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domingo, 14 de diciembre de 2014

La isla de las voces

Keola estaba casado con Lehua, hija de Kalamake, el sabio de Molokai, y vivía con el padre de su mujer. No había hombre más astuto que su suegro, el profeta; leía los signos estelares, podía adivinar por los cadáveres y por medio de los engendros malignos, y no tenía miedo de ir solo a las cumbres de las montañas, a la región de los duendes, en donde colocaba trampas para atrapar a los espíritus de los antiguos.
Por esta razón no había hombre más consultado en el reino de Hawai. La gente prudente compraba y vendía, se casaba y reglaba sus vidas siguiendo sus consejos; por eso también el rey le llamó dos veces a Kona para buscar los tesoros de Kamehameha. Tampoco ningún hombre era tan temido: algunos de sus enemigos habían muerto consumidos por la enfermedad a causa de sus encantamien-tos, otros habían desaparecido, tanto su espíritu como sus restos; de tal modo que la gente vanamente buscaba aunque sólo fuera un hueso de aquellos cuerpos. Se rumoreaba que poseía el talento o arte de los antiguos héroes. Algunas personas le habían visto durante la noche en las montañas cruzar de un salto de un risco a otro, y habían visto, cual a un gigante, sobresalir su cabeza y hombros por encima de los árboles más altos del bosque.
Este Kalamake era un hombre de apariencia extraña. Descendía de las mejores familias de Molokai y Maui, y su origen era puro, aunque su aspecto era más de blanco que cualquier forastero: su cabello era del color de las hierbas secas y sus ojos rojizos casi no veían. Por esto corría en las islas el siguiente refrán: «Ciego como Kalamake, que puede ver el día de mañana».
Keola sabía un poco acerca de todos estos hechos de su suegro por lo que se decía comúnmente, y aun un poco más lo sospechaba, pero ignoraba el resto. Mas una cosa molestaba a Keola. Kalamake era un hombre que no ahorraba nada, ni en comer, ni en beber, ni en vestir, y que saldaba sus cuentas con dólares nuevos y relucientes. «Brillantes como los dólares de Kalamake» era otro dicho corriente en las Ocho Islas. Y puesto que no comerciaba ni sembraba, ni cobraba honorarios, sino rara vez, por sus hechicerías, no se veía cuál pudiera ser el origen de tantas monedas de plata. Sucedió un día que la mujer de Keola fué de visita a Kaunakakai, hacia la parte de la isla resguardada del viento, en ocasión en que los hombres de aquel lugar se encontraban en el mar pescando. Pero Keola era un haragán y se hallaba tumbado en el balcón observando cómo la marejada batía la costa y cómo los pájaros revoloteaban alrededor del risco. Siempre pensaba en su idea fija: los relucientes dólares. Cuando se iba a acostar siempre se preguntaba por qué eran tantos, y cuando se levantaba por la mañana por qué eran tan nuevos; y estas preguntas nunca dejabarn de ocupar su mente. Pero este día singular estaba seguro de que había descubierto algo. Porque al parecer había llegado a conocer el lugar donde Kalamake guardaba su tesoro; lugar que no era otro que el escritorio cerrado con llave situado contra la pared de la sala de recibimiento y debajo precisamente de la lámina de Kamehameha V, y de una fotografía de la reina Victoria coronada. Parece también que la noche anterior halló ocasión de revisar ?os cajones del escritorio, y ¡he aquí que la bolsa estaba vacía! Y esto ocurrió precisamente el día en que llegaba el barco. Keola podía ver a la distancia el penacho de la chimenea de Kalaupapa. El barco había de llegar pronto cargado con las mercaderías que mensualmente recibía Kalamake: salmón en lata, ginebra y toda clase de objetos raros y de lujo.
«Ahora bien -pensaba Keola, si mi suegro puede pagar hoy las mercancías que recibe tendré la certeza de que es un brujo y que los dólares provienen de la bolsa del diablo.»
Mientras esto pensaba Keola, llegó precisamente su suegro, y al parecer incomodado.
-¿Ése es el vapor? -preguntó Kalamake.
-Sí -respondió Keola; sólo tiene que hacer escala en Pelekunu y en seguida estará aquí.
--Entonces no tengo otro recurso que confiarme a ti -dijo Kalamake- al no haber otro remedio. Entra conmigo.
Así, pues, entraron ambos en la sala que era una habitación muy elegante empapelada y adornada con oleografías y amueblada con una mecedora, una mesa y un sofá al estilo europeo. Además, se veía una estantería con libros y en el centro de la sala una mesa con una Biblia familiar. Contra la pared estaba el escritorio cerrado con llave. Así que cualquiera podía deducir que esta casa pertenecía a una persona de buena posición.
Kalamake mandó a Keola echar las persianas, mientras él cerraba con llave todas las puertas y abría la tapa del escritorio. De éste extrajo un par de collares cuajados de amuletos y conchitas de animales y un ramito de hierbas secas y hojas también secas de árboles y una rama verde de palmera.
-Lo que voy a hacer es más que un milagro. Los antiguos eran sabios; hacían maravillas y esto también, entre otras cosas; pero lo hacían de noche, en la oscuridad, a la luz de las estrellas propicias y eh el desierto. Lo mismo es lo que yo quiero hacer aquí, en mi propia casa y a plena luz del día.
Dicho esto, colocó la Biblia debajo del almohadón del sofá, de forma que quedó completamente cubierta; extrajo del escritorio una alfombrita de noche tejida muy finamente y amontonó las hierbas y hojas encima de la arena que tenía una cacerola, y luego él y K.eola se pusieron los collares y se colocaron de pie en las esquinas opuestas de la alfombrita.
-No hay que asustarse -dijo el brujo.
