Translate

domingo, 14 de diciembre de 2014

Cobijo por una noche

Eran los últimos días de noviembre del año 1456. Nevaba sobre París con rigurosa persis­tencia. A veces una racha de viento hacía que la nieve formara irregulares montones; otra caía, copo tras copo, formando una inmensa sábana que cubría la capital.
Las pobres gentes desconocedoras de los fe­nómenos de la Naturaleza se preguntaban con asombro cuál sería el motivo de tal suceso. Maese Francis Villon propuso aquella noche la siguiente cuestión: ¿Sería que Júpiter pelaba todos los gansos del Olimpo, o que los angeli­tos habrían sacudido todos los molinos del cie­lo? Él -añadió- que como no era más que un pobre Maestro en Artes, y el asunto se relacio­naba con la Teología, no se atrevía a solucionar­la.
El aire era desagradable y frío y los copos eran espesos y caían rápidamente. Toda la ciu­dad estaba cubierta. Un ejército entero hubiera podido marchar por sus calles alfombradas sin que sus pasos hicieran ruido. La nieve ocultaba las hermosas cresterías de la gótica Catedral; muchas santas cabezas aparecían cubiertas con grotescos gorros; muchos nichos semejaban rellenos de algodón en rama; y en los intervalos del viento se oía el monótono gotear todo alre­dedor del sagrado recinto.
El cementerio de San Juan había tenido su parte en el abundante reparto de nieve. Todas las losas estaban cubiertas del blanco ropaje. Caudillos de imponente estatura, armados de todas armas, y respetables burgueses miembros de algún Parlamento, escondían igualmente sus estatuas, erguidas o yacentes, en aquel blanco y frío plumaje. No había más luz que la debilísi­ma proyectada por la lámpara del Sagrario en la Capilla. Eran las diez de la noche cuando pasó la patrulla con sus linternas y alabardas, sin ver nada de extraño en el cementerio de San Juan.
Pero junto al muro del cementerio había una pequeña casa y en ella todavía había alguien despierto en aquellos soñolientos barrios, y despierta con malas intenciones. Sólo dos indi­cios había de que estuviera habitada: el poco humo que salía de su chimenea y las huellas que se veían a la puerta de la casita. Pero de­ntro, detrás de las cerradas persianas, Maese Francis Villon y algunos ladrones de la fonda, a la que él pertenecía, pasaban la velada bebien­do de la botella que ante sí tenían.
En la vieja chimenea la lumbre producía un agradable calor. Ante ella resplandecía la rolli­za figura de Nicolás, asiduo frecuentador de aquel garito, el cual se calentaba exponiendo al fuego sus gruesas y desnudas piernas. Su maci­za sombra cubría la mitad del cuarto y no deja­ba pasar más que un pequeño rayo de luz por cada lado de su robusta persona. Su rostro pre­sentaba todos los síntomas del bebedor profe­sional; estaba cubierto con una red de venas condestionadas que le daban la apariencia de los distintos tonos de la remolacha, pero en este momento tenía una palidez amoratada, pues aunque tenía cerca el fuego, el frío hacía sufrir mucho, atenazándole las carnes. Allí permane­cía el hombre quejándose y dividiendo en dos la estancia con la majestuosa sombra de su ro­busta persona.
A su derecha Francis Villon y Guy Tabary se inclinaban sobre un trozo de pergamino. Villon componiendo una balada que se tenía que lla­mar Balada del Pescado Frito y Tabary lanzan­do exclamaciones de admiración por encima de su hombro. El poeta era un hombrecillo more­no, flaco y pequeño, con las mejillas hundidas y el cabello negro y lacio. Llevaba sus veinticua­tro años con animada viveza. Los vicios le habían marcado alrededor de los párpados la violácea sombra de unas ojeras; y su falsa y diabólica sonrisa le había causado dos arrugas prematuras en las comisuras de la boca. En la expresión de su rostro parecía que luchaban un lobo y un cerdo. Sus manos, pequeñas aun para un niño, tenían dedos tan flacos que parecían manojos de cuerdas, y se movían siempre acen­tuando las palabras con expresiva pantomima.


