Bueno, ahora estaba comprometido; Tiapolo
debía ser derrotado antes del día siguiente, y me hallaba muy ocupado, no sólo
con los preparativos sino con argumentos. Mi casa parecía una sociedad de
mecánicos en debate: Unía estaba muy agitada diciéndome continuamente que no
debía entrar en el monte durante la noche y que si llegaba a hacerlo, no
regresaría nunca más. Ustedes conocen su manera de argüir: ya han tenido un
ejemplo con la reina Victoria y el demonio, y podrán imaginarse que me tuvo
cansado antes del anochecer.
Finalmente tuve una buena idea. ¿Qué ganaba yo
con decirle la verdad?, pensaba; empleando su propio sistema, tendría más probabilidades
de éxito.
-Te propongo una cosa -dije. Búscame tu Biblia
y la llevaré conmigo. Ella me protegerá.
Ella juró que la Biblia no serviría de nada.
-Eso lo dices en tu ignorancia de kanaka
-expresé. Tráeme la Biblia.
Me la trajo, volviendo yo la primera página,
dondc pensé que podía haber algo escrito en inglés, como fué en efecto. ¡Ves!
-exclamé, ¡mira esto! «Londres: impresa por la Sociedad Bíblica Británica y
Extranjera de Blackfriars, y la fecha, que no pude descifrar, debiendo haber
sido impresa en las últimas décadas. No hay demonio en el infierno que se
atreva a acercarse a la Sociedad Bíbica de los Blackfriars (orden de los
dominicos), Vamos, ¡tonta! -la animé, ¿cómo crees tú que nos arreglamos con
nuestros «aitus» en nuestro país? ¡Con la ayuda de la Sociedad Bíblica!
-Creo, ustedes no tener ningún «aitus» -dijo
ella, hombres blancos decirme ustedes no tener.
-¿Y esto te parece verídico? -pregunté, ¿por
qué habrían de estar estas islas llenas de ellos y ninguno en Europa?
-Bien, ustedes no tienen tampoco el árbol de
pan -dijo ella.
Tuve deseos de arrancarme los cabellos.
-Ahora escucha, querida -dije, termina de una
vez, pues me estás cansando. Llevaré la Biblia que me protegerá de todos los
males, y ésta es la última palabra que tengo que decirte.
La noche se presentó extraordinariamente
obscura, apareciendo nubes que cubrieron todo mientras se puso el sol; no asomó
ninguna estrella; sólo se vió un cuarto de luna y eso no antes de medianoche.
Pero las luces del villorrio, el resplandor de los fuegos que se filtraba por
las puertas de las casas abiertas, y las antorchas de muchos pescadores que se
movían en el arrecife, hacían que el lugar pare-ciese iluminado; pero el mar,
las montañas y los bosques estaban desiertos. Supongo que serían alrededor de
las ocho cuando emprendí el camino, cargado como una mula. Llevaba en primer
lugar la Biblia, un libro grande como una cabeza; después mi rifle, mi
cuchillo, una linterna y fósforos, todo lo cual era necesario. Y después lo
realmente importante: una carga mortal de pólvora, un par de bombas de dinamita
para pescar, y dos o tres piezas de mechas que había sacado de unas latas y
unido en la mejor forma que pude, pues la mecha era solamente un artículo para
comerciar, y sería una locura confiar en ella. En resumidas cuentas, llevaba
conmigo mate-rial suficiente para producir una buena explosión. No reparé en
gastos; quería que el trabajo fuese perfecto.
Mientras me hallaba en campo abierto, y tenía
a la vista la lámpara de mi casa, todo fué bien. Pero cuando llegué al sendero,
se hizo tan obscuro que no pude orientarme, al punto que tropezaba con los
árboles, jurarido como un hombre que busca los fósforos en su dormitorio. Sabía
que era arriesgado encender una luz, pues mi linterna sería visible en todo el
camino hasta el extremo del cabo, y como ninguno iba allí después del
anochecer, se hablaría al respecto y Case no tardaría en enterarse. ¿Pero qué
iba a hacer? O abando-naba mi empresa y perdía el respeto de Maea o encendía la
lámpara y trataba de proseguir lo más cautelosamente posible.