Al decir esto encendió las hierbas y empezó a mascullar palabras y a agitar la rama de palmera. Primeramente la luz fué escasa porque las persianas estaban echadas, pero pronto las hierbas se prendieron vivamente y sus llamas azotaron el rostro de Keola; de este modo la habitación resplandeció a la luz brillante del fuego. Después el humo rosado mareó a Keola, tanto que sus ojos se nublaron y las palabras ininteligibles de Kalamake sonaban extraña-mente en sus oídos. De repente la alfombrita, sobre cuyas esquinas estaban de pie, fué arrebatada con una sacudida más ligera, al parecer, que un relámpago. En el el mismo instante la habitación se esfumó, así como la casa. Keola sintió que le faltaba la respiración. Sus ojos veían infinitas luces y él mismo se encontró transportado a una playa donde un fuerte sol brillaba y donde la marejada rugía furiosa: Keola y el brujo se hallaban sobre la misma alfombra, mudos, jadeantes y restregándcse los ojos.
-¿Qué es esto? -preguntó Keola, reponiéndose el primero a causa de su juventud. La angustia experimentada había sido semejante a la muerte.
-No tiene importancia -murmuró jadeante Kalamake, ahora ya pasó,
-En nombre de los cielos, ¿dónde estamos? -preguntó Keola.
-Eso no te importa -replicó el hechicero. Al estar aquí tenemos en nuestras manos la solución y debemos actuar. Mientras yo me repongo algo, vete a la entrada del bosque y tráeme las hojas de tal y tal árbol y tal hierba que verás crece abundante allí: tres puñados de cada uno; y date prisa. Hemos de volver a casa antes de que llegue el vapor. Parecería extraño el que hubiésemos desaparecido.
Luego Kalamake se sentó sobre la arena y respiró con dificultad.
Keola se dirigió por la playa, cubierta de arena resplandeciente y de corales, así como de rarísimas conchitas de animales, pensando consigo mismo: «¿Cómo es que no conozco esta playa? Volveré por acá otra vez y recogeré estas conchas».
Frente a él había una línea de palmeras que se alzaban hacia el cielo; pero no como las palmeras de las Ocho Islas, sino erectas, lozanas y hermosas, mostrando los ramos secos, en forma de abanico, amarillos cual oro, entre el verde de los árboles frescos. Entonces Keola pensó para sus adentros: «Es extraño. Yo nunca había visto este bosquecillo. Volveré nuevamente a este lugar para reposar en los días de calor». Y siguió cavilando: «¡Qué calor tan de repente!v. Pues en Hawai cra ya invierno y los días eran frescos. Y también pensó: «¿Dónde se hallan las grises montañas y el elevado risco con los bosques en sus laderas, y los pájaros revoloteando?». Y cuanto más cavilaba menos podía comprender a qué parte de las islas había sido transportado. A la entrada del bosquecillo, donde se une con la playa, crecía la hierba, pero los árboles estaban más adentro. Ahora bien, cuando Keola se dirigía hacia los árboles advirtió la presencia de una joven cuyo único vestido era un cinturón de hojas.
«Está bien -pensé, esta gente no es muy exigente en cuanto al vestir, en esta parte del país.» Entonces Keola se detuvo suponiendo que ella notaría la presencia de una persona extraña y escaparía. Pero al ver que la joven seguía impertérrita, se detuvo y canturreó en voz alta. A estas voces ella se sobresaltó. Su rostro empalideció; miró acá y allá y su boca se contrajo a causa del terror de su espíritu. Pero lo extraño era que su mirada no se detenía sobre Keola.
-Buenos días -dijo Keola, no tiene por qué asustarse; no voy a comérmela.
Apenas había empezado a hablar Keola, cuando la joven huyó hacia los arbustos.
«¡Qué manera de ser tan extraña!», pensó Keola, y sin saber lo que hacía corrió tras ella.
Mientras la joven corría no cesaba de gritar en un idioma desconocido en Hawai, pero algunas de cuyas palabras tenían idéntico significado, por lo que Keola supo que la desconocida gritaba y advertía a otros. Luego Keola vió a mucha más gente correr: hombres, mujeres y niños, tinos detrás de otros, gritando como despavoridos por un incendio. Y al ver esto sintió temor y por eso regresó hacia Kalamake, llevando las hojas que le pidiera y a quien contó lo que había visto.
--No debes prestar atención -manifestó Kalamake; todo esto es como un sueño y sombras. Todo desaparecerá y se olvidará.
-Parece que nadie me vió -aseguró Keola.
-Y es cierto -afirmó el hechicero. Nosotros caminamos por aquí a pleno sol, invisibles, debido a estos amuletos. Pero ellos nos oyen y por eso es mejor hablar en voz baja como lo hago yo.
Dicho esto, hizo un círculo con piedras alrededor de la alfombrita y en el centro colocó las hojas.
-Tu tarea consistirá en mantener las hojas encendidas y alimentar lentamente el fuege. Mientras éstas arden -lo que durará poco, yo tengo que hacer algo; y todo antes de que el fuego se apague. El mismo poder que nos trajo volverá a nosotros. Ten preparado el fósforo y llámame a tiempo, si no el fuego se apagará y yo me quedaré acá...
Tan pronto como las hojas prendieron el hechicero saltó del círculo como un ciervo y empezó a correr a lo largo de la playa como un sabueso que acaba de ser bañado. Mientras corría se detenía un momento para recoger rápidamente las conchitas de la playa; y a Keola le parecía que brillaban cuando el brujo las asía. Las hojas ardían con una llama clara que las consumía rápidamente. Ya no le quedaba a Keola más que un puñado. El hechicero se encontraba lejos corriendo y deteniéndose.
-Ven, ven... Las hojas se acaban ya -gritó Keola.
Al oír esto, Kalamake se dió vuelta, y si antes había corrido, ahora volaba. Pero aunque regresaba en volandas, las hojas se consumían más pronto. La llama estaba por expirar cuando él, dando un gran salto, alcanzó la alfombra. El viento que produjo su salto apagó el fuego; y con eso desapareció la playa y el sol y el mar, y los dos se encontraron de nuevo aturdidos y cegados en la semioscuridad de la sala, cuyas persianas estaban echadas. Sobre la alfombra, entre los dos, se arnontonaban brillantes dólares.
Keola corrió hacia las persianas, las levantó y allá se veía. ya el vapor meciéndose sobre las olas, bien cerca.
La misma noche, Kalamake llevó aparte a su yerno y le dió cinco dólares.
