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domingo, 14 de diciembre de 2014

La costa de falesa - Cap I. Una boda en los mares del sur

Era la hora del crepúsculo, cuando vi por vez primera aquella isla. La luna se estaba poniendo en el Occidente, pero aun aparecía clara y brillante. Por el saliente, en medio de la aurora que teñía de rosa el horizonte, el lucero del alba centelleaba como un diamante. El viento de tierra adentro nos dió en la cara y nos trajo agrestes perfumes de limas silvestres y vainilla: también de otros frutos, pero los indicados eran los más pronunciados, y su penetrante aroma me hizo estornudar. Debería aclarar que yo había estado radicado en una isla llana en las proximidades del Ecuador, durante muchos años y en donde vivía solitario la mayor parte del tiempo, sin otra compañía que los indígenas, Ésta, pues, era una nueva experiencia para mí: hasta la lengua me sería extraña; y la vista de estos bosques y montañas, con su agreste perfume, hacía que la sangre latiese en mis venas con nuevo vigor.
El capitán apagó la lámpara de bitácora.
-Mire hacia allá -me dijo- por donde se alza esa nubecilla de humo, señor Wiltshire, detrás del arrecife. Eso es Falesá, la última aldea del este, el lugar donde se encuentra su puesto. Nadie ha construído su vivienda a barlovento..., no sé por cué razón. Tome mi anteojo de larga vista y podrá distirlguir las casas.
Miré por el anteojo y las riberas se acercaron, de forma que pude distinguir la selva enmarañada y la marejada de la playa, y, también, asomando entre los árboles, los oscuros tejados y los más oscuros interiores de las viviendas.
-¿Alcanza usted a distinguir algo blanco hacia el este? -preguntó el capitán. Ésa es su casa. Es un edificio de coral dotado de una amplia terraza construído en el punto más alto de la isla; es el mejor puesto del Pacífico sur. Cuando el viejo Adams lo vió al llegar aquí por vez primera, me dió un cálido apretón de manos. «Me ha tocado un buen lugar», me dijo. «Así es», le contesté, «y ya era tiempo». ¡Pobre Johnny! Una sola vez lo volví a ver después de aquel día y entonces ya no era el mamo..., no se llevaba bien con los indígenas, o con los blancos, o algo así, no recuerdo bien. Cuando volvimos por aquí al viaje siguiente, ya había muerto y estaba sepultado. Pregunté dónde estaba enterrado, busqué su tumba y le coloqué el siguiente epitafio: «John Adams, obit (fallecido) en 1868. Que su vida os sirva de ejemplo». Yo le extrañé mucho. Siempre lo juzgué un buen hombre.
-¿De qué falleció? -inquirí.
-De una extraña enfermedad -contestó el capitán. Parece que le atacó de repente. Se dice que se levantó a mitad de la noche y trató de abrir un cajón de aguardiente. No lo consiguió, le flaquearon las fuerzas. Luego debió haber subido a la terraza, empezando a divagar inclinado sobre la baranda. Cuando lo encontraron, al día siguiente, estaba completamente demente. Repetía sin cesar que alguien había aguado su copra[1]. ¡Pobre John!
-¿Créese que fué el ambiente? -pregunté.
-Bueno, se pensó que fué el ambiente, las preocupaciones o alguna otra causa -me contestó. Por mi parte, siempre oí decir que el lugar era saudable. Su antecesor, Vigours, se encontraba perfectamente allí. Renunció por la competencia..., según dijo, temía al negro Jack, a Case y a Whistling Jimmy, quien aun vivía en aquel tiempo, y se ahogó poco después en estado de ebriedad. En cuanto al viejo capitán Randall, está radicado aquí desde 1844 o 1845. Nunca noté que se encontrase mal o que hubiese cambiado mucho. Parece que alcanzará la edad de Matusalén. No; creo que el lugar es saludable.
-Un bote viene hacia aquí -dije. Parece un ballenero de unos dieciséis pies; en las escotas de popa hay dos hombres blancos.
