Keola estaba casado con Lehua, hija de
Kalamake, el sabio de Molokai, y vivía con el padre de su mujer. No había
hombre más astuto que su suegro, el profeta; leía los signos estelares, podía
adivinar por los cadáveres y por medio de los engendros malignos, y no tenía
miedo de ir solo a las cumbres de las montañas, a la región de los duendes, en
donde colocaba trampas para atrapar a los espíritus de los antiguos.
Por esta razón no había hombre más consultado
en el reino de Hawai. La gente prudente compraba y vendía, se casaba y reglaba
sus vidas siguiendo sus consejos; por eso también el rey le llamó dos veces a
Kona para buscar los tesoros de Kamehameha. Tampoco ningún hombre era tan temido:
algunos de sus enemigos habían muerto consumidos por la enfermedad a causa de
sus encantamien-tos, otros habían desaparecido, tanto su espíritu como sus
restos; de tal modo que la gente vanamente buscaba aunque sólo fuera un hueso
de aquellos cuerpos. Se rumoreaba que poseía el talento o arte de los antiguos
héroes. Algunas personas le habían visto durante la noche en las montañas
cruzar de un salto de un risco a otro, y habían visto, cual a un gigante,
sobresalir su cabeza y hombros por encima de los árboles más altos del bosque.
Este Kalamake era un hombre de apariencia
extraña. Descendía de las mejores familias de Molokai y Maui, y su origen era
puro, aunque su aspecto era más de blanco que cualquier forastero: su cabello
era del color de las hierbas secas y sus ojos rojizos casi no veían. Por esto
corría en las islas el siguiente refrán: «Ciego como Kalamake, que puede ver el
día de mañana».
Keola sabía un poco acerca de todos estos
hechos de su suegro por lo que se decía comúnmente, y aun un poco más lo
sospechaba, pero ignoraba el resto. Mas una cosa molestaba a Keola. Kalamake
era un hombre que no ahorraba nada, ni en comer, ni en beber, ni en vestir, y
que saldaba sus cuentas con dólares nuevos y relucientes. «Brillantes como los
dólares de Kalamake» era otro dicho corriente en las Ocho Islas. Y puesto que
no comerciaba ni sembraba, ni cobraba honorarios, sino rara vez, por sus
hechicerías, no se veía cuál pudiera ser el origen de tantas monedas de plata.
Sucedió un día que la mujer de Keola fué de visita a Kaunakakai, hacia la parte
de la isla resguardada del viento, en ocasión en que los hombres de aquel lugar
se encontraban en el mar pescando. Pero Keola era un haragán y se hallaba
tumbado en el balcón observando cómo la marejada batía la costa y cómo los
pájaros revoloteaban alrededor del risco. Siempre pensaba en su idea fija: los
relucientes dólares. Cuando se iba a acostar siempre se preguntaba por qué eran
tantos, y cuando se levantaba por la mañana por qué eran tan nuevos; y estas
preguntas nunca dejabarn de ocupar su mente. Pero este día singular estaba
seguro de que había descubierto algo. Porque al parecer había llegado a conocer
el lugar donde Kalamake guardaba su tesoro; lugar que no era otro que el
escritorio cerrado con llave situado contra la pared de la sala de recibimiento
y debajo precisamente de la lámina de Kamehameha V, y de una fotografía de la
reina Victoria coronada. Parece también que la noche anterior halló ocasión de
revisar ?os cajones del escritorio, y ¡he aquí que la bolsa estaba vacía! Y
esto ocurrió precisamente el día en que llegaba el barco. Keola podía ver a la
distancia el penacho de la chimenea de Kalaupapa. El barco había de llegar
pronto cargado con las mercaderías que mensualmente recibía Kalamake: salmón en
lata, ginebra y toda clase de objetos raros y de lujo.