En cuanto a Tabary desde su estrecha frente hasta su boca grande y de gruesos labios se extendía una imbecilidad admirativa que por lo menos era sincera. Se había hecho ladrón, lo mismo que hubiera podido hacerse el más de­cente de los burgueses, por las imperiosas cir­cunstancias que dirigen los designios humanos y que a veces y sobre todo, según los caracteres, excluyen casi el libre albedrío.
Al otro lado de Nicolás, Montigny y Theve­nin Pensete se enredaban en un juego de azar. El primero aún conservaba vestigios de buen nacimiento y elegancia, y era la figura de un ángel caído; tenía alto y esbelto porte y faccio­nes morenas y aguileñas. Thevenin se encon­traba en el mejor de los mundos, había dado un buen golpe en el Faubourg San Jacques y toda la noche le estaba ganando a Montigny, así que una inexpresivo sonrisa dilataba su pálido ros­tro, su calva resplandecía en medio de una co­rona de escasos rizos rojos y su pequeño, aunque protuberante abdomen, se agitaba con la satisfacción interior.
-¿Pares o nones? -preguntó Thevenin.
-Algunos prefieren comer con ceremonias -dijo el poeta- aunque lo que coman sea pan y queso. ¡Oh, ayudadme a salir de aquí, Grigá!
Tabary dejó escapar algunos sonidos sin sen­tido.
-Perejil en un plato de oro -prosiguió el poe­ta.
El viento era cada vez más frío; hacía remo­linos con la nieve y dejaba oír fúnebres lamen­tos en la chimenea.
El frío se hacía más sensible a medida que la noche avanzaba.
Villon encogiendo los labios imitaba el silbi­do del viento; éste era uno de los talentos del poeta por cierto muy detestado por Nicolás.
-¿No lo oís cómo silba en la chimenea? -preguntaba el poeta. Parece que todos los dia­blos están esta noche bailando por el aire. ¡Bai­lad, queridos míos! No por eso estaréis más calientes. ¡Pid! ¡Juinfí...! ¿Eh? ¡Qué magnífica racha! Parece que se lleva de la calle los árboles. ¡Eh, Nicolás! ¿Hará frío esta noche en el camino de San Denís?
Nicolás guiñó sus gordos ojos y pareció ahogarse con el bocado de Adán.
Montfaucon, el Cadalso público de París, es­taba en el camino de San Denís y la broma le había ido derecha al cuello. En cuanto a Tabary, a cada una de aquellas imitaciones al viento se reía inmole-radamente añadiendo que nunca había oído imitación mejor hecha, y se agarraba la cintura con ambas manos.
-¡Cállate, mal poeta! -decía Francis- y piensa en consonantes para pescados.
-¿Pares o nones? -preguntó tenazmente Montigny.
-¡Con todo mi corazón! -se apresuró a con­testar Thevenin.
-¿La botella ya está vacía? -preguntó Nico­lás.
-Abrid otra -dijo Villon. ¿Cómo pensáis lle­nar esa enorme barriga con algo tan pequeño como las botellas? ¿Cómo queréis así alcanzar el Cielo? ¿Cuántos ángeles creéis que serían necesarios para transportar un semejante mole o es que creéis que cual a otro Elías os van a llevar en coche?
Por toda respuesta Nicolás volvió a llenar el vaso. Tabary prorrumpió en carcajadas.
Francis le pellizcó la nariz diciendo:
-¡Reíd ahora de mis ocurrencias!
-Es que tienen tanta -objetó Tabary. Villon le hizo una mueca repitiendo:
-Buscad consonante a pescado -y añadió ba­jando la voz. Mirad a Montigny.
Los tres dirigieron sus miradas al jugador. No parecía contento con su suerte. Tenía la bo­ca un poco torcida, las narices dilatadas como si le faltara aire que respirar; según el vulgar di­cho, tenía al perro negro a la espalda y su pe­cho anhelante se diría que sentía la carga.
-Parece como si le fuera a dar de cuchilladas -dijo Tabary, abriendo sus redondos ojos.


Nicolás se estremeció y separando la vista extendió sus manos al fuego. El estremecimien­to fue a causa del frío, pues Nicolás no tenía exceso de sensibilidad moral.
-Acercaos aquí -dijo Francis; vamos a ver cómo suena lo que llevamos hecho de la balada -y empezó a leerla en voz alta a Tabary cuando a los pocos versos fueron interrumpidos por un grito ahogado que partió del grupo de jugado­res. El motivo fue que la partida había termina­do y en el momento en que Thevenin iba a pro­clamar su nueva victoria, saltó Montigny sobre él y le partió el corazón de una puñalada. Sólo pudo lanzar un grito ahogado, su cuerpo se estremeció dos o tres veces con las últimas con­vulsiones, abrió y cerró las manos y su cabeza cayó hacia atrás con los ojos enormemente abiertos. El alma de Thevenin Pensete voló a la presencia de Aquél que la había creado.
Cada cual se puso de pie, pero el asunto es­taba concluido. Los cuatro hombres vivos se miraron con rostros alterados, el muerto con sus abiertos ojos miraba sin ver, de una manera horrible.


-¡Oh, Dios mío! -dijo Tabary poniéndose a rezar. Villon se rió de forma histérica, se ade­lantó e hizo un ridículo y profundo saludo a Thevenin, volvió a reír más fuerte y por último tuvo que sentarse y continuó riendo como si todo su pequeño cuerpo fuera a romperse.
Montigny fue el primero en calmarse.
-Veamos qué llevaba encima -dijo, y acer­cándose al muerto con una destreza que reve­laba su profesión, le quitó la bolsa, colocó su contenido en cuatro montones y guardándose uno, dijo a los demás: eso para vosotros.
-¡Todos pasaremos por ello! -exclamó el poe­ta en las convulsiones de su siniestra alegría. Todos acabaremos como éste que está delante, menos los que... -hizo una horrible mueca apre­tándose el cuello con una mano y sacando la lengua como una caricatura de un ahorcado. Después se metió en el bolsillo la cantidad que le corres-pondía y dio una patada en el suelo para restablecer la circulación.
Tabary fue el último que la recogió, la metió en un pañuelo y se fue a contarlo al otro extre­mo de la habitación. Montigny puso al muerto derecho en la silla en que quedó sentado y le sacó la daga tras la cual salió un chorro de san­gre.
-Compañeros -dijo mientras limpiaba la hoja en el vaso de su víctima. Lo mejor sería mar­charnos.
-Comparto esa opinión -dijo el poeta con un hipo. ¡Dios maldiga esa cabezota! La siento adherida a mi garganta como una flema; ¿qué derecho tiene un hombre a tener pelo rojo des­pués de muerto? -y arrojándose hecho un ovillo sobre una silla se cubrió la cabeza con las ma­nos.
Montigny y Nicolás soltaron la carcajada y hasta Tabary sonrió.
-Llora, niño -dijo Nicolás.