Mientras me hallaba en el sendero, caminé
apresuradamente, pero cuando llegué a la negra playa. tuve que correr, pues la
marea estaba casi alta y para poder atravesarla y mantener mi pólvora seca
entre la marejada y la escarpada colina, debía emplear toda la rapidez de que
era capaz. Pese a ello, el agua me llegó hasta las rodillas y casi me caigo al
tropezar con una piedra. Durante todo este tiempo, el apresuramiento, el aire
fresco y el aroma marino, mantu-vieron mi espíritu alerta, pero una vez que me
encontré en el monte y comencé a escalar el sendero, me resultó más fácil. El
miedo al bosque se había ido bastante al ver las cuerdas de banjo y las
imágenes grabadas del señor Case, y sin embargo, pensé que el paseo era
bastante lúgubre, y que los discípulos de Case debían sentirse muy asustados
cuando iban allí. La luz de la linterna alumbrando entre los troncos y las
ramas unidas y las entrelazadas cuerdas de lianas hizo que el lugar entero, o
lo que uno podía ver, se asemejase a un juego de sombras chinescas. Venían al
encuentro de uno compactas y rápidas como gigantes, dilatándose y desapareciendo;
se elevaban sobre mi cabeza como garrotes, peidiéndose en la noche como
pájaros. El suelo del monte relucía débilmente por la luz que irradiaba la
madera muerta, como la superficie de las cajas de fósforos suelen brillar
después que uno ha raspado una cerilla. Gotas grandes y frías cayeron sobre mí
desde las ramas, como gotas de sudor. No había casi viento; sólo una leve brisa
helada de tierra adentro que no agitaba nada; y las arpas permanecieron
silenciosas.
Hice el primer alto cuando hube cruzado el
matorral de cocoteros silvestres, llegando a la vista de las figuras en la
pared. Parecían muy raras al resplandor de la lámpara, con sus caras pintadas,
sus ojos de caracol y sus ropas y cabellos colgantes. Una tras otra ¡as saqué
de la pared apilándolas en haz que coloqué sobre el techo del sótano, a fin de
que fueran destruídas con el resto. Entonces elegí un lugar detrás de una de
las grandes piedras en la entrada, y enterré mi pólvora y las dos granadas,
distribuyendo mi mecha a lo largo del pasaje. Luego observé la punta humeante a
manera de despedida. Me estaba portando bien.
-Alégrate -me dije, Se va a escribir tu
historia.
Mi primera idea fué volverme y regresar a
casa; pues la obscuridad, el débil resplandor de la madera muerta y las
sombras de la linterna me hicieron experimentar una sensación de soledad. Pero
conocía el lugar donde colgaba una de las arpas; pensé que era una lástima que
no corriera la mama suerte que el resto y al mismo tiempo no podía evitar
reconocer que me sentía mortalmente cansado de todo el asunto y que preferiría
estar en mi casa con las puertas cerradas. Salí del sótano y contemplé ambas
posibilldades. De la costa, debajo de mí, se alzaba el bramido del mar en
lontananza; en las cercanías no se movía ni una hoja; podría haber sido el
único ser humano en este lado del Cabo Horn. Mientras permanecí allí sumido en
pensamientos, el monte pareció despertar llenándose de leves ruidos. Ruidos
leves, sin duda, que no tenían ninguna importancia -un breve crujido, un ligero
choque- y sin embargo me quedé sin respiración y mi garganta reseca. No era a
Case a quien temía, lo que hubiera sido razonable. En aquel momen-to no pensé
en Case en absoluto; lo que me venció y me atacó con la impetuosidad de un
cólico fueren los cuentos de las viejas comadres, las diablesas y los jabalíes
humanos. Por un momento estuve a punto de echar a correr; pero logré dominarme
y saliendo con la linterna en alto (como un tonto) miré a mi alrededor.