«Ahora bien -pensaba Keola, si mi suegro puede
pagar hoy las mercancías que recibe tendré la certeza de que es un brujo y que
los dólares provienen de la bolsa del diablo.»
Mientras esto pensaba Keola, llegó
precisamente su suegro, y al parecer incomodado.
-¿Ése es el vapor? -preguntó Kalamake.
-Sí -respondió Keola; sólo tiene que hacer
escala en Pelekunu y en seguida estará aquí.
--Entonces no tengo otro recurso que confiarme
a ti -dijo Kalamake- al no haber otro remedio. Entra conmigo.
Así, pues, entraron ambos en la sala que era
una habitación muy elegante empapelada y adornada con oleografías y amueblada
con una mecedora, una mesa y un sofá al estilo europeo. Además, se veía una
estantería con libros y en el centro de la sala una mesa con una Biblia
familiar. Contra la pared estaba el escritorio cerrado con llave. Así que
cualquiera podía deducir que esta casa pertenecía a una persona de buena
posición.
Kalamake mandó a Keola echar las persianas,
mientras él cerraba con llave todas las puertas y abría la tapa del escritorio.
De éste extrajo un par de collares cuajados de amuletos y conchitas de animales
y un ramito de hierbas secas y hojas también secas de árboles y una rama verde
de palmera.
-Lo que voy a hacer es más que un milagro. Los
antiguos eran sabios; hacían maravillas y esto también, entre otras cosas; pero
lo hacían de noche, en la oscuridad, a la luz de las estrellas propicias y eh
el desierto. Lo mismo es lo que yo quiero hacer aquí, en mi propia casa y a
plena luz del día.
Dicho esto, colocó la Biblia debajo del
almohadón del sofá, de forma que quedó completamente cubierta; extrajo del
escritorio una alfombrita de noche tejida muy finamente y amontonó las hierbas
y hojas encima de la arena que tenía una cacerola, y luego él y K.eola se
pusieron los collares y se colocaron de pie en las esquinas opuestas de la
alfombrita.
-No hay que asustarse -dijo el brujo.
Al decir esto encendió las hierbas y empezó a
mascullar palabras y a agitar la rama de palmera. Primeramente la luz fué
escasa porque las persianas estaban echadas, pero pronto las hierbas se
prendieron vivamente y sus llamas azotaron el rostro de Keola; de este modo la
habitación resplandeció a la luz brillante del fuego. Después el humo rosado
mareó a Keola, tanto que sus ojos se nublaron y las palabras ininteligibles de
Kalamake sonaban extraña-mente en sus oídos. De repente la alfombrita, sobre
cuyas esquinas estaban de pie, fué arrebatada con una sacudida más ligera, al
parecer, que un relámpago. En el el mismo instante la habitación se esfumó, así
como la casa. Keola sintió que le faltaba la respiración. Sus ojos veían
infinitas luces y él mismo se encontró transportado a una playa donde un fuerte
sol brillaba y donde la marejada rugía furiosa: Keola y el brujo se hallaban
sobre la misma alfombra, mudos, jadeantes y restregándcse los ojos.
-¿Qué es esto? -preguntó Keola, reponiéndose
el primero a causa de su juventud. La angustia experimentada había sido
semejante a la muerte.
-No tiene importancia -murmuró jadeante
Kalamake, ahora ya pasó,
-En nombre de los cielos, ¿dónde estamos?
-preguntó Keola.
-Eso no te importa -replicó el hechicero. Al
estar aquí tenemos en nuestras manos la solución y debemos actuar. Mientras yo
me repongo algo, vete a la entrada del bosque y tráeme las hojas de tal y tal
árbol y tal hierba que verás crece abundante allí: tres puñados de cada uno; y
date prisa. Hemos de volver a casa antes de que llegue el vapor. Parecería
extraño el que hubiésemos desaparecido.
Luego Kalamake se sentó sobre la arena y
respiró con dificultad.