-Keola, si eres prudente (de lo cual mucho dudo), has de pensar que te quedaste dormido esta tarde en el balcón y que soñabas durante el sueño. Soy hombre de pocas palabras y para colabora-dores prefiero a los desmemo-riados.
Nunca jamás volvió a decir una palabra Kalamake ni a referirse a ese asunto. Pero Keola no podía desechar lo que había visto, y si antes era perezoso, ahora ya no hacía nada.
«¿Para qué he de tiabajar -pensaba, cuando tengo un suegro que convierte en dólares las conchitas del mar?»
Poco después ya había gastado lo que le dió. Acababa de gastarlo todo en elegantes trajes. Y después se afligió.
«Mejor hubiera sido comprar -pensó- una concertina, y así me hubiera distraído durante todo el día». Luego sintió irritación contra Kalamake. «Este hombre tiene un alma negra -pensó; puede, cuando quiere, recoger los dólares que desea en la playa y en cambio me deja ansiar una concertina. Pero que tenga cuidado: ya no soy un niño; soy más astuto que él y poseo su secreto.» Habló de este asunto a su mujer Lehua y se quejó a ella de la forma cómo su padre le trataba.
-Yo en tu lugar dejaría a mi padre tranquilo -dijo Lehua. Es un hombre peligroso para quien intenta interponerse en su camino.
-¡No me importa nada! -gritó Keela castañeteando los dedos. Lo tengo asido de las orejas. Puedo obligarle a hacer lo que yo desee.
Y contó a Lehua lo que había visto. Pero ella movió la cabeza en señal de duda.
-Puedes hacer lo que quieras -dijo la mujer, pero tan pronto estorbes a mi padre, es seguro que nada se sabrá de ti. Piensa en Fulano y en Mengano; recuerda a Hua, el cual era un noble del Parlamento y que iba a Honolulú todos los años: ni un hueso ni un solo cabello se halló. Recuerda a Kamau: se cor.sumió hasta quedar como un alfiler; a tal extremo que su mujer podía levantarlo en una mano. Keola, eres un niño en las manos de mi padre; te tomará con su índice y pulgar, y te comerá como a un camarón.
Entonces Keola quedó completamente asustado causa de Kala-make; pero era demasiado vanidoso estas palabras de su mujer lo irritaron.
-Muy bien -dijo; si esto es lo que piensas de mí, te demostraré cuán equivocada estás.
Después se dirigió directamente a la sala donde se hallaba sentado su suegro.
-Kalamake -dijo, quiero una concertina.
-¿La quieres de verdad? -preguntó Kalamake.
-Sí -respondió su yerno. Y también quiero decirle sincera.mente que pienso tenerla. Un hombre que recoge dólares en la playa puede proporcionarme una concertina.
-No tenia idea de que tuvieras tanto valor -observó el hechicero. Pensé que eras un tímido inútil, y no puedo expresarte cuán complacido estoy al ver que me he equivocado. Ahora empiezo a creer que he encontrado un ayudante y un sucesor en mi difícil negocio. ¿Una concertina? Tendrás la mejor de Honolulú. Y esta noche, tan pronto como oscurezca, tú y yo iremos a buscar el dinero.
-¿Volveremos a la playa? -preguntó Keola.
-No, no -respondió Kalamake. Has de empezar a aprender más acerca de mis secretos. La última vez te enseñé cómo recoger las conchitas de la playa; esta vez te enseñaré cómo atrapar peces. ¿Eres bastante fuerte para gobernar el bote de Pili?
-Creo que sí -contestó Keola. Pero, ¿por qué no vamos en el de usted, ya que está en el agua?
-Tengo una razón que comprenderás completamente antes de que ama-nezca -respondió Kalamake. El bote de Pili conviene más para lo que deseo... Así que si te gusta, nos encontraremos allí tan pronto oscurezca; y mientras tanto no diremos nada a nadie, pues no hay motivo para mezclar a la familia en nuestros asuntos.
La voz de Kalamake era más meliflua que la miel, por lo que Keola apenas podía contener su satisfacción.
«Podía haber logrado mi concertina hace varias semanas -pensó, pues lo único que se necesita en el mundo es un poco de coraje›
Mas después de haber sorprendido a Lehua llorando, estuvo tentado de decirla que todo estaba bien.
«Pero no -pensó; esperaré hasta que le enseñe la concertina; veremos qué dirá esta chiquilla entonces. Tal vez comprenderá para lo futuro que su esposo es un hombre de cierta inteligencia.»
Tan pronto como oscureció, el suegro y el yerno echaron al agua el bote de Pili y desplegaron las velas. El mar estaba picado y soplaba un fuerte viento de la parte de sotavento; mas el bote era ligero, liviano, no hacía agua y se deslizaba sobre las olas. El brujo tenía una linterna que encendió y que sujetaba con sus dedos, apretando la anilla. Ambos se sentaron en papa y fumaron cigarros que nunca faltaban a Kalamake, hablando como amigos de magia y de las grandeS sumas de dinero que podían lograr ejerciéndola, y lo que comprarían ahora y después. Kalamake hablaba como un padre.
Entonces Kalamake miró alrededor de sí y también hacia arriba, a las estrellas, y hacia atrás, para ver la isla, casi sumergidos ya en el mar, pare-ciendo reflexionar acerca de su posición en el océano.
-Mira -dijo, allá esta Molokai, muy lejos, detras de nosotros, y Maui sólo parece una nube; ahora cien, por la posición de las estrellas, sé que estoy donde quería estar. Esta parte del mar se llama el Mar de los Muertos, lugar extraordinariamente profundo, cuyo fondo está sembrado de huesos humanos; en las concavidades de esta parte del océano moran dioses y duendes. La corriente se dirige hacia el norte, con ímpetu mayor de lo que puede nadar un tiburón, de forma que cualquier persona que fuera arrojada al mar en esta parte sería llevada por la corriente como por un caballo salvaje hacia mares más lejanos: acaba por morir ahogada al extenuarse y sus huesos se esparcen por el fondo, y los dioses devoran su espíritu.
Keola, al oír estas palabras, se asustó y miró atónito a Kalamake a la luz de las estrellas y de la linterna, y le vió cambiado.
