Cuando llegué a la galería, el bote misionero
navegaba hacia la desembocadura del río. Era un largo ballenero pintado de
blanco con un pedazo de toldo en la popa; un pastor indígena estaba acurrucado
en la cuña de la popa, timoneando; unos veinticuatro canaletes golpeaban la
superficie del agua y se hundían, al compás del canto, mientras el misionero,
sentado bajo el toldo, con su vestimenta blanca, leía un libro. Ero un hermoso
espectáculo para ser visto y oído; no hay nada más bello en las islas que un
bote misionero con una buena tripulación y un buen acompañamiento musical, y lo
contemplé con un dejo de envidia durante unos segundos, bajando luego en
dirección al río.
Al lado opuesto, otro hombre se dirigía hacia
el mismo lugar y, corriendo, consiguió llegar primero. Era Case; sin duda su
propósito era mantenerme apartado del misionero, quien podría servirme de
intérprete; pero en mi mente bullían otras cosas. Recordaba cómo nos había
engañado con la boda y la mala jugada que le había hecho antes a Uma y, al
verlo, la ira se apoderó de mí.
-¡Salga de mi camino, estafador ruin y
ladrón!le grité.
-¿Qué está diciendo? -preguntó.
Repetí lo dicho y lo acompañé con un buen
juramento.
-Y si llego a sorprenderlo en los alrededores
de mi casa, le alojo una bala en su cráneo roñoso.
-Usted puede hacer lo que se le antoje en su
casa -observó, adonde, como ya le manifestara, no pienso ir, pero éste es un
lugar público.
-Es un lugar donde tengo asuntos privados que
arreglar -repliqué. No pienso tolerar que un perro como usted me espíe y le
advierto que es mejor que se retire.
-No me doy por enterado, sin embargo -dijo
Case.
-Entonces le voy a enseñar -respondí.
-Eso es lo que veremos.
Fué rápido para usar sus manos, pero no tenía
ni estatura ni peso suficiente para competir conmigo, pues a mi lado era un
individuo endeble; y por otra parte Pie sentía posesionado de una cólera tal,
que podría haber mordido un cincel. Primero le pegué con un puño, luego con el
otro, hasta que oí crujir su cabeza y cayó el suelo.
-¿Le basta con esto? -grité. Pero sólo alzó la
mirada, pálido y desconcer-tado y la sangre fluyó sobre su rostro como el vino
sobre un mantel. ¿Le basta con esto? -repetí. Conteste y no se quede ahí como
un imbécil si no quiere que lo pisotee.
Se sentó al oír esto, sosteniéndose la cabeza -al
mirarlo se advertía que estaba mareado, y la sangre corrió por su pijama.
-Me basta por ahora -dijo, y después de
incorporarse dando traspiés, se alejó por el camino por el cual había venido.
El bote se había acercado; vi que el misionero
dejaba a un lado su libro, sonriéndome.
-Ahora sabe al menos que soy un hombre -pensé
para mis adentros.
En todos los años que había pasado en el Pacífico,
era ésta la primera vez que cambiaba dos palabras con un misionero y no hay que
decir que nunca les había pedido un favor. No me agradaban; ningún comerciante
les tiene simpatía; nos desprecian y ni siquiera tratan de ocultarlo, y por
otra parte defienden a los kanakas en lugar de estar con nosotros, sus
compañeros de raza. Vestía yo un flamante pijama rayado, pues, como es natural,
me había ataviado decentemente para presentarme ante los jefes, pero cuando vi
bajar al misionero del bote, con su uniforme común, compuesto de traje de
cañamazo blanco, casco de corcho, camisa y corbata blancas, y cazadora con
botas amarillas, tuve deseo de apedrearlo. Cuando estuvo más cerca, mirándome
con curiosidad (debido a la riña, supongo), vi que parecía mortalmente
enfermo. Lo cierto era que tenía fiebre y acababa de sufrir un escalofrío en
el bote.
--¿El señor Tarleton, verdad? -dije, pues
había logrado averiguar su nombre.
-¿Y usted, supongo será el nuevo comerciante?
-preguntó a su vez.
-Primero deseo aclararle que no quiero saber
nada de misiones -continué- y considero que usted y sus compañeros son dañinos,
y que llenan la cabeza a los nativos con cuentos de viejas y disparates.