Keola se dirigió por la playa, cubierta de
arena resplandeciente y de corales, así como de rarísimas conchitas de
animales, pensando consigo mismo: «¿Cómo es que no conozco esta playa? Volveré
por acá otra vez y recogeré estas conchas».
Frente a él había una línea de palmeras que se
alzaban hacia el cielo; pero no como las palmeras de las Ocho Islas, sino
erectas, lozanas y hermosas, mostrando los ramos secos, en forma de abanico,
amarillos cual oro, entre el verde de los árboles frescos. Entonces Keola pensó
para sus adentros: «Es extraño. Yo nunca había visto este bosquecillo. Volveré
nuevamente a este lugar para reposar en los días de calor». Y siguió cavilando:
«¡Qué calor tan de repente!v. Pues en Hawai cra ya invierno y los días eran
frescos. Y también pensó: «¿Dónde se hallan las grises montañas y el elevado
risco con los bosques en sus laderas, y los pájaros revoloteando?». Y cuanto
más cavilaba menos podía comprender a qué parte de las islas había sido
transportado. A la entrada del bosquecillo, donde se une con la playa, crecía
la hierba, pero los árboles estaban más adentro. Ahora bien, cuando Keola se
dirigía hacia los árboles advirtió la presencia de una joven cuyo único vestido
era un cinturón de hojas.
«Está bien -pensé, esta gente no es muy
exigente en cuanto al vestir, en esta parte del país.» Entonces Keola se detuvo
suponiendo que ella notaría la presencia de una persona extraña y escaparía.
Pero al ver que la joven seguía impertérrita, se detuvo y canturreó en voz
alta. A estas voces ella se sobresaltó. Su rostro empalideció; miró acá y allá
y su boca se contrajo a causa del terror de su espíritu. Pero lo extraño era
que su mirada no se detenía sobre Keola.
-Buenos días -dijo Keola, no tiene por qué
asustarse; no voy a comérmela.
Apenas había empezado a hablar Keola, cuando
la joven huyó hacia los arbustos.
«¡Qué manera de ser tan extraña!», pensó
Keola, y sin saber lo que hacía corrió tras ella.
Mientras la joven corría no cesaba de gritar
en un idioma desconocido en Hawai, pero algunas de cuyas palabras tenían
idéntico significado, por lo que Keola supo que la desconocida gritaba y
advertía a otros. Luego Keola vió a mucha más gente correr: hombres, mujeres y
niños, tinos detrás de otros, gritando como despavoridos por un incendio. Y al
ver esto sintió temor y por eso regresó hacia Kalamake, llevando las hojas que
le pidiera y a quien contó lo que había visto.
--No debes prestar atención -manifestó
Kalamake; todo esto es como un sueño y sombras. Todo desaparecerá y se
olvidará.
-Parece que nadie me vió -aseguró Keola.
-Y es cierto -afirmó el hechicero. Nosotros
caminamos por aquí a pleno sol, invisibles, debido a estos amuletos. Pero ellos
nos oyen y por eso es mejor hablar en voz baja como lo hago yo.
Dicho esto, hizo un círculo con piedras
alrededor de la alfombrita y en el centro colocó las hojas.
-Tu tarea consistirá en mantener las hojas
encendidas y alimentar lentamente el fuege. Mientras éstas arden -lo que durará
poco, yo tengo que hacer algo; y todo antes de que el fuego se apague. El mismo
poder que nos trajo volverá a nosotros. Ten preparado el fósforo y llámame a
tiempo, si no el fuego se apagará y yo me quedaré acá...
Tan pronto como las hojas prendieron el
hechicero saltó del círculo como un ciervo y empezó a correr a lo largo de la
playa como un sabueso que acaba de ser bañado. Mientras corría se detenía un
momento para recoger rápidamente las conchitas de la playa; y a Keola le
parecía que brillaban cuando el brujo las asía. Las hojas ardían con una llama
clara que las consumía rápidamente. Ya no le quedaba a Keola más que un puñado.