-¿Qué le pasa? -gritó Keola rápidamente, con voz penetrante.
-A mí no me pasa nada -respondió el brujo, pero aquí hay uno que está próximo a morir.
No bien acababa de decir estas palabras cuando movió la mano que sostenía la linterna, y al ir a sacar los dedos, ¡he aquí que éstos, al rozar la anilla, la quebraron, pues la mano del brujo había triplicado su tamaño.
Keola, viendo esto, gritó y se cubrió el rostro con las manos.
Pero Kalamake levantó la linterna y le dijo:
-Mira mejor mi cara.
Su cabeza había llegado a ser tan grande como un barril; y seguía creciendo, como una nube se expande por encima de una montatia. Keola, sentado frente a éll gritaba, mientras el bote se deslizaba vertiginaramente sobre el mar tormentoso.
-¿Y ahora qué piensas -dijo el brujo- acerca de la concertina? ¿Estás seguro de que no preferirías mejor una flauta? ¿No? Eso está bien; porque no me gustaría que mi familia cambiara tan pronto de propósito. Pero empiezo a pensar que mejor sería que yo saliera de este misei,able bote, porque mi cuerpo crece desmesuradamente, y si no ponemos más cuidado el bote dará la vuelta.
Al decir esto sacó las piernas fuera del bote y su cuerpo siguió creciendo hasta treinta o cuarenta veces el tamaño natural, de forma que de pie en la profundidad del mar, sus hombros y cabeza sobresalían como una elevada isla, quebrándose las olas contra su pecho como se quiebran y rompen contra un isco El bote seguía hacia el norte; pero el brujo extendió su mano, asió la borda con sus dedos pulgar e índice, y rompióla como si fuera un bizcocho, lo cual hizo que Keola cayese al mar. El hechicero trituró la embarcación entre sus manos y arrojó las astillas a varias millas de distancia en la oscuridad de la noche.
-Discúlpame que lleve la linterna, pero tengo que vadear largo trecho. La tierra está lejos y el fondo del mar no está nivelado; también siento los huesos bajo mis pies.
En esto Kalamake se dió vuelta y alejóse caminando a grandes Zancadas. Cada vez que Keola se hundía en el seno del mar, dejaba de verle, pero cuando era ascendido sobre la cresta del oleaje, le volvía a ver alejándose a tientas, llevando por encima de su cabeza la linterna y quebrándose las espumosas y blancas olas contra su pecho mientras caminaba.
Desde que el mundo es mundo, cuando las islas fueron sembradas en el mar, nunca se vió a un hombre tan aternorizado como Keola. Claro está que sabía radar, pero como nadan los cachorros arrojados para que se ahoguen, y además no sabía a dónde dirigirse. Sola-mente pedía pensar, en aquellos momentos, en el tamaño enorme e hinchazón del brujo, cuya cara era mayor que una montaña, cuyos hombros aparecían tan anchos como una isla y contra los cuales se batían en vano las olas. Al recordar la concertina se apoderó de él gran vergüenza, y al recordar también los huesos de los muertos que yacían en esa parte del mar se estremeció.
De pronto notó la presencia de algo oscuro y que se movía entre él y las estrellas; también una luz más abajo, así como un resplandor sobre el mar cubierto de sombras. Oyó hablar y entonces gritó a pleno pulmón, contestándole una voz. En un abrir y ceirar de ojos la popa de la nave -pues era un barco- pendía sobre su cabeza, balanceándose sobre una ola para después descender de nuevo. Keola, al hundirse un poco la popa, asió con violencia las cadenas del ancla, y aunque por un instante fué enterrado en el rugiente mar, al punto se sintió ascendido a bordo por lus marineros.
En la nave le proporcionaron ginebra y bizcochos, le preguntaron cómo había llegado hasta donde le encontraron y si la luz que ellos habían visto era el faio Lae o Kalaau. Pero Keola sabía que los blancos son como los niños y sólo creen sus propias historias; así que les contó lo que le pareció. En lo que se refiere a la luz -que era la linterna de Kalamake, juró que no había visto ninguna.
El barco era una goleta que se dirigía a Honolulú para comerciar después en las islas bajas. Por suerte para Keola, había perdido un hombre de la tripulación del bauprés durante una tormenta. No se acostumbraba hacer muchas preguntas a un náufrago. lieola, por otra parte, no sentía grandes deseos de quedarse en la Ocho Islas. Las noticias corren como el viento y a todos los hombres les gusta el relatar novedades; así si Keola se hubiese escondido al norte de Hawaü o en la parte sur de Kaü, el brujo no hubiera tardado un mes en saberlo y él perecería. En vista de eso, obró como hombre prudente y se enganchó como marinero en lugar del ahogado.
Además, el barco era un lugar agradable. La comida era en extremo rica y abundante, compuesta de bizcocho y carne salada todos los días, y sopa de arvejas y budines de harina y grasa dos veces por semana; gracias a tan substanciosa alimentación Keola engordó. El capitán también era un buen hombre y la tripulación no era peor que otras blancas. La dificultad estribaba en el piloto, pues se trataba de la persona más difícil de complacer que Keola jamás encontró. Todos los días aquél pegaba e injuriaba a Keola, tanto por lo que hacía como por lo que dejaba de hacer. Los golpes que le atizaba eran muy dolorosos, pues pegaba fuerte; y las palabras que empleaba eran de muy mal gusto, sobre todo porque Keola descendía de buena familia y estaba acostumbrado a ser respetado. Lo peor de todo era que cuando Keola encontraba una oportunidad para dormir, el piloto le despertaba con el chicote de cabo. Keola no tardó en ver que nunca se acostumbraría a esta vida y decidió escapar.
Llevaba un mes de navegación desde que habían salido de Honolulú, cuando divisaron tierra. Era una bermosa noche estrellada, con el cielo despejado y el mar tranquilo. Soplaba una brisa uniforme. Allá emergía una isla: una hilera de palmeras se veía a ras del mar. El capitán y el piloto miraban la isla con sus catalejos nocturnos, pronunciaron su nombre y hablaron acerca de ella al lado del timón que manejaba Keola. Al parecer era una isla a la que nunca se acercaban comerciantes. Según el capitán era una región donde no habitaba ningún hombre; pero el piloto pensaba de diferente manera.