-Es usted libre de exponer sus opiniones
-contestó de mal talante, pero yo no estoy obligado a escucharlas.
-Pero ocurre que usted tendrá que escucharlas
-insistí. No soy misionero, ni partidario de los misioneros, no soy kanaka, ni
protector de los kanakas: soy tan sólo un comerciante; soy solamente un vulgar
y maldito hombre blanco y un súbdito británico, uno de esos individuos con los
cuales usted desearía limpiarse las botas. ¡Espero haberme expresado
claramente!
-Sí, hombre, sí -dijo. Es más claro en sus
expresiones que estima-ble. Cuando se haya desembriagado, lamentará lo dicho.
Trató de pasar, pero lo atajé con la mano. Los
kanakas estaban empezando a gruñir. Me imagino que no les agradaba mi tono,
pues hablé con ese hombre con la misma libertad con que les hablaría a ustedes.
-No puede decir ahora que le he engañado -dije,
y puedo proseguir. Necesito pedirle un favor, necesito pedir dos favores en
realidad, y si usted se molesta en concedérmelos, tal vez tomaré más en
serio lo que ustedes llaman cristiandad.
Guardó silencio por un momento. Luego sonrió.
-Es usted un hombre raro -dijo.
-Soy como Dios me hizo -contesté. No pretendo ser
un caballero -añadí.
-No estoy tan seguro de esto -dijo él. Y qué
puedo hacer para obligarle, señor...?
-Wiltshire -completé, aunque generalmente me
llaman Welsher, pero Wiltshire es la manera correcta de deletrearlo, si la
gente de la costa consiguiera pronunciarlo. ¿Y en cuanto a lo que deseo? Bien,
empezaré con lo primero. Soy, lo que ustedes llaman un pecador -lo que yo llamo
un canalla, y le pido me ayude a desagraviar a la persona que he engañado.
Se volvió, hablando en lengua indígena a la
tripulación.
-Y ahora estoy a su disposición -me dijo, pero
solamente hasta que mi tripulación haya acabado de almorzar. Tengo que viajar
todavía un buen trecho por la costa hasta la noche. Me he demorado en Papa-Malulu,
donde permanecí hasta esta mañana y tengo un compromiso en Fale-Alii mañana por
la noche.
Le conduje a mi casa en silencio, sintiéndome
muy satisfecho de mí mismo por el giro que había dado a la conversación, pues
me agrada el hombre que se hace respetar.
-Siento que haya reñido -me dijo.
-Oh, esto es parte del relato que necesito
hacerle -dije. Es el favor número dos. Después que me haya escuchado, me dirá
si lo lamenta o no.
Entramos, cruzando ia tienda y me sorprendió
que Uma había levantado la vajilla del almuerzo. Era tan contrario a sus
costumbres, que comprendí que lo había hecho por gratitud, y la apreciaba más
por ello. La indígena y el señor Tarleton se llamaban mutuamente por el nombre,
y él la trataba visiblemente con la mayor cortesía. Pero esto no me extrañó
mayormente; siempre tienen una palabra afable para un kanaka; es con nosotros,
los blancos, que se dan importancia. Además, en este momento no era Tarleton
el que me importaba. Quería lograr lo que me proponía.
-Uma -dije, danos tu certificado matrimonial.
-Ella pareció turbada. Vamos -la animé, puedes
confiar en mí. Entrégamelo.
Lo llevaba encima, como de costumbre; creo que
ella pensaba que era un pasaporte para el Paraíso, y que si llegaba a morir sin
tenerlo a mano, iría al infierno. No alcancé a ver dónde lo había puesto la
primera vez, ni pude ver de dónde lo sacó ahora; pareció venir a su mano como
por arte de presti-digitación. Pero todas las isleñas son iguales en esto, y
supongo que esto se les enseña en su niñez.
-Sucede -dije con el certificado en la mano,
que he sido casado con esta chica por el negro Jack. El certificado fué escrito
por Case y es un selecto trozo de literatura, se lo aseguro. Además, he comprobado
que corre cierta maldición contra mi esposa en este lugar, y, mientras viva
conmigo, no puedo comerciar. Ahora bien, ¿qué haría cualquiera en mi lugar, si
es hombre? -pregunté. Supongo que lo primero sería esto. Y tomé el certificado
y, rompiéndolo arrojé los pedazos al suelo.