Hacia el lado del pueblo y del sendero no se
veía nada, pero cuando me volví escudriñando tierra adentro, fué un mil.agro
que no me hubiese desvanecido. Pues allí, saliendo del desierto y del monte hechizado
-allí, sin duda alguna, venía una mujer-demonio, tal cual me la había
imaginado. Vi resplandecer la luz sobre sus brazos desnudos y sus brillantes
ojos; y lancé un grito tan fuerte que me sentí morir.
-¡Ah! ¡No gritar -dijo la mujer demonio, en
una especie de susurro. ¿Por qué hablar en voz alta? ¡Apaga la luz! Ese viene.
-Santísimo Dios, Uma, ¿eres tú? -exclamé.
-Ioe (sí.) -contestó ella. Vine presurosa. Ese
venir pronto.
-¿Vienes sola? -pregunté. ¿No tienes miedo?
-¡Ah, demasiado miedo! -murmuró, abrazándome.
Creí morir.
-Bueno -dije tratando de sonreír burlonamente,
no seré yo el que me ría de usted, señora Wiltshire, pues yo mismo soy el
hombre más amedrentado del Pacífico Sur.
Me relató en dos palabras lo que la había
inducide a venir. Parece que apenas me había ido, vino F'avao con la noticia de
que había visto al negro Jack dirigiéndose a todo correr de mi casa a la de
Case. Uma nada dijo y sin perder tiempo salió para prevenirme. Me siguió de tan
cerca que se guió por mi linterna mientras cruzaba la playa y luego logró
escalar la colina al débil resplandor de la misma que se filtraba entre los
árboles. Sólo cuando yo hube llegado a la cima o me encontraba en el sótano,
ella perdió el contacto y erró Dios sabe dónde, perdiendo un tiempo precioso,
pues temía llamarme por miedo a que Case se encontrase detrás de ella; y estaba
llena de moretones y rasguños por los golpes que había sufrido. Allí debió
haberse extraviado alejándose demasiado hacia el sur y por eso me sorprendió
por el flanco, asustándome más de lo que es posible expresar con palabras.
Bueno, cualquier cosa era preferible a una
mujerdemonio y su relato me pareció bastante verídico. El negro Jack no tenía
nada que hacer en los alrededores de mi casa, a no ser que hubiese sido mandado
allí para vigilarme, y parecía que mi estúpida observación sobre la pintura y
quizá alguna charla de Maea, nos habían llevado a una trampa. Una cosa era
evidente: Uma y yo debíamos permanecer allí durante la noche; no podíamos
atrevernos a regresar antes del amanecer y aun así sería más seguro hacer un
rodeo por el lado de las montañas y entrar en el pueblo por detrás, o de lo
contrario nos exponíamos a caer en una emboscada. Era evidente asimismo que la
mina debía estallar inmediatamente o Case tendría tiempo de evitarlo.
Me introduje en el túnel con Uma pegada a mis
talones, encendí mi linterna y prendí la mecha. La primera parte quemóse como
un papel, mientras permanecí parado estúpidamente, observándola quemarse, y
temiendo que fuésemos a volar con «Tiapolo», lo que no entraba en mis cálculos.
La segunda parte empezó a quemarse mejor, aunque más pronto de lo que había
calculado; y al ver eso volví en mí y sacando a Uma del pasaje, apagué la
linterna arrojándola lejos, y ambos nos dirigimos a tientas hacia el matorral
hasta que nos pareció que estaríamos a salvo, y allí nos recostamos juntos
contra un árbol.
-Querida -le dije. No olvidaré nunca esta
noche. Eres una mara-villa y no se te aprecia como mereces.
