Translate

domingo, 14 de diciembre de 2014

El diablillo de la botella

Hubo una vez un hombre, natural de Hawai, al que llamaré Keawe, pues la verdad es que todavía vive y su nombre conviene mantenerlo en secreto. El lugar de su nacimiento estaba no lejos de Honaunau, donde yacen les restos de Keawe el Grande ocultos en una cueva. Era nuestro hombre pobre, valiente y activo; podía leer y escribir como un maestro de escuela; era también un marino de primera calidad, pues había navegado durante algún tiempo en los barcos de vapor de la isla, y timoneaba ahora un ballenero por las costas de Hamahua. Al fin, se le ocurrió a Keawe el ver más mundo y ciudades extranjeras, y se embarcó en un buque que partía para San Francisco.
Ésta es una ciudad hermosa, dotada de un bello puerto y habitada por innumerable gente rica. Y, en particular, tiene una colina toda cubierta de palacios. En esta colina se hallaba un día nuestro Keawe dando un paseo, con sus bolsillos llenos de dinero, y contemplando las espléndidas y espaciosas casas con placer. «¡Qué hermosas casas hay aquí -pensaba, y cuán feliz debe ser la gente que more en ellas, sin preocuparse por el día de mañana!». Esto es lo que pensaba cuando llegó nuestro hombre frente a una casa que era más pequeña que ¡as demás, pero toda tan hermosa y bien terminada que parecía un juguete. Las gradas de aquella residencia brillaban como plata, los arriates del jardín florecían como guirnaldas, y las ventanas resplandecían como diamantes. Keawe se detuvo ante esta casa y se maravilló par todo lo que veia. Aunque estaba tan absorto, se percató de que una persona miraba hacia afuera a través de la ventana, y tan claramente se la veía, que Keawe podía contemplarla como se ve un pez en la balsa transparente que forman los arrecifes. La persona de la ventana era un hombre de edad madura, calvo, y de barba negra, y en su rostro se advertían las huellas del pesar. En aquel instante suspiraba con honda tristeza. Lo cierto es que así -como Keawe miraba al de la ventana, éste. contemplaba a Keawe, y cada uno en sus miradas envidiaba la suerte del otro.
De pronto el hombre sonrió, movió la cabeza e hizo señas a Keawe de que se acercase, y fué a reunirse con éste a la puerta de la casa.
-Ésta es mi hermosa casa -díjole el hombre, al par que suspiraba amarga-mente. ¿No tendría usted interés en ver las habitaciones?
Así, pues, enseñó a Keawe desde el sótano hasta la azotea, quedando Keawe atónito de tanta perfección.
-Ciertamente -respondió Keawe, es una casa preciosa. Si yo viviese en una semejante me reiría de todo el mundo. ¿Por qué entonces, usted suspira?
-No existe impedimento alguno para que usted posea -díjole el desconocido -una casa semejante a ésta, y aun más hermosa, si lo desea. Porque supongo que usted tiene dinero.
-Tengo sólo cincuenta dólares -replicó Keawe; pero una casa como ésta cuesta mucho más de cincuenta dólares.
El desconocido echó sus cálculos mentalmente, y continuó diciendo:
-Siento que no tenga usted más dinero, porque esta le acarreará turbaciones en lo futuro, pero será de usted en cincuenta dólares.
-¿La casa?
-No, la casa no -replicó el propietario-sino la «botella». Pues he de decir a usted que aunque aparezca tan rico y afortunado, toda mi fortuna, esta misma casa y su jardín, provienen de una botella no mucho mayor que una pinta[1]. Aquí está,
Y abrió una gaveta cerrada con llave y sacó de allí una botella redonda y panzuda, de cuello largo; el vidrio de la botella era blanco como la leche, con cambiantes tornasolados en las vetas, semejantes a los colores del arco iris. En su interior algo se movía, en la oscuridad, corno una sombra en un fuego.
-Ésta es la botella -dijo el hombre, y al ver que Keawe se reía, añadió: ¿Usted no me cree? Pruébela, entonces, usted mismo. Vea si puede romperla.
Keawe tomó la botella y la arrojó al suelo una y otra vez hasta que se cansó, pero la botella rebotaba como una pelota de jugar los chicos y no sufría ningún desperfecto.
-Esto es extraño -dijo Keawe. Porque tanto por el tacto como por la apariencia, esta botella parece de vidrio.
-Y es de vidrio -replicó el desconocido suspirando más tristemente que antes, pero este vidrio está templado en las llamas del infierno. Un diablo habita en ella y ésa es la sombra que nosotros contemplamos moviéndose en su interior; por lo menos así lo creo yo. A cualquier hombre que compre esta botella le obedecerá el diablillo, y todo lo que aquél desee: amor, fama, dinero, casas como ésta, o ciudades como en la que estamos, todo será suyo con sólo pronunciar una palabra. Napoleón poseyó esta botella y por eso llegó a ser el emperador del mundo; pero la vendió al fin y conoció la derrota. El capitán Cook tuvo también en su poder esta botella y gracias a la misma llegó a descubrir tantas islas; pero él también la vendió y después fué muerto en Hawai. Porque una vez que se vende, cesa el poder, y también la protección; y, a menos que un hombre se contente con lo que tiene entonces, le sobrevendrán desgracias.
-¿Y todavía habla usted de venderla?
-Yo tengo todo lo que deseo y estoy ya pasando de la edad madura -replicó el hombre. Hay una sola cosa que el diablillo no puede dar: no puede prolongar la vida; y no sería justo el ocultarle a usted que existe un grave inconveniente ern la botella: si un hombre muere antes de lograr venderla, sufrirá el tormento de que su cuerpo se tueste en los infiernos para siempre.
-Ya se ve que es un inconveniente y es bueno no equivocarse -exclamó Keawe. No quiero juegos con cosas de tal naturaleza. Puedo pasarme sin una casa, gracias a Dios, pero en lo que no puedo transigir ni una pizca es en condenarme.
-Querido, no debe usted dejarse arrebatar por esta circunstancia -replicó el desconocido. Todo lo que debe usted tener muy presente es que ha de usar el poder del diablillo con moderación, y después vender la botella a otra persona, del mismo modo que yo lo hago a usted, y terminar cómodamente su vida.
-Está bien, pero observo dos cosas -argumentó Keawe. Durante todo el tiempo usted ha estado suspirando como una doncella enamorada; ésta es una; y la otra es que usted vende la botella muy barata.
-Ya he explicado a usted por qué suspiro -contestó el vendedor. La causa es por el temor de que mi salud se quebrante; y como acaba usted de decir, el morir e ir a los infiernos es una calamidad para todo ser humano. Respecto ü por qué vendo la botella tan barata, tengo que explicar a usted que existe cierta particularidad con relación a este punto. Hace mucho tiempo, cuando el diablo la trajo primeramente a la tierra, la botella era extremadamente cara, y fué vendida en primer término al Preste Juan[2] en muchos millones de dólares; pero quedó estatuído que no se podrían efectuar nuevas ventas a menos que cada una lo fuese con pérdida respecto a su precedente. Si usted vende la botella al mismo precio que usted abonó por ella, ésta retorna a usted nuevamente como una paloma mensajera. Síguese de esto que el precio ha ido disminuyendo durante estos siglos y la botella resulta ahora notablemente barata. Yo la compré a uno de mis mejores vecinos de esta colina y solamente pagué por ella noventa dólares. Yo podría venderla hasta por ochenta y nueve dólares con noventa y nueve centavos, pero ni una moneda tnás, o la botella volvería a mí. Ahora bien, en todo esto hay dos inconvenientes: primero, cuando usted ofrece una botella tan singular por ochenta y tantos dólares, la gente supone que usted se burla; en segundo lugar..., pero no hay que apresurarse acerca de esto: no hay que hablar de ello. Solamente ha de recordar usted lo que pagó por ella.
-¿Cómo podré saber que tedo esto es verdad? -preguntó Keawe.
-Algo podrá usted averiguar y comprobarlo en seguida -replicó el descono-cido. Déme sus cincuenta dólares, tome la botella y desee usted que sus cincuenta dólares vuelvan a su bolsillo. Si esto no acontece, yo empeño mi palabra de honor y declaro que, lamentándolo mucho, nuestro convenio queda roto y devolveré a usted su dinero.
-¿No me engaña usted? -preguntó Keawe.
El vendedor lanzó un gran juramento que lo ligaba más, y al oírlo Keawe transigió:
-Bien, yo me arriesgaré también, pues no puede perjudicarme.
Y le pagó los cincuenta dólares al hombre y éste le entregó la botella.
-Diablillo de la botella -dijo Keawe, yo deseo que mis cincuenta dólares retornen a mí. Y a buen seguro no bien acababa de pronunciar estas palabras cuando su bolsillo se hallaba tan repleto como antes.
-No hay duda que es una botella maravillosa -afirmó Keawe.
-Y ahora, buenos días, mi simpático compañero, ¡y que el diablo le acompañe en vez de a mí! -díjole el misterioso vendedor.
-¡Aguarde! -exclamó Keawe. No deseo proseguir esta broma. Tenga de nuevo su botella.
-Amigo, usted la ha comprado por menos dinero de lo que yo pagué por ella -replicó el desconocido frotándose las manos; por tanto, la botella es suya ahora; y por mi parte sólo me interesa ya el verle marcharse. 