-«¡Aué!», ¡ay! -gritó Uma, y comenzó a golpear
sus manos, pero tomé una entre las mías.
-Y lo segundo que haría -continué, si es lo
que usted y yo llamamos un hombre, sería llevar a la chica ante usted o ante
algún otro misionero, y decirle: «He sido casado ilegalmente con mi esposa,
pero la aprecio mucho y ahora deseo casarme con ella en forma legal». Comience,
señor Tarleton, y creo que será mejor lo haga en nativo para complacer a mi
mujer -dije, dándole el nombre exacto que corresponde a una esposa.
Entonces buscamos a dos de la tripulación para
que sirvieran de testigos, y la boda fué celebrada en nuestra propia casa; el
párroco rezó un buen rato -debo reconocerlo, pero no tanto como otros-y nos
estrechó las manos a ambos.
-Señor Wiltshire -dijo, cuando hubo terminado
de escribir y despachado a los testigos, debo darle las gracias por el placer
que me ha causado. Pocas veces he celebrado la ceremonia matrimonial con más
gratas emociones.
Eso se llamaba hablar. Además, prosiguió con
otras palabras parecidas, mas estaba dispuesto a soportar toda la provisión que
tenía, pues me sentía magníficamente. Pero algo había llamado la atención de
Uma, en medio de la ceremonia, y al punto interrumpió la conversación.
-¿Cómo lastimar tu mano? -preguntó.
-Pregúntaselo a la cabeza de Case, querida,
-respondí.
Ella brincó de alegría, lanzando grititos cual
gorjeos.
-No ha cristianizado mucho a ésta que
digamos -observé al señor Tarleton.
-No la consideramos una de las peores -opinó
él, cuando estuvo en Fale-alii, y si Uma se muestra maliciosa en este caso, me
inclino a creer que tiene sobrada causa para ello.
-Muy bien -le dije, ahora llegamos al favor
número dos. Le contaré lo que sucede para ver si usted puede orientarnos algo.
-¿Será largo?. -preguntó.
-En efecto -exclamé, es un relato que tiene
cola.
-Bueno, le dedicaré todo el tiempo que tengo
disponible -dijo consultando su reloj. Pero debo decirle francamente que no he
comido desde las cinco de la mañana, y a menos que usted pueda convidarme con
algo, no es probable que tome alimento antes de las siete u ocho de la noche.
-¡Voto a Dios" -exclamé, le prepararemos
un almuerzo.
Me sentí un poco incómodo, al darme cuenta de
que había jurado, precisa-mente cuando todo parecía marchar bien, y supongo que
el misionero experimenté idéntica sensación, pero aparentó mirar por la ventana
y nos agradeció la invitación.
Entonces nos aprestarnos a prepararle una
especie de almuerzo. Me vi obligado a permitir que mi mujer me diese una mano,
para cubrir las apariencias, y por eso le encargué la preparación del té. En mi
vida he visto urn té semejante al que ella sirvió. Pero eso no fué lo peor,
pues armándose del salero, que ella consideraba un toque europeo más que
distinguido, convirtió mi estofado en agua de mar. En suma, al señor Tarleton
le dimos un almuerzo endiablado, pero en cambio no le faltó distracción, pues
durante todo el tiempo en que cocinábamos y luego cuando él aparentaba comer,
le llené la cabeza acerca de Case y de la costa de Falesá, formulándome él
preguntas que demostraban que seguía mi relato.
-Bien -dijo al final, temo que se haya creado
un enemigo peligroso. Ese Case es muy inteligente y parece ser realmente
malvado. Debo hacerle saber que he estado vigilando a ese hombre durante un año
casi y tengo la peor opinión de él. En la época en que el último representante
de su firma huyó tan repentinamente de aquí, recibí una carta de Namu, el
pastor indígena, rogándome que viniera a Falesá lo más pronto que pudiera, pues
su grey estaba «adoptando prácticas católicas». Tenía mucha confianza en Namta,
y temo que esto sólo demuestra cuán fácilmente nos pueden engañar. Nadie que lo
hubiera oído predicar podía dudar de sus extraordinarias facultades. Todos
nuestros isleños adquieren con facilidad cierta elocuencia, siendo capaces de
explicar e ilustrar con gran eficacia y fantasía sermones plagiados, pero los
sermones de Namu son propios y no puedo negar que les he hallado cierta gracia.