Acurrucóse contra mí lo más cerca que pudo.
Había salido de la casa como se encontraba en aquel momento y sólo llevaba
puesto su «kilt»; estaba mojada del rocío y del agua de mar de la playa, y
temblaba de frío y del miedo que tenía a la obscuridad y a los demonios.
-Demasiado miedo -fué todo lo que dijo.
La ladera opuesta de la colina de Case
desciende empinadamente cual precipicio al próximo valle. Nos hallábamos en el
mismo borde de éste y podía ver el débil resplandor de la madera carcomida y
oír en lontananza el canto del mar debajo de mi. No me preocupé en cambiar mi
posición, que me impedía toda retirada, por lo cual temí cambiarla. Me daba
cuenta de que había cometido un grave error con la linterna, que deberia haber
dejado encendida para poder ver a Case cuando se acercase al radio de luz que
proyectaba la misma. Y aun cuando no hubiera tenido sentido común lo suficiente
para hacer esto, parecía insensato dejar que la linterna volase con las
imágenes grabadas. Ese objeto me pertenecía después de todo, y valía dinero,
pudiendo a más serme de utilidad. Si pudiera haber confiado en la mecha quizás
hubiese corrido al interior para rescatarla. ¿Pero quién podía confiar en la
mecha? Ustedes saben lo que es el comercio. Ese material era bastante bueno,
pues los kanakas lo utilizaban para pescar, operación en la cual tienen que
estar bien alertas, y lo máximo que arriesgan es destrozarse una mano. Pero
para cualquiera que deseaba producir una explosión como yo, esa mecha no era
nada.
Lo mejor que podía hacer era quedarme
tranquilo, tener a mano mi fusil y esperar la explosión. Fué un instante
solemne. La negrura de la noche parecía impenetrable. Lo único que se veía era
el fantasmagórico resplandor de la madera en descomposición, que no alumbraba
nada, y en cuanto a los sonidos, agucé el oído hasta que imaginé oír arder la
mecha en el túnel, pues el monte estaba silencioso como una tumba. De vez en
cuando se oía un leve crujido, pero no se podía distinguir si cerca o lejos, si
era Case que pasaba a pocos metros de mí o un árbol que se derrumbaba a unos
kilómetros de distancia; sabía yo tanto de eso como una criatura recién nacida.
Y luego, de súbito, el Vesubio pareció entrar
en erupción. Tardó mucho en producirse, pero cuando estalló (aunque no debería
decirlo) no pudo hacerlo mejor. Al principio pareció sólo una salva de
fusilería, y una corta llamarada, que iluminó el bosque lo bastante como para
poder leer a su luz. Después comenzó la función. Uma y yo fuimos
sernisepultados bajo una tonelada de tierra y podíamos estar contentos de que
no hubiera sido peor, pues una de las rocas que estaba en la entrada del túnel
voló por el aire, cayendo a una pocas pulgadas del lugar donde nos hallábamos
y, rebotando sobre el borde de la colina, precipitóse estruendosamente al
próximo valle. Comprobé entonces que había calculado mal nuestra distancia o
cargado demasiada dinamita y pólvora, como ustedes quieran.
Al punto vi que había cometido un error. El
ruido de la explosión empezó a morir en la lejanía sacudiendo la isla; el
deslumbramiento había pasado y sin embargo la obscuridad, contrariamente a lo
esperado, no volvió a producirse. Pues el bosque entero estaba cubierto de
carbones rojos y tizones de la explosión que quedaron esparcidos en la
planicie a mi alrededor: algunos habían caído al valle y otros quedaron sujetos
en las copas de los árboles, donde siguieron ardiendo. No temía yo un
incendio, pues esos bosques eran demasiado húmedos para arder. Pero lo malo de
todo esto era que el lugar estaba iluminado, no muy brillantemente, pero lo
bastante como para ser herido de un balazo; y por la forma como estaban
desparramados los carbones, podía ser una ventaja tanto para Case como para
mí. Miré a mi alrededor, pueden estar seguros, para distinguir su cara pálida,
pero no había señales de su presencia. Y en cuanto a Uma, pareció haberse
quedado sin vida por la explosión terrible y el resplandor que la misma
produjo.