-Siempre he dicho que es una mujer -observó Montigny. ¡Siéntate derecho! -añadió dándole otro empujón al cuerpo del asesinado. Aviva ese fuego, Nicolás.
Pero éste estaba ocupado en un trabajo más productivo que aquél. Mientras el poeta se sen­taba gimiendo y convulso, Nicolás le había ali­gerado del peso de la parte recibida. Los otros dos ladrones con gestos pidieron su parte en el inesperado botín y por serías también se lo prometió Nicolás, mientras escondía bajo su casaca la bolsa del sensible poeta. Tan cierto es que la sensibilidad algunas veces perjudica al hombre.
Apenas se habían borrado las huellas del ro­bo, Francis saltó de la silla y cogiendo una badi­la empezó a apagar el fuego. Montigny abrió la puerta con cuidado y salió a la calle. No había moros en la costa, es decir, no había patrulla a la vista. Sin embargo juzgaron más prudente salir separados, y como el poeta tenía mucha prisa por perder de vista al muerto y los demás deseaban que se fuera antes de que se diera cuenta de la expoliación, resolvieron de común acuerdo que éste fuera el primero en marchar.
El viento había ganado logrando despejar el cielo de nubes. Sólo algunos ligeros vapores trasparentes como gasas flotaban entre las es­trellas. La temperatura era crudísima y por un efecto de óptica causado por el frío los objetos a alguna distancia parecían muy distintos que a la luz del día. Reinaba un silencio profundo en la ciudad durmiente.
-Francis maldijo su suerte: ¿por qué no se­guiría nevando? Ahora por donde quiera que fuese iba dejando sus huellas sobre la nieve sin que las borrase nada; por donde quiera que fuese dejaba detrás de sí las huellas que le uní­an a la siniestra casita del cementerio de San Juan. ¡Por donde quiera que fuese iba tejiendo con sus pies la cuerda que le ataba al crimen y quizás también le ataría un día a la horca! El miedo del muerto le volvía en otra forma. Sa­cudió los dedos como para darse valor con aquel ademán, y escogiendo una calle al azar se metió atrevidamente por en medio de la nieve.
A medida que caminaba dos imágenes le aterraban: la de la terrible horca de Montfaucon y la del muerto con su calva reluciente rodeada de pequeños hueles rojos. Ambos recuerdos le sobrecogían el corazón y maquinalmente apre­tó el paso como si la acción de andar más de prisa tuviese a distancia los pensamientos. En ocasio-nes se giraba aterrado creyendo que al­guien le seguía, pero él era lo único que se mo­vía en la calle fuera de la nieve que el viento arrastraba y que empezaba a congelarse for­mando una superficie dura y brillante.
De repente vio a bastante distancia suya un bulto negro y dos linternas, el bulto se movía y las linternas avanzaban con él, no podía enga­ñarse, era una patrulla y aunque no tenía más que cruzar su línea de marcha prefería retroce­der, pues tenía humor para ser interrogado y sabía que sus huellas podían descubrir más de lo necesario.