El hechicero se encontraba lejos corriendo y deteniéndose.
-Ven, ven... Las hojas se acaban ya -gritó
Keola.
Al oír esto, Kalamake se dió vuelta, y si
antes había corrido, ahora volaba. Pero aunque regresaba en volandas, las hojas
se consumían más pronto. La llama estaba por expirar cuando él, dando un gran
salto, alcanzó la alfombra. El viento que produjo su salto apagó el fuego; y
con eso desapareció la playa y el sol y el mar, y los dos se encontraron de
nuevo aturdidos y cegados en la semioscuridad de la sala, cuyas persianas
estaban echadas. Sobre la alfombra, entre los dos, se arnontonaban brillantes
dólares.
Keola corrió hacia las persianas, las levantó
y allá se veía. ya el vapor meciéndose sobre las olas, bien cerca.
La misma noche, Kalamake llevó aparte a su
yerno y le dió cinco dólares.
-Keola, si eres prudente (de lo cual mucho
dudo), has de pensar que te quedaste dormido esta tarde en el balcón y que
soñabas durante el sueño. Soy hombre de pocas palabras y para colabora-dores
prefiero a los desmemo-riados.
Nunca jamás volvió a decir una palabra
Kalamake ni a referirse a ese asunto. Pero Keola no podía desechar lo que había
visto, y si antes era perezoso, ahora ya no hacía nada.
«¿Para qué he de tiabajar -pensaba, cuando
tengo un suegro que convierte en dólares las conchitas del mar?»
Poco después ya había gastado lo que le dió.
Acababa de gastarlo todo en elegantes trajes. Y después se afligió.
«Mejor hubiera sido comprar -pensó- una
concertina, y así me hubiera distraído durante todo el día». Luego sintió
irritación contra Kalamake. «Este hombre tiene un alma negra -pensó; puede,
cuando quiere, recoger los dólares que desea en la playa y en cambio me deja
ansiar una concertina. Pero que tenga cuidado: ya no soy un niño; soy más
astuto que él y poseo su secreto.» Habló de este asunto a su mujer Lehua y se
quejó a ella de la forma cómo su padre le trataba.
-Yo en tu lugar dejaría a mi padre tranquilo
-dijo Lehua. Es un hombre peligroso para quien intenta interponerse en su
camino.
-¡No me importa nada! -gritó Keela
castañeteando los dedos. Lo tengo asido de las orejas. Puedo obligarle a hacer
lo que yo desee.
Y contó a Lehua lo que había visto. Pero ella
movió la cabeza en señal de duda.
-Puedes hacer lo que quieras -dijo la mujer,
pero tan pronto estorbes a mi padre, es seguro que nada se sabrá de ti. Piensa
en Fulano y en Mengano; recuerda a Hua, el cual era un noble del Parlamento y que
iba a Honolulú todos los años: ni un hueso ni un solo cabello se halló.
Recuerda a Kamau: se cor.sumió hasta quedar como un alfiler; a tal extremo que
su mujer podía levantarlo en una mano. Keola, eres un niño en las manos de mi
padre; te tomará con su índice y pulgar, y te comerá como a un camarón.
Entonces Keola quedó completamente asustado
causa de Kala-make; pero era demasiado vanidoso estas palabras de su mujer lo
irritaron.
-Muy bien -dijo; si esto es lo que piensas de
mí, te demostraré cuán equivocada estás.
Después se dirigió directamente a la sala
donde se hallaba sentado su suegro.
-Kalamake -dijo, quiero una concertina.
-¿La quieres de verdad? -preguntó Kalamake.
-Sí -respondió su yerno. Y también quiero
decirle sincera.mente que pienso tenerla. Un hombre que recoge dólares en la
playa puede proporcionarme una concertina.
