soy ya dema-siado viejo. Los leales vasallos
son los apoyos de los viejos nobles, y cada cual tiene que emplear la fuerza de
que dispone; éste es uno de los inconvenientes más grandes que tiene la vejez,
pero con un poco de paciencia y la ayuda de Dios se acostumbra uno a todo.
Usted y esta dama, quizá deseen esta sala para pasar el tiempo que falta hasta
cumplirse las dos horas, y como no tengo ningún deseo de contrariamos, con
sumo gusto os la cedo. ¡No se precipite! -añadió viendo una mirada amenazadora
en los ojos del joven-. Si vuestra altivez se revela ante la idea de la horca,
ya discutiremos eso dentro de dos horas y veremos si optáis por el abismo que
tiene esta ventana debajo de si, o las picas de mis servidores. Dos horas de
vida es mucho, sobre todo en la juventud; muchas cosas pueden cambiar en ese
tiempo, aunque parezca tan corto. Además, a juzgar por los ademanes de mi
sobrina, parece que tiene algo que deciros. ¿No irá a estropear una vida
gloriosa aunque corta, acabándola con un falta de cortesía hacía una dama?
Denís
miró a Blanca, quien también le dirigía una mirada suplicante.
Al parecer el castellano observó con el mayor placer este
primer síntoma de concordia porque sonrió a ambos y dijo a Denís con nobleza:
-Si
me promete, señor de Beaulieu, que esperará mi regreso dentro de dos horas sin
intentar nada, mandaré retirar a mis servidores y podréis hablar, sin ser
molestado, con esta señora.
Denís
volvió a mirar a la doncella que pareció rogarle que aceptase las condiciones.
-Señor
-contestó: le doy mi palabra de honor, El castellano se inclinó y después de
limpiarse la garganta con aquel ruido especial que tan desagradable se había
hecho a los oídos de Denís, se detuvo junto a la mesa para coger unos papeles,
después cruzó la habitación y levantando el tapiz que daba al pasadizo, pronunció
algunas palabras en tono de mando, seguidas del ruido de hombres y armas que se
alejan y por último dirigió otra sonrisa a la joven pareja y desapareció por
la puerta por que entrara Denís, seguido en silencio por el Capellán que
llevaba una lámpara de mano.
No
bien estuvieron solos, cuando Blanca avanzó hacia Denís con las manos
extendidas; su rostro estaba vivamente coloreado y sus hermosos ojos brillaban
llenos de lágrimas.
-¡Yo
no quiero que muera! -exclamó la joven.
-¿Cree
acaso, señora -dijo éste con altivez- que yo temo a la muerte?
-¡Oh,
no, no! -dijo ella. Bien sé que es un valiente. Pero es por mí; no puedo
sufrir la idea de veros asesinar delante de mis ojos y... puesto que hay otro
medio.
-Os
ruego que no prosigáis -repuso el joven, la palabra que queréis darme por
generosidad, soy yo demasiado orgulloso para aceptarla, y en un momento de
compasiva exaltación hacia mí, olvidáis quizás lo que debéis a otro.
Tuvo
la generosidad de mirar al suelo mientras decía estas palabras, como no
queriendo espiar su confusión. La joven hermaneció inmóvil algunos instantes,
y de pronto se arrojó sobre el sillón de su tío y rompió en un llanto
convulsivo. Denís estaba en el colmo de la confusión. Dirigió una mirada en
torno suyo, como buscando inspiración y viendo una silla inmediata se sentó en
ella por hacer algo, y allí permaneció sentado jugando con la empuñadura de su
espada, y deseando estar ya muerto y enterrado bajo la montaña más alta de
Francia.
Sus
ojos recorrieron la estancia sin hallar nada en que detenerse, y entre tanto
los sollozos periódicos de Blanca de Malétroit marcaban el tiempo corno si
fueran un reloj. El joven leyó una y otra vez la divisa del blasón hasta que
sus ojos se fatigaron, los fijó en los rincones más oscuros, y le pareció que en
ellos bullían horribles animales. Y a cada momento volvía a su imaginación la
idea de que las dos horas iban pasando y eran las últimas de su vida.
A medida que pasaba el tiempo sus ojos se posaban con
más frecuencia sobre la desolada doncella; su rostro estaba oculto entre sus manos
y se movía a intervalos por las sacudidas de sus violentos sollozos. Aun así
estaba hermosa; su figura esbelta y proporcionada aparecía casi cubierta por
su espléndida cabellera oscura, que según Denís en aquel instante, era la más
hermosa de cuantas existían en cabeza de mujer. Sus manos eran muy semejantes a
las de su tío, pero estaban mejor colocadas al final de aquellos redondos y
finos brazos, que debían ser infinitamente suaves el tacto. Recordó que sus
ojos eran grandes, negros y de encantadora expresión. Cuanto más la miraba,
más fea le parecía la imagen de la muerte y más compasión sentía por sus
continuadas lágrimas. Ahora casi le parecía imposible que hubiera hombres que
tuvieran el valor de dejar un mundo en que viven tan admirables criaturas y
hubiera dado cuarenta minutos de su última hora por no haberle
dicho sus altivas y crueles palabras.