-¡Ése es el bote en el cual se ahogó Whistling Jimmy! -exclamó el capitán, déme el anteojo de larga vista. Sí, ése es Case, no hay duda, y el negro. Tienen fama de malandrines de la peor especie, pero usted sabe que en la costa se habla mucho. A mi juicio, Whistling Jimmy fué el peor de todos, y ya pasó a mejor vida. ¿Cuánto quiere apostar a que vienen en busca de aguardiente? Le juego cinco a dos que llevarán seis cajones.
Cuando los dos comerciantes subieron a bordo, su apariencia me agradó al instante, mejor dicho, la anariencia de ambos y la conversación de uno. Tenía ansias de estar entre compañeros blancos, después de haber pasado cuatro años en los trópicos, que fueron para mí años de encierro. Mi principal actividad consistía en bajar al Parlamento para tratar que me fueran levantadas las prohibiciones que periódicamente me imponían; a veces me embriagaba con ginebra para olvidarme de todo y luego me arrepentía, pasaba largas noches sentado en mi casa, con la lámpara por única compañía, y otras veces erraba por la playa, calificándome a mí mismo como el más necio de los mortales por haber venido a ese lugar. No había ningún otro blanco en mi isla, y cuando iba a la próxima, eran en su mayoría rudos parroquianos los que formaban la sociedad. El ver ahora a esos dos hombres que venían a bordo, me causaba un gran placer. Uno de ellos era negro, no había duda, pero ambos vestían elegantes pijamas rayados y sombreros de paja, y Case se hubiera lucido hasta en una ciudad. Era menudo y de piel cetrina y tenía una nariz aguileña, pálidos ojos y una barba recortada con tijeras. Nadie conocía su país de origen, se sabía sólo que era de habla inglesa, pero era evidente que descendía de buena familia y que había recibido una educación excelente. Tenía además talento; era un acordeonista de primera calidad, y si se le daba un pedazo de cuerda, un corcho o un mazo de naipes era capaz de competir con cualquier profesional en la Kperformancer de trucos. Cuando quería, sabía conversar en el atildado lenguaje de los salones, lo que no le impedía blasfemar como un carretero cuando se lo proponía. Siempre hacía lo que juzgaba más adecuado a las circunstancias, y lo hacía con tanta naturalidad que parecía innato en él. Tenía el coraje de un león y la astucia de una rata, y si no se encuentra ahora en el infierno, será porque no existe semejante lugar. Una sola buena cualidad le conocí: el aprecio que sentía por su esposa y el cariño que le profesaba. Ésta era una samoana que se teñía de rojo el cabello, al estilo de su país, y cuando él murió (asunto del que he de hablar después), se compro-bó algo extraño: había hecho testamento, como un cristiano, y la viuda heredó todos sus bienes: todos los de él, dicen, y todos los de Jack, y la mayor parte de los de Billy Randall, pues era Case el que llevaba los libros. Así, pues, ella se embarcó en el Manu'a de regreso a su patria, donde lleva la gran vida.
Pero nada de esto sabía yo aquella mañana. Case me trataba como caballero y como amigo, me dió la bienvenida en Falesá y se puso a mi disposición para cualquier servicio que pudiera necesitar, lo que me era de suma utilidad, dada mi ignorancia del idioma y de las costumbres nativas. Pasamos la mayor parte del día en el camarote, brindando por nuestra amistad, y nunca conocí a un hombre que tuviera una conversación más brillante e ingeniosa. En todas las islas no había un comerciante tan inteligente y hábil como él. Pensé para mis adentros que Falesá parecía ser justamente el lugar que me convenía, y cuanto más bebía, más animoso me sentía. Mi antecesor había abandonado precipitadamente el lugar con un pasaje que había conseguido, por casualidad, en un barco de carga procedente del oeste. Al llegar, el capitán encontró el puesto cerrado, las llaves en casa del pastor indígena y una carta del prófugo, en la que manifestaba que temía por su vida. Desde entonces la empresa no tuvo representación en la isla y, en consecuencia, no había tampoco cargo.