A su izquierda se alzaba un palacio de pe­queñas torres góticas y un gran pórtico. Estaba casi ruinoso y recordaba que había estado mu­cho tiempo deshabitado. De un brinco se re­fugió bajo el pórtico. Estaba muy oscuro sobre todo cuando los ojos se acostumbrado al brillo de la nieve, así es que extendió los brazos y con mucha precaución continuó internándose en el pórtico delante del edificio. De pronto tropezó con un objeto que presentaba una indescriptible mezcla de resistencias dura y suave a la vez; su corazón dio un salto dentro del pecho y retro­cedió dos pasos para que sus ojos ya más acos­tumbrados a la oscuridad pudieran ver la cali­dad del obstáculo. Entonces suspiró aliviado y sonriendo se convenció de que no era más que una mujer y de que estaba muerta. Se arrodilló a su lado para convencerse de este último pun­to. Estaba fría como el hielo y rígida como un palo, el viento hacía flotar unos lazos que lle­vaba en la cabeza y sus mejillas debían haber sido vivamente coloreadas con afeites aquella misma noche. Sus bolsillos estaban completa­mente limpios pero Francis todavía encontró dos monedas de escaso valor, de las llamadas blancas; poco era, pero era algo y el poeta sen­tía una enorme compasión hacia aquella infeliz que había muerto de frío sin haber tenido tiem­po de gastar sus monedas. Esto le parecía a él un sarcasmo de la suerte y dirigía su mirada de las monedas a la muerta y de ésta otra vez a las monedas, moviendo su cabeza reprobando las injusticias de este mundo. Enrique V de In­glaterra muriendo en Vimennes después de haber conquistado Francia y esta pobre ramera muriendo de frío en el pórtico de un palacio sin haber podido gastar sus monedas, le parecieron dos crueles ejemplos de fatalidad.
Dos blancas se gastan rápido, pero hubieran sido un bocado de algo agradable o un sorbo de algo caliente antes de entregar el alma al diablo y el cuerpo a los cuervos y a los gusanos. Él, por ejemplo, sentía mucho no poder disfrutar cuanto llevaba encima antes de que la luz se apagara y la linterna se rompiera.
Estas ideas que pasaban por su mente le lle­varon maquinalmente a buscar su bolsa. De pronto su corazón se paró; sintió escalofríos a lo largo de la columna vertebral y le pareció que en la nuca recibía un golpe de maza. Por un momento permaneció inmóvil, luego volvió a buscar con movimientos febriles, hasta que se convenció de la pérdida y entonces sintió su cuerpo cubierto de sudor. Para los viciosos el dinero es la llave de sus placeres, éstos no tie­nen más límite que el que les presenta el prime­ro. Para esta gente perder dinero es privarse de lo que para ellos constituye el único interés de la vida. Un vicioso con algún dinero es más feliz que un Emperador de Roma, mientras le dura; para esta clase de hombres perder dinero es privarse de sus placeres, es decir, es perderlo todo, es pasar del cielo al infierno, es pasar del todo a la nada en un instante. ¡Y si para obte­nerlo ha expuesto su pellejo y si quizás mañana mismo puede ser ahorcado por esa misma bol­sa tan difícilmente obtenida y tan estúpidamen­te perdida!
Villón se maldijo a sí mismo y a todo lo exis­tente, arrojó las dos blancas en medio de la nie­ve, rugió de rabia y pateó con furia sin estreme­cerse al sentir que pisaba aquel pobre cadáver. Después empezó a desandar rápidamente su camino con intención de volver a la casucha del cementerio. Había perdido todo temor a la pa­trulla, que ya había pasado hacía rato, y no te­nía más preocupación que su perdida bolsa. Inútilmente miró a derecha e izquierda sobre la nieve, estaba seguro de no haberla dejado caer en la calle; ¿la había dejado en la casa? Muchas ganas tenía de ir, pero le detenía la idea del siniestro habitante que en ella quedaba; com­probó además que los esfuerzos que había hecho para apagar el fuego habían sido infruc­tuosos y que la lumbre se reflejaba en las ven­tanas y aumentó su terror pensando en las au­toridades de París y en la terrible horca.
Volvió al Palacio del pórtico y se inclinó so­bre la nieve para buscar las dos monedas que había arrojado en su infantil acceso de cólera; pero sólo pudo encontrar una, la otra sin duda había quedado sepultada en la nieve. Con una blanca en el bolsillo se desvanecía su proyecta­da orgía en alguna taberna conocida; y no eran sólo los placeres los que huían burlándose de él, es que le esperaba una noche horrible de frío y necesidades no satisfechas en aquel tan si­niestramente ocupado pórtico. El sudor se le había secado en el cuerpo, el viento había cesa­do, pero el frío aumentaba y él empezó a sentir­se dominado por cierta rigidez y angustia en el corazón; ¿qué es lo que podría hacer?
Aunque ya era muy tarde e improbable el éxito, trataría de que su padre adoptivo el Ca­pellán de San Benito, le admitiera en su casa.
Allí se dirigió corriendo y llamó tímidamen­te. No contestaron. Volvió a llamar una y otra vez animándose cada vez más; por último se oyeron en el interior pasos que se aproximaban.
Se abrió una pequeña ventana enrejada dando paso a un rayo de luz amarillenta.
-¡Poneos delante de la ventanilla! -dijo desde dentro la voz del Capellán.
-No es nadie, soy yo -murmuró con timidez Francis.
-¡Ah!, con que ¿sólo vos? -gritó el Capellán, indignado por habér-sele molestado a aquella hora y le despidió con mal humor.
-Tengo las manos lilas de frío -suplicaba Vi­llón; mis pies están yertos, me duelen las nari­ces cortadas por el aire y tengo frío hasta el corazón. Sólo esta vez, padre mío, y delante de Dios, os juro que no os volveré a molestar.
-Haber venido más temprano -dijo el cura fríamente, los jóvenes necesitan una lección de vez en cuando.
Cerró la ventanilla y se retiró resueltamente al interior de la casa.
Villon estaba fuera de sí, golpeó a la puerta con manos y pies llamando al Capellán con destempladas voces, pero sin éxito.
-¡Maldito viejo avaro! -gritó Villon. Si algún día te pillo por mi cuenta yo te enviaré al in­fierno en donde estarás como en tu propia casa.
Se cerró una puerta en el interior de la casa y todo quedó en silencio; el poeta se pasó la ma­no por la boca lanzando un juramento. Después empezó a encontrar el lado cómico de la situa­ción y se rió mirando al cielo cuyas brillantes estrellas parecían hacerle guiños; ¿qué debía hacer? Aquello se iba pareciendo mucho a una noche en la calle entre el frío y la nieve. El re­cuerdo de la mujer muerta llenó de temor su corazón, lo que le había ocurrido a ella en las primeras horas de la noche, bien podría suce­derle a él antes de llegar el día; ¡a él, tan joven y con tantas facultades para divertirse desorde­nadamente!
Empezó a compadecerse a sí mismo como si hubiera sido alguna otra persona, y hasta com­puso en su imaginación una viñeta para ilustrar la escena del encuentro del cadáver a la maña­na siguiente. Se puso a calcular todas las circunstancias dando vueltas a la blanca entre sus dedos. Por desgracia estaba en malos términos con algunos antiguos amigos que quizás le hubieran ayudado a salir de tan crítica situa­ción. Los había ridiculizado en sus versos, les había pegado y engañado y a pesar de todo esto pensó que quizás entre ellos uno al menos se dejaría ablandar. Era una probabilidad. Por lo menos valía la pena probar y allí se dirigió de inmediato.
Dos incidentes que le sucedieron en el cami­no torcieron el giro de sus reflexiones. Tropezó con una patrulla y logró darle esquinazo; esto le animó bastante, porque vio que no se reali­zaban sus presentimientos de verse cogido y arrastrado sobre la nieve de las calles de París. El otro contratiempo le impresionó de diferente manera. Al doblar la esquina se encontró jus­tamente en el mismo lugar en que años antes había sido devorada por los lobos una pobre mujer y su hijo.