-No daría un centavo por las informaciones de los almanaques comerciales -dijo el piloto. He pasado por aquí una noche en la goleta Eugenia; era precisamente una noche como ésta. Los isleños estaban pescando con antorchas, y la playa estaba alumbrada como una ciudad.
-Está bien -dijo el capitán. La isla es muy abrupta: eso es lo principal; y allá no hay peligros de bajíos ni bancos de arena, según la carta de navegar; así que podemos aproximarnos al sotavento de la misma. ¡Mantenga la embarcación bien cerca de la isla! -gritó a Keola, quien escuchaba tan atentamente que ae olvidó de timonear.
El piloto le injurió por eso y juró que este kanaka era un inútil en el mundo; por eso el día en que pudiera correr tras él con una cabilla[1] sería un mal día para Keola.
Después el capitán y el piloto se fueron a acostar, y Keolo quedó solo.
«Esta isla me convendría mucho -pensó, pues dado caso que los comerciantes no quieran nunca acercarse a ella, tampoco el piloto irá por ahí. Y por lo que se refiera a Kalamake no es posible que éste pueda llegar tan lejos.»
Una vez que hubo pensado esto, aproximó la goleta lo más que pudo a la isla. Tenía que hacerlo despacio, porque lo malo de los blancos, y sobre todo del piloto, era que no se podía estar seguro de ellos; y así aunque aparezcan dormidos profundamente, o pretendiendo aparentarlo, si sólo se agita una vela saltarían y caeria  sobre uno con un chicote de cabo. Por esto Keola aproximó el barco a la costa poco a poco manteniéndolo en la misma línea. Al fin la nave quedó muy cerca de tierra y se oyó con estrépito el ruido del mar azotando a los costados del barco. Al oír esto el piloto se sentó de repente sobre su litera de cubierta.
-¿Qué está usted haciendo? -rugió. ¡Va a encallar usted el barco!
El piloto dió un salto hacia Keola y éste otro por encima de la borda arrojándose al mar en el cual se reflejaban las estrellas.
Cuando apareció de nuevo en la superficie del agua, la goleta había recobrado su curso normal, y el mismo piloto era el que timoneaba maldiciendo e injuriando a Keola, quien hasta llegó a oírle.
El mar estaba tranquilo y protegido por la costa de la isla; además hacía calor. Keola no tenía miedo de los tiburones, pues llevaba sobre sí el cuchillo de marinero. Un poco más hacia adelante había un claro en la arboleda; se veía una abertura a flor de tierra como la boca de un puerto, y a ella le llevó la marca que continuaba creciendo. Por un momento se creyó ya dentro, pero otra ola le volvió a sacar de allí: después fué arrastrado por un agua límpida y poco profunda en la que se reflejaban miles de estrellas, y cuando llegó a tierra la vió circundada de palmeras.
Al advertir esto se extrañó, pues nunca había oído hablar de esa isla.
El tiempo que Keola pasó en la isla podemos dividirlo en dos períodos: el primero abarca su permaliencia solitaria, y el segundo el tiempo en que encontró y habitó con la tribu.
Al principio buscó por todas partes seres vivientes, pero no halló a nadie; sólo vió algunas casas en una especie de aldea y restos de haber habido fuego en los hogares. Pero las cenizas de los hogares estaban ya frías y las lluvias las habían arrastrado hacia afuera. Los vientos también habían hecho algo por su parte: algunas chozas aparecían tumbadas. Aquí fué donde él se instaló. Encendió fuego; fabricó un anzuelo para pescar; cocinaba sus peces; y trepaba a los árboles para buscar cocos verdes cuyo jugo bebía, pues en la isla no encontró agua. Los días se le hacían eternos y las noches le horrorizaban. De una cáscara de coco construyó una lámpara que llenó con aceite de nueces maduras y cuya mecha hizo de fibra. Cuando llegaba la noche, encendía su lámpara, se encerraba en la choza y se acostaba temblando hasta que amanecía. Muchas veces pensaba para sus adentros que hubiese estado mejor en el fondo del mar, donde sus huesos estarían en compañía de otros muchos.
Durante todo este tiempo permaneció en el interior de la isla, porque las chozas se encontraban a orillas de la laguna, y era allí donde las palmeras crecían más y donde la laguna abundaba en peces estupendos. Sólo una vez fué a la costa y sólo una vez miró la playa, pero regresó atemorizado. Porque la vista de la playa de arena reluciente, con conchitas esparcidas por la arena, y con su sol radiante le produjo agudo dolor.
«No puede ser -pensó, y sin embargo es muy parecida. ¿Y cómo puedo saberlo? Aunque estos blancos pretenden conocer a dónde van, sin embargo navegan al azar como nosotros, así que después de todo, pudiera ser que hayamos navegado formando un círculo y puedo estar muy cerca de Molokai, al punto de que ésta sea precisamente la misma playa donde mi suegro recoge sus dólares.»
Después de eso, fué más prudente y permaneció en el interior de la isla.
Poco más o menos un mes más tarde llegaron un día los habitantes de la isla: seis grandes botes atestados de personas. Se trataba de una raza fina de indígenas cuyo lenguaje, aunque sonaba muy diferente, tenía, sin embargo, algunas palabras de significado idéntico al de las suyas, así que no era difícil entenderse. Además, los hombres eran muy corteses y las mujeres muy complacientes; saludaron a Keola dándole la bienvenida, le proporcionaron alimentos, una casa y lc dieron una mujer, y lo que más le sorprendió a Keola era que no le mandaron a trabajar con la gente joven.
Desde este momento la vida de Keola puede dividirse en tres fases: la primera aquella en la que estuvo tristísimo, la segunda en la que estuvo b3stance alegre, y la tercera en la que se convirtió en el hombre más miedoso del mundo.