-No tenia idea de que tuvieras tanto valor
-observó el hechicero. Pensé que eras un tímido inútil, y no puedo expresarte
cuán complacido estoy al ver que me he equivocado. Ahora empiezo a creer que
he encontrado un ayudante y un sucesor en mi difícil negocio. ¿Una concertina?
Tendrás la mejor de Honolulú. Y esta noche, tan pronto como oscurezca, tú y yo
iremos a buscar el dinero.
-¿Volveremos a la playa? -preguntó Keola.
-No, no -respondió Kalamake. Has de empezar a
aprender más acerca de mis secretos. La última vez te enseñé cómo recoger las
conchitas de la playa; esta vez te enseñaré cómo atrapar peces. ¿Eres bastante
fuerte para gobernar el bote de Pili?
-Creo que sí -contestó Keola. Pero, ¿por qué
no vamos en el de usted, ya que está en el agua?
-Tengo una razón que comprenderás
completamente antes de que ama-nezca -respondió Kalamake. El bote de Pili
conviene más para lo que deseo... Así que si te gusta, nos encontraremos allí
tan pronto oscurezca; y mientras tanto no diremos nada a nadie, pues no hay
motivo para mezclar a la familia en nuestros asuntos.
La voz de Kalamake era más meliflua que la
miel, por lo que Keola apenas podía contener su satisfacción.
«Podía haber logrado mi concertina hace varias
semanas -pensó, pues lo único que se necesita en el mundo es un poco de coraje›
Mas después de haber sorprendido a Lehua
llorando, estuvo tentado de decirla que todo estaba bien.
«Pero no -pensó; esperaré hasta que le enseñe
la concertina; veremos qué dirá esta chiquilla entonces. Tal vez comprenderá
para lo futuro que su esposo es un hombre de cierta inteligencia.»
Tan pronto como oscureció, el suegro y el
yerno echaron al agua el bote de Pili y desplegaron las velas. El mar estaba
picado y soplaba un fuerte viento de la parte de sotavento; mas el bote era
ligero, liviano, no hacía agua y se deslizaba sobre las olas. El brujo tenía
una linterna que encendió y que sujetaba con sus dedos, apretando la anilla.
Ambos se sentaron en papa y fumaron cigarros que nunca faltaban a Kalamake,
hablando como amigos de magia y de las grandeS sumas de dinero que podían
lograr ejerciéndola, y lo que comprarían ahora y después. Kalamake hablaba como
un padre.
Entonces Kalamake miró alrededor de sí y
también hacia arriba, a las estrellas, y hacia atrás, para ver la isla, casi
sumergidos ya en el mar, pare-ciendo reflexionar acerca de su posición en el
océano.
-Mira -dijo, allá esta Molokai, muy lejos,
detras de nosotros, y Maui sólo parece una nube; ahora cien, por la posición de
las estrellas, sé que estoy donde quería estar. Esta parte del mar se llama el
Mar de los Muertos, lugar extraordinariamente profundo, cuyo fondo está
sembrado de huesos humanos; en las concavidades de esta parte del océano moran
dioses y duendes. La corriente se dirige hacia el norte, con ímpetu mayor de lo
que puede nadar un tiburón, de forma que cualquier persona que fuera arrojada
al mar en esta parte sería llevada por la corriente como por un caballo salvaje
hacia mares más lejanos: acaba por morir ahogada al extenuarse y sus huesos se
esparcen por el fondo, y los dioses devoran su espíritu.
Keola, al oír estas palabras, se asustó y miró
atónito a Kalamake a la luz de las estrellas y de la linterna, y le vió
cambiado.
-¿Qué le pasa? -gritó Keola rápidamente, con
voz penetrante.
-A mí no me pasa nada -respondió el brujo,
pero aquí hay uno que está próximo a morir.
No bien acababa de decir estas palabras cuando
movió la mano que sostenía la linterna, y al ir a sacar los dedos, ¡he aquí que
éstos, al rozar la anilla, la quebraron, pues la mano del brujo había
triplicado su tamaño.
