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domingo, 14 de diciembre de 2014

La costa de falesa - Cap III. El misionero

Cuando llegué a la galería, el bote misionero navegaba hacia la desembocadura del río. Era un largo ballenero pintado de blanco con un pedazo de toldo en la popa; un pastor indígena estaba acurrucado en la cuña de la popa, timoneando; unos veinticuatro canaletes golpeaban la superficie del agua y se hundían, al compás del canto, mientras el misionero, sentado bajo el toldo, con su vestimenta blanca, leía un libro. Ero un hermoso espectáculo para ser visto y oído; no hay nada más bello en las islas que un bote misionero con una buena tripulación y un buen acompañamiento musical, y lo contemplé con un dejo de envidia durante unos segundos, bajando luego en dirección al río.
Al lado opuesto, otro hombre se dirigía hacia el mismo lugar y, corriendo, consiguió llegar primero. Era Case; sin duda su propósito era mantenerme apartado del misionero, quien podría servirme de intérprete; pero en mi mente bullían otras cosas. Recordaba cómo nos había engañado con la boda y la mala jugada que le había hecho antes a Uma y, al verlo, la ira se apoderó de mí.
-¡Salga de mi camino, estafador ruin y ladrón!le grité.
-¿Qué está diciendo? -preguntó.
Repetí lo dicho y lo acompañé con un buen juramento.
-Y si llego a sorprenderlo en los alrededores de mi casa, le alojo una bala en su cráneo roñoso.
-Usted puede hacer lo que se le antoje en su casa -observó, adonde, como ya le manifestara, no pienso ir, pero éste es un lugar público.
-Es un lugar donde tengo asuntos privados que arreglar -repliqué. No pienso tolerar que un perro como usted me espíe y le advierto que es mejor que se retire.
-No me doy por enterado, sin embargo -dijo Case.
-Entonces le voy a enseñar -respondí.
-Eso es lo que veremos.
Fué rápido para usar sus manos, pero no tenía ni estatura ni peso suficiente para competir conmigo, pues a mi lado era un individuo endeble; y por otra parte Pie sentía posesionado de una cólera tal, que podría haber mordido un cincel. Primero le pegué con un puño, luego con el otro, hasta que oí crujir su cabeza y cayó el suelo.
-¿Le basta con esto? -grité. Pero sólo alzó la mirada, pálido y desconcer-tado y la sangre fluyó sobre su rostro como el vino sobre un mantel. ¿Le basta con esto? -repetí. Conteste y no se quede ahí como un imbécil si no quiere que lo pisotee.
Se sentó al oír esto, sosteniéndose la cabeza -al mirarlo se advertía que estaba mareado, y la sangre corrió por su pijama.
-Me basta por ahora -dijo, y después de incorporarse dando traspiés, se alejó por el camino por el cual había venido.
El bote se había acercado; vi que el misionero dejaba a un lado su libro, sonriéndome.
-Ahora sabe al menos que soy un hombre -pensé para mis adentros.
En todos los años que había pasado en el Pacífico, era ésta la primera vez que cambiaba dos palabras con un misionero y no hay que decir que nunca les había pedido un favor. No me agradaban; ningún comerciante les tiene simpatía; nos desprecian y ni siquiera tratan de ocultarlo, y por otra parte defienden a los kanakas en lugar de estar con nosotros, sus compañeros de raza. Vestía yo un flamante pijama rayado, pues, como es natural, me había ataviado decentemente para presentarme ante los jefes, pero cuando vi bajar al misionero del bote, con su uniforme común, compuesto de traje de cañamazo blanco, casco de corcho, camisa y corbata blancas, y cazadora con botas amarillas, tuve deseo de apedrearlo. Cuando estuvo más cerca, mirándome con curiosidad (debido a la riña, supongo), vi que parecía mortalmente enfermo. Lo cierto era que tenía fiebre y acababa de sufrir un escalofrío en el bote.
--¿El señor Tarleton, verdad? -dije, pues había logrado averiguar su nombre.
-¿Y usted, supongo será el nuevo comerciante? -preguntó a su vez.
-Primero deseo aclararle que no quiero saber nada de misiones -continué- y considero que usted y sus compañeros son dañinos, y que llenan la cabeza a los nativos con cuentos de viejas y disparates.