El viento, por otra parte, era favorable, por lo que el capitán esperaba llegar a la próxima isla al amanacer, aprovechando la marea, y ya se estaba efectuando con diligencia el descargue de mis mercaderías. No era necesario que me preocupase por ello, me dijo Case: nadie tocaría mis cosas, todos eran honrados en Falesá, cuando no se trataba de pollos, de algún cuchillo raro o de algún extraordinario palo de tabaco; y por tanto lo mejor que podía hacer era quedarme sentado tranquilamente a bordo hasta que el barco partiese, ir luego directamente a su casa, saludar al anciano capitán Randall, el patriarca de aquella costa, beber una copa con él, y, después, a la noche, irme a mi casa a dormir. Así, pues, era ya pleno mediodía y el barco estaba por largar amarras, cuando pisé por vez primera la playa de Falesá.
Había bebido unas copas a bordo; me encontraba precisamente en el estado que convenía, y sentía agitarse el suelo bajo mis pies, como la cubierta de un barco. Veía al mundo de color de rosa; mis pies hollaban el camino al compás de una música imaginada; Falesá podría haber sido el Paraíso, si existiera ese lugar, ¡y sería una pena que no fuera así! Era agradable pisar la hierba, contemplar en lo alto las verdes montañas, ver a los hombres llevando verdes guirnaldas y a las mujeres con sus llamativos vestidos, rojos y azules. Prose-guimos nuestro camino, unas veces bajo el sol abrasador, otras a la fresca sombra, y ambas cosas nos gustaban. A nuestro paso, los niños del pueblo corrieron tras nosotros, con las cabezas afeitadas y los cuerpecitos obscuros, lanzando una especie de gritos de bienvenida, que se asemejaban al piar de las aves de corral.
-A propósito -dijo Case, es necesario que le consigamos una mujer.
-Así es -contesté- me había olvidado.
Había una cantidad de niñas a nuestro alrededor, y yo me enderecé y las examiné como un bajá. Estaban todas vestidas con sus mejores galas por la llegada del barco, aunque las mujeres de Falesá son hermosas de por sí. El único defecto que puede imputárseles es que son un poco anchas de caderas y en eso estaba pensando precisamente cuando Case me tocó.
-Estupendo espectáculo, ¿no? -dijo.
Vi a una joven que venía sola del lado del mar. Había estado de pesca; no llevaba sino una camisa, que estaba completamente empapada. Era joven y muy esbelta, lo que era raro en una isleña; de rostro alargado, frente despejada y con una extraña mirada tímida y velada, entre felina e infantil.
-¿Quién es esa? -pregunté. Creo que me servirá.
-Es Uma -explicó Case, llamándola y dirigiéndole la palabra en lengua nativa. No supe lo que le decía, pero en medio de la conversación ella me dirigió una rápida mirada tímida, como un niño que esquiva un golpe, y bajando la vista, sonrió. Su boca era grande y sus labios y su mentón parecían tallados en piedra; la sonrisa que había asomado por un momento, desa-pareció casi al instante. Luego permaneció con la cabeza inclinada y escuchó a Case hasta el final, contestóle con esa bonita voz polinesiana, mirándolo de frente, esperó su respuesta y partió cor una reverencia. Sólo obtuve parte de su saludo, pero ninguna otra mirada suya, ni tampoco el asomo de una sonrisa.
-Creo que todo marcha bien -dijo Case. Supongo que podrá con-seguirla. Arreglaré todo lo demás con su madre. Y despreciativa-mente agregó:
-Por un puñado de tabaco puede elegir a cualquiera de las presentes.
Creo que fué el recuerdo de aquella sonrisa lo que me hizo replicar acerbamente.
-Esa muchacha no parece ser como las otras -exclamé.