Además manifiesta una viva curiosidad por cosas seculares, no le tiene miedo al
trabajo, es un hábil carpintero y se ha hecho acreedor al respeto de los
pastores vecinos, de tal forma que le llamamos, entre burlas y veras, el Obispo
del Este. En resumen, me sentía orgulloso de Namu, y por eso tanto más me
desconcertó su carta y aproveché la primera ocasión para venir a estos parajes.
El día anterior a mi llegada, Vigours había sido embarcado a bordo del Lión y
Namu no tenía nada que decir; se avergonzaba aparentemente de su carta y no
parecía dispuesto a explicarla. Esto, lógicamente, no pude permitirlo y acabó
confesándome que le había inquietado grandemente descubrir que su grey hacía la
señal de la cruz, pero desde que supo la explicación, su conciencia se hallaba
tranquila. Pues Vigours tenía el mal de ojo, algo común en un país de Europa
llamado Italia, donde la gente que lo padecía era asesinada a menudo, y parecía
que la señal de la cruz era un antídoto contra su poder.
«Y puedo explicárselo, Mis¡ -dijo Namu, de
este modo: El país en Europa es un país católico y el diablo del mal de ojo
debe ser un diablo católico, o al menos un demonio acostumbrado a las prácticas
católicas. Entonces razoné de la siguiente manera: si la señal de la cruz se
empleara a la manera católica, sería un pecado, pero si se emplea solamente
para proteger a los hombres de un demonio, lo que es en sí una cosa inofensiva,
también la señal debe serlo, como una botella no es ni buena ni mala sino
inofensiva. Pues la señal no es ni buena ni mala. Pero si la botella estuviera
llena de aguardiente, el aguardiente es malo, y si la señal se hace como
expresión de idolatría, entonces hay idolatría». Y, como buen pastor indígena,
tenía un texto apropiado para expulsar a los demonios.
«-¿Y quién te contó eso del mal de ojo?» -le
pregunté.
-Admitió que fué Case. Mucho me temo que usted
me considere pedante, señor Wiltshire, pero debo decirle que estuve disgustado,
pues no considero a un comerciante el hombre indicado para aconsejar o tener
influencia sobre mis pastores, y además había corrido la voz en el país de que
el anciano Adams había sido envenenado, a lo cual no había prestado mayor
atención, pero vino a mi mente en aquel momento.
«-¿Y lleva este Case una vida santificada?»
-le pregunté.
-Confieso que no, pues si bien no bebe, es en
cambio mujeriego y, además, no profesa religión alguna.
«-Entonces -dije, creo que cuanto menos tenga
que ver con él, tanto mejor.»
-Pero no es fácil decir la última palabra con
un hombre como Namu. Al punto tuvo a mano una explicación. «Mis¡ -me dijo,
usted rae contó que había muchos hombres, que sin ser pastores y ni siquiera
santos, sabían muchas cosas útiles para enseñar, sobre árboles, por ejemplo,
animales, la impresión de libros y las piedras que se queman para hacer de
ellas cuchillos. Estos hombres les enseñan en sus colegios y ustedes aprenden
de ellos; sólo hay que cuidarse de no aprender a ser impíos. Mis¡, Case es mi
colegio.»
-No supe qué decir. Era evidente que Vigours
había sido expulsado de Falesá por las maquinaciones de Case ayudado por mi
pastor en algo que tenía todas las apariencias de un complot. Recordé que fué
Namu quien me había tranquilizado respecto a Adams, atribuyendo el rumor a la
mala voluntad del sacerdote. Y comprendí que debía informarme a fondo de una
fuente imparcial. Hay aquí un jefe, un viejo bribón llamado Faiaso, que creo
habrá visto hoy en el consejo; ha sido durante toda su vida turbulento y
cauteloso, un gran instigador de rebeliones y una gran preocupación de la
misión y de la isla. En extremo astuto, es amante de la verdad, excepto en
política y en sus propios delitos. Fui a su casa, le conté lo que había oído y
le rogué me dijera la verdad. No creo haber tenido nunca una entrevista más
penosa. Tal vez me comprenda, señor Wiltshire, si le digo que tomo muy en serio
esos cuentos de viejas que usted me reprochaba hace unos momentos; y que estoy
tan ansioso de practicar el bien en estas islas como usted de complacer y
proteger a su linda esposa. Y también debe recordar que consideraba a Namu un
modelo de virtudes y que me sentía orgulloso de él, considerándolo uno de los
primeros frutos maduros de la misión. Y ahora fui informado que dependía casi
por completo de Case. Al principio no fué por corrupción; comenzó sin duda por
temor y respeto infundidos con astucia y pretextos, pero me escandalizó
descubrir que más tarde se había unido otra causa, que Namu se proveía en el
comercio de Case y que había contraído con éste fuertes deudas. Todo lo que el
comerciante decía, Namu lo creía temblando. No era el único; mucha gente en el
pueblo vivía bajo idéntico yugo, pero el caso de Namu fué el más influyente y
por su intermedio se causó el daño más grande; con varios partidarios entre los
jefes y el pastor bajo su dominio, Case podía considerarse dueño del pueblo.