Keola, viendo esto, gritó y se cubrió el
rostro con las manos.
Pero Kalamake levantó la linterna y le dijo:
-Mira mejor mi cara.
Su cabeza había llegado a ser tan grande como
un barril; y seguía creciendo, como una nube se expande por encima de una
montatia. Keola, sentado frente a éll gritaba, mientras el bote se deslizaba
vertiginaramente sobre el mar tormentoso.
-¿Y ahora qué piensas -dijo el brujo- acerca
de la concertina? ¿Estás seguro de que no preferirías mejor una flauta? ¿No?
Eso está bien; porque no me gustaría que mi familia cambiara tan pronto de
propósito. Pero empiezo a pensar que mejor sería que yo saliera de este
misei,able bote, porque mi cuerpo crece desmesuradamente, y si no ponemos más
cuidado el bote dará la vuelta.
Al decir esto sacó las piernas fuera del bote
y su cuerpo siguió creciendo hasta treinta o cuarenta veces el tamaño natural,
de forma que de pie en la profundidad del mar, sus hombros y cabeza sobresalían
como una elevada isla, quebrándose las olas contra su pecho como se quiebran y
rompen contra un isco El bote seguía hacia el norte; pero el brujo extendió su
mano, asió la borda con sus dedos pulgar e índice, y rompióla como si fuera un
bizcocho, lo cual hizo que Keola cayese al mar. El hechicero trituró la
embarcación entre sus manos y arrojó las astillas a varias millas de distancia
en la oscuridad de la noche.
-Discúlpame que lleve la linterna, pero tengo
que vadear largo trecho. La tierra está lejos y el fondo del mar no está
nivelado; también siento los huesos bajo mis pies.
En esto Kalamake se dió vuelta y alejóse
caminando a grandes Zancadas. Cada vez que Keola se hundía en el seno del mar,
dejaba de verle, pero cuando era ascendido sobre la cresta del oleaje, le
volvía a ver alejándose a tientas, llevando por encima de su cabeza la linterna
y quebrándose las espumosas y blancas olas contra su pecho mientras caminaba.
Desde que el mundo es mundo, cuando las islas
fueron sembradas en el mar, nunca se vió a un hombre tan aternorizado como
Keola. Claro está que sabía radar, pero como nadan los cachorros arrojados para
que se ahoguen, y además no sabía a dónde dirigirse. Sola-mente pedía pensar,
en aquellos momentos, en el tamaño enorme e hinchazón del brujo, cuya cara era
mayor que una montaña, cuyos hombros aparecían tan anchos como una isla y
contra los cuales se batían en vano las olas. Al recordar la concertina se
apoderó de él gran vergüenza, y al recordar también los huesos de los muertos
que yacían en esa parte del mar se estremeció.
De pronto notó la presencia de algo oscuro y
que se movía entre él y las estrellas; también una luz más abajo, así como un
resplandor sobre el mar cubierto de sombras. Oyó hablar y entonces gritó a
pleno pulmón, contestándole una voz. En un abrir y ceirar de ojos la popa de la
nave -pues era un barco- pendía sobre su cabeza, balanceándose sobre una ola
para después descender de nuevo. Keola, al hundirse un poco la popa, asió con
violencia las cadenas del ancla, y aunque por un instante fué enterrado en el
rugiente mar, al punto se sintió ascendido a bordo por lus marineros.
En la nave le proporcionaron ginebra y
bizcochos, le preguntaron cómo había llegado hasta donde le encontraron y si la
luz que ellos habían visto era el faio Lae o Kalaau. Pero Keola sabía que los
blancos son como los niños y sólo creen sus propias historias; así que les
contó lo que le pareció. En lo que se refiere a la luz -que era la linterna de
Kalamake, juró que no había visto ninguna.
