Hubo una vez un hombre, natural de Hawai, al
que llamaré Keawe, pues la verdad es que todavía vive y su nombre conviene
mantenerlo en secreto. El lugar de su nacimiento estaba no lejos de Honaunau,
donde yacen les restos de Keawe el Grande ocultos en una cueva. Era nuestro
hombre pobre, valiente y activo; podía leer y escribir como un maestro de
escuela; era también un marino de primera calidad, pues había navegado durante
algún tiempo en los barcos de vapor de la isla, y timoneaba ahora un ballenero
por las costas de Hamahua. Al fin, se le ocurrió a Keawe el ver más mundo y
ciudades extranjeras, y se embarcó en un buque que partía para San Francisco.
Ésta es una ciudad hermosa, dotada de un bello
puerto y habitada por innumerable gente rica. Y, en particular, tiene una
colina toda cubierta de palacios. En esta colina se hallaba un día nuestro
Keawe dando un paseo, con sus bolsillos llenos de dinero, y contemplando las
espléndidas y espaciosas casas con placer. «¡Qué hermosas casas hay aquí
-pensaba, y cuán feliz debe ser la gente que more en ellas, sin preocuparse
por el día de mañana!». Esto es lo que pensaba cuando llegó nuestro hombre
frente a una casa que era más pequeña que ¡as demás, pero toda tan hermosa y
bien terminada que parecía un juguete. Las gradas de aquella residencia
brillaban como plata, los arriates del jardín florecían como guirnaldas, y las
ventanas resplandecían como diamantes. Keawe se detuvo ante esta casa y se
maravilló par todo lo que veia. Aunque estaba tan absorto, se percató de que
una persona miraba hacia afuera a través de la ventana, y tan claramente se la
veía, que Keawe podía contemplarla como se ve un pez en la balsa transparente
que forman los arrecifes. La persona de la ventana era un hombre de edad
madura, calvo, y de barba negra, y en su rostro se advertían las huellas del
pesar. En aquel instante suspiraba con honda tristeza. Lo cierto es que así
-como Keawe miraba al de la ventana, éste. contemplaba a Keawe, y cada uno en
sus miradas envidiaba la suerte del otro.
De pronto el hombre sonrió, movió la cabeza e
hizo señas a Keawe de que se acercase, y fué a reunirse con éste a la puerta de
la casa.
-Ésta es mi hermosa casa -díjole el hombre, al
par que suspiraba amarga-mente. ¿No tendría usted interés en ver las
habitaciones?
Así, pues, enseñó a Keawe desde el sótano
hasta la azotea, quedando Keawe atónito de tanta perfección.
-Ciertamente -respondió Keawe, es una casa
preciosa. Si yo viviese en una semejante me reiría de todo el mundo. ¿Por qué
entonces, usted suspira?
-No existe impedimento alguno para que usted
posea -díjole el desconocido -una casa semejante a ésta, y aun más hermosa, si
lo desea. Porque supongo que usted tiene dinero.
-Tengo sólo cincuenta dólares -replicó Keawe;
pero una casa como ésta cuesta mucho más de cincuenta dólares.
El desconocido echó sus cálculos mentalmente,
y continuó diciendo:
-Siento que no tenga usted más dinero, porque
esta le acarreará turbaciones en lo futuro, pero será de usted en cincuenta
dólares.
-¿La casa?
-No, la casa no -replicó el propietario-sino
la «botella». Pues he de decir a usted que aunque aparezca tan rico y
afortunado, toda mi fortuna, esta misma casa y su jardín, provienen de una
botella no mucho mayor que una pinta[1].
Aquí está,
Y abrió una gaveta cerrada con llave y sacó de
allí una botella redonda y panzuda, de cuello largo; el vidrio de la botella
era blanco como la leche, con cambiantes tornasolados en las vetas, semejantes
a los colores del arco iris. En su interior algo se movía, en la oscuridad,
corno una sombra en un fuego.
-Ésta es la botella -dijo el hombre, y al ver
que Keawe se reía, añadió: ¿Usted no me cree? Pruébela, entonces, usted mismo.
Vea si puede romperla.
Keawe tomó la botella y la arrojó al suelo una
y otra vez hasta que se cansó, pero la botella rebotaba como una pelota de
jugar los chicos y no sufría ningún desperfecto.
-Esto es extraño -dijo Keawe. Porque tanto por
el tacto como por la apariencia, esta botella parece de vidrio.
-Y es de vidrio -replicó el desconocido
suspirando más tristemente que antes, pero este vidrio está templado en las
llamas del infierno. Un diablo habita en ella y ésa es la sombra que nosotros
contemplamos moviéndose en su interior; por lo menos así lo creo yo. A
cualquier hombre que compre esta botella le obedecerá el diablillo, y todo lo
que aquél desee: amor, fama, dinero, casas como ésta, o ciudades como en la que
estamos, todo será suyo con sólo pronunciar una palabra. Napoleón poseyó esta botella
y por eso llegó a ser el emperador del mundo; pero la vendió al fin y conoció
la derrota. El capitán Cook tuvo también en su poder esta botella y gracias a
la misma llegó a descubrir tantas islas; pero él también la vendió y después
fué muerto en Hawai. Porque una vez que se vende, cesa el poder, y también la
protección; y, a menos que un hombre se contente con lo que tiene entonces, le
sobrevendrán desgracias.
-¿Y todavía habla usted de venderla?
-Yo tengo todo lo que deseo y estoy ya pasando
de la edad madura -replicó el hombre. Hay una sola cosa que el diablillo no
puede dar: no puede prolongar la vida; y no sería justo el ocultarle a usted
que existe un grave inconveniente ern la botella: si un hombre muere antes de
lograr venderla, sufrirá el tormento de que su cuerpo se tueste en los
infiernos para siempre.
-Ya se ve que es un inconveniente y es bueno
no equivocarse -exclamó Keawe. No quiero juegos con cosas de tal naturaleza.
Puedo pasarme sin una casa, gracias a Dios, pero en lo que no puedo transigir
ni una pizca es en condenarme.
-Querido, no debe usted dejarse arrebatar por
esta circunstancia -replicó el desconocido. Todo lo que debe usted tener muy
presente es que ha de usar el poder del diablillo con moderación, y después
vender la botella a otra persona, del mismo modo que yo lo hago a usted, y
terminar cómodamente su vida.
-Está bien, pero observo dos cosas -argumentó
Keawe. Durante todo el tiempo usted ha estado suspirando como una doncella
enamorada; ésta es una; y la otra es que usted vende la botella muy barata.
-Ya he explicado a usted por qué suspiro
-contestó el vendedor. La causa es por el temor de que mi salud se quebrante;
y como acaba usted de decir, el morir e ir a los infiernos es una calamidad
para todo ser humano. Respecto ü por qué vendo la botella tan barata, tengo que
explicar a usted que existe cierta particularidad con relación a este punto.
Hace mucho tiempo, cuando el diablo la trajo primeramente a la tierra, la
botella era extremadamente cara, y fué vendida en primer término al Preste Juan[2]
en muchos millones de dólares; pero quedó estatuído que no se podrían efectuar
nuevas ventas a menos que cada una lo fuese con pérdida respecto a su
precedente. Si usted vende la botella al mismo precio que usted abonó por ella,
ésta retorna a usted nuevamente como una paloma mensajera. Síguese de esto que
el precio ha ido disminuyendo durante estos siglos y la botella resulta ahora
notablemente barata. Yo la compré a uno de mis mejores vecinos de esta colina y
solamente pagué por ella noventa dólares. Yo podría venderla hasta por ochenta
y nueve dólares con noventa y nueve centavos, pero ni una moneda tnás, o la
botella volvería a mí. Ahora bien, en todo esto hay dos inconvenientes:
primero, cuando usted ofrece una botella tan singular por ochenta y tantos
dólares, la gente supone que usted se burla; en segundo lugar..., pero no hay
que apresurarse acerca de esto: no hay que hablar de ello. Solamente ha de
recordar usted lo que pagó por ella.
-¿Cómo podré saber que tedo esto es verdad?
-preguntó Keawe.
-Algo podrá usted averiguar y comprobarlo en
seguida -replicó el descono-cido. Déme sus cincuenta dólares, tome la botella y
desee usted que sus cincuenta dólares vuelvan a su bolsillo. Si esto no
acontece, yo empeño mi palabra de honor y declaro que, lamentándolo mucho,
nuestro convenio queda roto y devolveré a usted su dinero.
-¿No me engaña usted? -preguntó Keawe.
El vendedor lanzó un gran juramento que lo
ligaba más, y al oírlo Keawe transigió:
-Bien, yo me arriesgaré también, pues no puede
perjudicarme.
Y le pagó los cincuenta dólares al hombre y
éste le entregó la botella.
-Diablillo de la botella -dijo Keawe, yo deseo
que mis cincuenta dólares retornen a mí. Y a buen seguro no bien acababa de
pronunciar estas palabras cuando su bolsillo se hallaba tan repleto como antes.
-No hay duda que es una botella maravillosa
-afirmó Keawe.
-Y ahora, buenos días, mi simpático compañero,
¡y que el diablo le acompañe en vez de a mí! -díjole el misterioso vendedor.
-¡Aguarde! -exclamó Keawe. No deseo proseguir
esta broma. Tenga de nuevo su botella.
-Amigo, usted la ha comprado por menos dinero
de lo que yo pagué por ella -replicó el desconocido frotándose las manos; por
tanto, la botella es suya ahora; y por mi parte sólo me interesa ya el verle marcharse.