Pero me sucedió un percance inesperado. Una de
las malditas imágenes grabadas había caído envuelta en llamas, sus cabellos,
ropas y cuerpo, a unos cuatro metros de distancia de donde me encontraba. Lancé
una mirada a mi alrededor; no había aún rastro de Case, y decidí sacar de en
medio ese palo en llamas antes de que viniese; de lo contrario me acribillaría
a balazos como a un perro.
Mi primera idea fué adelantarme a gatas, mas
luego pensé que la velocidad era lo principal y me incorporé a medias,
preparándome a largarme. En ese mismo momento, en algún lugar entre mí y el
mar, vióse un resplandor seguido de una explosión, y una bala de rifle pasó
silbando junto a mi oreja. Giré sobre mi mismo y alcé mi rifle, pero el canalla
tenía un Winchester y antes de que yo pudiese verlo, su segundo tiro me derribó
como si fuera un juego de bolos. Me pareció que fui lanzado por el aire,
cayendo luego en el camino donde permanecí semiatontado durante medio minuto;
entonces me hallé con las manos vacías, pues mi arma voló por encima de mi
cabeza al caer. Decididamente el hallarse en una situación como la mía
despierta el instinto de conservación. Realmente no sabía dónde estaba herido,
ni si lo estaba siquiera, pero dándome vuelta, me arrastré hacia el lugar donde
había caído mi arma. Si uno no ha intentado andar con una pierna rota, no sabe
lo que es ese dolor: lancé un aullido cual novillo herido.
Este grito fué el más desafortunado que di en
mi vida. Hasta entonces Uma había permanecido acurrucada al lado del árbol como
una mujer comprensiva, al darse cuenta de que solamente sería un estorbo; pero
no bien me oyó gritar, corrió hacia mí. El Winchester disparó otra vez y ella
cayó.
Me había sentado, a pesar de la pierna herida,
para detener a mi mujer: pero cuando la vi caer, me agaché de nuevo donde me
hallaba, quedándome quieto, y tanteé el mango de mi cuchillo. Mi adversario me
había ganado de mano antes, y puesto fuera de acción. No me iba a ocurrir de
nuevo. Había derribado a mi mujercita, y yo debía arreglar cuentas con él;
permanecí allí, apretando los dientes y estudiando mis probabilidades. Mi
pierna estaba rota, mi arma había desaparecido. A Case le quedaban todavía diez
balas en su Winchester. Todo parecía estar en mi contra. Pero yo nunca.
desesperé ni me dejé dominar por el pensamiento de la desesperación: ese
hombre debía ser eliminado.
Durante algún tiempo, ninguno de los dos tomó
la iniciativa. Entonces oí a Case acercarse entre el matorral, con mucha
cautela. El fuego se había extinguido, quedando sólo olgunos carbones
esparcidos por aquí y por allá, y el bosque estaba casi oscuro, vislumbrándose
solamente un tenue resplandor, como de un fuego que se apaga. Este me ayudó a
distinguir la cabeza de Case que me observaba por encima de unos matorrales
bajos; el cual en este mismo instante, al verme se llevó el Winchester al
hombro. Me quedé muy quieto: era mi última oportunidad, pero sentí que el
corazón iba a saltárseme del pecho. En este momento Case disparó. Afortunada-mente
para mí, no era un rifle de precisión, pues la bala fué a dar a una pulgada de
mí, llenándome los ojos de tierra.
Intente el lector permanecer quieto mientras
un hombre apunta y dispara, errándole sólo por una pulgada. Mas yo lo hice,
afortunadamente. Por un instante, Case mantuvo el arma en alto, y lanzando una
breve carcajada, salió del matorral.