-Es usted libre de exponer sus opiniones -contestó de mal talante, pero yo no estoy obligado a escucharlas.
-Pero ocurre que usted tendrá que escucharlas -insistí. No soy misionero, ni partidario de los misioneros, no soy kanaka, ni protector de los kanakas: soy tan sólo un comerciante; soy solamente un vulgar y maldito hombre blanco y un súbdito británico, uno de esos individuos con los cuales usted desearía limpiarse las botas. ¡Espero haberme expresado claramente!
-Sí, hombre, sí -dijo. Es más claro en sus expresiones que estima-ble. Cuando se haya desembriagado, lamentará lo dicho.
Trató de pasar, pero lo atajé con la mano. Los kanakas estaban empezando a gruñir. Me imagino que no les agradaba mi tono, pues hablé con ese hombre con la misma libertad con que les hablaría a ustedes.
-No puede decir ahora que le he engañado -dije, y puedo proseguir. Necesito pedirle un favor, necesito pedir dos favores en realidad, y si usted se molesta en concedérmelos, tal vez tomaré más en serio lo que ustedes llaman cristiandad.
Guardó silencio por un momento. Luego sonrió.
-Es usted un hombre raro -dijo.
-Soy como Dios me hizo -contesté. No pretendo ser un caballero -añadí.
-No estoy tan seguro de esto -dijo él. Y qué puedo hacer para obligarle, señor...?
-Wiltshire -completé, aunque generalmente me llaman Welsher, pero Wiltshire es la manera correcta de deletrearlo, si la gente de la costa consiguiera pronunciarlo. ¿Y en cuanto a lo que deseo? Bien, empezaré con lo primero. Soy, lo que ustedes llaman un pecador -lo que yo llamo un canalla, y le pido me ayude a desagraviar a la persona que he engañado.
Se volvió, hablando en lengua indígena a la tripulación.
-Y ahora estoy a su disposición -me dijo, pero solamente hasta que mi tripulación haya acabado de almorzar. Tengo que viajar todavía un buen trecho por la costa hasta la noche. Me he demorado en Papa-Malulu, donde permanecí hasta esta mañana y tengo un compromiso en Fale-Alii mañana por la noche.
Le conduje a mi casa en silencio, sintiéndome muy satisfecho de mí mismo por el giro que había dado a la conversación, pues me agrada el hombre que se hace respetar.
-Siento que haya reñido -me dijo.
-Oh, esto es parte del relato que necesito hacerle -dije. Es el favor número dos. Después que me haya escuchado, me dirá si lo lamenta o no.
Entramos, cruzando ia tienda y me sorprendió que Uma había levantado la vajilla del almuerzo. Era tan contrario a sus costumbres, que comprendí que lo había hecho por gratitud, y la apreciaba más por ello. La indígena y el señor Tarleton se llamaban mutuamente por el nombre, y él la trataba visiblemente con la mayor cortesía. Pero esto no me extrañó mayormente; siempre tienen una palabra afable para un kanaka; es con nosotros, los blancos, que se dan importancia. Además, en este momento no era Tarleton el que me importaba. Quería lograr lo que me proponía.
-Uma -dije, danos tu certificado matrimonial.
-Ella pareció turbada. Vamos -la animé, puedes confiar en mí. Entrégamelo.
Lo llevaba encima, como de costumbre; creo que ella pensaba que era un pasaporte para el Paraíso, y que si llegaba a morir sin tenerlo a mano, iría al infierno. No alcancé a ver dónde lo había puesto la primera vez, ni pude ver de dónde lo sacó ahora; pareció venir a su mano como por arte de presti-digitación. Pero todas las isleñas son iguales en esto, y supongo que esto se les enseña en su niñez.
-Sucede -dije con el certificado en la mano, que he sido casado con esta chica por el negro Jack. El certificado fué escrito por Case y es un selecto trozo de literatura, se lo aseguro. Además, he comprobado que corre cierta maldición contra mi esposa en este lugar, y, mientras viva conmigo, no puedo comerciar. Ahora bien, ¿qué haría cualquiera en mi lugar, si es hombre? -pregunté. Supongo que lo primero sería esto. Y tomé el certificado y, rompiéndolo arrojé los pedazos al suelo.