-Y dicho esto, y seguido por un sirviente chino, condujo a Keawe fuera de la
casa.
Ahora bien, cuando Keawe estuvo en la calle
con la botella debajo del brazo, empezó a pensar: «Si fuese verdad todo lo
relativo a esta botella yo habría hecho un mal negocio -juzgó. Pero tal vez ese
hombre solamente me ha engañado». Lo primero que hizo fué recontar su dinero;
la cantidad era exacta; cuarenta y nueve dólares norteamericanos y uno en
moneda de Chile. «Parece que es verdad -afirmó Keawe. Ahora probaré otra cosa».
Las calles, en aquella parte de la ciudad,
estaban tan despejadas como la cubierta de un barco, y, aunque ya era mediodía,
no se veían peatones. Entonces Keawe dejó la botella en la cuneta y se marchó.
Por dos veces miró hacia atrás, y allí estaba la botella lechosa, redonda y
panzuda, donde la había dejado. Por tercera vez volvió a mirar y dobló una
esquina, pero no bien acababa de hacer esto, cuando sintió que algo se le
clavaba en el codo, y ¡he aquí! que era el cuello largo de la botella que, como
era panzuda, hacía bulto en el bolsillo de su impermeable.
-Parece que no hay duda -díjose Keawe.
Lo que hizo después fué comprar un sacacorchos
en un bazar y, apartándose hacia unos sembrados, intentó allí sacar el corcho;
pero cuantas veces probó sacarlo, otras tantas saltaba el sacacorchos y el
corcho quedaba tan entero como antes.
-Este corcho es singular -dijo Keawe, y
seguidamente comenzó a temblar y a trasudar, porque estaba atemorizado a causa
de aquella botella.
Yendo de regreso camino del puerto, vió una
tienda donde un hombre vendía cascos y cachiporras de la isla, antiguas
divinidades paganas, monedas viejas, cuadros de China y Japón, y toda suerte de
cosas raras que la gente de mar trae en sus cofres marinos. Al ver todo eso
Keawe tuvo una idea. Se acercaría a ese hombre y le ofrecería la botella por
cien dólares. El dueño de la tienda primeramente se sonrió y le ofreció cinco
dólares; pero, por supuesto, se trataba de una botella rara; nunca había visto
un vidrio semejante en objetos manufacturados de esa substancia, ni tan
preciosos colores refulgiendo bajo el blanco lechoso, y menos tan extraña
sombra revoloteando en el centro, así pues, después de mucho regatear respecto
a la bondad de la botella, el tendero entregó a Keawe sesenta dólares de plata
por ésta y la colocó en un anaquel situado entre dos ventanas.
-Ahora bien -dijo Keawe, he vendido por
sesenta dólares lo que compré por cincuenta, o para hablar con más propiedad,
por un poco menos, porque uno de mis dólares me lo dieron en moneda chilena.
Ahora sabré la verdad acerca de otro extremo.
Así pues, se fué a su camarote del barco, y
cuando abrió su cofre, ¡oh, sorpresa!, allí estaba la botella, que había
llegado más a prisa que él mismo. Se hallaba en aquel momento en el camarote un
compañero de Keawe apellidado Lopaca.
-¿Qué le pasa a usted? -preguntó Lopaca. ¿Qué
mira usted de hito en hito en su cofre?
Ambos estaban solos en el castillo de popa y
Keawe le confió su secreto, contándole cuanto le había ocurrido.
-He aquí un negocio bien extraño -afirmó
Lopaca; y temo que usted sufrirá molestias por esta botella; pero hay un punto
que está bien claro, y es que usted está seguro de las dificultades que ha de
acarrearle; pero convendría que también lo estuviera usted de los beneficios. Decídase
de una vez: ¿qué es lo que pretende de esa botella? Dé sus órdenes, y si sus
deseos se cumplen, yo mismo le compraré la botella; porque tengo la idea de
hacerme con una goleta propia para negociar entre las islas.
-Mi ilusión no es ésa, sino poseer una hermosa
casa y jardín en la costa de Kona, donde nací, lugar en el que el sol penetra
hasta la puerta, las flores abundan en el jardín, los vidrios refulgen en las
ventanas, los cuadros adornan las paredes y se ven por todas las mesas
«bibelots» y finos tapetes; todo semejante a lo que vi en aquella casa donde
solamente estuve un día. La deseo de un piso más, y con balcones, tal como la
del palacio del rey; y deseo vivir allá sin preocupaciones y divertirme con mis
amigos y mis parientes.
-Está bien -dijo Lopaca, nos llevaremos la
botella de vuelta con nosotros a Hawai, y si todo se cumple como usted lo
supone, le compraré la botella como se lo prometí, y, entonces, pediré una
goleta.
Ambos lo convinieron así, y no pasó mucho
tiempo sin que el vapor llevase de retorno hacia Honolulú a Keawe, Lopaca y
también a la botella. Apenas habían desembarcado, encontraron en el muelle a un
amigo, quien lo primero que hizo fué dar el pésame a Keawe.
-No sé por qué me da usted el pésame
-respondió Keawe.
-¿Es posible que no haya oído todavía que su
anciano tío -aquel buen viejo- ha fallecido, y su primo -aquel hermoso
muchacho- ha muerto ahogado?
Keawe se afligió mucho y empezó a llorar y a
lamentarse, tanto que se olvidó de la botella. Pero Lopaca pensaba por cuenta propia
y, cuando el pesar de Keawe amainó, díjole:
-Estaba pensando que su tío ¿acaso no tenía
algunas tierras en Hawai, en el distrito de Kaü?
-No precisamente en Kaü -contestó Keawe, sino
hacia las sierras, un poco más hacia el sur de Kookena.
-¿Esas tierras pasarán a ser propiedad de
usted ahora? -preguntó Lopaca.
-Sí, ciertamente -respondió Keawe y de nuevo
se lamentó por la pérdida de sus parientes.
-Este no es momento para lamentaciones
-replicó Lopaca. Bulle una idea en mi mente. ¿No habrá ocasionado todas estas
desgracias la botella? Porque éste es el lugar propio para su casa.
-Si esto fuera así -gritó Keawe- sería un modo
horrible de compla-cerme matando a mis parientes. Pero naturalmente esto es
posible; porque precisamente ésta es la región en que yo vi imaginativamente mi
casa ideal.
-La casa, sin embargo, no está todavía
construida -dijo Lopaca.
-No, no parece que sea así -contestó Keawe,
porque aunque mi tío poseía algunas plantaciones de café, de ava-ava y de
plátanos, eso no me proporcionaría grandes riquezas; y el resto de toda esa
posesión es tierra de negra lava.
-Vamos al abogado -dijo Lopaca; todavía bulle
esta idea en mi mente.
Ahora bien, cuando llegaron a la oficina del
abogado se enteraron de que el tío de Keawe había reunido tal fortuna en sus
últimos días, que era multimillonario y había dejado una enormidad de dinero.
-¡Ya tiene usted el dinero para la casa!
-gritó Lopaca.
-Si usted desea construir una casa nueva, he
aquí la dirección, en esta tarjeta, de un arquitecto recién llegado, pero de
quien ya se habla mucho.
-¡Mucho mejor! -exclamó Lopaca. Parece que
todos nuestros planes se realizan a pedir de boca; sigamos obedeciendo las
órdenes.
Así, pues, se dirigieron a ver al arquitecto y
éste les mostró proyectos de casas que tenía sobre su escritorio.
-Usted desea algo no común -dijo el
arquitecto. ¿Le gusta este proyecto?
Y extendió a Keawe un plano.
Ahora bien, al posar Keawe su mirada en el
plano no pudo reprimir un grito, pues lo que allí aparecía dibujado era
exactamente la casa que en su imaginación había visto. «Me gusta esta casa,
pensó, aunque no me agrada la forma en que ha llegado a mí; ahora, sin embargo,
no me produce una impresión desfavorable y pienso aprovechar tanto lo bueno
como lo malo»
Así, pues, Keawe manifestó al arquitecto todo
lo que deseaba y cómo le gustaría tener la casa amueblada, adornadas las
paredes con cuadros, y con chucherías las mesas; y preguntó sencillamente al
arquitecto cuánto le costaría toda esta obra con todos sus detalles.
El arquitecto hizo muchas preguntas y tomando
su pluma calculó lo que costaría. Cuando concluyó sus operaciones señaló la
misma cantidad que Keawe acababa de heredar.
Lopaca y Keawe se miraron mutuamente y
asintieron con la cabeza.
«Es evidente que he de poseer esta casa quiera
o no quiera -pensó Keawe. Proviene del diablo y temo que nada bueno saldrá de
esto para mí; pero de lo que estoy seguro es de que no desearé nada más
mientras la botella esté en mi poder. Mas con la casa ya estoy comprametido y
he de aceptar, no solamente lo provechoso, sino también los inconvenientes de
este asunto.»
En efecto, determiné con el arquitecto las
cláusulas del contrato y firmaron un documento; después Keawe y Lopaca se
embarcaron nuevamente hacia Australia; porque habían convenido entre ellos que
no debían intervenir en absoluto ni en la construcción ni en el adorno de la
casa, sino dejarlo todo al gusto del arquitecto y del diablillo de la botella.
El viaje de vuelta fué una buena travesía.
Sólo que Keawe tuvo que estar todo el tiempo sobre aviso consigo mismo, porque
había jurado que no desearía nada nuevo ni aceptaría más favores del diablo.