-Y dicho esto, y seguido por un sirviente chino, condujo a Keawe fuera de la casa.
Ahora bien, cuando Keawe estuvo en la calle con la botella debajo del brazo, empezó a pensar: «Si fuese verdad todo lo relativo a esta botella yo habría hecho un mal negocio -juzgó. Pero tal vez ese hombre solamente me ha engañado». Lo primero que hizo fué recontar su dinero; la cantidad era exacta; cuarenta y nueve dólares norteamericanos y uno en moneda de Chile. «Parece que es verdad -afirmó Keawe. Ahora probaré otra cosa».
Las calles, en aquella parte de la ciudad, estaban tan despejadas como la cubierta de un barco, y, aunque ya era mediodía, no se veían peatones. Entonces Keawe dejó la botella en la cuneta y se marchó. Por dos veces miró hacia atrás, y allí estaba la botella lechosa, redonda y panzuda, donde la había dejado. Por tercera vez volvió a mirar y dobló una esquina, pero no bien acababa de hacer esto, cuando sintió que algo se le clavaba en el codo, y ¡he aquí! que era el cuello largo de la botella que, como era panzuda, hacía bulto en el bolsillo de su impermeable.
-Parece que no hay duda -díjose Keawe.
Lo que hizo después fué comprar un sacacorchos en un bazar y, apartándose hacia unos sembrados, intentó allí sacar el corcho; pero cuantas veces probó sacarlo, otras tantas saltaba el sacacorchos y el corcho quedaba tan entero como antes.
-Este corcho es singular -dijo Keawe, y seguidamente comenzó a temblar y a trasudar, porque estaba atemorizado a causa de aquella botella.
Yendo de regreso camino del puerto, vió una tienda donde un hombre vendía cascos y cachiporras de la isla, antiguas divinidades paganas, monedas viejas, cuadros de China y Japón, y toda suerte de cosas raras que la gente de mar trae en sus cofres marinos. Al ver todo eso Keawe tuvo una idea. Se acercaría a ese hombre y le ofrecería la botella por cien dólares. El dueño de la tienda primeramente se sonrió y le ofreció cinco dólares; pero, por supuesto, se trataba de una botella rara; nunca había visto un vidrio semejante en objetos manufacturados de esa substancia, ni tan preciosos colores refulgiendo bajo el blanco lechoso, y menos tan extraña sombra revoloteando en el centro, así pues, después de mucho regatear respecto a la bondad de la botella, el tendero entregó a Keawe sesenta dólares de plata por ésta y la colocó en un anaquel situado entre dos ventanas.
-Ahora bien -dijo Keawe, he vendido por sesenta dólares lo que compré por cincuenta, o para hablar con más propiedad, por un poco menos, porque uno de mis dólares me lo dieron en moneda chilena. Ahora sabré la verdad acerca de otro extremo.
Así pues, se fué a su camarote del barco, y cuando abrió su cofre, ¡oh, sorpresa!, allí estaba la botella, que había llegado más a prisa que él mismo. Se hallaba en aquel momento en el camarote un compañero de Keawe apellidado Lopaca.
-¿Qué le pasa a usted? -preguntó Lopaca. ¿Qué mira usted de hito en hito en su cofre?
Ambos estaban solos en el castillo de popa y Keawe le confió su secreto, contándole cuanto le había ocurrido.
-He aquí un negocio bien extraño -afirmó Lopaca; y temo que usted sufrirá molestias por esta botella; pero hay un punto que está bien claro, y es que usted está seguro de las dificultades que ha de acarrearle; pero convendría que también lo estuviera usted de los beneficios. Decídase de una vez: ¿qué es lo que pretende de esa botella? Dé sus órdenes, y si sus deseos se cumplen, yo mismo le compraré la botella; porque tengo la idea de hacerme con una goleta propia para negociar entre las islas.
-Mi ilusión no es ésa, sino poseer una hermosa casa y jardín en la costa de Kona, donde nací, lugar en el que el sol penetra hasta la puerta, las flores abundan en el jardín, los vidrios refulgen en las ventanas, los cuadros adornan las paredes y se ven por todas las mesas «bibelots» y finos tapetes; todo semejante a lo que vi en aquella casa donde solamente estuve un día. La deseo de un piso más, y con balcones, tal como la del palacio del rey; y deseo vivir allá sin preocupaciones y divertirme con mis amigos y mis parientes.
-Está bien -dijo Lopaca, nos llevaremos la botella de vuelta con nosotros a Hawai, y si todo se cumple como usted lo supone, le compraré la botella como se lo prometí, y, entonces, pediré una goleta.
Ambos lo convinieron así, y no pasó mucho tiempo sin que el vapor llevase de retorno hacia Honolulú a Keawe, Lopaca y también a la botella. Apenas habían desembarcado, encontraron en el muelle a un amigo, quien lo primero que hizo fué dar el pésame a Keawe.
-No sé por qué me da usted el pésame -respondió Keawe.
-¿Es posible que no haya oído todavía que su anciano tío -aquel buen viejo- ha fallecido, y su primo -aquel hermoso muchacho- ha muerto ahogado?
Keawe se afligió mucho y empezó a llorar y a lamentarse, tanto que se olvidó de la botella. Pero Lopaca pensaba por cuenta propia y, cuando el pesar de Keawe amainó, díjole:
-Estaba pensando que su tío ¿acaso no tenía algunas tierras en Hawai, en el distrito de Kaü?
-No precisamente en Kaü -contestó Keawe, sino hacia las sierras, un poco más hacia el sur de Kookena.
-¿Esas tierras pasarán a ser propiedad de usted ahora? -preguntó Lopaca.
-Sí, ciertamente -respondió Keawe y de nuevo se lamentó por la pérdida de sus parientes.
-Este no es momento para lamentaciones -replicó Lopaca. Bulle una idea en mi mente. ¿No habrá ocasionado todas estas desgracias la botella? Porque éste es el lugar propio para su casa.
-Si esto fuera así -gritó Keawe- sería un modo horrible de compla-cerme matando a mis parientes. Pero naturalmente esto es posible; porque precisamente ésta es la región en que yo vi imaginativamente mi casa ideal.
-La casa, sin embargo, no está todavía construida -dijo Lopaca.
-No, no parece que sea así -contestó Keawe, porque aunque mi tío poseía algunas plantaciones de café, de ava-ava y de plátanos, eso no me proporcionaría grandes riquezas; y el resto de toda esa posesión es tierra de negra lava.
-Vamos al abogado -dijo Lopaca; todavía bulle esta idea en mi mente.
Ahora bien, cuando llegaron a la oficina del abogado se enteraron de que el tío de Keawe había reunido tal fortuna en sus últimos días, que era multimillonario y había dejado una enormidad de dinero.
-¡Ya tiene usted el dinero para la casa! -gritó Lopaca.
-Si usted desea construir una casa nueva, he aquí la dirección, en esta tarjeta, de un arquitecto recién llegado, pero de quien ya se habla mucho.
-¡Mucho mejor! -exclamó Lopaca. Parece que todos nuestros planes se realizan a pedir de boca; sigamos obedeciendo las órdenes.
Así, pues, se dirigieron a ver al arquitecto y éste les mostró proyectos de casas que tenía sobre su escritorio.
-Usted desea algo no común -dijo el arquitecto. ¿Le gusta este proyecto?
Y extendió a Keawe un plano.
Ahora bien, al posar Keawe su mirada en el plano no pudo reprimir un grito, pues lo que allí aparecía dibujado era exactamente la casa que en su imaginación había visto. «Me gusta esta casa, pensó, aunque no me agrada la forma en que ha llegado a mí; ahora, sin embargo, no me produce una impresión desfavorable y pienso aprovechar tanto lo bueno como lo malo»
Así, pues, Keawe manifestó al arquitecto todo lo que deseaba y cómo le gustaría tener la casa amueblada, adornadas las paredes con cuadros, y con chucherías las mesas; y preguntó sencillamente al arquitecto cuánto le costaría toda esta obra con todos sus detalles.
El arquitecto hizo muchas preguntas y tomando su pluma calculó lo que costaría. Cuando concluyó sus operaciones señaló la misma cantidad que Keawe acababa de heredar.
Lopaca y Keawe se miraron mutuamente y asintieron con la cabeza.
«Es evidente que he de poseer esta casa quiera o no quiera -pensó Keawe. Proviene del diablo y temo que nada bueno saldrá de esto para mí; pero de lo que estoy seguro es de que no desearé nada más mientras la botella esté en mi poder. Mas con la casa ya estoy comprametido y he de aceptar, no solamente lo provechoso, sino también los inconvenientes de este asunto.»
En efecto, determiné con el arquitecto las cláusulas del contrato y firmaron un documento; después Keawe y Lopaca se embarcaron nuevamente hacia Australia; porque habían convenido entre ellos que no debían intervenir en absoluto ni en la construcción ni en el adorno de la casa, sino dejarlo todo al gusto del arquitecto y del diablillo de la botella.