Usted sabe algo de Vigours y de Adams, pero quizá no oyó hablar nunca del
anciano Underhill, el antecesor de Adams. Recuerdo que era un anciano tranquilo
e indulgente, y nos enteramos de que había fallecido repentinamente: los
blancos mueren muy repentinamente en Falesá. Lo que acababa de escuchar
entonces, me hizo helar la sangre en las venas. Parece que fué atacado de una
parálisis total, quedando completamente inerte, salvo un ojo solo con vida, que
guiñaba continuamente. Corrió la voz de que ese pobre anciano indefenso se
había transformado en un demonio y el miserable Case excitó el temor de los
nativos, que fingía compartir y aparentaba no atreverse a entrar solo en la
casa. Al final cavaron una fosa en el extremo más apartado del pueblo y
sepultaron vivo al anciano. Namu, mi pastor, a cuya educación yo había
contribuído, presenció la macabra escena, pronunciando una oración.
-Me hallaba en una situación difícil. Tal vez
hubiera sido mi deber denunciar a Namu para que lo sometieran a un
interrogatorio. Acaso ahora pienso así, pero en aquel entonces las cosas eran
menos claras. Tenía gran influencia, que podría haber resultado ser mayor que
la mía. Los indígenas son propensos a la superstición y el irritarles podría
haber arraigado y propagado aún más esas inclina-ciones peligrosas. Además Namu
era aparte de esa nueva y detes-table influencia, un buen pastor y un hombre
hábil y espiritual. ¿Dónde encontraría otro mejor? ¿Dónde encontraría siquiera
otro tan bueno como él? En aquel momento, con el fracaso de Narnu fresco en mi
memoria, el trabajo de toda mi vida me pareció una burla; la esperanza había
muerto en mí. Creí que sería mejor reparar los instrumentos que poseía que ir
en busca de otros que resultarían sin duda peores que éstos, y siempre conviene
evitar un escándalo si es humanamente posible. En consecuencia decidí, para
bien o para mal, tomar el asunto con calma. Aquella noche me expliqué y razoné
con el descarriado pastor, reprochándole su ignorancia e infidelidad, así como
su miserable actitud, aclarándole y haciendo resaltar ante sus ojos lo que
había hecho con su fría complicidad en un asesinato, y al escucharme excitóse
como un niño, como lo demostraron sus gestos infantiles, innecesarios e
inconvenientes, y mucho antes del amanecer lo tuve arrodillado y bañado en
lágrimas, aparentando estar sinceramente arrepentido. El domingo por la mañana
me encargué del sermón y prediqué sobre los Primeros Reyes, el fuego, el terremoto
y la voz que distinguía el verdadero poder espiritual, refiriendo con toda la
claridad a que podía atreverme los recientes aconteci-mientos en Falesá. Fué
grande el efecto causado en la multitud, que aumentó aún más cuando Namu habló
a su vez, confesando que, habiendo pensado obrar con fe y corrección, estaba
ahora convencido de haber pecado. Hasta aquí, por lo tanto, todo marchaba bien,
a no mediar una desafortunada circunstancia. Se acercaba la época de nuestro
«mayo»» en la isla, cuando se reciben las contribuciones de los indígenas para
la misión; me vi obligado a efectuar la notificación correspondiente, y esto
dió a mi enemigo la oportunidad anhelada, que no tardó en aprovechar.