-Y no lo es, que yo sepa -admitió Case. Creo que es una buena chica. Se mantiene apartada de las demás, no vaga por aquí con la pandilla, en fin, es diferente de las otras. ¡Oh, no!, no me interprete mal -añadió. Uma es una chica juiciosa. Pensé que hablaba con tono vehemente, y eso me sorprendió y me agradó. -Para decir verdad -prosiguió, no estaría tan seguro de conseguír-sela, si usted no le agradase. Todo lo que necesita hacer es mantenerse apartado y dejarme tratar con la madre a mi manera. Luego traeré a la chica a casa del capaán para celebrar el matrimonio.
No me preocupaba gran cosa la promesa de matrimonio y así se lo manifesté.
-Oh, ese matrimonio no significa nada -me tranquilizó. El negro Jack es el capellán.
Mientras tanto habíamos llegado a la vista de la casa que habitaban esos tres hombres blancos, ¡pues un negro es considerado un hombre blanco, y tamb:én lo es un chino! Extraña idea, sin duda, pero común en esas islas. Era un edificio entarimado con una mísera galería. El local del negocio estaba instalado al frente y no contenía sino un mostrador, balanzas y el más pobre surtido de mercaderías que es dable imaginar: uno o dos cajones de carne en conserva, un barril de pan duro y algunas piezas de tela de algodón, que no podía ser comparada con las que traía yo. Los únicos artículos que estaban bien representados eran les de contrabando: armas y licores. Si estos son mis únicos competidores -pensé para mis adentros- me irá bien en Falesá». En efecto, en dos renglones solamente podían ganarme de mano, y era en armas y bebidas.
En el cuarto de la trastienda estaba el anciano capitán Randall, acurrucado en el suelo a la manera nativa, y desnudo hasta la cintura; era obeso y pálido y completamente canoso, y tenía los ojos enrojecidos por la bebida. Su cuerpo estaba cubierto de vello gris y lleno de moscas; una en aquel momento se posaba en el ángulo de su ojo..., pero él ni pareció notarlo, y los mosquitos zumbaron a su alrededor como abejas. Cualquier persona con la más elemental noción de higiene hubiera expulsado en el acto a aquel individuo para hacerlo sepultar, y el verlo y pensar que tenía setenta años, y el recordar que una vez tuvo el mando de una nave y había bajado a tierra con su elegante uniforme, llevando la conversación en bares y consulados y frecuentando los clubs, me hizo daño y disipó mi embriaguez.
Trató de incorporarse al entrar yo, pero fué un intento desesperado; se contentó con tenderme la mano y murmurar unas palabras de saludo.
-Papá ha tomado una buena «turca» esta mañana -observó Case. Tenemos una epidemia aquí y el capitán Randall bebe aguardiente como medida profiláctica..., ¿no es así, Papá?
-Nunca bebí tanto en mi vida -exclamó el capitán, indignado. Bebo aguardiente por razones de salud, señor Cualquiera-sea-su-nombre... Es una medida de precaución.
-Eso está muy bien, Papá -dijo Case. Pero tendrás que moverte un poco. Hay que celebrar un casamiento..., el señor Wiltshire va a contraer enlace.
El anciano preguntó con quién.
-Con Urna -explicó Case.
-¡Uma! -exclamó el capitán. ¿Para qué quiere a Uma? ¿No ha venido aquí por razones de salud? ¿Para qué diablos quiere a Uma?
-No te sulfures, Papá -lo apaciguó Case. No eres tú el que se casa con ella. Supongo que tampoco eres su padrino o su madrina. Y creo que el señor Wiltshire se casa con ella para darse el gusto.
Con esto se disculpó, diciendo que debía disponer lo necesario para el casamiento, y me dejó a solas con el pobre infeliz, el cual era su socio (y para decir la verdad), su víctima. El comercio y el puesto pertenecían ambos a Randall; Case y el negro eran unos parásitos; zumbaban a su alrededor y se alimentaban a su costa, y él no hacía más por defenderse de ellos que lo hacía de las moscas. No tengo, ciertamente, nada malo que decir de Billy Randall, a no ser que su vista me causaba náuseas y que el tiempo que ahora debí pasar en su compañía me pareció una pesadilla.