La causa de su tristeza primera fué la mujer que le dieron por compañera. Keola dudaba acerca de la isla y también del habla de sus habitantes, cuyo lenguaje había oído algo al llegar a aquel lugar transportado por el brujo en la alfombrita. Pero acerca de su mujer no había error posible, porque era a misma muchacha que corrió huyendo de él en el bosque. Así que, a pesar de haber navegado tanto, bien podía, al parecer. haberse quedado muy cerca de Molokai. Había abandonado su casa, su mujer y a todos sus amigos solamente para escapar de su enemigo, y el lugar donde había llegado era casualmente aquel en que el brujo acudía a proveerse de dólares, y dcnde se paseaba invisible. Durante este periodo se mantuvo cerca de la laguna. y no se atrevió a alejarse de la choza.
El motivo de su alegría, segundo pe: íodo de esta parte de su vida, era lo que había oído de su mujer y del jefe de la tribu islena. Keola hablaba poco con todo el mundo, nunca estaba muy seguro de sus nuevos amigos, porque juzgaba que eran demasiado corteses para poderse confiar en ellos, y desde que había conocido mejor a su suegro, se habia tornado más cautelcse. Por eso no habló nada de sí mismo: sólo manifestó su nombre y su origen y que venía de las Ocho Islas, que eran estupendas. Refirió también algo acerca del palacio del rey en Honolulú cuyo mejor amigo era, y de los misione-ros. Pero tuvo la habilidad de preguntar muclio y por eso se enteró de un sin número de cosas. La tierra donde ahora se encontraba se llamaba la Isla de las Voces; era propiedad de la tribu, pero ésta tenía sus casas en otra isla a tres horas de navegación a vela hacia el Sur. En aquel lugar vivían permanentemente, favorecidos por el terreno fértil y su abundante producción de huevos, aves y cerdos, artículos que trocaban los barcos que acudían por ron y tabaco. A aquella isla se dirigió la goleta después de que Keola se arrojó de la misma al mar; y allí era también donde había muerto el piloto, a causa de una locura propia de los blancos. Ocurrió que cuando llegó la goleta a aquella isla, había comenzado el período de peste del pescado, que quedaba todo envenenado, y así quienquiera comiese de él, se hinchaba y moría. Todo esto se lo dijeron al piloto; éste víó cómo se preparaban los botes en los que la tribu se embarcaría para la Isla de las Voces, pues durante la peste siempre se iban de aquella isla; pero el piloto era un alocado blanco, que no creía más que en lo que él mismo decía. Así, pues, cogió uno de los peces envenenados, lo cocinó y se lo comió. Poco después se le hinchó todo el cuerpo y murió; noticia que causó satisfacción a Keola.
Por lo que se refiere a la Isla de las Voces, la mayor parte del año quedaba desierta, sólo de vez en cuando desembarcaba la tripulación de un bote en busca de la almendra de coco. Pero durante el período de peste, cuando los peces estaban infestados, toda la tribu vivía en esta isla. Ésta debía ese nombre a una virtud milagrosa, porque acaecía que toda la costa de la isla estaba habitada por diablos invisibles, a los que día y noche se podía oírles hablar entre sí en un idioma extraño. Día y noche se encendían y extinguían pequeñas fogatas en la playa, y nadie podía comprender cuál era el motivo de todo esto. Keola les preguntó si todo esto ocurría en la otra isla, donde la tribu vivía permanentemente, y le respondieron que no, ni tampoco en ninguna de las cien islas que se encontraban a la redonda, pues esto era peculiar de la Isla de las Voces. Le refirieron también que esos fuegos y extrañas voces sólo se veían y se oían en las inmediaciones de la costa, por lo que cualquiera podía vivir dos mil años -si le fuera dado vivir tanto -cerca de la laguna sin ser molestado en absoluto, aunque tampoco en las mismas inmediacio-nes de la costa se sufriría daño alguno si no se molestaba a los diablos.
Sólo una vez un jefe había arrojado un tronco hacia el lugar de donde venía la voz que oyera, y aquella misma noche se cayó de una palmera de coco y se mató.
Keola pasó un buen rato abstraído en profunda meditación. Comprendió que estaría muy bien cuando la tribu retornara a la isla principal, y hasta bastante bien donde ahora se hallaba si no se alejaba de la laguna; aunque ya bullía en su mente una idea para variar a su favor el curso de los acontecimientos si le fuera posible. Así que contó al jefe principal que en cierta ocasión él había estado en una isla apestada de la misma manera, y que la población había encontrado el medio de quedar inmunizada de la epidemia.
-Se desarrollaba en los bosques de aquella isla cierto árbol -relataba Keola- y acontecía que los diablos acudían allá para llevarse las hojas de los mismos. Por esto la población taló todos los árboles allí donde creciesen, de forma que los diablos no vinieron más.
Le preguntaron qué clase de vegetal era aquél, y el les enseñó el árbol cuyas hojas tomaba Kalamake para quemarlas en la alfombrita. Aunque el relato les pareció inverosímil, la idea les gustó. Todas las noches debatían este asunto los ancianos en sus consejos, pero el jefe principal -aunque era un hombre valiente- estaba asustado por este asunto y les recordaba diariamente lo que había sucedido a aquel jefe que arrojó un tronco contra la voz que oyera: que se mató; y este recuerdo les detenía en su realización nuevamente.
A pesar de que Keola no pudo conseguir que se destruyeran los árboles, se sentía contento y comenzaba a interesarse por lo que le rodeaba y encontrar placer en aquella existencia. Entre otras cosas se mostró más amable hacia su mujer, por lo cual ésta le correspon-dió más calurosamente con su amor. Una vez Keola llegó a la choza y encontró a su mujer arrodillada y lamentándose amargamente.
-¿Qué te pasa? -preguntó Keola.
Ella le manifestó que no era nada.
Aquella misma noche su mujer le despertó, y aunque la luz de la lámpara era inuy débil, Keola pudo advertir que su esposa estaba muy afligida.
-Kcola -dijo ella, acerca tu oído a mi boca para que pueda susur-rarte algo, pues nadie debe oírnos. Dos días antes de que empiecen a preparar los botes, vete a la costa y escóndete entre los arbustos. Eligiremos un lugar de antemano, y allí ocultaremos alimentos. Todas las noches yo pasaré cerca cantando; así que cuando no me oigas cantar una noche, comprenderás que nos hemos ido todos de la isla y podrás salir tranquilo.