Volvieron cuando había transcurrido el tiempo concedido al arquitecto. Éste les
dijo que la casa estaba ya lista, y entonces Keawe y Lopaca tomaron pasaje en
el vapor Hall dirigiéndose vía Kona a ver la finca y comprobar si todo había
sido efectuado exactamente conforme a las ideas que tenía Keawe en su mente.
Ahora bien, la casa se hallaba en la ladera de
la montaña y se veía desde los barcos. Por encima, el bosque se elevaba hacia
las nubes preñadas de lluvia; hacia abajo la negra lava se extendía hasta los
arrecifes donde estaban enterrados los antiguos reyes. Un jardín florecía
alrededor de esa casa esmaltado con diferentes matices de flores. También se
veía a un lado un huerto de papayas y a otro uno de árboles de pan, y
precisamente frente al mar un mástil de un barco había sido erigido para que
ondease en él la bandera. Por lo que se refiere a la casa era de tres pisos y
cada uno tenía grandes habitaciones con amplios balcones. Los vidrios de las
ventanas eran tan trasparentes como el agua y tan brillantes como el día. Las
habitaciones estaban adornadas por toda clase de muebles. De los muros pendían
los cuadros con marcos dorados: cuadros de barcos y de hombres luchando, de las
más hermosas mujeres y de paisajes singulares; en ninguna parte del mundo hay
cuadros de un color tan nítido como los que Keawe encontró en su casa. Por lo
que toca a los adornos y «bibelots» eran en extremo delicados: relojes de
campa-nas y cajas de música, hombrecitos con sus cabezas moviéndose en vaivén,
libros llenos de dibujos, escudos de valía de todas las partes del mundo y los
más divertidos rompecabezas para distraer el ocio de un hombre solitario. Y
como a nadie le hubiera gustado tener una casa tan espaciosa para pasear
solamente por ella y contemplarla, había unos balcones tan amplios que podían
dar cabida a gusto a una ciudad entera; por eso Keawe no sabía qué habitación
preferir, si el pórtico de atrás, por donde penetrabaa la brisa de la montaña y
que daba sobre los huertos y las flores, o el balcón del frente desde donde se
podía respirar aire del mar, contemplar la ladera de la montaña y vislumbrar el
barco Hall en su viaje semanal entre Hookena y las colinas de Pele, o las
goletas que navegaban por la costa en busca de madera, ava-ava y bananas.
Keawe y Lopaca, una vez visto todo, se
sentaron ern el pórtico.
-Muy bien. ¿Está todo como usted lo había
pensado? -preguntó Lcpaca.
-Las palabras no pueden expresar lo que siento
-contestó Keawe. Todo está mejor de lo que yo soñaba, y me siento trastornado
de satisfacción.
-Solamente hay que considerar una cosa -dijo
Lopaca- y es que todo esto puede ser natural en absoluto, y el diablillo de la
botella no tiene nada que ver con esto. Ahora, si yo comprare la botella y
después de todo no lograre la goleta que deseo, me habría arriesgado
inútilmente. Sé que le di mi palabra de comprarla, pero también pienso que
usted no se negará a concederme alguna prueba más.
-He jurado que no aceptaré más favores del
diablo -dijo Keawe; ya he hecho demasiado.
-No exijo que le pida usted un nuevo favor
-replicó Lopaca, solamente deseo ver al diablillo en persona. Corn eso no se
gana nada ni hay nada de que avergonzarse: y sin embargo si yo lo viese una
sola vez estaría seguro del asunto. Así, pues, acceda a mis deseos y permítame
ver al diablillo; y después de haberlo visto, he aquí el dinero preparado y le
comprarí: la botella.
-Una sola cosa me asusta -dijo Keawe. El
diablillo acaso parezca tan horrible que si posa usted la mirada en él puede
ser que no desee usted más la botella.
-Soy un hombre de palabra -dijo Lopaca- y aquí
está el dinero.
-Muy bien -replicó Keawe. Yo mismo tengo
curiosidad en verlo. Así que venga, señor diablillo, y permítanos el verle.
No bien acabó de decir esto, el diablo miróles
desde la botella una y otra vez, tan rápido como una lagartija; y esta
aparición paralizó a Keawe y Lopaca. Ya había anochecido cuando pudieron
recobrar el dominio de su mente y su facultad de hablar; y entonces Lopaca
tendió el dinero hacia Keawe y tomó la botelia.
-Soy un hombre de palabra -dijo, pues si no lo
fuera no tocaría esta botella ni con mi pie. Está bien, lograré una goleta y
unos cuantos dólares para mi bolsillo, y después me libraré de este diablillo
tan pronto como pueda. Porque, a decir verdad, su imagen me ha descorazonado.
-Lopaca -dijo Keawe, no quiero que usted
piense mal de mí; sé que es de noche y los caminos malos, y el pasaje por las
tumbas[3]
es un lugar expuesto para caminara tales horas, pero confieso que desde que he
visto el diminuto rostro del diablillo no puedo comer ni dormir ni rezar hasta
que se aleje de mí. Le daré una linterna y una canasta para colocar la botella
y cualquier cuadro o cosa de valor de mi casa y que más le agrade: pero váyase
en seguida y duerma en Hookena, con Nahinu.
-Keawe -dijo Lopaca, muchos hombres tomarían
esto a mal; sobre todo cuando yo me estoy portando tan ainistosamente con usted
al mantener mi palabra y comprar la botella. Por todo esto: por ser de noche,
la oscuridad, el trayecto por las tumbas ha de ser diez veces más peligroso
para un hombre con semejante pecado sobre su conciencia, y con tal botella
debajo del brazo. Sin embargo, por mi parte me encuentro en extremo atemorizado
y no tengo co: azón para maldecirle. Me voy, pues, y ruego a Dios que usted
pueda ser feliz en su casa y yo afortunado con mi goleta, y ambos lleguemos al
fin al cielo, a pesar del diablo y de su botella.
Entonces Lopaca se fué hacia la montaña,
mientras Keawe, de pie en el balcón del frente, escuchaba el trotar del
caballo, y observaba cómo la linterna relucía por el sendero y por entre los
riscos de las cuevas donde yacían los antiguos reyes. Durante todo este tiempo
temblaba y se apretaba las manos, rezando por su amigo, a la vez que daba
gracias a Dios por haber escapado él mismo de aquel peligro.
Pero el día siguiente amaneció tan radiante y
su nueva casa aparecía tan deliciosa para ser habitada que se disiparon sus
temores. Los días se sucedían y Keawe vivía en la casa en continua alegría. Su
sitio preferido era el pórtico de la parte posterior de la casa, donde comía,.
pasaba el tiempo y leía las novedades de los diarios de Honolulú. Cuando
llegaba alguien se le permitía ver la casa, los cuadros y las habitaciones. Y
la fama de esta casa se propagó por todas partes; por lo que fué llamada Ka-Hale Nui -la Casa Grande- en toda la
región de Kona; y a veces la Casa Resplandeciente, pues Keawe pagaba a un
chino para que durante todo el día la limpiase con cepillo y paños. Los
cristales, los dorados, las delicadas chucherías y los cuadros brillaban tan
resplandecientes como una clara mañana. Así que Keawe no podía pasear por
aquellas habitaciones sin cantar, pues su corazón rebosaba alegría; y cuando
los barcos surcaban el mar, él enarbolaba su enseña y sus colores en el mástil.
Pasó algún tiempo hasta que Keawe decidió ir a
Kailua para visitar a sus amigos. Éstos le agasajaron muy bien; pero al día
siguiente se retiró muy temprano y al galope de su caballo tomó el camino de su
casa, pues se impacientaba por verla y estar otra vez en ella; además esa noche
era la fecha en que los muertos salían de sus tumbas y vagaban por los
alrededores de Kona; y como estaba en relaciones con el diablo puso buen
cuidado en no encontrarse con los difuntos. Un poco más hacia adelante, más
allá de Honaunau, Keawe notó la presencia de una mujer que se bañaba cerca de
la orilla del mar; al parecer se trataba de una muchacha bien desarrollada,
aunque al principio Keawe no le prestó mucha atención. Sin embargo, más tarde
Keawe vió cómo se agitaba la blanca camisa de la muchacha y luego su rojo «holo
ku»[4],
al vestirse, y cuando él llegó frente a la joven ya ésta había acabado de
arreglarse y se encontraba de pie a un costado del camino cubierta con su rojo
«holoku». El baño de mar la había refrescado y sus ojos, que eran
hermosísimos, brillaban. Al verla así Keawe tiró rápidamente de las riendas y
detuvo su caballo.
-Creí que conocía a todas las personas de esta
región -dijo. ¿Cómo es posible que no conozca a usted?
-Soy Kokua, la hija de Mano -respondió la
muchacha, y acabo de regresar de Oahu. Pero, ¿usted quién es?
-Después le diré quién soy, mas no
inmediatamente -replicó Keawe apeándose. Porque bulle en este momento una idea
en mi mente, y si usted supiera quién soy, ya que seguramente habrá usted oído
hablar de mí, puede ser que no me diera una respuesta sincera, Pero, ante todo,
dígame: ¿está usted casada?
Al oír esta pregunta Kokua se echó a reír.
-Verdaderamente es usted el que hace preguntas
-afirmó pregun-tando también a su vez: Y usted, ¿es casado?
-Le aseguro que no, Kokua -replicó Keawe, y
nunca hasta este momento pensé en casarme. Pero le voy a decir toda la verdad.