El calor que reinaba en la habitación era sofocante y ésta estaba llena de moscas, pues la casa era sucia, baja y estrecha, y estaba situada en un mal lugar en las afueras del pueblo donde comenzaba el monte, sirviendo además de depósito de mercaderías. Las camas de los tres hombres estaban en el suelo, como también una cantidad de sartenes y platos. No había ningún mueble en pie, pues Randall, cuando se violentaba, los hacía pedazos. Allí permanecí sentado, ingiriendo el almuerzo que nos sirvió la esposa de Case, y allí estuve todo el día escuchando a aquel pobre harapo humano, que me contaba tartamudeando viejos chistes verdes y largos relatos antiguos, siempre pronta su risa jadeante, al punto de que no notó mi depresión. En el ínterin bebía aguardiente. A veces se quedaba dormido, pero se despertaba casi en seguida gimoteando y estremeciéndose; y una y otra vez me preguntaba por qué deseaba casarme con Uma. «Amigo -me repetía yo a mí mismo durante todo el día, no debes nunca llegar a ser un viejo como éste».
Serían alrededor de las cuatro de la tarde cuando la puerta trasera fué empujada lentamente hasta abrirse y una extraña vieja indígena se arrastró hacia el interior, casi sobre el vientre. Estaba envuelta en tela negra hasta los talones y su cabello era gris; tenía el rostro tatuado, lo que no era costumbre en esa isla, y sus ojos grandes y brillantes tenían una mirada demente. Fijó éstos en mí con una expresión enajenada que me hizo comprender que estaba representando una farsa. No pronunció una sola palabra clara, pero chasqueó con la lengua, movió los labios murmurando y tarareó en voz alta como un niño ante su pastel de Navidad. Vino directamente hacia mí, y no bien estuvo a mi lado, agarró mi mano y maulló y ronroneó sobre ella como una gata gigante, para entonar en seguida una especie de canto.
-¿Quién diablos es esta mujer? -exclamé, pues lo que estaba sucediendo me alarmaba.
-Es Fa’avao -dijo Randall, y vi que se había arrastrado por el suelo al rincón más apartado de la habitación.
-¿Le tiene usted miedo? -inquirí.
-¿Yo, miedo? -gritó el capitán Randall. Amigo mío, ¡la desafío! No le permito que ponga los pies en esta casa, sólo que hoy es diferente, creo, que viene por el casamiento. Es la madre de Uma.
-Bueno, supongamos que lo sea, ¿qué se propone con todo esto? -pregunté, más irritado, o quizá más asustado, de lo que quería demostrar; y el capitán me explicó que estaba haciendo esas cosas raras en mi alabanza, porque me casaba con Uma. Muy bien, anciana señora -le dije, con una forzada sonrisa, haré lo cue pueda por complacerla. Pero cuando haya terminado con mi mano, haga el favor de hacérmelo saber.
Procedió como si me hubiera comprendido; el canto se elevó. convirtiéndose en grito, y cesó; la mujer salió de la casa arrastrán-dose, en la misma forma en que había entrado, y debió haberse internado directamente en el monte, pues cuando la seguí hasta la puerta, ya había desaparecido.
-Extraños modales -observé.
-Es gente extraña -dijo el capitán, y, con gran sorpresa de mi parte, hizo la señal de la cruz sobre su pecho desnudo.
-¡Hola! -exclamé. ¿Es usted pspista?
Randall desechó la idea con desprecio.
-Rígido baptiselita -dijo. Pero, querido amigo, los papistas también tienen buenas cosas; y ésa es una de ellas. Siga mi consejo, y cuando tenga que cruzar su linaje con el de Uma Fa’avao o Vigeurs, o alguno de esa gente, inspírese en lo que hacen los predicadores e imite mi ejemplo. ¿Sabe? -me explicó, repitiendo la señal y guiñándome el ojo. No, señor -exclamó de repente, aquí no hay papitas -y durante largo rato me entretuvo con sus opiniones religiosas.