-¡Ríete! -pensé. ¡Si tuvieras la inteligencia
de un grillo, estarías rezando!
Sentía mis músculos tensos como la cuerda de
un reloj, y cuando le tuve a mi alcance, lo cogí por el tobillo, lo levanté en
vilo, derribándolo, y me coloqué encima de él, pese a mi pierna rota, antes de
que pudiera respirar. Su Winchester llevó el mismo camino que mi fusil; ya estábamos
iguales, y le desafié. Sé que soy un hombre fuerte, pero nunca supe hasta dónde
llegaban mis fuerzas hasta que tuve entre mis manos a Case. Había quedado éste
medio atontado por el golpe que se dió al caer, y alzó sus manos por encima de
su cabeza, como una mujer asustada, dándome oportu-nidad de poder sujetarle
ambas manos con mi mano izquierda. Esto lo hizo despertar y clavó sus dientes
en mi antebrazo como una comadreja. Eso no me importaba nada. Por el dolor que
me causaba mi pierna, no sentía ningún otro, y entonces busqué una vaina
adecuada para hundir mi cuchillo.
-¡Ahora te tengo! -exclamé. Puedes
considerarte un hombre perdido; lo que es una suerte para todos. ¿Sientes esta
cuchillada? ¡Ésta es por Underhill! ¡Y ésta es por Adams! ¡Y ésta es por Uma!
¡Y ahora exhala tu alma rastrera!
Sin más le clavé el frío acero con todas mis
ganas. Su cuerpo se agitó debajo de mí como un sofá de resortes. Después lanzó
un quejido horrible y prolongado y no se movió más.
-¿Has muerto? ¡Ojalá! -pensé, pues mi cabeza
me estaba dando vueltas. Pero no quería arriesgarme; tenía el ejemplo de lo que
le había sucedido hacía apenas unos segundos, y traté de sacarle el cuchillo
que le había clavado, para hundírselo otra vez. Recuerdo que mis manos se
llenaron de sangre, tan caliente como el té, y me desmayé cayendo con mi cabeza
sobre su boca.
Cuando recobié el sentido, reinaba profunda
oscuridad; las cenizas se habían apagado y sólo se veía el vago resplandor del
bosque; no pude recordar ni dónde estaba, ni por qué sentía tanto dolor ni con
qué estaba empapado. Poco a poco recobré la memoria, y lo primero que hice, fué
hundirle a Case el cuchillo media docena de veces más hasta el puño. Creí que
ya había muerto, pero esto no le hizo mal a él, sino bien a mí.
-Apuesto a que ahora estarás muerto -dije y
llamé inmediatamente a Uma.
Nadie me respondió; hice un movimiento para ir
a buscarla, pero el dolor de mi pierna rota me desvaneció de nuevo.
Cuando recobré el conocimiento por segunda
vez, las nubes habían desaparecido, excepto unas cuantas que surcaban el firmamento,
blancas como copos de algodón. La luna brillaba en el cielo: una luna tropical.
La luna en mi patria ensombrece a los bosques de modo que éstos aparecen
negros: pero esta luna los iluminaba con reflejos verdosos como de día. Las
aves nocturnas -o más bien cierta clase de pájaros mañaneros -cantaban como
ruiseñores, prolongando o disminuyendo sus agudas notas. A la luz de la luna
pude ver al muerto, sobre el cual me encontraba todavía medio recostado. Sus
ojos abiertos miraban al cielo y no parecía más pálido ahora de lo que era en
vida. Un poco más allá vi a Uma tendida en el suelo. Traté de llegar a ella lo
mejor que pude, y cuando lo conseguí; la encontré completamente despierta,
quejándose y sollozando muy quedamente, sin hacer más ruido que un insecto.