El viaje de vuelta fué una buena travesía. Sólo que Keawe tuvo que estar todo el tiempo sobre aviso consigo mismo, porque había jurado que no desearía nada nuevo ni aceptaría más favores del diablo. Volvieron cuando había transcurrido el tiempo concedido al arquitecto. Éste les dijo que la casa estaba ya lista, y entonces Keawe y Lopaca tomaron pasaje en el vapor Hall dirigiéndose vía Kona a ver la finca y comprobar si todo había sido efectuado exactamente conforme a las ideas que tenía Keawe en su mente.
Ahora bien, la casa se hallaba en la ladera de la montaña y se veía desde los barcos. Por encima, el bosque se elevaba hacia las nubes preñadas de lluvia; hacia abajo la negra lava se extendía hasta los arrecifes donde estaban enterrados los antiguos reyes. Un jardín florecía alrededor de esa casa esmaltado con diferentes matices de flores. También se veía a un lado un huerto de papayas y a otro uno de árboles de pan, y precisamente frente al mar un mástil de un barco había sido erigido para que ondease en él la bandera. Por lo que se refiere a la casa era de tres pisos y cada uno tenía grandes habitaciones con amplios balcones. Los vidrios de las ventanas eran tan trasparentes como el agua y tan brillantes como el día. Las habitaciones estaban adornadas por toda clase de muebles. De los muros pendían los cuadros con marcos dorados: cuadros de barcos y de hombres luchando, de las más hermosas mujeres y de paisajes singulares; en ninguna parte del mundo hay cuadros de un color tan nítido como los que Keawe encontró en su casa. Por lo que toca a los adornos y «bibelots» eran en extremo delicados: relojes de campa-nas y cajas de música, hombrecitos con sus cabezas moviéndose en vaivén, libros llenos de dibujos, escudos de valía de todas las partes del mundo y los más divertidos rompecabezas para distraer el ocio de un hombre solitario. Y como a nadie le hubiera gustado tener una casa tan espaciosa para pasear solamente por ella y contemplarla, había unos balcones tan amplios que podían dar cabida a gusto a una ciudad entera; por eso Keawe no sabía qué habitación preferir, si el pórtico de atrás, por donde penetrabaa la brisa de la montaña y que daba sobre los huertos y las flores, o el balcón del frente desde donde se podía respirar aire del mar, contemplar la ladera de la montaña y vislumbrar el barco Hall en su viaje semanal entre Hookena y las colinas de Pele, o las goletas que navegaban por la costa en busca de madera, ava-ava y bananas.
Keawe y Lopaca, una vez visto todo, se sentaron ern el pórtico.
-Muy bien. ¿Está todo como usted lo había pensado? -preguntó Lcpaca.
-Las palabras no pueden expresar lo que siento -contestó Keawe. Todo está mejor de lo que yo soñaba, y me siento trastornado de satisfacción.
-Solamente hay que considerar una cosa -dijo Lopaca- y es que todo esto puede ser natural en absoluto, y el diablillo de la botella no tiene nada que ver con esto. Ahora, si yo comprare la botella y después de todo no lograre la goleta que deseo, me habría arriesgado inútilmente. Sé que le di mi palabra de comprarla, pero también pienso que usted no se negará a concederme alguna prueba más.
-He jurado que no aceptaré más favores del diablo -dijo Keawe; ya he hecho demasiado.
-No exijo que le pida usted un nuevo favor -replicó Lopaca, solamente deseo ver al diablillo en persona. Corn eso no se gana nada ni hay nada de que avergonzarse: y sin embargo si yo lo viese una sola vez estaría seguro del asunto. Así, pues, acceda a mis deseos y permítame ver al diablillo; y después de haberlo visto, he aquí el dinero preparado y le comprarí: la botella.
-Una sola cosa me asusta -dijo Keawe. El diablillo acaso parezca tan horrible que si posa usted la mirada en él puede ser que no desee usted más la botella.
-Soy un hombre de palabra -dijo Lopaca- y aquí está el dinero.
-Muy bien -replicó Keawe. Yo mismo tengo curiosidad en verlo. Así que venga, señor diablillo, y permítanos el verle.
No bien acabó de decir esto, el diablo miróles desde la botella una y otra vez, tan rápido como una lagartija; y esta aparición paralizó a Keawe y Lopaca. Ya había anochecido cuando pudieron recobrar el dominio de su mente y su facultad de hablar; y entonces Lopaca tendió el dinero hacia Keawe y tomó la botelia.
-Soy un hombre de palabra -dijo, pues si no lo fuera no tocaría esta botella ni con mi pie. Está bien, lograré una goleta y unos cuantos dólares para mi bolsillo, y después me libraré de este diablillo tan pronto como pueda. Porque, a decir verdad, su imagen me ha descorazonado.
-Lopaca -dijo Keawe, no quiero que usted piense mal de mí; sé que es de noche y los caminos malos, y el pasaje por las tumbas[3] es un lugar expuesto para caminara tales horas, pero confieso que desde que he visto el diminuto rostro del diablillo no puedo comer ni dormir ni rezar hasta que se aleje de mí. Le daré una linterna y una canasta para colocar la botella y cualquier cuadro o cosa de valor de mi casa y que más le agrade: pero váyase en seguida y duerma en Hookena, con Nahinu.
-Keawe -dijo Lopaca, muchos hombres tomarían esto a mal; sobre todo cuando yo me estoy portando tan ainistosamente con usted al mantener mi palabra y comprar la botella. Por todo esto: por ser de noche, la oscuridad, el trayecto por las tumbas ha de ser diez veces más peligroso para un hombre con semejante pecado sobre su conciencia, y con tal botella debajo del brazo. Sin embargo, por mi parte me encuentro en extremo atemorizado y no tengo co: azón para maldecirle. Me voy, pues, y ruego a Dios que usted pueda ser feliz en su casa y yo afortunado con mi goleta, y ambos lleguemos al fin al cielo, a pesar del diablo y de su botella.
Entonces Lopaca se fué hacia la montaña, mientras Keawe, de pie en el balcón del frente, escuchaba el trotar del caballo, y observaba cómo la linterna relucía por el sendero y por entre los riscos de las cuevas donde yacían los antiguos reyes. Durante todo este tiempo temblaba y se apretaba las manos, rezando por su amigo, a la vez que daba gracias a Dios por haber escapado él mismo de aquel peligro.
Pero el día siguiente amaneció tan radiante y su nueva casa aparecía tan deliciosa para ser habitada que se disiparon sus temores. Los días se sucedían y Keawe vivía en la casa en continua alegría. Su sitio preferido era el pórtico de la parte posterior de la casa, donde comía,. pasaba el tiempo y leía las novedades de los diarios de Honolulú. Cuando llegaba alguien se le permitía ver la casa, los cuadros y las habitaciones. Y la fama de esta casa se propagó por todas partes; por lo que fué llamada Ka-Hale Nui -la Casa Grande- en toda la región de Kona; y a veces la Casa Resplandeciente, pues Keawe pagaba a un chino para que durante todo el día la limpiase con cepillo y paños. Los cristales, los dorados, las delicadas chucherías y los cuadros brillaban tan resplandecientes como una clara mañana. Así que Keawe no podía pasear por aquellas habitaciones sin cantar, pues su corazón rebosaba alegría; y cuando los barcos surcaban el mar, él enarbolaba su enseña y sus colores en el mástil.
Pasó algún tiempo hasta que Keawe decidió ir a Kailua para visitar a sus amigos. Éstos le agasajaron muy bien; pero al día siguiente se retiró muy temprano y al galope de su caballo tomó el camino de su casa, pues se impacientaba por verla y estar otra vez en ella; además esa noche era la fecha en que los muertos salían de sus tumbas y vagaban por los alrededores de Kona; y como estaba en relaciones con el diablo puso buen cuidado en no encontrarse con los difuntos. Un poco más hacia adelante, más allá de Honaunau, Keawe notó la presencia de una mujer que se bañaba cerca de la orilla del mar; al parecer se trataba de una muchacha bien desarrollada, aunque al principio Keawe no le prestó mucha atención. Sin embargo, más tarde Keawe vió cómo se agitaba la blanca camisa de la muchacha y luego su rojo «holo ku»[4], al vestirse, y cuando él llegó frente a la joven ya ésta había acabado de arreglarse y se encontraba de pie a un costado del camino cubierta con su rojo «holoku». El baño de mar la había refrescado y sus ojos, que eran hermosísimos, brillaban. Al verla así Keawe tiró rápidamente de las riendas y detuvo su caballo.
-Creí que conocía a todas las personas de esta región -dijo. ¿Cómo es posible que no conozca a usted?
-Soy Kokua, la hija de Mano -respondió la muchacha, y acabo de regresar de Oahu. Pero, ¿usted quién es?
-Después le diré quién soy, mas no inmediatamente -replicó Keawe apeándose. Porque bulle en este momento una idea en mi mente, y si usted supiera quién soy, ya que seguramente habrá usted oído hablar de mí, puede ser que no me diera una respuesta sincera, Pero, ante todo, dígame: ¿está usted casada?
Al oír esta pregunta Kokua se echó a reír.
-Verdaderamente es usted el que hace preguntas -afirmó pregun-tando también a su vez: Y usted, ¿es casado?