Debo haber estado enamorado de Uma desde un principio, pues de lo contrario hubiese huido de aquella casa, saliendo a respirar el aire puro y refrescándome en el límpido mar o en algún río adecuado; aunque es cierto que estaba comprometido con Case; y, por otra parte, nunca podría haber levantado cabeza en esa isla si hubiese huído de esa chica en mi noche de bodas.
El sol se había puesto, el cielo parecía estar en llamas y la lámpara ya estaba encendida hacía tiempo, cuando Case volvió con Uma y el negro. La novia estaba primorosamente ataviada y perfumada; su falda era de fino «Tapa», y parecía más suntuosa entre los pliegues que cualquier seda; su busto, que era del color de miel oscura, estaba desnudo, con excepción de media docena de collares, hechos de semilas y flores; y detrás de sus orejas y en sus cabellos tenía las escarlatas flores del «hibiscus». Demostró el comportam ento más adecuado a una novia, permaneciendo seria y tranquila; y pensé que era una vergüenza estar con ella en esa casa inmunda, delante de ese negro que sonreía burlonamente; pensé que era una vergüenza, digo, porque el embaucador tenía puesto un gran cuello de papel y el libro en el que fingía leer era un ordinario volumen de novela, siendo las palabras de su servicio no aptas para ser transcriptas. Mi conciencia me remordió cuando unimos nuestras manos; cuando ella recibió su certificado, estuve tentado de rescindir el contrato y confesar que aquello era una farsa. Aquí está el documento. Fué Case quien lo redactó, con firmas y todo, en una hoja arrancada del libro mayor: «Conste por la presente que Uma, hija de Fa'avao de Falesá, isla de*** está ilegalmente casada con el señor John Wiltshire, por una semana, quedando el señor Wiltshire en libertad de mandarla al demonio cuando le plazca. -Extraído del Registro por William T. Randall, contramaestre. -John Blackamoar, capellán para los hulkss,.
Un lindo papel para poner en manos de una chica y verla guardárselo como si fuese oro. Un hombre puede fácilmente sentirse ruin por mucho menos. Pero era costumbre en estos parajes, y (como me dije) no era culpa de nosotros los hombres blancos, sino de los misioneros. Si hubieran dejado a los nativos como eran, con sus usos, no hubiera habido necesidad de ese engaño y hubiera podido tomar todas las esposas que deseaba y dejarlas cuando se me antojaba, con la conciencia limpia.
Cuando más avergonzado me sentía, tanto más prisa tenía por irme; y coincidiendo de esta manera nuestros deseos, observé cierto cambio en los mercaderes. Case había estado ansioso por retenerme; ahora, como si hubiese logrado su propósito, parecía ansioso por desembarazarse de mí. Uma, dijo, podía enseñarme el camino a mi casa, y los tres se despidieron de nosotros en el interior.
La noche estaba próxima; en el aire flotaba un aroma de flores y plantas, de mar y del árbol del pan en sazón. Desde el arrecife se cía el bramido del mar; y a cierta distancia, entre los bosques y las viviendas, el clamor de las dulces voces de niños y adultos. Me hizo mucho bien poder respirar aire fresco; me hizo bien haber dejado al capitán y ver, en su lugar, la niña a mi lado. Sentí con toda el alma como si esa chica fuese de mi país natal en el viejo continente, y olvidándome de mí mismo por un instante, la tomé de la mano para caminar con ella. Sus dedos se entrelazaron con los míos, la oí respirar profunda y agitadamente, y, de súbito, ella tomó mi mano y la apretó contra su rostro.
-Usted bueno -exclamó y corrió adelante, detúvose, volvióse y sonrió, y corrió otra vez delante de mí, guiándome a la entrada del monte, por un solitario sendero, a mi propia casa.