-«¡Aué!», ¡ay! -gritó Uma, y comenzó a golpear sus manos, pero tomé una entre las mías.
-Y lo segundo que haría -continué, si es lo que usted y yo llamamos un hombre, sería llevar a la chica ante usted o ante algún otro misionero, y decirle: «He sido casado ilegalmente con mi esposa, pero la aprecio mucho y ahora deseo casarme con ella en forma legal». Comience, señor Tarleton, y creo que será mejor lo haga en nativo para complacer a mi mujer -dije, dándole el nombre exacto que corresponde a una esposa.
Entonces buscamos a dos de la tripulación para que sirvieran de testigos, y la boda fué celebrada en nuestra propia casa; el párroco rezó un buen rato -debo reconocerlo, pero no tanto como otros-y nos estrechó las manos a ambos.
-Señor Wiltshire -dijo, cuando hubo terminado de escribir y despachado a los testigos, debo darle las gracias por el placer que me ha causado. Pocas veces he celebrado la ceremonia matrimonial con más gratas emociones.
Eso se llamaba hablar. Además, prosiguió con otras palabras parecidas, mas estaba dispuesto a soportar toda la provisión que tenía, pues me sentía magníficamente. Pero algo había llamado la atención de Uma, en medio de la ceremonia, y al punto interrumpió la conversación.
-¿Cómo lastimar tu mano? -preguntó.
-Pregúntaselo a la cabeza de Case, querida, -respondí.
Ella brincó de alegría, lanzando grititos cual gorjeos.
-No ha cristianizado mucho a ésta que digamos -observé al señor Tarleton.
-No la consideramos una de las peores -opinó él, cuando estuvo en Fale-alii, y si Uma se muestra maliciosa en este caso, me inclino a creer que tiene sobrada causa para ello.
-Muy bien -le dije, ahora llegamos al favor número dos. Le contaré lo que sucede para ver si usted puede orientarnos algo.
-¿Será largo?. -preguntó.
-En efecto -exclamé, es un relato que tiene cola.
-Bueno, le dedicaré todo el tiempo que tengo disponible -dijo consultando su reloj. Pero debo decirle francamente que no he comido desde las cinco de la mañana, y a menos que usted pueda convidarme con algo, no es probable que tome alimento antes de las siete u ocho de la noche.
-¡Voto a Dios" -exclamé, le prepararemos un almuerzo.
Me sentí un poco incómodo, al darme cuenta de que había jurado, precisa-mente cuando todo parecía marchar bien, y supongo que el misionero experimenté idéntica sensación, pero aparentó mirar por la ventana y nos agradeció la invitación.
Entonces nos aprestarnos a prepararle una especie de almuerzo. Me vi obligado a permitir que mi mujer me diese una mano, para cubrir las apariencias, y por eso le encargué la preparación del té. En mi vida he visto urn té semejante al que ella sirvió. Pero eso no fué lo peor, pues armándose del salero, que ella consideraba un toque europeo más que distinguido, convirtió mi estofado en agua de mar. En suma, al señor Tarleton le dimos un almuerzo endiablado, pero en cambio no le faltó distracción, pues durante todo el tiempo en que cocinábamos y luego cuando él aparentaba comer, le llené la cabeza acerca de Case y de la costa de Falesá, formulándome él preguntas que demostraban que seguía mi relato.