Al encontrar a usted aquí en este camino y al ver sus ojos, que parecen dos
estrellas, mi corazón voló hacia usted tan ligero como un pájaro. Ahora bien,
si usted no siente por mí nada, dígamelo, y volveré a emprender mi marcha; pero
si usted juzga que no soy peor que cualquier otro joven, dígamelo también, e
irá a casa de su padre esta misma noche y mañana le hablaré.
Kokua no respondió palabra alguna, pero miraba
hacia el mar y se reía.
-Kokua -dijo Keawe, si no me dices nada, lo
interpretaré como buena respuesta. ¡Vamos a casa de tu padre!
La joven iba delante sin hablar; sólo de vez
en cuando miraba hacia atrás y al punto esquivaba su mirada: mordisqueaba las
cintas de su sombrero.
Ahora bien, cuando llegaron a la puerta de la
casa, Kiano salió al balcón y saludó a Keawe por su nombre. Al oírlo la
muchacha levantó su mirada asombrada, pues la fama de la gran residencia había
llegado hasta ella;,y por cierto que la casa era una gran tentación. Pasaron
toda esa noche juntos y muy alegres; la muchacha se mostró tan arrogante como
atrevida en presencia de sus padres, mofándose amigablemente de Keawe, pues
poseía una inteligencia muy viva. Al día siguiente Kcawe habló unas palabras
con Kiano y después se encontró con la muchacha a solas.
-Kokua -díjole, anoche te burlaste de mí
durante toda la velada; todavía tienes tiempo de despacharme. Yo no quería
decirte quién era porque poseo una casa elegante y temí que tú podrías pensar
demasiado en la casa y muy poco en el hombre que te ama. Ahora ya lo sabes todo
y si no quieres verme más, dímelo en seguida.
-No -fué la afirmación de Kokua, y al
aceptarlo ya no se reía, ni Keawe le preguntó nada más.
Éste fué el noviazgo y galanteo de Keawe; todo
sucedió rápida-mente: la flecha también hiende el aire con rapidez, y la bala
de un rifle es aun más veloz; sin embargo ambas alcanzan el blanco. Todo había
sucedido apresuradamente y tamuién había llegado lejos. La imagen de Keawe se
grabó de manera profunda en la mente de Kokua; ésta oía su voz sonar con acento
inconfundible entre las olas que azotaban la lava, y por este joven a quien
había visto sólo dos veces ella hubiera dejado el padre, la madre y su isla
nativa. Por lo que se refiere a Keawe volaba a caballo por el sendero de la
montaña bajo el risco de las tumbas, y el sonido de las herraduras de su
caballo y el canto que el propio jinete, loco de alegría, entonaba para sí,
repercutían en las cavernas de los muertos. Keawe retornó ese día a la Casa
Resplandeciente cantando todavía. Sentóse y comió en la galería amplia y
espléndida; y el sirviente chino se extrañaba de la alegría de su amo al oírle
cantar entre bocado y bocadc. El sol se hundió en el mar y la noche llegó.
Keawe, en lo alto de las montañas, se paseaba por las galerías a la luz de
faroles cantando sin cesar, tanto que su canción extrañaba a los marineros de
las embarcaciones.
«Me encuentro ahora en este elevado lugar que
lo domina todo -pensó para sus adentros. La vida no puede presentárseme mejor;
me hallo en la cumbre de la montaña y todas las rocas que miro a mi alrededor
están por debajo de ésta. Por primera vez quiero encender la luz en las
habitaciones y bañarme en mi elegante bañadera con agua fría y caliente, y
dormir solo en la alcoba nupcial.»
Así, pues, el chino recibió órdenes de
encender las calderas, y mientras se hallaba ocupado en cumplir estas órdenes en
el sótano cerca de la cocina, oía a su amo cantar y regocijarse arriba en las
habitaciones profusamente iluminadas. Cuando el agua estuvo caliente, el chino
avisó a su amo. Keawe entró en el cuarto de baño. El chino le oía seguir
cantando, mientras llenaba la bañadera de mármol y se desnudaba. De pronto el
canto cesó. El chino prestó atención, y al no oír ya cantar preguntó a su amo
si todo estaba bien. Keawe le contestó que sí y que se fuese a dormir. Ya no se
oyó más cantar en la Casa Resplandeciente, pero en cambio el chino oyó a su amo
ir y venir sin descanso por la galería.
Lo que había pasado era que al desnudarse
Keawe para bañarse notó en su cuerpo una mancha parecida al liquen en una roca:
eso fué lo que truncó el canto. Keawe comprendió la significación de esa
mancha: sabía que se había contagiado del mal de los chinos, ¡la lepra!
Es bien triste para cualquier persona el darse
cuenta de que se halla atacada de esa enfermedad. Para cualquiera sería
tristísimo el tener que abandonar mansión tan hermosa y cómoda y partir lejos
de todos sus amigos a la costa norte de Molokai, hacia aquel destierro que se
encuentra entre elevados riscos y los rompeolas. Pero, ¿qué significaba todo
esto, si lo comparamos con el sufrimiento de Keawe, quien habiendo encontrado
su amor el día anterior, habiéndole conquistado precisamente esa misma mañana,
veía ahora quebrarse todas sus ilusiones y esperanzas, como se hace añicos una
copa de cristal?
Durante un rato Keawe permaneció sentado en el
borde de la bañadera; después dió un salto y gritando salió corriendo; y
corría, corría como un desesperado de acá para allá a todo lo largo de la
galería.
«Sin lanzar la menor protesta yo podría
abandonar Hawai, y la casa de mis padres-pensaba Keawe-. Con facilidad podría
dejar este palacio de muchas ventanas y situado en este elevado lugar en la
cumbre de la montaña. Muy resueltamente podría ir a Molokai, a Kalaupapa, entre
los riscos, para vivir entre los leprosos y morir al fin allí lejos de mis
padres. Pero ¿qué mal he cometido, qué pecado pesa sobre mi alma para que
encontrase ayer tarde a Kokua, fresca y resplandeciente, al salir de tomar su
baño de mar? ¡Kokua, cuya alma me ha trastornado! ¡Kokua, la luz de mi vida! Ya
nunca podré casarme con ella, nunca más podré verla, ni tocarla con mis manos
cariñosas. Y por eso me lamento, por ti, ¡oh Kokua!»
Conviene notar qué clase de hombre era Keawe.
Sin ninguna dificultad hubiera podido vivir en la Casa Resplandeciente, durante
muchos años, sin que nadie se hubiese enterado de su enfermedad; pero esto era
a costa de la pérdida de Kokua y eso no lo podría sufrir. También podía haberse
casado con ella, aun estando enfermo; muchos lo hubieran hecho, porque tienen
almas negras; pero Keawe amaba a Kokua varonilmente y había determinado no hacerla
daño alguno ni exponerla al peligro de contagio.
Pasada la medianoche se acordó de la botella.
Keawe dirigióse entonces al pórtico en la parte trasera de la casa y recordó el
día en que el diablo le miró desde la botella; y al recordar esa mirada le pareció
sentir que la sangre se le helaba en las venas.
«Cosa horrible es la botella -pensó, y
horrible es el diablo y también es horrible el exponerse a las llamas del
infierno. Pero, ¿qué otra esperanza me queda de curarme de esta enfermedad y de
casarme con Kokua? ¿Por qué no he de molestar al diablo nuevamente para
conquistar a Kokua, siendo así que le he molestado una sola vez para lograr
esta casa para mí?»
Después recordó Keawe que al día siguiente
regresaba al barco Hall a Honolulú. «Allá es adonde tengo que dirigirme ante
todo para visitar a Lopaca -pensó, pues la única esperanza que me queda es
recuperar la botella, de la cual con tanta alegría me libré.»
Keawe no pudo conciliar el sueño ni un solo
minuto; la comida no le pasaba de la garganta. Sin embargo remitió una carta a
Kiano y a la hora aproximada de la llegada del vapor bajó a caballo
serpenteando el risco de las tumbas. Llovía; el caballo andaba con
dificultad; Keawe miraba los negros agujeros de las cuevas y envidiaba a los
muertos que dormían allí libres ya de pesares; recordaba cómo había galopado el
día anterior y se asombraba de aquel cambio tan repentino. Por fin llegó a
llookena, donde como de costumbre se hallaba apiñada toda la población en
espera del barco. Muchas perso-nas estaban sentadas a la sombra, en el almacén,
bromeando y contando las novedades del día; pero Keawe no sentía deseos de
hablar: solamente miraba cómo caía la lluvia sobre las casas y cómo las olas se
rompían contra las rocas, y entonces se le anudó aún más la garganta.
-Miren a Keawe, el de la Casa Resplandeciente,
no parece muy animado -decíanse entre sí los parroquianos. Esto era cierto,
pero no había por qué extrañarse.
Poco después llegó el Hall, y Keawe dirigióse
a él en un bote ballenero. La popa del barco estaba atestada de «haoles»[5]
visitantes del volcán, excursión ecostulnbrada; en la parte central del barco
se apretujaban los «kanabas»[6] y
en proa se veían toros salvajes de Hilo y caballos de Kaü. Keawe, apartándose
de todos, se sentó y su mirada se dirigió hacia la casa de Kiano. Ésta se
levantaba allá abajo en la costa, entre las negruzcas rocas y bajo la sombra de
palmeras, y allí frente a la puerta un «holoku» rojo, no mayor que una mosca a
la distancia, se movía de un lado para otro, diligente como una hormiga. «¡Ah,
reina de mi corazón -gritó Keawe para sus adentros, voy a arriesgar mi alma
para conquistarte!»