Keola se quedó sin aliento
-¿Qué significa esto? -exclamó. ¡No puedo vivir entre los diablos!, y no quiero que me abandonen en la isla. Me muero de deseos por irme de acá.
-Tú nunca saldrás de acá con vida -díjole la muchacha, porque para decirte la verdad mi gente es caníbal, mas lo mantienen en secreto. La razón de querer matarte aquí, es porque a nuestra isla llegan los barcos, y Donat-Kimaran viene y habla con los franceses; además allí vive un comerciante blanco y un catequista en la casa que tiene un gran balcón desde el cual todo puede vese. ¡Oh, aquel lugar es verdaderamente admirable! El comerciante tiene barricas llenas de harina; y en cierta ocasión atracó un buque de guerra francés y repartió entre todos vino y bizcochos. ¡Ah, pobre Keola!. me gustaría poder llevarte, pues el amor que te tengo es muy grande, y aquel lugar es el más hermoso entre todas las islas del mar, con excepción de Papeete.
Llegamos, pues, al período en que Keola vivió lleno de temor. Había oído relatos sobre los caníbales de las islas del sur, y esto siempre le había horrorizado. Y ahora esta desgracia llamaba a su puerta. Además había oído referir a los viajeros que cuando los caníbales se prcponen comer a un hombre, lo cuidan y miman, tal como lo hace una madre con su hijito querido. Y Keo.a comprendió que éste era su caso, y que tal era la causa de haberle alimentado, proporcionado casa y mujer, eximiéndole de todo trabajo, y por qué los ancianos y los jefes discutían con él como con una persona importante. PensanGO, pues, sobre su destino en la cama, se le erizaban los cabellos. Al día siguiente los nativos se mostraron muy corteses con él como de costumbre. Conversaban muy bien, hacían hermusas poesías y bromeaban durante las comidas, de manera que hasta lograrían que se riese un misionero.
Muy poco le importaban a Keola esas finas atenciones de la tribu; solamente veía en ellos los blancos dientes que brillaban en sus bocas, mientras sentía un nudo en la garganta. Cuando acabarcn de comer, Keola se dirigió a los arbustos para esconderse y se hizo el muerto. Al día siguiente repitió su ficción y entonces su mujer lo sigu'ó.
-Keola -díjole, te diré claramente que si no comes y te escondes te matarán y te asarán mañana. Algunas ancianos murmuran que estás enfermo y que adelgazarás.
Al oír esto Keola dió un salto y se irritó.
-Muy poco me importa la forma en que. tengo rue morir. Me hallo entre la espada y la pared: entre el diablo y el mar. Ya que tengo que morir deseo sea de forma rápida, y ya que han de comerme, lo mejor será que me coman los duendes y no los hombres. ¡Adiós! -dijo, y dejándola allí de pie caminó haca a costa.
Ésta se hallaba totalmente desierta bajo el sol abrasador; no había signo alguno de vida: solamente en la arena se veían pisadas y por todas partes a su alrededor se oían las voces invisibles que hablaban, así como encenderse y extinguirse diminutos fuegos. Se oían aquí todos los idiomas del mundo; el francés, holandés, ruso, tamil y chino. Y Keola oía las voces de todos los idiomas de los países iniciados en el arte de la magia. La playa, pues, estaba atestada de gente invisible, pero no se veía a persona alguna. Mientras caminaba observó que las conchitas de moluscos desaparecían de su vista, aunque no podía ver quién las arrebataba. No dudó que hasta el diablo tendría susto de permanecer solo en semejante compañía, pero Keola ya había sobrepasado al miedo y acariciaba la idea de la muerte. Cuando se encendían los fuegos Keola se abalanzaba a ellos como un toro. Las voces inmateriales clamaban por todas partes; las manos invisibles echaban arena sobre las llamas, y éstas desapa-recían de la playa antes de que él pudiera alcanzarlas.
«Evidentemente, Kalamake no está aquí en este momento, pues de lo contrario yo habría ya perecido», pensó.
Embargado por este pensamiento, y como estaba cansado de tanto caminar, se sentó a la entrada del bosque y apoyó su mentón en la mano. La actividad inexplicable continuaba: las voces resonaban en la playa, las llamas se encendían y apagaban y las conchitas desaparecían y se renovaban continua-mente ante su vista.
«Seguramente -pensó, era un día de descanso, aquel en que vine por primera vez, pues no se notaba ninguna actividad.»
Entonces su cabeza se sintió aturdida por la cantidad de millones y millones de dólares que personas invisibles recogían y se los llevaban por los aires volando a mayor altura que las águilas.
«¡Y pensar que me habían engañado con cuentos fabulosos sobre la acuñación de la moneda! -exclamó, y que la moneda se hace allá; cuando es evidente que toda la moneda nueva de todo el mundo se recoge en esta playa. ¡Pero de aquí en adelante sé la verdad!»
Sin que se diese cuenta de cómo y cuándo el sueño se apoderó al fin de él, y Keola olvidóse de la isla y de todos sus pesares.
Al día siguiente antes de que saliera el sol, le despertó un gran bullicio. Se despertó asustado, porque pensaba que la tribu le había descubierto; pero no era así; solamente en la playa se oían las voces incorpóreas que se llamaban entre sí, pareciéndole que todas ellas pasaban por su lado, subiendo hacia el interior de la isla.
«¿Qué es lo que ocurre ahora?», pensó Keola. Era evidente que sucedía algo extraordinario, porque no se veían llamas ni desaparecían las conchitas de la playa, pero las voces inmateriales clamaban en la playa alejándose hacia el bosque. Otras y otras voces se sucedían y por su entonación parecía que los brujos estaban irritados.
«Pero no es conmigo con quien están enojados, porque pasan muy cerca de mía, pensó Keola.
Así como los sabuesos corren unos tras otros, o les caballos en una carrera desenfrenada, o los habitantes de una ciudad corren hacia un incendio, uniéndosele todo el gentío detrás, así le sucedió ahora a Keola, que sin saber lo que hacía ni por qué, ¡he aquí!, empero, que corría tras las voces.