-Bien -dijo al final, temo que se haya creado un enemigo peligroso. Ese Case es muy inteligente y parece ser realmente malvado. Debo hacerle saber que he estado vigilando a ese hombre durante un año casi y tengo la peor opinión de él. En la época en que el último representante de su firma huyó tan repentinamente de aquí, recibí una carta de Namu, el pastor indígena, rogándome que viniera a Falesá lo más pronto que pudiera, pues su grey estaba «adoptando prácticas católicas». Tenía mucha confianza en Namta, y temo que esto sólo demuestra cuán fácilmente nos pueden engañar. Nadie que lo hubiera oído predicar podía dudar de sus extraordinarias facultades. Todos nuestros isleños adquieren con facilidad cierta elocuencia, siendo capaces de explicar e ilustrar con gran eficacia y fantasía sermones plagiados, pero los sermones de Namu son propios y no puedo negar que les he hallado cierta gracia. Además manifiesta una viva curiosidad por cosas seculares, no le tiene miedo al trabajo, es un hábil carpintero y se ha hecho acreedor al respeto de los pastores vecinos, de tal forma que le llamamos, entre burlas y veras, el Obispo del Este. En resumen, me sentía orgulloso de Namu, y por eso tanto más me desconcertó su carta y aproveché la primera ocasión para venir a estos parajes. El día anterior a mi llegada, Vigours había sido embarcado a bordo del Lión y Namu no tenía nada que decir; se avergonzaba aparentemente de su carta y no parecía dispuesto a explicarla. Esto, lógicamente, no pude permitirlo y acabó confesándome que le había inquietado grandemente descubrir que su grey hacía la señal de la cruz, pero desde que supo la explicación, su conciencia se hallaba tranquila. Pues Vigours tenía el mal de ojo, algo común en un país de Europa llamado Italia, donde la gente que lo padecía era asesinada a menudo, y parecía que la señal de la cruz era un antídoto contra su poder.
«Y puedo explicárselo, Mis¡ -dijo Namu, de este modo: El país en Europa es un país católico y el diablo del mal de ojo debe ser un diablo católico, o al menos un demonio acostumbrado a las prácticas católicas. Entonces razoné de la siguiente manera: si la señal de la cruz se empleara a la manera católica, sería un pecado, pero si se emplea solamente para proteger a los hombres de un demonio, lo que es en sí una cosa inofensiva, también la señal debe serlo, como una botella no es ni buena ni mala sino inofensiva. Pues la señal no es ni buena ni mala. Pero si la botella estuviera llena de aguardiente, el aguardiente es malo, y si la señal se hace como expresión de idolatría, entonces hay idolatría». Y, como buen pastor indígena, tenía un texto apropiado para expulsar a los demonios.
«-¿Y quién te contó eso del mal de ojo?» -le pregunté.
-Admitió que fué Case. Mucho me temo que usted me considere pedante, señor Wiltshire, pero debo decirle que estuve disgustado, pues no considero a un comerciante el hombre indicado para aconsejar o tener influencia sobre mis pastores, y además había corrido la voz en el país de que el anciano Adams había sido envenenado, a lo cual no había prestado mayor atención, pero vino a mi mente en aquel momento.
«-¿Y lleva este Case una vida santificada?» -le pregunté.
-Confieso que no, pues si bien no bebe, es en cambio mujeriego y, además, no profesa religión alguna.
«-Entonces -dije, creo que cuanto menos tenga que ver con él, tanto mejor.»
-Pero no es fácil decir la última palabra con un hombre como Namu. Al punto tuvo a mano una explicación. «Mis¡ -me dijo, usted rae contó que había muchos hombres, que sin ser pastores y ni siquiera santos, sabían muchas cosas útiles para enseñar, sobre árboles, por ejemplo, animales, la impresión de libros y las piedras que se queman para hacer de ellas cuchillos. Estos hombres les enseñan en sus colegios y ustedes aprenden de ellos; sólo hay que cuidarse de no aprender a ser impíos. Mis¡, Case es mi colegio.»