No mucho después del crepúsculo, y cuando se
encendieron las luces, los «haoles», como de costumbre, se sentaron para jugar
a los naipes y beber whisky. Pero Keawe se paseó por cubierta toda la noche, y
también durante todo el día siguiente, mientras el barco navegaba próximo a las
costas de sotavento de Maui y de Molokai: cual animal salvaje en su jaula, así
Keawe se paseaba sobre cubierta.
Al atardecer el barco pasó delante de Diamond
Head, y llegó al fin al muelle de Honolulú. Keawe desembarcó junto con otras
personas, y empezó a preguntar por Lopaca. Pero le dijeron que su amigo había
llegado a ser el patrón de una goleta -la mejor que había en las islas -y había
salido hacia PolaPola o Kahiki. Así que era inútil buscar a Lopaca. En esto
Keawe se acordó de que tenía un amigo allí, se trataba de un abogado de la
ciudad -cuyo nombre no hace al caso -y preguntó su dirección. Le contestaron que
el susodicho hombre de leyes se había convertido de improviso en una persona
muy rica y que había adquirido una casa nueva y muy elegante en la costa de
Waikiki. Al oír esto, una idea asaltó a Keawe. Llamó, pues, a un coche y se
dirigió a casa del abogado.
Ésta era enteramente nueva y los árboles del
jardín eran todavía muy jóvenes. El abogado cuando apareció en la puerta
parecía un hombre contento y satisfecho.
-¿En qué puedo servirle? -preguntóle a Keawe.
-Creo que usted es amigo de Lopaca -contestó
Keawe, y Lopaca me había comprado cierto objeto curioso que desearía de nuevo
encontrar. Por eso pensé que tal vez usted podría indicarme quién es su dueño
en la actualidad.
El rostro del abogado se oscureció.
-No he de negarle que no sé de qué se trata,
señor Keawe -afirmó, aunque este negocio es bastante feo y no me gusta hablar
de él. Puede usted estar seguro de que no sé nada: he perdido su pista; pero se
me ocurre que si usted acudiera a cierto lugar, creo que allí podrían indicarle
algo.
Y el abogado le dió un nombre, que no hay
tampoco por qué mencionar. Durante varios días Keawe peregrinó por la ciudad de
casa en casa, encontrando por todas partes vestidos y carruajes nuevos,
mansiones elegantes recién construidas y gente muy contenta, aunque sus rostros
se ensombrecían cuando Keawe les mencionaba la botella.
«No hay duda de que estoy sobre la pista
-pensó. Estos vestidos nuevos así como los carruajes son regalos del diablillo,
y estos restros satisfechos son de aquellas personas que se han aprovechado del
hechizo y se libraron al fin de ese maldito objeto. Cuando vea unas mejillas
pálidas y oiga suspirar, entonces sabré que estoy cerca de la botella.»
Por fin sucedió que le enviaron a un «haole»
que habitaba en la calle Britanía. Cuando llegó a la casa, cerca de la hora de
cenar, notó las características que le eran ya familiares: la mansión era
nueva, el jardín mostraba señales de haber sido plantado hacía poco y la luz
eléctrica brillaba en el hueco de las ventanas; mas el joven blanco que
apareció ante su vista estaba pálido como un cadáver, ojeroso, y tenía el
cabello despeinado y una mirada tan desesperada que sólo era comparable a la
del hombre que aguarda la horca.
«Aquí está la botella, no hay duda», pensó
Keawe y no trató en modo alguno de andar con rodeos.
-Vengo a comprarle la botella -le espetó
directamente.
Al oír esto el joven «haole» de la calle
Britania se tambaleó y tuvo que apoyarse en la pared.
-¡La botella! -exclamó anhelante. ¡Comprar la
botella!. Después el joven, agotado al parecer, asió a Keawe del brazo, le
condujo a un salón y llenó dos vasos de vino.
-A su salud -exclamó Keawe, el cual en otros
tiempos había trata-do mucho con blancos. Sí -agregó, vengo a comprarle la
botella. ¿Qué precio tiene en la actualidad?
Al oír esto el joven dejó caer su vaso y miró
a Keawe como a un aparecido.
-¿El precio? -repitió. ¡El precio! ¿No sabe
usted el precio?
-Eso es lo que le pregunto -insistió Keawe.
Pero, ¿por qué está usted tan afectado? ¿Ocurre algo con el precio?
-Ha bajado mucho su valor desde que usted la
vendió, señor Keawe -contestó el joven titubeando.
-Bien, bien, tendré que pagar menos por ella
-dijo Keawe. ¿Cuán-to le ha costado a usted?
El joven estaba tan blanco como una hoja de
papel.
-Dos centavos -contestó al fin.
-¿Qué? -gritó Keawe. ¿Dos centavos? Es decir
que sólo puede usted venderla a una persona. Y el que la compre...
Las palabras se ahogaron en los labios de
Keawe; el que la comprare no podría ya venderla de nuevo, y el diablillo de la
botella se quedaría con él hasta su muerte y después se lo llevaría a los
infiernos.
El joven de la calle Britania cayó de rodillas
a los pies de Keawe, gritando:
-¡Por Dios, cómprela! Puede usted si quiere
quedarse con toda mi fortuna. Estaba loco cuando la compré a ese precio.
Desfalqué en la casa en que trabajaba. Me hallaba perdido sin remedio: ¡mi fin
era la cárcel!
-¡Pobre hombre! -dijo Keawe. Usted arriesgó su
alma en un caso tan desesperado, y sólo para evitar el justo castigo de su
propia deshonra; y cree usted que yo puedo vacilar cuando para mí se trata del
amor? Déme la botella y el cambio, pues estoy seguro de que ya lo tiene
preparado. Aquí tiene usted una moneda de cinco centavos.
Era como Keawe lo suponía: el joven ya tenía
el cambio preparado en un cajón del escritorio; la botella mudó de dueño, y
apenas Keawe la tuvo en sus manos, cuando ya había formulado su deseo de
hallarse completamente sano. Y así fué; cuando llegó a su alcoba y se desnudó
delante del espejo, su cuerpo apareció tan limpio como el de un niño. Pero algo
extraño sucedió: no bien se había visto libre de su enfermedad, por verdadero
milagro, sus ideas cambiaron: ya no le importaba la lepra y muy poco Kokua; un
solo pensamiento le atenazaba: el de estar ligado para siempre con el diablo y
haber perdido la esperanza de evitar el ser pasto de las llamas en el infierno.
En su imaginación veía continuamente arder las llamas, estremeciéndose su alma,
invadida por espesas tinieblas en medio de la luz.
Cuando Keawe se repuso un poco, dióse cuenta
que era de noche, es decir, la hora en que la orquesta tocaba en el hotel. Allá
se dirigió, porque temía quedarse solo y allí, entre rostros alegres, iba de un
lado para otro y escuchaba música aunque también durante todo el tiempo oía en
su alma el chisporrotear de las llamas y veía el fuego rojo ardiendo en el pozo
sin fondo del abismo. De pronto la orquesta tocó Hiki-ao-ao, la canción que había cantado junto con i'okua, y, al
oírla, recobró su valor.
«Ya está hecho -pensó,y de nuevo tendré que
aceptar lo bueno junto con lo adverso.»
Así, pues, volvió a Hawai en el primer barco,
y tan pronto como le fué posible, una vez arreglado todo, se casó con Kokua y
la llevó a las montañas, a su Casa Resplandeciente.
Ahora bien, mientras Keawe y Kokua permanecían
juntos, el corazón del esposo se hallaba apaciguado; mas tan pronto como éste
se quedaba solo se apoderaba de él un terror inmenso, y oía el chisporrotear de
las llamas y veía el fuego rojo arder en un pozo sin fondo.
La muchacha, por supuesto, se le entregó por
completo, y el corazón de Kokua se sobresaltaba cuando veía a Keawe y cuando
éste apretaba con su mano la de ella. Kokua estaba tan bien formada y era tan
bella en todo su ser, desde el cabello a los diminutos pies, que nadie podía
verla sin sentir alegría. Su carácter era agradable. Para todos tenía alguna
buena y adecuada frase. Siempre estaba cantando e iba de un lado a otro
recorriendo la Casa Resplandeciente gorjeando corno un pajarillo, ¡era lo más
resplandeciente que había en la casa! Y Keawe la contemplaba y escuchaba con
delicia, mas luego iba a esconderse en algún rincón llorando y lamentándose al
recordar el precio que había pagado por esa felicidad, y tener que secar sus
ojos después y lavar su rostro para ir a reunirse con su mujer en las amplias
galerías, deleitarse con sus cantos y, estando su espíritu decaído y enfermo,
contestar forzadamente a sus sonrisas.
Mas llegó un día en que los pies de la
muchacha ya no se movían tan ligeramente, ni con tanta frecuenciabse la oía
cantar. Ya no era solamente Keawe quien estaba solo, ni quien se escondía para
llorar, sino que ambos se separaban uno del otro y se sentaban en distintos
balcones. Keawe estaba tan sumergido en su desesperación que apenas observó
este cambio en su mujer; es más: estaba muy contento por tener más tiempo de
estar a solas y cavilar en su destino, y no estar obligado a sonreír
frecuentemente y a la fuerza, teniendo el corazón destrozado. Pero un día que
pasaba lentamente por delante de la casa, Keawe oyó los sollozos de una niña y
vió a Kokua tendida en el pavimento del balcón cubriéndose el rostro con las
manos y llorando como una desesperada.