Pues bien, al llegar a un recodo que conducía al extremo del bosque recordó que era el sitio donde crecían los árboles del brujo. Desde este lugar se oía un tumulto de voces humanas inenarrable, y al oírlas las voces inmateriales que precedían a Keola se dirigieron a ese sitio. Al acercarse más las voces se confundieron con el golpe de muchas hachas. Keola al oír esto pensó inmediatamente que el jefe principal había al fin consentido en cortar los árboles, y que este ruido significaba el comienzo de la tala. Esta noticia voló como el viento entre los hechiceros por la isla y éstos trataban ahora de defender sus árboles. La atracción de lo desconocido le impulsó hacia adelante. Corrió tras las voces, cruzó la playa y llegó a la entrada del bosque y allí se detuvo asombrado. Unos árboles habían sido ya abatidos y otros estaban recibiendo hachazos: allí se encontraba toda la tribu. Los hombres se hallaban unos al lado de otros apretujados, otros yacían por el suelo y la sangre corría entre sus pies. Los rostros de todos ellos tenían una expresión de miedo, ysus voces se elevaban al cielo agudas como el grito de la comadreja.
Lo mismo que un niño que empuña una espada de madera y da mandobles al viento, así los caníbales, blandiendo sus hachas equivo-cadamente y gritando, pretendían luchar contra un ser imaginario: solamente de vez en cuando vió Keola en el aire un hacha moverse sin mano que la sostuviera, y caer de tiempo en tiempo a tierra un cuerpo partido en dos u otro machucado, alejándose aullando el alma del muerto.
Durante unos momentos Keola contempló este espectáculo, como en sueños, y luego se apoderó de él un profundo temor comparable a la muerte; de forma que no podía mirar por más tiempo esta escena. Precisamente en ese instante el jefe principal de la tribu lo vió, y señalándolo lo llamó por su nombre. Al oírlo toda la tribu miró a Keola, con ojos brillantes y castañe-teándole los dientes.
«He estado demasiado aquís, pensó Keola, y corrió hacia la playa sin saber adónde.
-Keola -llamóle una voz cercana sin que se viera a persona alguna.
-Lehua, ¿eres tú? -gritó él jadeante y miró en vano buscándola; mas no había nadie visible.
-Te vi pasar antes, pero no me hubieses oído. ¡Pronto!, cons:gue hojas y hierbas y vamos a libertarnos.
-¿Estás aquí con la alfombrita? -le preguntó su esposo.
-Sí, aquí a tu lado -respondióle ella. Y él sintió sus brazos que le estrecha-ban. ¡Pronto! ¡Las hojas y las hierbas antes de que mi padre vuelva!
Keola, pues, voló, porque de ello dependía su vida, y buscó las hojas pedidas. Lehua lo guió al volver, colocó sus pies sobre la alfombra y encendió el fuego. Mientras éste ardía el estruendo de la batalla se oía desde el bosque: los brujos y los caníbales luchaban vigorosamente. «Los invisibles» luchaban como toros en una montaña y los de la tribu correspondían acerbamente, enloquecidos por el terror de sus espíritus. Mientras ardía la hoguera, Keola permanecía en pie, oyendo todo, y notando cómo las manos invisi-bles de Lehua alimentaban el fuego con las hojas, que al caer levan-taban la llama y ésta quemaba las manos de Keola. Lehua se daba prisa y soplaba el fuego. Se consumió la última hoja, apagóse la llama y sucedió el choque: Keola y Lehua llegaron y se encontraron en la habitación de su casa.
Ahora bien, cuando Keola llegó a ver a su mujer sintió gran contento al encontrarse en su cara de Molokai y sentarse a comer un tazón de poi[2], pues ni en el barco del que se arrojó, ni en la Isla de las Voces había comido poi. Keola no cabía en sí de alegría por haber escapado ileso de las manos de los caníbales. Pero algo no estaba muy claro, y habló el matrimonio de esto toda la noche, quedando ambos muy tristes. Kalamake se había quedado abandonado en la isla. Si, ¡Dios sea alabado!, él pudiera permanecer allá todo marcharía bien; pero si lograba escapar y regresar a Molokai, ese día sería funesto para su hija y su yerno. Éstos hablaron de la facultad de su suegro de convertirse en gigante y de la pos:hilidal de que vadease el mar. Pero Keola sabía ya dónde se encontraba esa isla; es decir, en el bajo y peligroso Archipiélago. Buscaron, pues, el atlas y miraron la distancia en el mapa y dedujeron que era un trayecto muy largo para un casi anciano. Sin embargo, no se podía estar muy seguro de un brujo como Kalamake y determinaron al fin pedir consejo a un misionero blanco.
Por eso la primera vez que llegó a la isla un misionero, Keola le contó toda la historia. El misionero lo trató con dureza -porque Keola había tomado otra esposa en la Isla de las Voces; pero de todo lo demás aseguró que nada entendía.
-En todo caso -díjole- si usted piensa que el dinero de su suegro es de mala procedencia, mi consejo es que usted entregue algo para los leprosos y algo a la Junta de Misioneros. Por lo que se refiere a todas esas cosas extraordinarias, mejor será que las conserve en secreto.
Mas el misionero denunció a la policía de Honolulú que, según su leal saber y entender, Kalamake y Keola habían estado acuñando moneda falsa, por lo cual no estaría de más vigilarlos.
Keola y Lehua siguieron el consejo del misionero y dieron muchos dólares a los leprosos y a la Junta de Misioneros. Y sin duda ese consejo fué bueno, porque desde aquel día hasta hoy, nada se volvió a oír de halamake. Ahora bien, si cayó en la batalla por defender los árboles, o si todavía arrastra sus pies por la Isla de las Voces, ¿quién podrá decirlo?

Cuento de los mares del sur

1.064. Stevenson (Robert Louis) - 060 






[1]Cabilla: barra redonda de hierro con la cual se clavan las curvas y otros maderos en la construcción de los buques (N. del T.)
[2]Poi: alimento especial consistente en una harina cocinada a la usanza de los indígenas de Hawai, es decir fermentada. La planta que produce esta legumbre se llama en Botánica «Colocasia esculenta», (N. del T.)

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