-No supe qué decir. Era evidente que Vigours había sido expulsado de Falesá por las maquinaciones de Case ayudado por mi pastor en algo que tenía todas las apariencias de un complot. Recordé que fué Namu quien me había tranquilizado respecto a Adams, atribuyendo el rumor a la mala voluntad del sacerdote. Y comprendí que debía informarme a fondo de una fuente imparcial. Hay aquí un jefe, un viejo bribón llamado Faiaso, que creo habrá visto hoy en el consejo; ha sido durante toda su vida turbulento y cauteloso, un gran instigador de rebeliones y una gran preocupación de la misión y de la isla. En extremo astuto, es amante de la verdad, excepto en política y en sus propios delitos. Fui a su casa, le conté lo que había oído y le rogué me dijera la verdad. No creo haber tenido nunca una entrevista más penosa. Tal vez me comprenda, señor Wiltshire, si le digo que tomo muy en serio esos cuentos de viejas que usted me reprochaba hace unos momentos; y que estoy tan ansioso de practicar el bien en estas islas como usted de complacer y proteger a su linda esposa. Y también debe recordar que consideraba a Namu un modelo de virtudes y que me sentía orgulloso de él, considerándolo uno de los primeros frutos maduros de la misión. Y ahora fui informado que dependía casi por completo de Case. Al principio no fué por corrupción; comenzó sin duda por temor y respeto infundidos con astucia y pretextos, pero me escandalizó descubrir que más tarde se había unido otra causa, que Namu se proveía en el comercio de Case y que había contraído con éste fuertes deudas. Todo lo que el comerciante decía, Namu lo creía temblando. No era el único; mucha gente en el pueblo vivía bajo idéntico yugo, pero el caso de Namu fué el más influyente y por su intermedio se causó el daño más grande; con varios partidarios entre los jefes y el pastor bajo su dominio, Case podía considerarse dueño del pueblo. Usted sabe algo de Vigours y de Adams, pero quizá no oyó hablar nunca del anciano Underhill, el antecesor de Adams. Recuerdo que era un anciano tranquilo e indulgente, y nos enteramos de que había fallecido repentinamente: los blancos mueren muy repentinamente en Falesá. Lo que acababa de escuchar entonces, me hizo helar la sangre en las venas. Parece que fué atacado de una parálisis total, quedando completamente inerte, salvo un ojo solo con vida, que guiñaba continuamente. Corrió la voz de que ese pobre anciano indefenso se había transformado en un demonio y el miserable Case excitó el temor de los nativos, que fingía compartir y aparentaba no atreverse a entrar solo en la casa. Al final cavaron una fosa en el extremo más apartado del pueblo y sepultaron vivo al anciano. Namu, mi pastor, a cuya educación yo había contribuído, presenció la macabra escena, pronunciando una oración.
-Me hallaba en una situación difícil. Tal vez hubiera sido mi deber denunciar a Namu para que lo sometieran a un interrogatorio. Acaso ahora pienso así, pero en aquel entonces las cosas eran menos claras. Tenía gran influencia, que podría haber resultado ser mayor que la mía. Los indígenas son propensos a la superstición y el irritarles podría haber arraigado y propagado aún más esas inclina-ciones peligrosas. Además Namu era aparte de esa nueva y detes-table influencia, un buen pastor y un hombre hábil y espiritual. ¿Dónde encontraría otro mejor? ¿Dónde encontraría siquiera otro tan bueno como él? En aquel momento, con el fracaso de Narnu fresco en mi memoria, el trabajo de toda mi vida me pareció una burla; la esperanza había muerto en mí. Creí que sería mejor reparar los instrumentos que poseía que ir en busca de otros que resultarían sin duda peores que éstos, y siempre conviene evitar un escándalo si es humanamente posible. En consecuencia decidí, para bien o para mal, tomar el asunto con calma. Aquella noche me expliqué y razoné con el descarriado pastor, reprochándole su ignorancia e infidelidad, así como su miserable actitud, aclarándole y haciendo resaltar ante sus ojos lo que había hecho con su fría complicidad en un asesinato, y al escucharme excitóse como un niño, como lo demostraron sus gestos infantiles, innecesarios e inconvenientes, y mucho antes del amanecer lo tuve arrodillado y bañado en lágrimas, aparentando estar sinceramente arrepentido. El domingo por la mañana me encargué del sermón y prediqué sobre los Primeros Reyes, el fuego, el terremoto y la voz que distinguía el verdadero poder espiritual, refiriendo con toda la claridad a que podía atreverme los recientes aconteci-mientos en Falesá. Fué grande el efecto causado en la multitud, que aumentó aún más cuando Namu habló a su vez, confesando que, habiendo pensado obrar con fe y corrección, estaba ahora convencido de haber pecado. Hasta aquí, por lo tanto, todo marchaba bien, a no mediar una desafortunada circunstancia. Se acercaba la época de nuestro «mayo»» en la isla, cuando se reciben las contribuciones de los indígenas para la misión; me vi obligado a efectuar la notificación correspondiente, y esto dió a mi enemigo la oportunidad anhelada, que no tardó en aprovechar.
Case debió haberse enterado de lo sucedido aquella mañana, no bien hubo terminado el sermón, y la misma tarde buscó ocasión de encontrarme en medio del pueblo. Se acercó a mí con tanta intención y animosidad que sentí que sería perjudicial evitar el encuentro.