Con un tiempo parecido bien podría repetir­se el hecho de que los lobos empujados por el hambre volvieran a entrar en París, y que en numerosas manadas recorrieran aquellas de­siertas calles en busca de algún alimento. Se detuvo y miró a su alrededor con inquieto rece­lo, era un sitio en el que se cruzaban varias ca­lles, y las inspeccionó una después de otra, te­miendo ver a cada momento algunos bultos negros galopando sobre la nieve u oír aullidos entre él y el río. Recordaba que su madre le había explicado esa anécdota, retratán-dole el sitio siempre que pasaban por allí, siendo él niño. ¡Su madre! Si supiera dónde vivía estaría seguro de encontrar asilo. Decidió averiguarlo al día siguiente y aun iría a visitar a la pobre vieja. Acompañado de estos pensamientos llegó a su destino; ¡su última esperanza por aquella noche!
La casa estaba completamente oscura como todas las de la vecindad, sin embargo pronto oyó una puerta que se abría en el interior, y una voz cautelosa que preguntaba quién estaba allí. El poeta dijo su nombre y esperó, no sin algún sobresalto, el resultado; éste no se hizo esperar, se abrió una ventana y por ella arrojaron un cubo lleno de aguas sucias. El poeta que ya es­taba preparado para algo por el estilo se habla guarecido bajo el quicio de la puerta pero no pudo evitar que las salpicaduras le mojasen, y como esta circunstancia aumentaba las ya nu­merosas probabilidades de la muerte por el frío, el joven la vio llegar cara a cara, sobre todo dada su escasa resistencia física. Tuvo un vio­lento golpe de tos y la inminencia del peligro fortaleció sus nervios. Se puso a corta distancia de la casa en que había sido tan maltratado y se puso a reflexionar, apoyando un dedo en su nariz. No veía más que un camino de hallar alojamiento y éste era tomarlo. Recordaba una casa no lejos de allí en donde no parecía difícil entrar y a ella se dirigió con rapidez acarician­do las imágenes de una habitación caliente y una mesa con algunos restos de comidas, donde poder pasar las horas negras de la noche, y de donde poder salir al rayar el día con las ma­nos llenos de objetos de plata; hasta empezó a considerar qué platos y qué vinos escogería y mientras pasaba revista a sus platos favoritos se acordó entre ellos del pescado frito, y su re­cuerdo le hizo sonreír y horrorizarse al mismo tiempo.
-¡Nunca acabaré esa balada! -pensó y des­pués con un estreme-cimiento añadió: ¡maldita sea aquella cabeza gorda! -y escupió en la nie­ve.
La casa en cuestión parecía oscura a primera vista, pero una inspección más minuciosa en busca del sitio más fácil para verificar el asalto, le hizo descubrir un rayo de luz filtrándose por una ventana cubierta con una cortina.
-¡Diablo! -pensó-. ¡Gente despierta! Algún estudiante o algún santo, ¡el diablo cargue con ambos! ¿No podrían haberse emborra-chado y estar ahora roncando en la cama como sus ve­cinos? ¿Para qué sirve, pues, el día si a la gente le da por estar despierta toda la noche? ¡Al in­fierno con ellos! -rechinó los dientes y después murmuró resueltamente: Cada cual a su nego­cio. Ya que están despiertos, a ver si por esta vez puedo honradamente lograr una cena y un refugio y engañar al diablo.
Se aproximó a la puerta con valentía y llamó con mano segura. En las otras dos ocasiones había llamado con timidez y cierto temor de ser oído, pero ahora que acababa de desechar la idea de entrar con fractura, el llamar a una puerta le parecía la cosa más sencilla. El ruido de sus golpes resonó en toda la casa con fantás­ticas vibracio-nes, como si estuviera completa­mente vacía. Pero éste apenas se había extin­guido cuando se oyeron unos pasos mesurados, el descorrer de dos cerrojos y una de las hojas de la puerta se abrió francamente como si el miedo y aun la prudencia fueran descono-cidos para los moradores de aquella casa.
Un hombre alto, esbelto y musculoso, aun­que un tanto encorvado, se presentó ante Villon; la cabeza era de líneas vigorosas pero fi­namente trazadas, su nariz corta se unía a un par de pobladas cejas, los ojos y la boca estaban rodeados de finas arrugas y toda la faz tenía por base una espesa y limpia barba blanca. Vis­to este conjunto a la cambiante luz de una lám­para de mano, quizás pareciera más hermoso de lo que era en realidad, pero de todos modos era un noble viejo más honrado que inteligente, fuerte y sencillo y justo.
-Tarde llamáis, hidalgo -dijo en tono reso­nante pero educado.
Villon murmuró cuantas frases serviles se le ocurrieron; en esta circunstancia el mendigo se sobrepuso y el hombre de genio ocultó la cabe­za lleno de vergüenza.
-¿Tenéis frío? -preguntó el viejo, ¿y hambre? Bueno, pasad adelante -y con un ademán lleno de nobleza le invitó a entrar.
-Debe ser un gran señor -pensó Francis, mientras el desconocido dejaba la lámpara en el suelo para volver a correr los cerrojos.
-Disculpadme si voy delante -dijo cuando esto estuvo hecho, y precedió al poeta subiendo las escaleras hasta entrar en una vasta habita­ción bien caldeada por un buen fuego que ardía en la chimenea e iluminada por una lámpara colgante. Los muebles eran escasos dadas sus dimensiones, algunos vasos de orfebrería en un estante, una armadura completa colocada entre las dos ventanas y algunos infolios repartidos por la estancia. De las puertas colgaban tapices representando uno de ellos la Crucifixión de Nuestro Señor, y el otro una escena pastoril. Sobre la chimenea se ostentaba un escudo de armas.
-Sentaos cómodamente -dijo el anciano- y dispensadme si os dejo solo, pero yo lo estoy esta noche y si habéis de comer -algo he de ir a buscarlo.
Apenas había salido cuando Villon saltando de su silla se puso a examinarlo todo con la febril movilidad de un gato. Pesó los vasos pre­ciosos, abrió los libros, investigó las armas y pasó sus dedos sobre la tela que revestía los muebles. Levantó las cortinas de las ventanas y vio que los cristales de ellas eran tallados y se­guramente de gran valor.
Después se detuvo en mitad del cuarto, abarcándolo todo con la vista como si quisiera imprimir en ella cada detalle de la habitación
-¡Siete piezas de orfebrería -se dijo, si hubie­ra habido diez hubiera arriesgado el golpe! No­ble casa y noble caballero, así me ayuden los Santos.
Y oyendo los pasos firmes del anciano en el pasillo se apresuró a volver a sentarse colocan­do sus húmedas piernas ante el fuego de la chimenea.
Su desconocido protector traía un plato con carne en una mano y un jarro de vino en la otra. Colocó ambos sobre la mesa, hizo seña a Fran­cis de que acercara su silla, fue al estante y co­gió dos vasos, los llenó y tocando con uno de ellos el borde del otro:
A vuestra salud -dijo gravemente.