El barco era una goleta que se dirigía a
Honolulú para comerciar después en las islas bajas. Por suerte para Keola,
había perdido un hombre de la tripulación del bauprés durante una tormenta. No
se acostumbraba hacer muchas preguntas a un náufrago. lieola, por otra parte,
no sentía grandes deseos de quedarse en la Ocho Islas. Las noticias corren como
el viento y a todos los hombres les gusta el relatar novedades; así si Keola se
hubiese escondido al norte de Hawaü o en la parte sur de Kaü, el brujo no
hubiera tardado un mes en saberlo y él perecería. En vista de eso, obró como
hombre prudente y se enganchó como marinero en lugar del ahogado.
Además, el barco era un lugar agradable. La
comida era en extremo rica y abundante, compuesta de bizcocho y carne salada
todos los días, y sopa de arvejas y budines de harina y grasa dos veces por
semana; gracias a tan substanciosa alimentación Keola engordó. El capitán
también era un buen hombre y la tripulación no era peor que otras blancas. La dificultad
estribaba en el piloto, pues se trataba de la persona más difícil de complacer
que Keola jamás encontró. Todos los días aquél pegaba e injuriaba a Keola,
tanto por lo que hacía como por lo que dejaba de hacer. Los golpes que le
atizaba eran muy dolorosos, pues pegaba fuerte; y las palabras que empleaba
eran de muy mal gusto, sobre todo porque Keola descendía de buena familia y
estaba acostumbrado a ser respetado. Lo peor de todo era que cuando Keola
encontraba una oportunidad para dormir, el piloto le despertaba con el chicote
de cabo. Keola no tardó en ver que nunca se acostumbraría a esta vida y decidió
escapar.
Llevaba un mes de navegación desde que habían
salido de Honolulú, cuando divisaron tierra. Era una bermosa noche estrellada,
con el cielo despejado y el mar tranquilo. Soplaba una brisa uniforme. Allá
emergía una isla: una hilera de palmeras se veía a ras del mar. El capitán y el
piloto miraban la isla con sus catalejos nocturnos, pronunciaron su nombre y
hablaron acerca de ella al lado del timón que manejaba Keola. Al parecer era
una isla a la que nunca se acercaban comerciantes. Según el capitán era una
región donde no habitaba ningún hombre; pero el piloto pensaba de diferente
manera.
-No daría un centavo por las informaciones de
los almanaques comerciales -dijo el piloto. He pasado por aquí una noche en la
goleta Eugenia; era precisamente una noche como ésta. Los isleños estaban
pescando con antorchas, y la playa estaba alumbrada como una ciudad.
-Está bien -dijo el capitán. La isla es muy
abrupta: eso es lo principal; y allá no hay peligros de bajíos ni bancos de
arena, según la carta de navegar; así que podemos aproximarnos al sotavento de
la misma. ¡Mantenga la embarcación bien cerca de la isla! -gritó a Keola, quien
escuchaba tan atentamente que ae olvidó de timonear.
El piloto le injurió por eso y juró que este
kanaka era un inútil en el mundo; por eso el día en que pudiera correr tras él
con una cabilla[1]
sería un mal día para Keola.
Después el capitán y el piloto se fueron a
acostar, y Keolo quedó solo.
«Esta isla me convendría mucho -pensó, pues
dado caso que los comerciantes no quieran nunca acercarse a ella, tampoco el
piloto irá por ahí. Y por lo que se refiera a Kalamake no es posible que éste
pueda llegar tan lejos.»
Una vez que hubo pensado esto, aproximó la
goleta lo más que pudo a la isla. Tenía que hacerlo despacio, porque lo malo de
los blancos, y sobre todo del piloto, era que no se podía estar seguro de
ellos; y así aunque aparezcan dormidos profundamente, o pretendiendo aparentarlo,
si sólo se agita una vela saltarían y caeria
sobre uno con un chicote de cabo. Por esto Keola aproximó el barco a la
costa poco a poco manteniéndolo en la misma línea. Al fin la nave quedó muy
cerca de tierra y se oyó con estrépito el ruido del mar azotando a los costados
del barco. Al oír esto el piloto se sentó de repente sobre su litera de
cubierta.