La verdad es que Case había hecho el cortejo de la muchacha para mí en debida forma: le dijo que yo estaba loco por ella, sin preocuparse por las consecuencias, y la pobre chica, sabiendo lo que yo aun ignoraba, lo creyó, palabra por palabra, sintiéndose llena de vanidad y gratitud. Ahora, de todo esto yo no tenía la menor idea; era de lo más refractario a toda relación necia con mujeres indígenas, por haber visto a muchos blancos que siempre llevaban la peor parte en el contrato, arruinados por los parientes de sus esposas, y me dije a mí mismo que debía poner inmediatamente las cosas en claro y a ella en su lugar. Pero me pareció tan delicada y bonita cuando corrió adelante, esperándome luego, y su proceder fué tan semejante al de una niña o al de un perro cariñoso, que lo mejor que podía hacer era seguirla adondequiera fuese, escuchando el pisar de sus pies desnudos y observando en la penumbra el resplandor de su cuerpo. Y otro pensamiento pasó por mi mente. Ahora que estábamos solos, jugaba conmigo como una gatita, pero mientras habíamos permanecido en la casa, se había portado como podría haberlo hecho una condesa, orgullosa y humilde al mismo tiempo. Y en cuanto a su vestimenta -por más que era reducida y completamente indígena, con su fina «tapa» y su delicado perfume, con sus flores rojas y semillas que brillaban como alhajas, sólo que eran más grandes que éstas, se me ocurrió que era en verdad una especie de condesa ataviada para un concierto de gala y no una compañera para un pobre comerciante como yo.
Uma fué la primera en llegar al edificio, y mientras me encontraba aún afuera, ví chispear un fósforo y la luz de la lámpara iluminar las ventanas. El puesto era un lugar magnífico, un edificio de coral con una amplia galería, y una habitación principal espaciosa y alta. Mis baúles y cajones habían sido apilados allí, encontrándose todo en desorden, y en medio de esa confusión, al lado de la mesa, estaba Uma, espcrándome. Su Eombra se alzó tras ella, proyectándose gigantesca en el techo de hierro. Uma se destacaba brillante en contraste con ella, resplandeciéndole la piel bajo la luz de la lámpara. Me detuve en la puerta, y ella me miró en silencio, con una mirada ansiosa e intimidada a la vez, y luego señalóse a sí misma.
-Yo..., tu mujercita -dijo. Nunca me había impresionado de esta manera antes; pero el deseo de poseerla se apoderó de mí y me sacudió en lo más profundo de mis entrañas, como el viento en la orza de una vela.
No pude hablar, aunque hubiera querido, y de haber podido, no lo hubiera hecho. Me avergonzaba de estar tan conmovido por una indígena, me avergonzaba también por la boda y el certificado que ella había guardado como un tesoro entre los pliegues de su vestimenta, y me aparté haciendo creer que revolvía entre mis cajones. Lo primero con que tropecé fué un cajón de ginebra, el único que había traído conmigo; y en parte en bien de la chica y en parte por el horror que me causaba el recuerdo del viejo Randall, tomé una brusca decisión. Abrí el cajón. Destapé las botellas, una por una, con un sacacorchos de bolsillo, y ordené a Uma que echase el líquido desde la galería.
Regresó después de vaciar la última botella y me miró perpleja.
-No bueno -dije yo, más dueño de mí mismo ahora, hombre que bebe, no bueno.
Ella convino en esto, pero arguyó lógicamente:
-¿Por qué lo trajiste, entonces? -me preguntó.
-Supongo que si tú no querer beber, tú no traer, creo yo.
-Esto está bien -expliqué. Una vez también a mí me gustaba beber mucho, pero ahora ya no quiero. ¿No comprendes? Yo no sabía que iba a tener una pequeña esposa. Suponte yo tomar ginebra, mi pequeña esposa tener miedo.
Hablarle car ñosamente era más de lo que me sentía capaz; me había jurado que nunca demostraría debilidad frente a una nativa y no me quedaba otro ecurso que cortar por lo sano.
Ella permaneció allí y bajó gravemente la vista hacia mí, que estaba sentado al lado del cajón abierto.
-Yo creo tú ser buen hombre -dijo. Y de súbito se dejó caer al suelo, frente a mí, exclamando: ¡Yo pertenecer a ti como una pequeña marrana!




[1]Médula del coco de la palma. (N. del T.)

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