-Haces bien en llorar en esta casa, Kokua
-dijo Keawe. Y sin embargo daría mi vida por que tú, por lo menos, te sintieras
feliz.
-¡Feliz! -gritó Kokua. Keawe, cuando vivías
solo en tu Casa Resplandeciente, todos en la isla afirmaban que eras un hombre
feliz; la risa y el canto no se separaron de tu boca, y tu rostro era tan claro
como el amanecer. Pero desde que te casaste con la pobre Kokua -y sólo Dios sabe
qué clase de mal hay en mí -desde ese día no has sonreído más. ¡Oh! -exclamó
con desesperación. ¿Qué es lo que me pasa? Creía que era hermosa y sabía que te
amaba. ¿Qué sucede, sin embargo, puesto que oscurezco la vida a mi esposo?
-¡Pobre Kokua! -dijo Keawe sentándose a su
lado y tratando de asir su mano, pero ella la apartó. ¡Pobre Kokua! -repitió.
Pobre niña, hermosa mía. Siempre he pensado que podía ahorrarte este dolor.
Está bien, todo lo sabrás. Y entonces por lo menos tendrás lástima del pobre
Keawe; entonces comprenderás cuánto él te quería antes -pues por poseerte
arrostró hasta el infierno -y cuánto te quiero todavía -siendo un pobre
condenado -ya que todavía puede alegrarse y sonreír cuando te mira.
Y Keawe le contó todo desde el principio.
-¿Has hecho esto por mí? -exclamó Kokua. ¡Ah!,
¿por qué me pre-ocupo entonces? -y le abrazó llorando de emoción.
-¡Ay!, niña -díjole Keawe, y sin embargo
cuando pienso en el fuego del infierno no puedo menos de acongojarme muchísimo.
-No me digas eso -replicó su esposa. Ningún
hombre puede ir al infierno solamente por amar a Kokua. Te aseguro, Keawe, que
con éstas mis propias manos te he de salvar, o pereceré junto a ti. ¡Cómo! Tú
me amaste hasta sacrificar tu alma por mí y ¿piensas que yo no moriré por
salvarte?
-¡Ah, queridísima Kokua! Puedes morir cien
veces, pero ¿con qué fin? Cuando yo sea condenado entonces tendrás que dejarme
-afirmó Keawe.
-Eres bastante ignorante -contestó Kokua. Yo
fui educada en una escuela de Honolulú; no soy por tanto una muchacha vulgar. Y
te afirmo que salvaré a mi amado. ¿Qué hay con que te haya costado un centavo?
No todo el mundo es americano. En Inglaterra existe una moneda llamada
«farthing» -un cuarto de penique- y cuyo valor es de medio centavo
norteamericano. ¡Ah, qué desgracia! -exclamó la joven. Esto poco puede
ayudarnos, pues hay que encontrar al comprador, y no hallaremos a nadie tan
valiente como mi Keawe. Pero, ahora que me acuerdo, en Francia circula una
pequeña moneda llamada céntimo y de las que dan cinco, poco más o menos, por
centavo. Nada mejor podemos hacer, Keawe, que ir a las islas fran-cesas;
vámonos a Tahití en el primer barco. Allí tendremos cuatro céntimos, tres, dos
y uno; podremos vender la botella por cuatro céntimos y el comprador podrá
también venderla. ¡Ven, Keawe mío! Bésame, y no te preocupes más. Kokua te
defenderá.
-¡Bendito sea Dios! -exclamó Keawe. No puedo
creer que Dios quiera castigarme por amarte, tan buena como eres. Sea como tú
quieres; llévame a donde desees: mi vida y mi salvación las pongo en tus manos.
Al día siguiente muy temprano Kokua empezó sus
preparativos. Buscó el cofre que Keawe siempre llevaba cuando había sido
mari-nero y guardó en él primeramente la botella; luego colocó sus más lujosos
vestidos y las más valiosas joyas y adornos, así como las mejores chucherías de
la casa. «Porque -decía- la gente tiene que pensar que somos ricos, si no
¿quién creerá en la historia de la botella?» Mientras preparaba el equipaje
Kokua estaba alegre como un pajarillo, y sólo cuando miraba a Keawe se le
llenaban los ojos de lágrimas y corría entonces a abrazarle. En cuanto a Keawe,
sentía su alma un tanto aliviada al haber compartido su secreto y al vislumbrar
alguna esperanza; parecía ya otro hombre, sus pies se movían más ligeros y
respiraba de nuevo más aliviado. Sin embargo, el terror no le abandonaba por
completo; y de vez en cuando, así como el viento apaga la vela, la esperanza
moría en su alma y veía cómo se agitaban las llamas y cómo él mismo ardía ya en
las lenguas de fuego del infierno.
En el país se decía que el matrimonio iba en
viaje de placer a los Estados Unidos, noticia que pareció un tanto extraña, y
sin embargo no era tan extraña si alguien hubiera podido adivinar la causa.
Así, pues, se fueron a Honolulú en el barco Hall,
y de allí en el vapor Umatilla a San
Francisco con una multitud de «haoles». Ya en San Francisco tomaron pasajes en
el bergantín correo el Pájaro Tropical,
para Papeete, principal ciudad francesa en las islas del sur. Llegaron en un
día claro pero azotado por fuertes vientos alisios y vieron cómo se rompían las
olas en los riscos de la costa. Allí estaba Motuiti con sus palmeras, más cerca
unas goletas navegaban próximas a la playa, y allá en el fondo se divisaban las
blancas casas de la ciudad entre los árboles verdes, coronado todo por las
montañas y las nubes de Tahití, la isla sabia.
Keawe y Kokua decidieron que lo más prudente
sería alquilar una casa, y así lo hicieron. Encontraron una frente al consulado
británico, lugar donde podían mejor ostentar su riqueza y hacerse conocer por
sus carruajes y caballos. Todo esto lo podían lograr mientras la botella
estuviese en su poder, y por eso Kokua, que era más osada que Keawe, siempre
que necesitaba veinte o cien dólares molestaba al diablillo. Muy pronto la
ciudad advirtió su presencia, y la pareja convirtióse en el tema obligado de
las conversaciones que giraban en torno a los carruajes, caballos y ricos
vestidos de los extranjeros de Hawai, especialmente el espléndido collar de
Kokua.
Ante todo, lo primero que hicieron fué
familiarizarse con el idioma tahitiano, el cual, por cierto, es muy parecido al
hawaiano, a excepción de algunos sonidos y palabras. Tan pronto adquirieron
facilidad para expresarse empezaron a activar la venta de la botella. Hay que
tener en cuenta que no era cosa fácil tratar este negocio. Antes bien era
cuestión ardua persuadir a la gente de que no se estaban burlando de ella al
ofrecerle la fuente de la felicidad por cuatro céntimos. Todos desconfiaban y
se reían, o juzgaban que el cariz siniestro del asunto anulaba los beneficios,
y todos se alejaban de Keawe y de Kokua como de personas poseídas por el
diablo. Así que lejos de ganar terreno lo iban perdiendo; hasta los chicos en
la calle al divisarlos salían corriendo y gritando, cosa intolerable para
Kokua; los católicos se persignaban cuando pasaban a su lado; y todo, en
general empezaron, como obrando de mutuo acuerdo, a esquivarlos.
Estaban deprimidos. Llegada la noche, se
sentaban en aquella casa nueva, después de un día abrumador, y no cambiaban una
palabra entre sí. A veces el silencio era interrumpido por Kokua, quien
prorrumpía súbitamente en sollozos. A veces oraban juntos; a veces sacaban la
botella del armario, y permanecían toda la noche observando cómo la sombra
revoloteaba en su interior. Esas noches estaban demasiado asustados para poder
descansar. Transcurría mucho tiempo hasta que el sueño se apoderaba de ambos, y
si alguno caía rendido por él, pronto se despertaba y encontraba a su compañero
llorando quedamente en algún rincón oscuro, o a veces advertía que el otro
había huído de la casa y de la cercanía de la botella, para descansar en el
jardín bajo los arbustos, o para vagar por la playa a la luz de la luna.
Así sucedió una noche cuando Kokua se
despertó. Keawe se había ido; su mujer tanteó el lugar donde dormía, pero
estaba frío; entonces ella sintió miedo y se sentó en la cama. A la luz tenue
de la luna que se filtraba por las ventanas, podía distinguir la botella sobre
el pavimento. Afuera soplaba un viento fuerte; los grandes árboles de la
avenida crujían y las hojas secas se arremolinaban ruidosamente en el balcón. A
pesar de estos sonidos, Kokua percibió otro distinto y extrañc: difícilmente
podría decir si provenía o de un hombre o de un animal: era triste como la
muerte y desgarraba el corazón el oírlo. Quedamente se levantó, abrió la puerta
y miró hacia el huerto alumbrado por la luna. Allá bajo los plátanos se hallaba
tendido Keawe, boca abajo, quejándose.
La primera idea de Kokua fué correr hacia él
para consolarlo, pero bien pronto se detuvo por una segunda inspiración. Keawe
se había portado siempre ante ella como un hombre valiente, y no convenía que
ahora ella, al descubrirle así, le avergonzase. Pensando esto retornó a la
casa.