Parece que tenía miedo de gritar a causa de los aitus. Ya hacía tiempo que
había recobrado el conocimiento. No, no estaba muy lastimada, pero sí
increíblemente asustada; me llamó, y al no recibir respuesta alguna, pensó que
los dos estábamos muertos. Desde entonces se encontraba allí tendida y
demasiado atemorizada para mover ni un solo dedo. La bala le había rasguñado el
hombro y había perdido bastante sangre; pero yo le vendé lo mejor que pude la
herida con un trozo de mi camisa y una faja que yo llevaba, recliné su cabeza
sobre mi rodilla sana, y apoyándome yo contra el árbol, me preparé a esperar a
que se hiciera de día. Uma no era para mí una ayuda ni una distracción, y
solamente le fué posible prenderse de mí temblando y sollozando. No creo que
jamás haya habido persona más asustada que ella, y, a decir verdad, tenía
motivos para estarlo, pues había pasado una noche plena de acontecimientos
horribles. En cuanto a mí se refiere, me sentía con bastante dolor y fiebre,
pero no me encontraba del todo mal mientras permanecí sentado y quieto; sobre
todo, cada vez que miraba hacia Case, sentía ganas de cantar y silbar. ¡Ya no
pen-saba en comer y beber! El contemplar a ese hombre muerto como un arenque me
llenaba de alegría.
Al cabo de un rato las aves nocturnas cesaron
de gritar y la luz empezó a cambiar de tonalidades: el oriente se tiñó de color
anaranjado y el bosque entero resonó con el canto de miles de pájaros, cual si
fuera una caja de música, y llegó el día.
Sin embargo, no esperaba hasta bien entrada la
mañana a Maea, aunque también podía suceder que reconsiderase la idea y no
retornase más. Por eso fué inmensamente mayor mi alegría cuando una hora
después de amanecer, oí el quebrar de ramas y el canto y risas de muchos
kanakas, que de esta forma trataban de infundirse valor.
Al percibir eses primeros sonidos, Uma se
sentó de un brinco y pronto ambos vimos un grupo que en fila india se acercaba
por el sendero. Maea venía al frente y detrás le seguía un blanco cubierto con
un casco. Era el pastor Tarleton, que había llegado la noche anterior a Falesá,
y abandonado su bote, había cubierta la última etapa con una linterna.
Los kanakas sepultaron a Case en el campo de
la gloria, precisamente en el sitio donde él les mostró la cabeza humeante y
luminosa.
Esperé a que esto se hiciera; el pastor
Tarleton rezó una oración, lo que ciertamente me pareció ridículo, pero tengo
que afirmar que en su discurso nos expuso con negras perspectivas la vida
futura del muerto, y al parecer tenía sus ideas propias acerca del infierno.
Más tarde discutí con él sobre este asunto y le dije que había descuidado su
deber, pues lo que debía haber hecho era decir sencillamente a los kanakas que
Case se había condenado y que para él no había salvación posible; más nunca
pude lograr que pensase como yo.
Luego hicieron una camilla con ramas, me
pusieron en ella y me llevaron al puesto. El pastor ajustó mi pierna rota,
aunque la juntura que hizo fué bastante regular, como de misionero y no de
médico, por lo cual he quedado cojo hasta el día de hoy. Hecho esto, tomó
declaración a Uma, a Maea y a mí, las transcribió y nos hizo firmarlas. Después
de llamar a los jefes se dirigió con ellos a ver a Papá y a Randall, y en busca
de los papeles y documentos de Case.
Todo lo que encontraron fué un diario
incompleto, de fecha muy lejana, y lo relativo al precio de la almendra de
coco, de los pollos robados..., y además libros de comercio y el testamento.