-Por nuestro conocimiento -respondió con atrevimiento el poeta.
Si éste hubiera sido un sencillo hombre del pueblo, se hubiera cortado por la cortesía del caballero, pero Villon estaba acostumbrado a actuar de bufón entre grandes señores y los juzgaba en general tan despreciables canallas como él mismo. Así que se dedicó a satisfacer su voraz apetito mientras que el noble anciano le observaba con mirada curiosa.
-Tenéis sangre en el hombro, joven -dijo.
Montigny debía haber dejado caer su mano húmeda en ella.
-No es mía -murmuró.
-No lo he imaginado -dijo cortésmente el desconocido. ¿Acaso una pelea?
-Algo de eso -admitió Francis.
-¿Algún compañero asesinado? -volvió a preguntar.
-¡Oh! Asesinado no -dijo el poeta cada vez más confuso. Ha sido por casualidad y yo no he tenido parte de ello, así me mate Dios si miento -añadió fogosamente.
-Un pillo menos, me atrevo a decir -observó el dueño de la casa.
-Bien lo podéis decir -convino Francis, au­mentando su confianza. El pillo más grande que pueda encontrarse entre París y Jerusalén. Cayó como un cordero, pero fue cosa terrible de ver. Supongo, caballero, que también habéis visto muertos en vuestros tiempos -añadió mi­rando a la armadura
-Muchos -contestó. Como podéis figuramos he sido soldado.
Villon dejó por un momento el cubierto y mirando al anciano preguntó:
-¿Habéis visto alguno calvo?
-¡Oh, sí! Y con cabellos tan blancos como los míos.
-Creo que eso no me hubiera impresionado tanto. Éste era rojo -y volvió a sentir el mismo estremecimiento y las ganas de reír que ahogó con un largo trago de vino. No puedo menos de sentir un escalofrío cuando me acuerdo de él, ¡maldito sea!, además, el frío le hace a uno ver visiones o las visiones le dan frío, no lo sé bien.
-¿Tenéis dinero? -preguntó el viejo caballero.
-Tengo una blanca -contestó el poeta, que he cogido sobre el cadáver de una ramera que estaba muerta de frío en el pórtico de un Pala­cio. Estaba muerta como César la pobrecilla, más fría que una iglesia, y aún flotaban en sus cabellos los lazos con que se había adornado.
-Yo -dijo el noble anciano- soy Enquerrando de la Fruillée, Señor de Brisetout, Bailio de Pa­tatrac. ¿Quién y qué podéis ser vos?
Villon se alzó e hizo una reverenda apropia­da a las circunstancias.
-Mi nombre Francis Villon -dijo. Soy un po­bre maestro de Artes de esta Universidad. Ten­go algún conocimiento del latín y muchos vi­cios. Sé hacer baladas, canciones y libelos y me gusta mucho el vino. Nací casualmente y no es improbable que muera ahorcado. Puedo añadir que desde esta noche soy el más humilde de vuestros servidores y que tendré a mucha hon­ra poderos servir en cualquier ocasión.
-Nada de servidor -respondió el noble. Na­da más que mi huésped por una noche.
-Un huésped agradecido -añadió el joven dedicando un mudo brindis a la salud de su Mecenas.
-Sois inteligente -observo el viejo, señalando a la frente, muy inteligente. Tenéis instrucción, sois bachiller, y, sin embargo, habéis cogido una moneda sobre el cadáver de una mujer, ¿no es eso una especie de robo?
-Es una especie de robo -contestó el poeta, muy practicado en las guerras, señor caballero.
-Las guerras son los campos del honor -replicó altivamente el viejo soldado. Allí un hombre juega su vida por su causa y lucha en nombre de Dios, de su Rey y de su Dama.
-Pues digamos que he sido ladrón -admitió el poeta pero también he arriesgado la vida contra enemigos poderosos.