«¡Cielos! -pensó Kokua, qué despreocupada he
sido, qué débil! Él, y no yo, es quien se encuentra en peligro inminente; él
es, y no yo, quien ha echado esa maldición sobre su alma; es por mí, por el
amor que me tiene y que tan poco merezco, por quien contempla tan de cerca las
llamas del infierno, y ¡ay! hasta percibe el humo de las mismas, tendido ahora
en el jardín a la intemperie y a la luz de la luna. Soy tan pobre de espíritu,
tan apocada que nunca hasta este momento he comprendido mi deber ni tuve idea
del mismo antes. Pero ahora, por lo menos, sacaré fuerzas de flaqueza; ahora me
despediré de las blan¿as escalinatas que ascienden al cielo y de mis amigos que
allá me esperan. Amor por amor, y que el mío sea igual al de Keawe. Alma por
alma, y que la mía sea la que perezca.»
Kokua era una mujer diligente y por eso a los
pocos minutos estaba ya vestida; tomó el cambio, es decir, los preciosos
céntimos que cada uno conservaba; porque como estas monedas eran tan poco
usadas, se habían provisto de las mismas en una oficina del gobierno. Cuando ya
se encontró fuera de la casa, en la avenida, el viento arrastró densas nubes
que cubrieron la luna. La ciudad dormía, y Kokua no sabía a dónde di.:girse,
cuando, en esto, oyó toser a alguien entre las sombras de los árboles.
-Anciano -dijo Kokua, ¿qué hace usted aquí
afuera en esta noche tan fría?
El viejo apenas podía articular palabra por la
tos, mas ella comprendió que se trataba de un pobre, y extranjero, en la isla.
-¿Quiere usted hacerme un favor? -preguntóle
Kokua. Como extranjeros que somos y como anciano a una joven, ¿quiere usted
ayudar a una hawaiana?
-¡Ah! -exclamó el anciano. ¡Así que usted es
la bruja de las Ocho Islas y trata ahora de enredar a mi vieja alma! Porque he
oído hablar de usted y sabré enfrentarme con su maldad -añadió el anciano.
-Siéntese acá y permítame que le cuente lo que
sucede -dijo Kokua. Y le narró la historia de Keawe desde el principio hasta el
final.
-¿Y ahora? -preguntó ella. Yo soy su mujer a
quien él procuró bienestar vendiendo su alma. Y ¿qué tendría yo que hacer? Si
me dirijo a él yo misma y me ofrezco a compraile la botella, rehusará; pero si
va usted, se la venderá con gusto. Esperaré a usted aquí: usted la comprará por
cuatro céntimos y yo después a usted por tres. ¡Que Dios proporcione fuerzas a
esta pobre muchacha!
-Si usted quisiera engañarme -dijo el viejo,
creo que Dios la castigaría.
-¡Y tanto que lo haría! -exclamó Kokua. Esté
usted seguro de ello. Además, yo no podría ser tan falsa. Dios no lo
soportaría.
-Déme les cuatro céntimos y espere acá
-accedió al fin el anciano.
Ahora bien, al encontrarse Kokua sola en la
calle, desfalleció su espíritu. El viento rugía entre los árboles y le parecía
que era el crepitar de las llamas del infierno; las sombras se proyectaban
vacilantes a la luz del farol, y le parecía que eran las manos de seres
sanguinarios que se extendían para atraparla. Si hubiese tenido energía
suficiente para correr, habría huido; si hubiese tenido aliento, hubiese
gritado con todas sus fuerzas; pero la verdad es que no podía hacer nada; solamente
se hallaba allí de pie en la calzada como una niña asustada.
Después divisó al viejo de regreso que traía
la botella en la mano.
-He cumplido su encargo -díjole. Dejé a su
esposo llorando como un niño. Hoy ya podrá dormir tranquilo.
Y diciendo esto sacó la botella.
-Antes que usted me la dé -díjole Kokua
jadeante, pida como favor la curación de su tos.
-Soy ya un viejo -replicó el otro- y estoy
demasiado cerca de la sepultura para aceptar algún favor del diablo. Pero ¿qué
significa esto? ¿Por qué no toma usted la botella? ¿Vacila usted?
-No vacilo -exclamó Kokua, solamente me
encuentro débil; concédame un momento. Es mi mano la que se resiste. Mis
músculos se contraen hacia atrás y se resisten a tocar esto tan maldito. ¡Un
momento! ¡Sólo un momento! ...
El anciano miró a Kokua amablemente, diciendo:
-¡Pobre niña! Usted tiene miedo. Su alma
vacila. Bien está. Déjeme la botella. Soy viejo y nunca podré ser ya feliz en
este mundo, y en lo que se refiere al otro...
-¡Démela! -exclamó Kokua jadeante. Aquí está
su dinero. ¿Piensa usted que soy tan vil? Déme la botella.
-Que Dios la bendiga, niña -accedió el viejo.
Kokua escondió la botella debajo de su holoku, se despidió del anciano y
dirigióse por la avenida sin saber adónde iba. Porque todos los caminos eran
iguales para ella: todos conducían al infierno. A veces andaba despacio, otras
veces corría; a veces gritaba fuertemente en la oscuridad de la noche y otras
veces caía exhausta al lado de la cuneta y lloraba. Todo lo que había oído
hablar del infierno se le presentó de nuevo en su imaginación; veía arder las
llamas, olía el humo y sentía la carne quemada sobre las brasas.
Ya cercana la aurora, retornó a su casa. El
viejo había dicho la verdad: Keawe dormía como un niño tranquilo. Kokua se
detuvo y contempló su rostro.
«Ahora, esposo mío -dijo para sus adentros,
puedes dormir; cuando despiertes volverás a cantar y a reír; pero para la pobre
Kokua, ¡ay de mí!, para la pobre Kokua ya no habrá más sueño, ni más cantos, ni
más delicias ni alegrías en la tierra ni en el cielo.»
Diciendo esto se acostó en la cama al lado de
su esposo, y su agotamiento era tan grande que un sueño profundo se apoderó de
ella inmediatamente.
Por la mañana, muy tarde ya, su marido se
despertó y le dió la buena noticia. Tan contento estaba Keawe que no prestó
atención a la tristeza de su esposa, aunque ésta casi no podía disimularla. Las
palabras se le anudaban en la garganta a Kokua, pero esto no tenía importancia,
porque Keawe llevaba la conversación. Tampoco ella comía nada, pero, ¿quién
podía notarlo, ya que Keawe vaciaba los platos? Kokua le miraba y le oía como a
un ser extraño que se ve entre sueños. A veces aquélla se olvidaba de lo dicho
o no lo entendía y se llevaba la mano a la frente; el saber que ella misma
estaba condenada y oír charlar alegremente a su esposo, le parecía algo en
extremo monstruoso.
Durante toda la comida Keawe no dejó de
engullir, de conversar y de planear la época de su regreso; y le agradecía por
haberle salvado y la mimaba llamándola su fiel compañera. Keawe también se reía
del anciano que debía ser un loco por haber comprado semejante botella.
-Parecía que era un viejo respetable –afirmó
Keawe. Pero nadie puede juzgar por las apariencias. Pues ¿para qué necesitaba
el viejo la botella?
-Esposo mío -dijo Kokua humildemente, su
propósito puede haber sido bueno.
Keawe se rió, aunque sin poder ocultar su
irritaclon.
-¡Qué tontería! -exclamó. Era un bribón, te
digo; y demasiado viejo, pues era muy difícil vender la botella por cuatro
céntimos. Será casi imposible volverla a vender por tres céntimos. La suma es
muy pequeña y el asunto empieza a oler a chamusquina. ¡Brrr! -barbotó Keawe
estremeciéndose. Es cierto que yo la compré por un centavo, aunque no
sospechaba que había monedas de menos valor. Mis angustias me enloquecían.
Nunca se dará otro caso igual. Y el que posea ahora la botella se la llevará a
la tumba.
-¡Oh, esposo mío! -gritó Kokua. ¿No es
horrible el salvarse a sí propio a costa de la condena de otro? Me parece que
yo no podría reírme. Estaría anonadada y llena de melancolía. Oraría por el que
tuviera la botella.
Entonces Keawe, aunque sentía que era verdad
lo que ella decía, se enfadó más aún:
-¡Cállate! -gritó. Si te gusta puedes seguir
melancólica, pero ese proceder no es el propio de una buena esposa. Si pensases
en mí te sentirías avergorzada.
Dichas estas palabras salió, y Kokua se quedó
sola.
¿Qué posibilidad tenía de poder vender la
botella a dos céntimos? Ninguna; así lo comprendía. Y aunque hubiese habido
alguna para su esposo, tenía éste prisa por salir de esas tierras para volver
al país donde no había monedas menores que un centavo. ¡Y he aquí que al día
siguiente de su sacrificio, su esposo se alejaba de ella censurándola!
Kokua no quería intentar aprovechar el tiempo
que aun le quedaba, sino que permanecía en la casa y sacaba la botella y la
contemplaba con un miedo inenarrable. Luego la volvía a esconder, con verdadera
repugnancia.
Varias veces Keawe la ofreció sacarla a
nasear.
-Esposo mío, estoy enferma -se excusaba, estoy
agotada. Discúlpame, no puedo divertirme.
Al oír esto Keawe se irritaba más con ella,
pues pensaba que su esposa daba vueltas en su magín al asunto del anciano, y
también se enojaba consigo mismo porque cemprendía que ella tenía razón y se
avergonzaba de mcstrarse tan alegre.
-Ésta es tu fidelidad y éste es tu amor -gritó
él. Tu esposo acaba de salvarse de la perdición eterna, que le amenazaba, por
el amor que te tiene, y tú no puedes estar alegre. Kokua, tu corazón no es
leal.