-Le aseguro que no, Kokua -replicó Keawe, y nunca hasta este momento pensé en casarme. Pero le voy a decir toda la verdad. Al encontrar a usted aquí en este camino y al ver sus ojos, que parecen dos estrellas, mi corazón voló hacia usted tan ligero como un pájaro. Ahora bien, si usted no siente por mí nada, dígamelo, y volveré a emprender mi marcha; pero si usted juzga que no soy peor que cualquier otro joven, dígamelo también, e irá a casa de su padre esta misma noche y mañana le hablaré.
Kokua no respondió palabra alguna, pero miraba hacia el mar y se reía.
-Kokua -dijo Keawe, si no me dices nada, lo interpretaré como buena respuesta. ¡Vamos a casa de tu padre!
La joven iba delante sin hablar; sólo de vez en cuando miraba hacia atrás y al punto esquivaba su mirada: mordisqueaba las cintas de su sombrero.
Ahora bien, cuando llegaron a la puerta de la casa, Kiano salió al balcón y saludó a Keawe por su nombre. Al oírlo la muchacha levantó su mirada asombrada, pues la fama de la gran residencia había llegado hasta ella;,y por cierto que la casa era una gran tentación. Pasaron toda esa noche juntos y muy alegres; la muchacha se mostró tan arrogante como atrevida en presencia de sus padres, mofándose amigablemente de Keawe, pues poseía una inteligencia muy viva. Al día siguiente Kcawe habló unas palabras con Kiano y después se encontró con la muchacha a solas.
-Kokua -díjole, anoche te burlaste de mí durante toda la velada; todavía tienes tiempo de despacharme. Yo no quería decirte quién era porque poseo una casa elegante y temí que tú podrías pensar demasiado en la casa y muy poco en el hombre que te ama. Ahora ya lo sabes todo y si no quieres verme más, dímelo en seguida.
-No -fué la afirmación de Kokua, y al aceptarlo ya no se reía, ni Keawe le preguntó nada más.
Éste fué el noviazgo y galanteo de Keawe; todo sucedió rápida-mente: la flecha también hiende el aire con rapidez, y la bala de un rifle es aun más veloz; sin embargo ambas alcanzan el blanco. Todo había sucedido apresuradamente y tamuién había llegado lejos. La imagen de Keawe se grabó de manera profunda en la mente de Kokua; ésta oía su voz sonar con acento inconfundible entre las olas que azotaban la lava, y por este joven a quien había visto sólo dos veces ella hubiera dejado el padre, la madre y su isla nativa. Por lo que se refiere a Keawe volaba a caballo por el sendero de la montaña bajo el risco de las tumbas, y el sonido de las herraduras de su caballo y el canto que el propio jinete, loco de alegría, entonaba para sí, repercutían en las cavernas de los muertos. Keawe retornó ese día a la Casa Resplandeciente cantando todavía. Sentóse y comió en la galería amplia y espléndida; y el sirviente chino se extrañaba de la alegría de su amo al oírle cantar entre bocado y bocadc. El sol se hundió en el mar y la noche llegó. Keawe, en lo alto de las montañas, se paseaba por las galerías a la luz de faroles cantando sin cesar, tanto que su canción extrañaba a los marineros de las embarcaciones.
«Me encuentro ahora en este elevado lugar que lo domina todo -pensó para sus adentros. La vida no puede presentárseme mejor; me hallo en la cumbre de la montaña y todas las rocas que miro a mi alrededor están por debajo de ésta. Por primera vez quiero encender la luz en las habitaciones y bañarme en mi elegante bañadera con agua fría y caliente, y dormir solo en la alcoba nupcial.»
Así, pues, el chino recibió órdenes de encender las calderas, y mientras se hallaba ocupado en cumplir estas órdenes en el sótano cerca de la cocina, oía a su amo cantar y regocijarse arriba en las habitaciones profusamente iluminadas. Cuando el agua estuvo caliente, el chino avisó a su amo. Keawe entró en el cuarto de baño. El chino le oía seguir cantando, mientras llenaba la bañadera de mármol y se desnudaba. De pronto el canto cesó. El chino prestó atención, y al no oír ya cantar preguntó a su amo si todo estaba bien. Keawe le contestó que sí y que se fuese a dormir. Ya no se oyó más cantar en la Casa Resplandeciente, pero en cambio el chino oyó a su amo ir y venir sin descanso por la galería.
Lo que había pasado era que al desnudarse Keawe para bañarse notó en su cuerpo una mancha parecida al liquen en una roca: eso fué lo que truncó el canto. Keawe comprendió la significación de esa mancha: sabía que se había contagiado del mal de los chinos, ¡la lepra!
Es bien triste para cualquier persona el darse cuenta de que se halla atacada de esa enfermedad. Para cualquiera sería tristísimo el tener que abandonar mansión tan hermosa y cómoda y partir lejos de todos sus amigos a la costa norte de Molokai, hacia aquel destierro que se encuentra entre elevados riscos y los rompeolas. Pero, ¿qué significaba todo esto, si lo comparamos con el sufrimiento de Keawe, quien habiendo encontrado su amor el día anterior, habiéndole conquistado precisamente esa misma mañana, veía ahora quebrarse todas sus ilusiones y esperanzas, como se hace añicos una copa de cristal?
Durante un rato Keawe permaneció sentado en el borde de la bañadera; después dió un salto y gritando salió corriendo; y corría, corría como un desesperado de acá para allá a todo lo largo de la galería.
«Sin lanzar la menor protesta yo podría abandonar Hawai, y la casa de mis padres-pensaba Keawe-. Con facilidad podría dejar este palacio de muchas ventanas y situado en este elevado lugar en la cumbre de la montaña. Muy resueltamente podría ir a Molokai, a Kalaupapa, entre los riscos, para vivir entre los leprosos y morir al fin allí lejos de mis padres. Pero ¿qué mal he cometido, qué pecado pesa sobre mi alma para que encontrase ayer tarde a Kokua, fresca y resplandeciente, al salir de tomar su baño de mar? ¡Kokua, cuya alma me ha trastornado! ¡Kokua, la luz de mi vida! Ya nunca podré casarme con ella, nunca más podré verla, ni tocarla con mis manos cariñosas. Y por eso me lamento, por ti, ¡oh Kokua!»
Conviene notar qué clase de hombre era Keawe. Sin ninguna dificultad hubiera podido vivir en la Casa Resplandeciente, durante muchos años, sin que nadie se hubiese enterado de su enfermedad; pero esto era a costa de la pérdida de Kokua y eso no lo podría sufrir. También podía haberse casado con ella, aun estando enfermo; muchos lo hubieran hecho, porque tienen almas negras; pero Keawe amaba a Kokua varonilmente y había determinado no hacerla daño alguno ni exponerla al peligro de contagio.
Pasada la medianoche se acordó de la botella. Keawe dirigióse entonces al pórtico en la parte trasera de la casa y recordó el día en que el diablo le miró desde la botella; y al recordar esa mirada le pareció sentir que la sangre se le helaba en las venas.
«Cosa horrible es la botella -pensó, y horrible es el diablo y también es horrible el exponerse a las llamas del infierno. Pero, ¿qué otra esperanza me queda de curarme de esta enfermedad y de casarme con Kokua? ¿Por qué no he de molestar al diablo nuevamente para conquistar a Kokua, siendo así que le he molestado una sola vez para lograr esta casa para mí?»
Después recordó Keawe que al día siguiente regresaba al barco Hall a Honolulú. «Allá es adonde tengo que dirigirme ante todo para visitar a Lopaca -pensó, pues la única esperanza que me queda es recuperar la botella, de la cual con tanta alegría me libré.»
Keawe no pudo conciliar el sueño ni un solo minuto; la comida no le pasaba de la garganta. Sin embargo remitió una carta a Kiano y a la hora aproximada de la llegada del vapor bajó a caballo serpenteando el risco de las tumbas. Llovía; el caballo andaba con dificultad; Keawe miraba los negros agujeros de las cuevas y envidiaba a los muertos que dormían allí libres ya de pesares; recordaba cómo había galopado el día anterior y se asombraba de aquel cambio tan repentino. Por fin llegó a llookena, donde como de costumbre se hallaba apiñada toda la población en espera del barco. Muchas perso-nas estaban sentadas a la sombra, en el almacén, bromeando y contando las novedades del día; pero Keawe no sentía deseos de hablar: solamente miraba cómo caía la lluvia sobre las casas y cómo las olas se rompían contra las rocas, y entonces se le anudó aún más la garganta.
-Miren a Keawe, el de la Casa Resplandeciente, no parece muy animado -decíanse entre sí los parroquianos. Esto era cierto, pero no había por qué extrañarse.
Poco después llegó el Hall, y Keawe dirigióse a él en un bote ballenero. La popa del barco estaba atestada de «haoles»[5] visitantes del volcán, excursión ecostulnbrada; en la parte central del barco se apretujaban los «kanabas»[6] y en proa se veían toros salvajes de Hilo y caballos de Kaü. Keawe, apartándose de todos, se sentó y su mirada se dirigió hacia la casa de Kiano. Ésta se levantaba allá abajo en la costa, entre las negruzcas rocas y bajo la sombra de palmeras, y allí frente a la puerta un «holoku» rojo, no mayor que una mosca a la distancia, se movía de un lado para otro, diligente como una hormiga. «¡Ah, reina de mi corazón -gritó Keawe para sus adentros, voy a arriesgar mi alma para conquistarte!»