-Por la ganancia, pero no por el honor.
-¡Ganancia! -repitió Villon con sarcástica amargura. El infeliz que tiene hambre coge su cena donde la encuentra; lo mismo hace el sol­dado en campaña. Todas esas requisas que su­fre el pueblo, ¿qué son? Si no son ganancias para el que se las lleva, son seguramente pérdi­da para el que las da. Los hombres de armas beben su vino sentados ante un buen fuego, mientras el pobre burgués se roe las uñas para proporcionarles vino y leña. He visto muchos ahorcados, de una vez sola vi treinta, ¡oh, qué facha tan horrible hacían colgados de los árbo­les!; y al preguntar qué habían hecho, me res­pondieron que no habían conseguido reunir bastante dinero para satisfacer a los soldados.
-Esas son necesidades de la guerra, que los villanos deben sufrir pacientemente. Es verdad que algunos capitanes exageran sus derechos. En todas las clases hay almas poco movidas por el amor al prójimo y también es cierto que muchos siguen la carrera de las armas sin ser en el fondo más que bribones.

-Ya veis -dijo Francis- que no se puede sepa­rar al soldado del bribón, ¿y qué es un ladrón más que un bribón aislado con menos campo de acción? Si yo robo un cordero sin siquiera molestar el sueño de sus dueños que al notarlo gruñen un poco pero no dejan de comer igual por ello, no causo gran perjuicio. Pero llegáis vos precedido del glorioso batir de los tambo­res y sonar de los clarines, os lleváis todo el rebaño y le dais una paliza mayúscula al aldea­no. Yo no tengo trompetas ni tambores, soy Juan o Pedro, un miserable, un perro, que aun la horca es demasiado para mí, pero preguntad al aldeano a cuál aborrece más y a quién maldi­ce durante sus noches sin sueño.
-Pues mirándonos a los dos -dijo el anciano levantándose en toda su imponente estatura. Yo soy anciano, pero robusto y honrado. Si mañana tuviera yo que abandonar mi casa, cientos de personas se enorgullecerían de acogerme en la suya. Muchas son las familias de aldeanos que si yo manifestara deseos de estar solo, saldrían a la calle con sus hijos por com­placerme, y a vos os encuentro vagando en una noche como ésta sin casa ni hogar, obligado a recoger miserables monedas sobre los cadáve­res que halláis al paso. Yo no temo a nadie ni a nada, a vos he visto cambiar de color varias veces, por una sola palabra. Yo espero la volun­tad de Dios tranquilamente en mi propia casa, y si el Rey se sirve volverme a llamar, espero tranquilo la muerte en el campo de batalla, vos esperáis temblando la horca, muerte deshonro­sa, sin esperanza y sin honor; ¿no hay diferen­cia entre nosotros?
-¡Tanta como de esta luz a la luna! -asintió Villon. Pero y si yo hubiera nacido el señor de Brisetout y vos el pobre estudiante Francis, ¿no sería la diferencia la misma? ¿No habría estado yo entonces calentándome las rodillas en este hermoso fuego y vos robando las monedas so­bre los cadáveres y tiritando de frío perdido en medio de la nieve? ¿Entonces no habría yo sido el soldado y vos el ladrón?
-¡Un ladrón! -gritó el viejo; ¡yo un ladrón! Si comprendiérais vuestras palabras os arrepenti­ríais de ellas.
-Si vuestra señoría me hubiese hecho el honor de seguir mi argumento -dijo Francis restregándose las manos con gesto de admira­ble cinismo...
-Os hago demasiado honor en tolerar vues­tra presencia -dijo con severidad el caballero; y aprended a controlar vuestras palabras cuando habléis con hombres viejos y honrados o encon­traréis alguno, ¡vive Dios!, que os responda como merecéis -y empezó a medir la estancia con sus pasos, tratando de dominar su enojo y antipatía.
Villon subrepticiamente se volvió a llenar el vaso y estirando las piernas adoptó una postu­ra más cómoda en la silla. Ahora se hallaba repleto y caliente y habiendo podido apreciar el carácter de su huésped le interesaba por lo mismo que era tan diferente del suyo. La noche después de todo se había pasado bastante bien y tenía el presentimiento que saldría sin dificul­tad a la mañana siguiente.
-Decidme una cosa -preguntó el viejo dete­niendo su paso: ¿Verdaderamente sois un la­drón?
-Me acojo a los sagrados derechos de la hos­pitalidad -contestó Francis. Sí, señor caballero, lo soy.
-¡Tan joven! -murmuró el anciano con cierta compasión.
-Pues ni aun hubiera llegado a esta edad -dijo Francis enseñando sus dedos. Estos diez talentos han sido los padres que me han criado, educado y vestido.
-Aún podéis arrepentimos -dijo el noble.
-Yo me arrepiento todos los días -respondió el poeta. Pocos hay tan dispuestos al arrepen­timiento como este desgraciado Francis. En cuanto a cambiar de profesión, antes han de cambiar las circunstancias, pues el hombre no puede dejar de comer aunque no sea más que por no dejar de arrepentirse.
-¡El cambio debe empezar en el corazón! -dijo solemnemente el guerrero.
-Pero mi querido caballero, ¿creéis que yo robo por gusto? -contestó Francis-. Odio el robo como todo lo que sea trabajo y peligro. Me cas­tañetean los dientes sólo con pensar en la horca, pero tengo que comer, tengo que beber, y he de tener algunos placeres, ¡qué diablos!, el hombre es un animal sociable. Hacedme mayordomo del Rey o Abad de San Denís o Bailio de Pata­trac y ya veréis cómo cambio en seguida; pero mientras sea el pobre estudiante Francis por fuerza he de seguir lo mismo.
-¡La gracia de Dios es todopoderosa!
-Sería un hereje si lo pusiera en duda -respondió el poeta. Ella os ha hecho Bailio de Patatrac y señor de Brisetout y a mí no me ha dado más que un poco de ingenio bajo mi som­brero y estas diez herramientas en las manos.