Case debió haberse enterado de lo sucedido
aquella mañana, no bien hubo terminado el sermón, y la misma tarde buscó
ocasión de encontrarme en medio del pueblo. Se acercó a mí con tanta intención
y animosidad que sentí que sería perjudicial evitar el encuentro.
-¡Ah! -dijo en lengua nativa, aquí está el
santo varón. Ha estado predicando contra mi persona, pero eso no estaba en su
corazón; ha estado predicando sobre el amor de Dios, pero eso no estaba en su
corazón, estaba en su boca. ¿Quieren saber ustedes qué fué lo que anidaba en su
corazón? -gritó. ¡Yo se lo mostraré! Y, dándome un golpecito en la cabeza hizo
como si sacase de allí una moneda de un dólar y la mostró a la concurrencia.
-Ante la muchedumbre corrió ese rumor con el
cual los polinesia-nos acogen un prodigio. Por mi parte, permanecí allí
confundido. Se trataba de un truco vulgar que había visto efectuar una multitud
de veces en mi país, ¿pero cómo iba a convencer de esto a los nativos? En aquel
momento deseé haber aprendido prestidigitación en lugar de hebreo, para poder
vencer a ese individuo con sus propias armas. Pero allí estaba y no podía
quedarme callado, y fué una pobre defensa lo que atiné a decir:
-Haga el favor de no volver a tocarme
-expresé.
-No pienso hacerlo -me respondió, ni quiero
privarle de su dólar. Aquí está -dijo, arrojándolo a mis pies. Me contaron que
quedó tres días en el lugar en que había caído.
-Hay que reconocer que fué una hábil jugarreta
-dije.
-Oh, es muy inteligente -afirmó el señor
Tarleton, y, como habrá visto por lo que acabo de relatarle, muy peligroso. Fué
parte actuante en la horrible
muerte del paralítico, se le acusa de haber envenenado a Adams, ahuyentó a
Vigours con mentiras que podrían haber desembocado en el asesinato y no hay
duda que ahora ha decidido desembarazarse de usted. El sistema que piensa
adoptar para ello no podemos adivinarlo, pero ha de ser seguramente algo nuevo.
El hombre es pródigo en ideas e inventivas.
-Se impone a sí mismo una cantidad de
molestias -observé. Y, después de todo, ¿con qué objeto?
-¿Cuántas toneladas de copra cree usted que
produce este distrito? -preguntó el misionero.
-Unas sesenta toneladas aproximadamente
-respondí.
-¿Y a cuánto asciende la ganancia del
comerciante local? -prosiguió preguntando.
=Digamos unas tres libras -contesté.
-Entonces usted mismo puede calcular por qué lo
hace -dijo el señor Tarleton. Pero lo que importa ahora es derrotarlo. Está a
la vista que hizo correr algún rumor contra Uma, con el objeto de aislarla de
los demás y poder saciar sus perversos instintos. Al fracasar en esto y viendo
que un nuevo rival aparecía en escena, se valió de ella en otra forma. Lo
primero que hay que averiguar ahora es lo que tuvo que ver Namu en el asunto.
Uma, ¿qué hizo Namu cuando la gente comenzó a alejarse de ti y de tu madre?
-Alejarse también -dijo Uma.
-Temo que este perro ha vuelto a sus andanzasdijo
el señor Tarleton. ¿Y qué puedo hacer por usted ahora? Hablaré con Namu,
advirtiéndole que es observado, y no creo que se atreva a incurrir en falta
después de haber sido prevenido. Si esta precaución llegara a fallar, deberá
recurrir a otros medios. Está, en primer lugar, el sacerdote, que quizá lo
brinde su protección, en salvaguardia de los intereses católicos. Y luego tiene
al viejo Faiaso. ¡Ah!, algunos años antes, usted no hubiera tenido necesidad de
nadie más, pero su influencia ha disminuido considerablemente, pasando a manos
de Maca, y temo que Maca sea uno de los chacales de Case. En resumidas
cuentas, si llegara a suceder lo peor tendrá que mandar un mensaje a Fale-alii
o ir allí personalmente, y si bien no es probable que me encuentre en esta
parte de la isla hasta dentro de un mes, veré lo que se puede hacer.
Con esto el pastor Tarleton se despidió de
nosotros, y media hora más tarde la tripulación cantaba en el bote misionero
mientras los canaletes golpeaban la superficie del agua.
Cuento de los mares del sur
1.064. Stevenson (Robert Louis) - 060
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