-¡Ah! -dijo en lengua nativa, aquí está el santo varón. Ha estado predicando contra mi persona, pero eso no estaba en su corazón; ha estado predicando sobre el amor de Dios, pero eso no estaba en su corazón, estaba en su boca. ¿Quieren saber ustedes qué fué lo que anidaba en su corazón? -gritó. ¡Yo se lo mostraré! Y, dándome un golpecito en la cabeza hizo como si sacase de allí una moneda de un dólar y la mostró a la concurrencia.
-Ante la muchedumbre corrió ese rumor con el cual los polinesia-nos acogen un prodigio. Por mi parte, permanecí allí confundido. Se trataba de un truco vulgar que había visto efectuar una multitud de veces en mi país, ¿pero cómo iba a convencer de esto a los nativos? En aquel momento deseé haber aprendido prestidigitación en lugar de hebreo, para poder vencer a ese individuo con sus propias armas. Pero allí estaba y no podía quedarme callado, y fué una pobre defensa lo que atiné a decir:
-Haga el favor de no volver a tocarme -expresé.
-No pienso hacerlo -me respondió, ni quiero privarle de su dólar. Aquí está -dijo, arrojándolo a mis pies. Me contaron que quedó tres días en el lugar en que había caído.
-Hay que reconocer que fué una hábil jugarreta -dije.
-Oh, es muy inteligente -afirmó el señor Tarleton, y, como habrá visto por lo que acabo de relatarle, muy peligroso. Fué parte actuante en la horrible muerte del paralítico, se le acusa de haber envenenado a Adams, ahuyentó a Vigours con mentiras que podrían haber desembocado en el asesinato y no hay duda que ahora ha decidido desembarazarse de usted. El sistema que piensa adoptar para ello no podemos adivinarlo, pero ha de ser seguramente algo nuevo. El hombre es pródigo en ideas e inventivas.
-Se impone a sí mismo una cantidad de molestias -observé. Y, después de todo, ¿con qué objeto?
-¿Cuántas toneladas de copra cree usted que produce este distrito? -preguntó el misionero.
-Unas sesenta toneladas aproximadamente -respondí.
-¿Y a cuánto asciende la ganancia del comerciante local? -prosiguió preguntando.
=Digamos unas tres libras -contesté.
-Entonces usted mismo puede calcular por qué lo hace -dijo el señor Tarleton. Pero lo que importa ahora es derrotarlo. Está a la vista que hizo correr algún rumor contra Uma, con el objeto de aislarla de los demás y poder saciar sus perversos instintos. Al fracasar en esto y viendo que un nuevo rival aparecía en escena, se valió de ella en otra forma. Lo primero que hay que averiguar ahora es lo que tuvo que ver Namu en el asunto. Uma, ¿qué hizo Namu cuando la gente comenzó a alejarse de ti y de tu madre?
-Alejarse también -dijo Uma.
-Temo que este perro ha vuelto a sus andanzasdijo el señor Tarleton. ¿Y qué puedo hacer por usted ahora? Hablaré con Namu, advirtiéndole que es observado, y no creo que se atreva a incurrir en falta después de haber sido prevenido. Si esta precaución llegara a fallar, deberá recurrir a otros medios. Está, en primer lugar, el sacerdote, que quizá lo brinde su protección, en salvaguardia de los intereses católicos. Y luego tiene al viejo Faiaso. ¡Ah!, algunos años antes, usted no hubiera tenido necesidad de nadie más, pero su influencia ha disminuido considerablemente, pasando a manos de Maca, y temo que Maca sea uno de los chacales de Case. En resumidas cuentas, si llegara a suceder lo peor tendrá que mandar un mensaje a Fale-alii o ir allí personalmente, y si bien no es probable que me encuentre en esta parte de la isla hasta dentro de un mes, veré lo que se puede hacer.
Con esto el pastor Tarleton se despidió de nosotros, y media hora más tarde la tripulación cantaba en el bote misionero mientras los canaletes golpeaban la superficie del agua.

Cuento de los mares del sur

1.064. Stevenson (Robert Louis) - 060 


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