Según éste, todo lo que había en la casa pasó a ser propiedad de la' mujer
samoana; mas yo se lo compré a un precio muy razonable porque ella deseaba
volver rápidamente a su hogar. En cuanto a Randall y al negro, tenían que
mnrcharse de la casa, y se dirigieron a un puesto cerca de Pap-malulu, donde fracasaron
en los negocios, porque a decir verdad, ninguno de los dos era apto para esos
menesteres. Se dedicaron luego a la pesca, lo cual fué causa de la muerte de
Randall. Sucedió un día que hubo gran cantidad de peces, y Papá se fué a pescar
con dinamita; o la mecha se consumió demasiado pronto o Papá se hallaba bebido,
o ambas cosas a la vez, el caso es que la granada estalló antes de que Papá la
arrojase, y la mano de éste voló por los aires. ¿Dónde fué a parar? Esto en sí
no es una desgracia irremediable, pues las islas están atestadas de hombres con
una sola mano, como los personajes de las «Noches de Arabia»; pero ya fuera
porque Randall era ya demasiado viejo, ya porque bebiera demasiado, el
resultado final fué que murió. Poco después el negro fué deportado de la isla
por haber robado a unos blancos, y se fué al Oeste, donde moraban gentes de su
propio color, que lo atraparon y se lo comieron como alimento tonificante; y
estoy seguro de que esos caníbales le encontraron muy de su gusto.
Así, pues, me quedé en la gloria, solo en
Falesá.
Cuando llegó la goleta le entregué una carga
de copra tan alta como una casa. He de decir que el pastor Tarleton hizo todo
perfectamente cuando estuvo con nosotros; pero se vengó a su modo.
-Ahora, señor Wiltshire -díjome, he arreglado
sus relaciones con todo el mundo en Falesá. Esto no era cosa fácil habiendo
vivido aquí Case; pero lo hice, y además di mi palabra de que usted comerciaría
honradamente con los nativos. Le pido que cumpla mi palabra.
Muy bien; así lo hice. Generalmente mis
cuentas y balances me daban bastante que hacer, y yo razonaba de esta manera:
Nosotros los blancos hemos siempre pergeñado nuestros balances y cuentas, y
todos los nativos lo saben, y por eso agregan agua a su almendra de coco; así
que esto también era justo. Pero la veidad es que siempre me sentía incomodado;
y por eso, aunque me iba muy bien en Falesá, me alegré mucho cuando la firma me
trasladó a otro puesto, donde no iba a estar atado con ninguna promesa y ningún
pastor, y donde podía, por tanto, hacer lo que quisiera de mis cuentas.
Por lo que se refiere a la «señora», todo el
mundo la conoce muy bien. Solamente tiene un defecto. Si no se la vigila con
ojo avizor, se irá lejos del puesto. Pero esto, al parecer, es propio de los
kanakas. Llegó a ser una corpulenta mujer, tanto que podría cargar sobre sus
hombros a un policía de Londres. Mas esto también es natural en los kanakas, y
no hay duda de que es una mujer «número 1».
El pastor Tarleton se fué una vez terminada su
misión. Jamás he encontrado un misionero tan bueno, y ahora, según parece, es
pastor en los alrededores de Somerset. Muy bien, eso es mucho mejor para él;
allí no habrá kanakas que convertir.
¿y mi tienda? Al irme yo desapareció todo. Soy
algo presuntuoso. No me gustaría que los muchachos emigrasen y -no hay que
decirlo- nunca estarían mejor que por aquí, y jamás entre los blancos, aunque
Ben llevó al hijo mayor a Auckland[1],
donde se educa en la mejor escuela. Pero lo que me aflige son las muchachas.
Naturalmente que están a medio educar; lo sé tan bien como el que más, y creo
que no hay nadie que tenga en menos a los «medio educados» que yo; pero son
mías y no puedo avenirme a la idea de verlas casadas con kanakas; ahora que me
gustaría saber dónde podría encontrar a«los blancos».
Cuento de los mares del sur
1.064. Stevenson (Robert Louis) - 060
[1] Ciudad de Nueca Zelandia,
capital de la provincia de su nombre, en la isla del norte. (N. del T.)
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