De
repente el ronco y estridente canto de un gallo los trajo a ambos a la
realidad; fue como una luz que aparece en una estancia oscura.
-¡Dios
mío! -gimió la desgraciada niña- ¡No podré hacer nada por usted!
-Señora
-dijo el joven con una elegante inclinación, perdóneme por las palabras que
antes le he dicho si es que en algo la han ofendido, pero si las he
pronunciado, créame, ha sido pensando en usted y no en mí.
Ella
le dio las gracias con una mirada.
-Siento
profundamente su pena -continuó Denís. El mundo ha sido muy injusto y cruel con
usted. Vuestro tío es una aberración de la Naturaleza. En cuanto a mí le
aseguro que no hay en toda Francia un caballero que no envidiaría mi posición
de poder morir por usted, aunque no sea más que haciéndole un momentáneo
servicio.
-Ya
sé que es valiente y generoso -dijo la afligida joven, lo que quiero saber es
si puedo servirle de algo, ahora o después añadió estremeciéndose.
-Ciertamente
-dijo el galán sonriendo. Deje que me siente a su lado como si fuera vuestro
amigo en lugar de un desconocido intruso; procurad olvidar la violenta
situación en que nos encontramos uno respecto del otro; haced agradables mis
últimos momentos y me habréis hecho un inmenso favor.
-Sois muy galante -respondió la bella con profunda
tristeza, muy galante, y esto aumenta más sufrimientos; pero acercaos más si
os place. Y si queréis contarme algo podéis estar seguro de que os oigo con
profundo interés. ¡Ah, señor de Beaulieu! -dijo renovando sus lágrimas, ¿cómo
puedo ni aun miraros a la cara? -sus sollozos estallaron con más fuerza.
-Señora
-dijo Denís tomándola una mano entre las suyas. Pensad en el poco tiempo que
me queda de vida y en la pena que me causan vuestras lágrimas. Evitadme en
estos instantes el espectáculo de un dolor que no puedo aliviar, ni aun a
costa de mi vida.
-Soy
muy egoísta -contestó Blanca, enjugándose los ojos; procuraré ser más
valiente, caballero de Beaulieu, aun cuando no sea más que por usted. Pero
piense bien, si no puedo haceros algún servicio en lo futuro, ¿no tiene amigos
de quienes despedirse? Hacedme todos los encargos que quiera, ojalá fueran tan
difíciles de cumplir que pudiera demostramos así mi inmensa gratitud.
Demostradme que puedo hacer por usted algo más que llorar.
-Señora
-dijo Denís. Mi padre murió hace tiempo. Mi hermano Guichard heredará mi
mayorazgo, y si no me equivoco mi pérdida le compensará ampliamente. La vida no
es mas que un vapor que se desvanece en cuanto se ha formado. Cuando un hombre
es joven y tiene la vida por delante le parece que es una figura muy importante
en este mundo. Su caballo relincha; suenan las trompetas y las doncellas corren a sus ventanas para verle pasar al frente
de sus hombres; recibe honores de los hombres y juramentos de amor de las
mujeres. No tiene nada de sorprendente que su cabeza se trastorne al fin.
Pero en cuanto muere, aunque haya sido tan valiente como Aquiles o ten sabio como
Salomón, pronto se le olvida. Aún no hace diez años que cayó mi padre con otros
muchos caballeros, en una terrible batalla, y no creo que nadie se acuerde de
ninguno de ellos. ¡Oh, señora! Cuanto más de cerca se mira, más se convence
uno de que la muerte es un rincón oscuro, donde el hombre desaparece y queda
olvidado hasta el día del juicio Final. Ahora tengo pocos amigos, en cuanto
muera no tendré ninguno.
-¡Señor
de Beaulieu! -dijo la joven resentida. ¡Olvidéis a Blanca de Malétroit!
-Sois
un ángel, señora -dijo y pagáis un pequeño servicio mucho más de lo que
merece.
-No
es eso -contestó la hermosa, y se equivoca si lo atribuye a mi bondad. Me
duele su desgracia porque es el ser más
noble y generoso que he hallado en toda mi vida, y porque tiene un valor y un
corazón que le hubiera distinguido aunque no hubiese nacido caballero.
-Y
sin embargo -repuso él, voy- a morir en una ratonera sin más ruido que el que
hagan mis huesos al romperse.