No mucho después del crepúsculo, y cuando se encendieron las luces, los «haoles», como de costumbre, se sentaron para jugar a los naipes y beber whisky. Pero Keawe se paseó por cubierta toda la noche, y también durante todo el día siguiente, mientras el barco navegaba próximo a las costas de sotavento de Maui y de Molokai: cual animal salvaje en su jaula, así Keawe se paseaba sobre cubierta.
Al atardecer el barco pasó delante de Diamond Head, y llegó al fin al muelle de Honolulú. Keawe desembarcó junto con otras personas, y empezó a preguntar por Lopaca. Pero le dijeron que su amigo había llegado a ser el patrón de una goleta -la mejor que había en las islas -y había salido hacia PolaPola o Kahiki. Así que era inútil buscar a Lopaca. En esto Keawe se acordó de que tenía un amigo allí, se trataba de un abogado de la ciudad -cuyo nombre no hace al caso -y preguntó su dirección. Le contestaron que el susodicho hombre de leyes se había convertido de improviso en una persona muy rica y que había adquirido una casa nueva y muy elegante en la costa de Waikiki. Al oír esto, una idea asaltó a Keawe. Llamó, pues, a un coche y se dirigió a casa del abogado.
Ésta era enteramente nueva y los árboles del jardín eran todavía muy jóvenes. El abogado cuando apareció en la puerta parecía un hombre contento y satisfecho.
-¿En qué puedo servirle? -preguntóle a Keawe.
-Creo que usted es amigo de Lopaca -contestó Keawe, y Lopaca me había comprado cierto objeto curioso que desearía de nuevo encontrar. Por eso pensé que tal vez usted podría indicarme quién es su dueño en la actualidad.
El rostro del abogado se oscureció.
-No he de negarle que no sé de qué se trata, señor Keawe -afirmó, aunque este negocio es bastante feo y no me gusta hablar de él. Puede usted estar seguro de que no sé nada: he perdido su pista; pero se me ocurre que si usted acudiera a cierto lugar, creo que allí podrían indicarle algo.
Y el abogado le dió un nombre, que no hay tampoco por qué mencionar. Durante varios días Keawe peregrinó por la ciudad de casa en casa, encontrando por todas partes vestidos y carruajes nuevos, mansiones elegantes recién construidas y gente muy contenta, aunque sus rostros se ensombrecían cuando Keawe les mencionaba la botella.
«No hay duda de que estoy sobre la pista -pensó. Estos vestidos nuevos así como los carruajes son regalos del diablillo, y estos restros satisfechos son de aquellas personas que se han aprovechado del hechizo y se libraron al fin de ese maldito objeto. Cuando vea unas mejillas pálidas y oiga suspirar, entonces sabré que estoy cerca de la botella.»
Por fin sucedió que le enviaron a un «haole» que habitaba en la calle Britanía. Cuando llegó a la casa, cerca de la hora de cenar, notó las características que le eran ya familiares: la mansión era nueva, el jardín mostraba señales de haber sido plantado hacía poco y la luz eléctrica brillaba en el hueco de las ventanas; mas el joven blanco que apareció ante su vista estaba pálido como un cadáver, ojeroso, y tenía el cabello despeinado y una mirada tan desesperada que sólo era comparable a la del hombre que aguarda la horca.
«Aquí está la botella, no hay duda», pensó Keawe y no trató en modo alguno de andar con rodeos.
-Vengo a comprarle la botella -le espetó directamente.
Al oír esto el joven «haole» de la calle Britania se tambaleó y tuvo que apoyarse en la pared.
-¡La botella! -exclamó anhelante. ¡Comprar la botella!. Después el joven, agotado al parecer, asió a Keawe del brazo, le condujo a un salón y llenó dos vasos de vino.
-A su salud -exclamó Keawe, el cual en otros tiempos había trata-do mucho con blancos. Sí -agregó, vengo a comprarle la botella. ¿Qué precio tiene en la actualidad?
Al oír esto el joven dejó caer su vaso y miró a Keawe como a un aparecido.
-¿El precio? -repitió. ¡El precio! ¿No sabe usted el precio?
-Eso es lo que le pregunto -insistió Keawe. Pero, ¿por qué está usted tan afectado? ¿Ocurre algo con el precio?
-Ha bajado mucho su valor desde que usted la vendió, señor Keawe -contestó el joven titubeando.
-Bien, bien, tendré que pagar menos por ella -dijo Keawe. ¿Cuán-to le ha costado a usted?
El joven estaba tan blanco como una hoja de papel.
-Dos centavos -contestó al fin.
-¿Qué? -gritó Keawe. ¿Dos centavos? Es decir que sólo puede usted venderla a una persona. Y el que la compre...
Las palabras se ahogaron en los labios de Keawe; el que la comprare no podría ya venderla de nuevo, y el diablillo de la botella se quedaría con él hasta su muerte y después se lo llevaría a los infiernos.
El joven de la calle Britania cayó de rodillas a los pies de Keawe, gritando:
-¡Por Dios, cómprela! Puede usted si quiere quedarse con toda mi fortuna. Estaba loco cuando la compré a ese precio. Desfalqué en la casa en que trabajaba. Me hallaba perdido sin remedio: ¡mi fin era la cárcel!
-¡Pobre hombre! -dijo Keawe. Usted arriesgó su alma en un caso tan desesperado, y sólo para evitar el justo castigo de su propia deshonra; y cree usted que yo puedo vacilar cuando para mí se trata del amor? Déme la botella y el cambio, pues estoy seguro de que ya lo tiene preparado. Aquí tiene usted una moneda de cinco centavos.
Era como Keawe lo suponía: el joven ya tenía el cambio preparado en un cajón del escritorio; la botella mudó de dueño, y apenas Keawe la tuvo en sus manos, cuando ya había formulado su deseo de hallarse completamente sano. Y así fué; cuando llegó a su alcoba y se desnudó delante del espejo, su cuerpo apareció tan limpio como el de un niño. Pero algo extraño sucedió: no bien se había visto libre de su enfermedad, por verdadero milagro, sus ideas cambiaron: ya no le importaba la lepra y muy poco Kokua; un solo pensamiento le atenazaba: el de estar ligado para siempre con el diablo y haber perdido la esperanza de evitar el ser pasto de las llamas en el infierno. En su imaginación veía continuamente arder las llamas, estremeciéndose su alma, invadida por espesas tinieblas en medio de la luz.
Cuando Keawe se repuso un poco, dióse cuenta que era de noche, es decir, la hora en que la orquesta tocaba en el hotel. Allá se dirigió, porque temía quedarse solo y allí, entre rostros alegres, iba de un lado para otro y escuchaba música aunque también durante todo el tiempo oía en su alma el chisporrotear de las llamas y veía el fuego rojo ardiendo en el pozo sin fondo del abismo. De pronto la orquesta tocó Hiki-ao-ao, la canción que había cantado junto con i'okua, y, al oírla, recobró su valor.
«Ya está hecho -pensó,y de nuevo tendré que aceptar lo bueno junto con lo adverso.»
Así, pues, volvió a Hawai en el primer barco, y tan pronto como le fué posible, una vez arreglado todo, se casó con Kokua y la llevó a las montañas, a su Casa Resplandeciente.
Ahora bien, mientras Keawe y Kokua permanecían juntos, el corazón del esposo se hallaba apaciguado; mas tan pronto como éste se quedaba solo se apoderaba de él un terror inmenso, y oía el chisporrotear de las llamas y veía el fuego rojo arder en un pozo sin fondo.
La muchacha, por supuesto, se le entregó por completo, y el corazón de Kokua se sobresaltaba cuando veía a Keawe y cuando éste apretaba con su mano la de ella. Kokua estaba tan bien formada y era tan bella en todo su ser, desde el cabello a los diminutos pies, que nadie podía verla sin sentir alegría. Su carácter era agradable. Para todos tenía alguna buena y adecuada frase. Siempre estaba cantando e iba de un lado a otro recorriendo la Casa Resplandeciente gorjeando corno un pajarillo, ¡era lo más resplandeciente que había en la casa! Y Keawe la contemplaba y escuchaba con delicia, mas luego iba a esconderse en algún rincón llorando y lamentándose al recordar el precio que había pagado por esa felicidad, y tener que secar sus ojos después y lavar su rostro para ir a reunirse con su mujer en las amplias galerías, deleitarse con sus cantos y, estando su espíritu decaído y enfermo, contestar forzadamente a sus sonrisas.
Mas llegó un día en que los pies de la muchacha ya no se movían tan ligeramente, ni con tanta frecuenciabse la oía cantar. Ya no era solamente Keawe quien estaba solo, ni quien se escondía para llorar, sino que ambos se separaban uno del otro y se sentaban en distintos balcones. Keawe estaba tan sumergido en su desesperación que apenas observó este cambio en su mujer; es más: estaba muy contento por tener más tiempo de estar a solas y cavilar en su destino, y no estar obligado a sonreír frecuentemente y a la fuerza, teniendo el corazón destrozado. Pero un día que pasaba lentamente por delante de la casa, Keawe oyó los sollozos de una niña y vió a Kokua tendida en el pavimento del balcón cubriéndose el rostro con las manos y llorando como una desesperada.
-Haces bien en llorar en esta casa, Kokua -dijo Keawe. Y sin embargo daría mi vida por que tú, por lo menos, te sintieras feliz.