Puedo permitirme otro traguito, muchas gra­cias. Tenéis unas excelentes viñas.
El señor de Brisetout había reanudado su paseo con las manos a la espalda; quizás ator­mentaba su vieja cabeza poco hecha a la medi­tación, con aquel paralelo entre soldados y la­drones, quizás Francis le había interesado des­pertando en él una especie de involuntario simpatía, puede que se encontrara fatigado por un trabajo mental al que no estaba acostum­brado, pero ello es que hubiese querido encon­trar argumentos con que hacer cambiar de vida a aquel joven y le repugnaba la idea de echarle así a la calle.
-Estas son cosas muy profundas -dijo- para mi rudo ingenio de soldado.
»Vuestra boca está llena de sutilezas y el diablo os ha dado más talento del necesario, pero el diablo es muy poca cosa ante la Verdad de Dios, y basta una palabra de verdadero honor para desbaratar todas sus sutilezas como se desvanece la sombra ante un rayo de sol.
Oídme una vez más. Hace muchos años que aprendí que un caballero debe de vivir respe­tando a Dios, a su Rey y amando a su Dama, y aunque he tenido muchas ocasiones de serles infiel, he luchado con todas mis fuerzas para no salirme de la senda del deber. Estas reglas in­mutables están inscritas en el corazón de cada hombre si sólo se quieren dar el trabajo de leer­las. Habláis de comer y de bebe, y bien sé que son pruebas difíciles de soportar, pero no habláis de otras necesidades más perentorias aún. Olvidáis la Fe en Dios, el Honor, el amor al prójimo y el amor sin reproche. Puede ser que no tenga yo bastante ingenio, aunque me pare­ce que en esta cuestión no ando equivocado, pero me parece que habéis perdido el camino y cometéis un grave error en vuestra vida.
»Os curáis de las pequeñas necesidades, y olvidáis las grandes, las únicas verdaderas. Sois como el que tomara medicinas para quitarse un dolor de muelas en el día del juicio Final. Por­que estas cosas sagradas como son la Fe, el honor y el amor no sólo son más nobles que el vil alimento sino que son necesarias y que su falta nos debe hacer sufrir mucho más. Os hablo del modo que creo me comprenderéis mejor. Mientras os cuidáis de llenar vuestro vientre, ¿no desatendéis otros apetitos de vues­tro corazón, cuya falta amarga todos los pla­ceres de vuestra vida y os hace perpetuamente desgraciado?
Villon estaba visiblemente aburrido de tan largo sermón.
-¡Decís que no tengo sentimiento del honor! -dijo. Soy bastante pobre gracias a Dios, y es muy duro ver a otros con guantes forrados cuando uno se sopla los dedos de frío; un vien­tre vacío es una cosa muy desagradable, quizás si lo hubierais tenido tantas veces como yo, cambiaríais de opinión, y si soy un ladrón, no soy un diablo del infierno, así Dios me ayude. Os hago saber que yo también tengo una espe­cie de honor, para mí vale tanto como el vues­tro, y no me envanezco de ello día y noche como si fuera un milagro de Dios el tenerlo. A mí me parece muy natural y le tengo en el arca hasta que hace falta sacarle, y si no, os voy a convencer. ¿Cuánto rato hace que estoy en este recinto? ¿No me habéis dicho que estáis solo en la casa? Pues mirad esos objetos de oro y plata; vos podéis ser fuerte aún, pero sois viejo y es­táis sin armas, mientras que yo tengo mi cuchi­llo; no necesitaba yo hacer más que un movi­miento rápido y ahí quedaríais vos con el acero clavado entre las costillas, y ahí me marcharía yo con una carga de metales preciosos con que vivir bien durante un año. ¿Creéis que no se me ha ocurrido? Pues sin embargo rechazo la idea con desprecio, y ahí quedan vuestros malditos cubiletes tan seguros como en una iglesia, aquí quedáis vos con vuestro corazón latiendo como siempre y aquí estoy yo dispuesto a marcharme tan pobre como vine y sin más capital que esa blanca que tanto me habéis refregado por las narices. Y ahora diréis ¡Dios me asista!, ¿que no tengo sentimiento del honor? El viejo alargó el brazo.
-Voy a deciros lo que sois -dijo. Sois un bri­bón, un cínico y desalmado bribón, bribón y vagabundo. Me siento deshonrado al pensar que he pasado una hora en vuestra compañía y que habéis comido y bebido a mi mesa. Vuestra presencia me repugna. La noche ha pasado y las luces de la mañana alejan las sombras, ¿que­réis hacerme el favor de marchamos?
-Como queráis -dijo el poeta poniéndose en pie. Sois un digno caballero -añadió vaciando el vaso. Muy honrado, quisiera poder añadir y de mucho talento -y pegándose con los nudillos en la cabeza añadió: ¡Oh! ¡Vejez, vejez! ¡Cómo embotas los sesos!
El viejo caballero por cortesía hacia su hués­ped de una noche le acompañó hasta la puerta. Villon le siguió silbando y con los pulgares me­tidos en su cinturón.
-¡Dios se apiade de vos! -dijo el señor de Bri­setout a la puerta.
-¡Buenas noches, papá! -dijo Frands boste­zando.
Y muchas gracias por la cena.
La puerta volvió a cerrarse detrás de él. Las luces de la aurora empezaban a reflejarse sobre los blancos techos. El día empezaba por una mañana fría y desapacible. Villon se estiró en medio de la calle pensando:
-¡Qué idiota era ese anciano! ¿Qué podían valer aquellos vasos? 

1.064. Stevenson (Robert Louis) - 062

No hay comentarios:

Publicar un comentario