Una
expresión de angustia se extendió por el hermoso rostro de la muchacha y guardó
silencio por unos minutos; después brilló una luz en sus ojos y con
melancólica sonrisa añadió:
-No
quiero que mi campeón hable con tan poco aprecio de sí mismo. El que da su vida
por salvar a otro, va derecho al Paraíso y allí es recibido por todos los
ángeles de Dios nuestro Señor. ¡Va a morir!... Decidme -añadió ruborizándose
intensamente: ¿es cierto que me encuentra hermosa?
-¡Es
la doncella más perfecta que existe! -exclamó Denís con entusiasma.
-Me
alegro de que así lo crea -contestó con cierta timidez Blanca; pero ¿cree
también que haya muchos caballeros en Francia que hayan sido pedidos en
matrimonio por una hermosa doncella, viéndose éste rechazada, en su propia
casa?
-Vuestra
bondad -contestó el galán- no tiene límites; pero no podréis hacerme olvidar
que a ese atrevido paso le movía la compa-sión y no el amor.
-No
afirme nada -repuso la dama bajando aún más su sonrojada cabeza- y escúcheme
hasta el fin, señor de Beaulieu. Comprendo cuánto me desprecia-réis y empiezo
diciendo que tendréis razón. Soy una criatura demasiado vulgar para ocupar
puesto alguno en vuestro corazón, aunque vais a morir por mí esta mañana. Pero
lo que quería deciros es que cuando os pedí que os casarais conmigo, no lo hice
movida de lástima sino porque durante la conversación que tuvo con mi tío en
la que tan noblemente os pusisteis de mi parte, empecé por respetamos y
admiraros y acabé amándole con toda mi alma. Entonces comprendí que mis anteriores
sentimientos no eran más que la pasajera curiosidad propia de mis pocos años y
el ansia de cariño que me consume por haber estado privada de él toda mi vida;
pero ahora ¡si pudiera saber cuánto le amo, me compadecería en vez de
despreciarme! Le he dicho esto y he dejado a un lado todo mi recato por las
circunstancias especia-lísimas en que estamos; no crea que siendo yo noble le
voy a importunar para obtener vuestro consentimiento. También yo tengo orgullo,
y declaro ahora que si quiere volverse atrás de vuestras anteriores palabras,
no me casaría con usted como no me casaría con un mesnadero de mi tío.
-Poco
es el amor, que no hace un sacrificio de orgullo -contestó sonriendo Denís.
La
joven permaneció silenciosa.
-Venga
a esta ventana -dijo el joven con un suspiro. Empieza a amanecer.
Efectivamente comenzaban las sombras a disiparse con
los primeros albores del día. El cielo iba cubriéndose de un azul tan claro que
parecía gris; y las sombras arrojadas de las alturas se refugiaban
en el profundo valle, extendido debajo de la ventana. En toda aquella parte de
campo reinaba un silencio que de nuevo fue interrumpido por el canto de los
gallos. Ligeras ráfagas de viento agitaban las copas de los árboles que se
mecían debajo de la ventana, y el día continuaba avanzando insensiblemente por
el Este, que pronto adquirió el color incandescente, precursor de la salida
del sol.
Denís
miró con un estremecimiento involuntario los progresos del amanecer; maquinalmente
había cogido una de las preciosas manos de Blanca; ésta preguntó de un modo
casi incoherente:
-Es
esto ya el cha... ¡qué noche tan larga!... ¡Ah, mi tío va a venir! ¿Qué le
vamos a decir?
-Lo
que usted quiera -murmuró Denís casi al oído de la doncella y oprimiendo
suavemente su mano.
Blanca le miró sorprendida y guardó silencio.
-Blanca
-dijo el galán con apasionado acento y trémulo de emoción. Bien ha visto que no
temo a la muerte. Espero que esté convencida de que antes quisiera saltar por
esta ventana y estrellarme los huesos en el abismo, que poner un dedo sobre
usted, sin ser con pleno consentimiento suyo. Pero si realmente me ama no me
dejó perder la vida por un escrúpulo, porque yo la amo más que a cuanto existe
en el mundo, y, si es cierto que moriré contento por usted, también lo es que
la vida a su lado la juzgo un Paraíso y toda la mía por larga que fuera nunca
me parecería bastante para consagrárosla.
Interrumpió sus palabras una campana que empezó a sonar
en el interior de la casa y el choque de las armas en el contiguo recinto les
demostró que las dos horas habían pasado y que los mesnaderos volvían a ocupar
su puesto.
-¿Pero
después de lo que sabe? -murmuró Blanca sonriendo a través de sus lágrimas.
-¡No
sé nada! -replicó él.
-El nombre del Capitán es Floumond de Champduers -dijo
ella escondiendo su cabeza en el pecho del joven.
-No lo quiero saber -clamó él estrechando a la joven
entre sus brazos.
Una
sonora carcajada se oyó en la puerta; y al volverse confusos los dos
enamorados, se encontraron al señor de Malétroit que lleno satisfacción se
frotaba sus bellas manos, saludando a sus queridos sobrinos.
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