-¡Feliz! -gritó Kokua. Keawe, cuando vivías solo en tu Casa Resplandeciente, todos en la isla afirmaban que eras un hombre feliz; la risa y el canto no se separaron de tu boca, y tu rostro era tan claro como el amanecer. Pero desde que te casaste con la pobre Kokua -y sólo Dios sabe qué clase de mal hay en mí -desde ese día no has sonreído más. ¡Oh! -exclamó con desesperación. ¿Qué es lo que me pasa? Creía que era hermosa y sabía que te amaba. ¿Qué sucede, sin embargo, puesto que oscurezco la vida a mi esposo?
-¡Pobre Kokua! -dijo Keawe sentándose a su lado y tratando de asir su mano, pero ella la apartó. ¡Pobre Kokua! -repitió. Pobre niña, hermosa mía. Siempre he pensado que podía ahorrarte este dolor. Está bien, todo lo sabrás. Y entonces por lo menos tendrás lástima del pobre Keawe; entonces comprenderás cuánto él te quería antes -pues por poseerte arrostró hasta el infierno -y cuánto te quiero todavía -siendo un pobre condenado -ya que todavía puede alegrarse y sonreír cuando te mira.
Y Keawe le contó todo desde el principio.
-¿Has hecho esto por mí? -exclamó Kokua. ¡Ah!, ¿por qué me pre-ocupo entonces? -y le abrazó llorando de emoción.
-¡Ay!, niña -díjole Keawe, y sin embargo cuando pienso en el fuego del infierno no puedo menos de acongojarme muchísimo.
-No me digas eso -replicó su esposa. Ningún hombre puede ir al infierno solamente por amar a Kokua. Te aseguro, Keawe, que con éstas mis propias manos te he de salvar, o pereceré junto a ti. ¡Cómo! Tú me amaste hasta sacrificar tu alma por mí y ¿piensas que yo no moriré por salvarte?
-¡Ah, queridísima Kokua! Puedes morir cien veces, pero ¿con qué fin? Cuando yo sea condenado entonces tendrás que dejarme -afirmó Keawe.
-Eres bastante ignorante -contestó Kokua. Yo fui educada en una escuela de Honolulú; no soy por tanto una muchacha vulgar. Y te afirmo que salvaré a mi amado. ¿Qué hay con que te haya costado un centavo? No todo el mundo es americano. En Inglaterra existe una moneda llamada «farthing» -un cuarto de penique- y cuyo valor es de medio centavo norteamericano. ¡Ah, qué desgracia! -exclamó la joven. Esto poco puede ayudarnos, pues hay que encontrar al comprador, y no hallaremos a nadie tan valiente como mi Keawe. Pero, ahora que me acuerdo, en Francia circula una pequeña moneda llamada céntimo y de las que dan cinco, poco más o menos, por centavo. Nada mejor podemos hacer, Keawe, que ir a las islas fran-cesas; vámonos a Tahití en el primer barco. Allí tendremos cuatro céntimos, tres, dos y uno; podremos vender la botella por cuatro céntimos y el comprador podrá también venderla. ¡Ven, Keawe mío! Bésame, y no te preocupes más. Kokua te defenderá.
-¡Bendito sea Dios! -exclamó Keawe. No puedo creer que Dios quiera castigarme por amarte, tan buena como eres. Sea como tú quieres; llévame a donde desees: mi vida y mi salvación las pongo en tus manos.
Al día siguiente muy temprano Kokua empezó sus preparativos. Buscó el cofre que Keawe siempre llevaba cuando había sido mari-nero y guardó en él primeramente la botella; luego colocó sus más lujosos vestidos y las más valiosas joyas y adornos, así como las mejores chucherías de la casa. «Porque -decía- la gente tiene que pensar que somos ricos, si no ¿quién creerá en la historia de la botella?» Mientras preparaba el equipaje Kokua estaba alegre como un pajarillo, y sólo cuando miraba a Keawe se le llenaban los ojos de lágrimas y corría entonces a abrazarle. En cuanto a Keawe, sentía su alma un tanto aliviada al haber compartido su secreto y al vislumbrar alguna esperanza; parecía ya otro hombre, sus pies se movían más ligeros y respiraba de nuevo más aliviado. Sin embargo, el terror no le abandonaba por completo; y de vez en cuando, así como el viento apaga la vela, la esperanza moría en su alma y veía cómo se agitaban las llamas y cómo él mismo ardía ya en las lenguas de fuego del infierno.
En el país se decía que el matrimonio iba en viaje de placer a los Estados Unidos, noticia que pareció un tanto extraña, y sin embargo no era tan extraña si alguien hubiera podido adivinar la causa. Así, pues, se fueron a Honolulú en el barco Hall, y de allí en el vapor Umatilla a San Francisco con una multitud de «haoles». Ya en San Francisco tomaron pasajes en el bergantín correo el Pájaro Tropical, para Papeete, principal ciudad francesa en las islas del sur. Llegaron en un día claro pero azotado por fuertes vientos alisios y vieron cómo se rompían las olas en los riscos de la costa. Allí estaba Motuiti con sus palmeras, más cerca unas goletas navegaban próximas a la playa, y allá en el fondo se divisaban las blancas casas de la ciudad entre los árboles verdes, coronado todo por las montañas y las nubes de Tahití, la isla sabia.
Keawe y Kokua decidieron que lo más prudente sería alquilar una casa, y así lo hicieron. Encontraron una frente al consulado británico, lugar donde podían mejor ostentar su riqueza y hacerse conocer por sus carruajes y caballos. Todo esto lo podían lograr mientras la botella estuviese en su poder, y por eso Kokua, que era más osada que Keawe, siempre que necesitaba veinte o cien dólares molestaba al diablillo. Muy pronto la ciudad advirtió su presencia, y la pareja convirtióse en el tema obligado de las conversaciones que giraban en torno a los carruajes, caballos y ricos vestidos de los extranjeros de Hawai, especialmente el espléndido collar de Kokua.
Ante todo, lo primero que hicieron fué familiarizarse con el idioma tahitiano, el cual, por cierto, es muy parecido al hawaiano, a excepción de algunos sonidos y palabras. Tan pronto adquirieron facilidad para expresarse empezaron a activar la venta de la botella. Hay que tener en cuenta que no era cosa fácil tratar este negocio. Antes bien era cuestión ardua persuadir a la gente de que no se estaban burlando de ella al ofrecerle la fuente de la felicidad por cuatro céntimos. Todos desconfiaban y se reían, o juzgaban que el cariz siniestro del asunto anulaba los beneficios, y todos se alejaban de Keawe y de Kokua como de personas poseídas por el diablo. Así que lejos de ganar terreno lo iban perdiendo; hasta los chicos en la calle al divisarlos salían corriendo y gritando, cosa intolerable para Kokua; los católicos se persignaban cuando pasaban a su lado; y todo, en general empezaron, como obrando de mutuo acuerdo, a esquivarlos.
Estaban deprimidos. Llegada la noche, se sentaban en aquella casa nueva, después de un día abrumador, y no cambiaban una palabra entre sí. A veces el silencio era interrumpido por Kokua, quien prorrumpía súbitamente en sollozos. A veces oraban juntos; a veces sacaban la botella del armario, y permanecían toda la noche observando cómo la sombra revoloteaba en su interior. Esas noches estaban demasiado asustados para poder descansar. Transcurría mucho tiempo hasta que el sueño se apoderaba de ambos, y si alguno caía rendido por él, pronto se despertaba y encontraba a su compañero llorando quedamente en algún rincón oscuro, o a veces advertía que el otro había huído de la casa y de la cercanía de la botella, para descansar en el jardín bajo los arbustos, o para vagar por la playa a la luz de la luna.
Así sucedió una noche cuando Kokua se despertó. Keawe se había ido; su mujer tanteó el lugar donde dormía, pero estaba frío; entonces ella sintió miedo y se sentó en la cama. A la luz tenue de la luna que se filtraba por las ventanas, podía distinguir la botella sobre el pavimento. Afuera soplaba un viento fuerte; los grandes árboles de la avenida crujían y las hojas secas se arremolinaban ruidosamente en el balcón. A pesar de estos sonidos, Kokua percibió otro distinto y extrañc: difícilmente podría decir si provenía o de un hombre o de un animal: era triste como la muerte y desgarraba el corazón el oírlo. Quedamente se levantó, abrió la puerta y miró hacia el huerto alumbrado por la luna. Allá bajo los plátanos se hallaba tendido Keawe, boca abajo, quejándose.
La primera idea de Kokua fué correr hacia él para consolarlo, pero bien pronto se detuvo por una segunda inspiración. Keawe se había portado siempre ante ella como un hombre valiente, y no convenía que ahora ella, al descubrirle así, le avergonzase. Pensando esto retornó a la casa.
«¡Cielos! -pensó Kokua, qué despreocupada he sido, qué débil! Él, y no yo, es quien se encuentra en peligro inminente; él es, y no yo, quien ha echado esa maldición sobre su alma; es por mí, por el amor que me tiene y que tan poco merezco, por quien contempla tan de cerca las llamas del infierno, y ¡ay! hasta percibe el humo de las mismas, tendido ahora en el jardín a la intemperie y a la luz de la luna. Soy tan pobre de espíritu, tan apocada que nunca hasta este momento he comprendido mi deber ni tuve idea del mismo antes. Pero ahora, por lo menos, sacaré fuerzas de flaqueza; ahora me despediré de las blan¿as escalinatas que ascienden al cielo y de mis amigos que allá me esperan. Amor por amor, y que el mío sea igual al de Keawe. Alma por alma, y que la mía sea la que perezca.»