Y dicho esto se fué de nuevo furioso. Anduvo
vagando por la ciudad todo el día. Encontró a varios amigos y tomé algunas
copas con ellos; después alquilaron un coche y se fueron al campo, donde
siguieron bebiendo. A pesar de todo, Keawe ssntíase decaído porque se divertía
mientras su esposa estaba triste, y también porque en el fondo de su corazón
comprendía que ella tenía más razón que él; y esta seguridad le hacía beber
todavía más.
Ahora bien, allí mismo en la taberna se
encontraba un viejo blanco llamado Haole, que se puso a beber con él; seguramente
era un contramaestre de un ballenero, un desertor, un minero o un huido de
presidio. Demostraba ser poco inteligente y sus maneras y expresiones erarn
groseras; le gustaba beber y ver cómo se emborrachaban los otros, y ahora
chocaba siempre su copa con la de Keawe. Al cabo de poco tiempo ninguno tenía
ya dinero.
-¡Eh, usted! Usted es rico; siempre nos lo ha
dicho. Parece que tiene usted una boeella o alguna otra tontería.
-Sí -contestó Keawe, soy rico. Iré a casa y
traeré el dinero que guarda mi esposa, pues es ella la administradora.
-Procede usted mal, marinero -díjole el
supuesto contramaestre; no confíe nunca a nad:e la bolsa con sus dólares; todas
las mujeres son falsas como e agua. Debería usted vigilarla.
Estas palabras se grabaron en la mente de
Keawe, porque estaba atontado de tanto como había bebido.
«No me extrañaría que ella también fuese falsa
-pensó. Porque, ¿qué otro motivo tendría para estar tan abatida al verme
liberado? Pero le demostraré que no soy un hombre a quien se puede engañar. La
sorprenderé en el acto.»
Por consiguiente, todos volvieron a la ciudad
y Keawe rogó al contramaestre que le aguardase en la esquina, y siguió adelante
por la avenida ya solo, hasta llegar a la puerta de su hogar. Ya había
anochecido; en el interior de la casa se veía luz, pero no se oía ningún ruido.
Keawe dió un rodeo por detrás de la casa, abrió con precaución la puerta
trasera y miró hacia e1 interior.
Allí estaba Kokua sentada sobre el piso,
teniendo una lámpara a su lado. Ante su esposa se encontraba la botella de
color lechoso, redonda y panzuda con su largo cuello. Al mirarla, Kokua se
retorcía desesperada las manos. Durante mucho tiempo Keawe permaneció inmóvil
en el umbral de la puerta. Primeramente no comprendió el significado de aquello;
mas después el terror se apoderó de él, pues creyó que la compra se había
efectuado de mala fe y que la botella había retornado nuevamente a él ccmo
ocurrió en San Francisco. Al pensar esto sintió que sus piernas no le sostenían
y que los vapores del vino se esfumaban de su mente, como la niebla despeja el
río al amanecer. También le cruzó por la mente otra idea; pero una idea tan
extraña que se le colorearon las mejillas.
«Tengo que estar seguro de lo que pienso», se
dijo para sí.
Así, pues, cerró de nuevo la puerta, dió la
vuelta a la casa y luego entró haciendo ruido como si acabase de llegar. Al
abrir la puerta de la habitación no vió ya ninguna botella y Kokua estaba
sentada en una silla mirándcle como si acabase de despertarse.
-Me he divertido durante todo el día bebiendo
con unos buenos compañeros y ahora vengo a buscar dinero para continuar
bebiendo y jaranear con ellos.
Su rostro y su voz eran tan severos como los
de un juez, mas Kokua estaba muy afligida para notarlo.
-Haces bien en gastar tu dinero, esposo mío
-dijo con voz temblorosa.
-¡Oh, hago bien todas las cosas! -exclamó
Keawe dirigiéndose directamente al cofre, del que sacó varias monedas. Mientras
efectu-aba esta operación, miró hacia el rincón dond9 antes guardaban la
botella, pero ésta no estaba allí. Al notar esto, el cofre se le cayó de las
manos y le pareció que la casa se le venía encima, asfixiándole como una
espiral de humo; pues comprendía que ahora estaba perdido y no había salvación.
«Es lo que temía -pensó; ha sido mi mujer quien la compró.»
Luego, repuesto ya algo, aunque un sudor
copioso y tan frío como el agua de pozo le caía por el rostro, se volvió a su
esposa y le dijo:
-Kokua, ya estás enterada de lo que me pasa.
Ahora regreso a divertirme con mis alegres compañeros.
-Y al decir esto se sonrió. Buscaré más alegrías en el vino, si tú me lo permites.
-Y al decir esto se sonrió. Buscaré más alegrías en el vino, si tú me lo permites.
Ella se abrazó a sus rodillas y las besó entre
las lágrimas que corrían por sus mejillas.
-¡Oh! -gritó la esposa. ¡No te pido más que
una palabra amable!
-No pensamos nunca mal uno del otro -dijo
Keawe, y salió de la casa.
Ahora bien, Keawe solamente había tomado unos
céntimos del cambio que habían guardado a la llegada. Estaba bien seguro de que
no bebería más. Su esposa había preferido perder su alma por él; ahora debía él
dar la suya por la de su compañera. No pensaba en otra cosa.
En la esquina le esperaba el contramaestre.
-Mi esposa tiene la botella -dijo Keawe -y si
usted no me ayuda para recobrarla no tendré más dinero, ni habrá más vino por
esta noche.
-¿Supongo que no hablará usted en serio
respecto a esa botella? -repuso el contramaestre.
-Sin embargo, es así -replicó Keawe. ¿Tengo yo
la apariencia de bromear?
-Es cierto -dijo el contramaestre. Usted está
tan serio como un fantasma.
-Muy bien -convino Kpawe. Aquí tiene usted dos
céntimos. Vaya usted a mi casa y ofrezca usted a mi mujer dos céntimos por la
botella, y -si no me equivoco- se la entregará inmediatamente. Tráigala y yo se
la compraré por un céntimo. Porque eso es lo determinado acerca de la botella:
que siempre hay que venderla por suma menor de la que se compra. En modo
alguno, sin embargo, diga a mi esposa que usted va de mi parte.
-Marinero, yo me pregunto si usted se burla de
mí -dijo el contramaestre.
-Aunque así fuese, esto no le perjudicaría a
usted.
-Es cierto, marinero -confirmó el
contramaestre.
-Y si usted duda de mí -agregó, puede hacer un
experimento. En cuanto usted salga de la casa, desee que su bolsillo se llene
de dinero o tener una botella de buen ron, o lo que quiera, y usted verá si es
verdad lo que le he dicho respecto al valor de la botella.
-Muy bien, kanaka -asintió el contramaestre.
Haré la prueba; pero si usted me cree tonto, le demostraré que yo ne lo soy
sino usted, dándole un palo.
Así, pues, él contramaestre del ballenero se
alejó por la avenida y Keawe se quedó esperándolo. Se hallaba cerca del mismo
lugar donde su esposa había esperado la noche anterior, pero Keawe estaba más
resuelto y na titubeaba en su propósito. Su alma, sí, estaba amargada por la
desesperación. Parecía que pasaba mucho tiempo antes de que oyera una voz que
cantara en la avenida oscu-recida. Sabía que la voz era del contramaestre,
pero, era extraño, cuán aguardentosa se oía ahora.
El contramüestre, tambaleándose, volvió a la
luz del farol. Llevaba la botella del diablo debajo de su chaqueta y otra
botella en su mano, levantándola hacía su boca mientras caminaba y bebiendo de
la misma.
-Veo que tiene usted la botella -dijo Keawe.
-¡Manos arriba! -gritó el contramaestre, dando
un salto hacia atrás. No toque usted la botella. Si da un paso hacia mí, te
romperé la cara. Creyó usted que yo podía servirle como anzuelo, ¿no es cierto?
-¿Qué quiere usted decir? -preguntó Keawe.
-¿Qué quiero decir? -gritó el contramaestre.
Que la botella es bastante buena, eso es lo que quiero decir. Cómo la conseguí
por dos céntimos no puedo saberlo, pero de lo que sí estoy seguro es de que no
la venderé por uno.
-¿Dice usted que no quiere vendérmela?
-preguntó Keawe jadeante.
-No, señor -contestó el contramaestre, pero le
daré un trago de ron si le gusta.
-Quiero advertirle que el hombre que se quede
con la botella irá al infierno.
-Lo que creo es que cuando muera iré a alguna
parte, y también que esta botella es la mejor compañera que por ahora tengo...
¡No, señor! -gritó nuevamente. Esta botella es mía ahora, y si quiere usted,
vaya a buscar otra.
-¿Será esto verdad? -gritó Keawe. Por su
propio bien, le ruego, véndamela.
-No creo en sus cuentos -replicó el
contramaestre. Usted pensó que yo era un imbécil, pero ahora ve usted que no lo
soy. Y con esto termina todo. Si usted no quiere tomar un trago de ron, lo
beberé yo. ¡Por su salud, y buenas noches! ...
El contramaestre se alejó por la avenida hacia
la ciudad, desapareciendo con él la botella de la historia
Keawe voló hacia Kokua tan rápido como el
viento; su alegría fué inmensa aquella noche. y desde entonces grande ha sido
la paz de su existencia en la Casa resplandeciente.
Cuento de los mares del sur
1.064. Stevenson (Robert Louis) - 060
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