Kokua era una mujer diligente y por eso a los pocos minutos estaba ya vestida; tomó el cambio, es decir, los preciosos céntimos que cada uno conservaba; porque como estas monedas eran tan poco usadas, se habían provisto de las mismas en una oficina del gobierno. Cuando ya se encontró fuera de la casa, en la avenida, el viento arrastró densas nubes que cubrieron la luna. La ciudad dormía, y Kokua no sabía a dónde di.:girse, cuando, en esto, oyó toser a alguien entre las sombras de los árboles.
-Anciano -dijo Kokua, ¿qué hace usted aquí afuera en esta noche tan fría?
El viejo apenas podía articular palabra por la tos, mas ella comprendió que se trataba de un pobre, y extranjero, en la isla.
-¿Quiere usted hacerme un favor? -preguntóle Kokua. Como extranjeros que somos y como anciano a una joven, ¿quiere usted ayudar a una hawaiana?
-¡Ah! -exclamó el anciano. ¡Así que usted es la bruja de las Ocho Islas y trata ahora de enredar a mi vieja alma! Porque he oído hablar de usted y sabré enfrentarme con su maldad -añadió el anciano.
-Siéntese acá y permítame que le cuente lo que sucede -dijo Kokua. Y le narró la historia de Keawe desde el principio hasta el final.
-¿Y ahora? -preguntó ella. Yo soy su mujer a quien él procuró bienestar vendiendo su alma. Y ¿qué tendría yo que hacer? Si me dirijo a él yo misma y me ofrezco a compraile la botella, rehusará; pero si va usted, se la venderá con gusto. Esperaré a usted aquí: usted la comprará por cuatro céntimos y yo después a usted por tres. ¡Que Dios proporcione fuerzas a esta pobre muchacha!
-Si usted quisiera engañarme -dijo el viejo, creo que Dios la castigaría.
-¡Y tanto que lo haría! -exclamó Kokua. Esté usted seguro de ello. Además, yo no podría ser tan falsa. Dios no lo soportaría.
-Déme les cuatro céntimos y espere acá -accedió al fin el anciano.
Ahora bien, al encontrarse Kokua sola en la calle, desfalleció su espíritu. El viento rugía entre los árboles y le parecía que era el crepitar de las llamas del infierno; las sombras se proyectaban vacilantes a la luz del farol, y le parecía que eran las manos de seres sanguinarios que se extendían para atraparla. Si hubiese tenido energía suficiente para correr, habría huido; si hubiese tenido aliento, hubiese gritado con todas sus fuerzas; pero la verdad es que no podía hacer nada; solamente se hallaba allí de pie en la calzada como una niña asustada.
Después divisó al viejo de regreso que traía la botella en la mano.
-He cumplido su encargo -díjole. Dejé a su esposo llorando como un niño. Hoy ya podrá dormir tranquilo.
Y diciendo esto sacó la botella.
-Antes que usted me la dé -díjole Kokua jadeante, pida como favor la curación de su tos.
-Soy ya un viejo -replicó el otro- y estoy demasiado cerca de la sepultura para aceptar algún favor del diablo. Pero ¿qué significa esto? ¿Por qué no toma usted la botella? ¿Vacila usted?
-No vacilo -exclamó Kokua, solamente me encuentro débil; concédame un momento. Es mi mano la que se resiste. Mis músculos se contraen hacia atrás y se resisten a tocar esto tan maldito. ¡Un momento! ¡Sólo un momento! ...
El anciano miró a Kokua amablemente, diciendo:
-¡Pobre niña! Usted tiene miedo. Su alma vacila. Bien está. Déjeme la botella. Soy viejo y nunca podré ser ya feliz en este mundo, y en lo que se refiere al otro...
-¡Démela! -exclamó Kokua jadeante. Aquí está su dinero. ¿Piensa usted que soy tan vil? Déme la botella.
-Que Dios la bendiga, niña -accedió el viejo.
Kokua escondió la botella debajo de su holoku, se despidió del anciano y dirigióse por la avenida sin saber adónde iba. Porque todos los caminos eran iguales para ella: todos conducían al infierno. A veces andaba despacio, otras veces corría; a veces gritaba fuertemente en la oscuridad de la noche y otras veces caía exhausta al lado de la cuneta y lloraba. Todo lo que había oído hablar del infierno se le presentó de nuevo en su imaginación; veía arder las llamas, olía el humo y sentía la carne quemada sobre las brasas.
Ya cercana la aurora, retornó a su casa. El viejo había dicho la verdad: Keawe dormía como un niño tranquilo. Kokua se detuvo y contempló su rostro.
«Ahora, esposo mío -dijo para sus adentros, puedes dormir; cuando despiertes volverás a cantar y a reír; pero para la pobre Kokua, ¡ay de mí!, para la pobre Kokua ya no habrá más sueño, ni más cantos, ni más delicias ni alegrías en la tierra ni en el cielo.»
Diciendo esto se acostó en la cama al lado de su esposo, y su agotamiento era tan grande que un sueño profundo se apoderó de ella inmediatamente.
Por la mañana, muy tarde ya, su marido se despertó y le dió la buena noticia. Tan contento estaba Keawe que no prestó atención a la tristeza de su esposa, aunque ésta casi no podía disimularla. Las palabras se le anudaban en la garganta a Kokua, pero esto no tenía importancia, porque Keawe llevaba la conversación. Tampoco ella comía nada, pero, ¿quién podía notarlo, ya que Keawe vaciaba los platos? Kokua le miraba y le oía como a un ser extraño que se ve entre sueños. A veces aquélla se olvidaba de lo dicho o no lo entendía y se llevaba la mano a la frente; el saber que ella misma estaba condenada y oír charlar alegremente a su esposo, le parecía algo en extremo monstruoso.
Durante toda la comida Keawe no dejó de engullir, de conversar y de planear la época de su regreso; y le agradecía por haberle salvado y la mimaba llamándola su fiel compañera. Keawe también se reía del anciano que debía ser un loco por haber comprado semejante botella.
-Parecía que era un viejo respetable –afirmó Keawe. Pero nadie puede juzgar por las apariencias. Pues ¿para qué necesitaba el viejo la botella?
-Esposo mío -dijo Kokua humildemente, su propósito puede haber sido bueno.
Keawe se rió, aunque sin poder ocultar su irritaclon.
-¡Qué tontería! -exclamó. Era un bribón, te digo; y demasiado viejo, pues era muy difícil vender la botella por cuatro céntimos. Será casi imposible volverla a vender por tres céntimos. La suma es muy pequeña y el asunto empieza a oler a chamusquina. ¡Brrr! -barbotó Keawe estremeciéndose. Es cierto que yo la compré por un centavo, aunque no sospechaba que había monedas de menos valor. Mis angustias me enloquecían. Nunca se dará otro caso igual. Y el que posea ahora la botella se la llevará a la tumba.
-¡Oh, esposo mío! -gritó Kokua. ¿No es horrible el salvarse a sí propio a costa de la condena de otro? Me parece que yo no podría reírme. Estaría anonadada y llena de melancolía. Oraría por el que tuviera la botella.
Entonces Keawe, aunque sentía que era verdad lo que ella decía, se enfadó más aún:
-¡Cállate! -gritó. Si te gusta puedes seguir melancólica, pero ese proceder no es el propio de una buena esposa. Si pensases en mí te sentirías avergorzada.
Dichas estas palabras salió, y Kokua se quedó sola.
¿Qué posibilidad tenía de poder vender la botella a dos céntimos? Ninguna; así lo comprendía. Y aunque hubiese habido alguna para su esposo, tenía éste prisa por salir de esas tierras para volver al país donde no había monedas menores que un centavo. ¡Y he aquí que al día siguiente de su sacrificio, su esposo se alejaba de ella censurándola!
Kokua no quería intentar aprovechar el tiempo que aun le quedaba, sino que permanecía en la casa y sacaba la botella y la contemplaba con un miedo inenarrable. Luego la volvía a esconder, con verdadera repugnancia.
Varias veces Keawe la ofreció sacarla a nasear.
-Esposo mío, estoy enferma -se excusaba, estoy agotada. Discúlpame, no puedo divertirme.
Al oír esto Keawe se irritaba más con ella, pues pensaba que su esposa daba vueltas en su magín al asunto del anciano, y también se enojaba consigo mismo porque cemprendía que ella tenía razón y se avergonzaba de mcstrarse tan alegre.
-Ésta es tu fidelidad y éste es tu amor -gritó él. Tu esposo acaba de salvarse de la perdición eterna, que le amenazaba, por el amor que te tiene, y tú no puedes estar alegre. Kokua, tu corazón no es leal.
Y dicho esto se fué de nuevo furioso. Anduvo vagando por la ciudad todo el día. Encontró a varios amigos y tomé algunas copas con ellos; después alquilaron un coche y se fueron al campo, donde siguieron bebiendo. A pesar de todo, Keawe ssntíase decaído porque se divertía mientras su esposa estaba triste, y también porque en el fondo de su corazón comprendía que ella tenía más razón que él; y esta seguridad le hacía beber todavía más.
Ahora bien, allí mismo en la taberna se encontraba un viejo blanco llamado Haole, que se puso a beber con él; seguramente era un contramaestre de un ballenero, un desertor, un minero o un huido de presidio. Demostraba ser poco inteligente y sus maneras y expresiones erarn groseras; le gustaba beber y ver cómo se emborrachaban los otros, y ahora chocaba siempre su copa con la de Keawe. Al cabo de poco tiempo ninguno tenía ya dinero.
-¡Eh, usted! Usted es rico; siempre nos lo ha dicho. Parece que tiene usted una boeella o alguna otra tontería.
-Sí -contestó Keawe, soy rico. Iré a casa y traeré el dinero que guarda mi esposa, pues es ella la administradora.
-Procede usted mal, marinero -díjole el supuesto contramaestre; no confíe nunca a nad:e la bolsa con sus dólares; todas las mujeres son falsas como e agua. Debería usted vigilarla.
Estas palabras se grabaron en la mente de Keawe, porque estaba atontado de tanto como había bebido.
«No me extrañaría que ella también fuese falsa -pensó. Porque, ¿qué otro motivo tendría para estar tan abatida al verme liberado? Pero le demostraré que no soy un hombre a quien se puede engañar. La sorprenderé en el acto.»
Por consiguiente, todos volvieron a la ciudad y Keawe rogó al contramaestre que le aguardase en la esquina, y siguió adelante por la avenida ya solo, hasta llegar a la puerta de su hogar. Ya había anochecido; en el interior de la casa se veía luz, pero no se oía ningún ruido. Keawe dió un rodeo por detrás de la casa, abrió con precaución la puerta trasera y miró hacia e1 interior.
Allí estaba Kokua sentada sobre el piso, teniendo una lámpara a su lado. Ante su esposa se encontraba la botella de color lechoso, redonda y panzuda con su largo cuello. Al mirarla, Kokua se retorcía desesperada las manos. Durante mucho tiempo Keawe permaneció inmóvil en el umbral de la puerta. Primeramente no comprendió el significado de aquello; mas después el terror se apoderó de él, pues creyó que la compra se había efectuado de mala fe y que la botella había retornado nuevamente a él ccmo ocurrió en San Francisco. Al pensar esto sintió que sus piernas no le sostenían y que los vapores del vino se esfumaban de su mente, como la niebla despeja el río al amanecer. También le cruzó por la mente otra idea; pero una idea tan extraña que se le colorearon las mejillas.
«Tengo que estar seguro de lo que pienso», se dijo para sí.
Así, pues, cerró de nuevo la puerta, dió la vuelta a la casa y luego entró haciendo ruido como si acabase de llegar. Al abrir la puerta de la habitación no vió ya ninguna botella y Kokua estaba sentada en una silla mirándcle como si acabase de despertarse.
-Me he divertido durante todo el día bebiendo con unos buenos compañeros y ahora vengo a buscar dinero para continuar bebiendo y jaranear con ellos.
Su rostro y su voz eran tan severos como los de un juez, mas Kokua estaba muy afligida para notarlo.
-Haces bien en gastar tu dinero, esposo mío -dijo con voz temblorosa.
-¡Oh, hago bien todas las cosas! -exclamó Keawe dirigiéndose directamente al cofre, del que sacó varias monedas. Mientras efectu-aba esta operación, miró hacia el rincón dond9 antes guardaban la botella, pero ésta no estaba allí. Al notar esto, el cofre se le cayó de las manos y le pareció que la casa se le venía encima, asfixiándole como una espiral de humo; pues comprendía que ahora estaba perdido y no había salvación. «Es lo que temía -pensó; ha sido mi mujer quien la compró.»
Luego, repuesto ya algo, aunque un sudor copioso y tan frío como el agua de pozo le caía por el rostro, se volvió a su esposa y le dijo:
-Kokua, ya estás enterada de lo que me pasa. Ahora regreso a divertirme con mis alegres compañeros. 
-Y al decir esto se sonrió. Buscaré más alegrías en el vino, si tú me lo permites.
Ella se abrazó a sus rodillas y las besó entre las lágrimas que corrían por sus mejillas.
-¡Oh! -gritó la esposa. ¡No te pido más que una palabra amable!
-No pensamos nunca mal uno del otro -dijo Keawe, y salió de la casa.
Ahora bien, Keawe solamente había tomado unos céntimos del cambio que habían guardado a la llegada. Estaba bien seguro de que no bebería más. Su esposa había preferido perder su alma por él; ahora debía él dar la suya por la de su compañera. No pensaba en otra cosa.
En la esquina le esperaba el contramaestre.
-Mi esposa tiene la botella -dijo Keawe -y si usted no me ayuda para recobrarla no tendré más dinero, ni habrá más vino por esta noche.
-¿Supongo que no hablará usted en serio respecto a esa botella? -repuso el contramaestre.
-Sin embargo, es así -replicó Keawe. ¿Tengo yo la apariencia de bromear?
-Es cierto -dijo el contramaestre. Usted está tan serio como un fantasma.
-Muy bien -convino Kpawe. Aquí tiene usted dos céntimos. Vaya usted a mi casa y ofrezca usted a mi mujer dos céntimos por la botella, y -si no me equivoco- se la entregará inmediatamente. Tráigala y yo se la compraré por un céntimo. Porque eso es lo determinado acerca de la botella: que siempre hay que venderla por suma menor de la que se compra. En modo alguno, sin embargo, diga a mi esposa que usted va de mi parte.
-Marinero, yo me pregunto si usted se burla de mí -dijo el contramaestre.
-Aunque así fuese, esto no le perjudicaría a usted.
-Es cierto, marinero -confirmó el contramaestre.
-Y si usted duda de mí -agregó, puede hacer un experimento. En cuanto usted salga de la casa, desee que su bolsillo se llene de dinero o tener una botella de buen ron, o lo que quiera, y usted verá si es verdad lo que le he dicho respecto al valor de la botella.
-Muy bien, kanaka -asintió el contramaestre. Haré la prueba; pero si usted me cree tonto, le demostraré que yo ne lo soy sino usted, dándole un palo.
Así, pues, él contramaestre del ballenero se alejó por la avenida y Keawe se quedó esperándolo. Se hallaba cerca del mismo lugar donde su esposa había esperado la noche anterior, pero Keawe estaba más resuelto y na titubeaba en su propósito. Su alma, sí, estaba amargada por la desesperación. Parecía que pasaba mucho tiempo antes de que oyera una voz que cantara en la avenida oscu-recida. Sabía que la voz era del contramaestre, pero, era extraño, cuán aguardentosa se oía ahora.
El contramüestre, tambaleándose, volvió a la luz del farol. Llevaba la botella del diablo debajo de su chaqueta y otra botella en su mano, levantándola hacía su boca mientras caminaba y bebiendo de la misma.
-Veo que tiene usted la botella -dijo Keawe.
-¡Manos arriba! -gritó el contramaestre, dando un salto hacia atrás. No toque usted la botella. Si da un paso hacia mí, te romperé la cara. Creyó usted que yo podía servirle como anzuelo, ¿no es cierto?
-¿Qué quiere usted decir? -preguntó Keawe.
-¿Qué quiero decir? -gritó el contramaestre. Que la botella es bastante buena, eso es lo que quiero decir. Cómo la conseguí por dos céntimos no puedo saberlo, pero de lo que sí estoy seguro es de que no la venderé por uno.
-¿Dice usted que no quiere vendérmela? -preguntó Keawe jadeante.
-No, señor -contestó el contramaestre, pero le daré un trago de ron si le gusta.
-Quiero advertirle que el hombre que se quede con la botella irá al infierno.
-Lo que creo es que cuando muera iré a alguna parte, y también que esta botella es la mejor compañera que por ahora tengo... ¡No, señor! -gritó nuevamente. Esta botella es mía ahora, y si quiere usted, vaya a buscar otra.
-¿Será esto verdad? -gritó Keawe. Por su propio bien, le ruego, véndamela.
-No creo en sus cuentos -replicó el contramaestre. Usted pensó que yo era un imbécil, pero ahora ve usted que no lo soy. Y con esto termina todo. Si usted no quiere tomar un trago de ron, lo beberé yo. ¡Por su salud, y buenas noches! ...
El contramaestre se alejó por la avenida hacia la ciudad, desapareciendo con él la botella de la historia
Keawe voló hacia Kokua tan rápido como el viento; su alegría fué inmensa aquella noche. y desde entonces grande ha sido la paz de su existencia en la Casa resplandeciente.

Cuento de los mares del sur

1.064. Stevenson (Robert Louis) - 060 



[1] Medida inglesa que equivale a media azumbre escasa, (N. del T.)
[2] Título del emperador de Abisinia. (N. del T.)
[3]Lugar lleno de sepulcros (N, del T.)
[4]Túnica larga y roja que cubre casi totalmente a la mujer nativa de esas islas. (N. del T.)
[5] Hooles: nombre con que se designaba a los blancos. (N. del T.)
[6]Kenabas: los nativos. (N, del T.)

No hay comentarios:

Publicar un comentario