-¿Qué está usted haciendo? -rugió. ¡Va a
encallar usted el barco!
El piloto dió un salto hacia Keola y éste otro
por encima de la borda arrojándose al mar en el cual se reflejaban las
estrellas.
Cuando apareció de nuevo en la superficie del
agua, la goleta había recobrado su curso normal, y el mismo piloto era el que
timoneaba maldiciendo e injuriando a Keola, quien hasta llegó a oírle.
El mar estaba tranquilo y protegido por la
costa de la isla; además hacía calor. Keola no tenía miedo de los tiburones,
pues llevaba sobre sí el cuchillo de marinero. Un poco más hacia adelante había
un claro en la arboleda; se veía una abertura a flor de tierra como la boca de
un puerto, y a ella le llevó la marca que continuaba creciendo. Por un momento
se creyó ya dentro, pero otra ola le volvió a sacar de allí: después fué
arrastrado por un agua límpida y poco profunda en la que se reflejaban miles de
estrellas, y cuando llegó a tierra la vió circundada de palmeras.
Al advertir esto se extrañó, pues nunca había
oído hablar de esa isla.
El tiempo que Keola pasó en la isla podemos
dividirlo en dos períodos: el primero abarca su permaliencia solitaria, y el
segundo el tiempo en que encontró y habitó con la tribu.
Al principio buscó por todas partes seres
vivientes, pero no halló a nadie; sólo vió algunas casas en una especie de
aldea y restos de haber habido fuego en los hogares. Pero las cenizas de los
hogares estaban ya frías y las lluvias las habían arrastrado hacia afuera. Los
vientos también habían hecho algo por su parte: algunas chozas aparecían
tumbadas. Aquí fué donde él se instaló. Encendió fuego; fabricó un anzuelo para
pescar; cocinaba sus peces; y trepaba a los árboles para buscar cocos verdes
cuyo jugo bebía, pues en la isla no encontró agua. Los días se le hacían
eternos y las noches le horrorizaban. De una cáscara de coco construyó una
lámpara que llenó con aceite de nueces maduras y cuya mecha hizo de fibra.
Cuando llegaba la noche, encendía su lámpara, se encerraba en la choza y se
acostaba temblando hasta que amanecía. Muchas veces pensaba para sus adentros
que hubiese estado mejor en el fondo del mar, donde sus huesos estarían en
compañía de otros muchos.
Durante todo este tiempo permaneció en el
interior de la isla, porque las chozas se encontraban a orillas de la laguna, y
era allí donde las palmeras crecían más y donde la laguna abundaba en peces
estupendos. Sólo una vez fué a la costa y sólo una vez miró la playa, pero
regresó atemorizado. Porque la vista de la playa de arena reluciente, con
conchitas esparcidas por la arena, y con su sol radiante le produjo agudo
dolor.
«No puede ser -pensó, y sin embargo es muy
parecida. ¿Y cómo puedo saberlo? Aunque estos blancos pretenden conocer a dónde
van, sin embargo navegan al azar como nosotros, así que después de todo,
pudiera ser que hayamos navegado formando un círculo y puedo estar muy cerca de
Molokai, al punto de que ésta sea precisamente la misma playa donde mi suegro
recoge sus dólares.»
Después de eso, fué más prudente y permaneció
en el interior de la isla.
Poco más o menos un mes más tarde llegaron un
día los habitantes de la isla: seis grandes botes atestados de personas. Se
trataba de una raza fina de indígenas cuyo lenguaje, aunque sonaba muy
diferente, tenía, sin embargo, algunas palabras de significado idéntico al de
las suyas, así que no era difícil entenderse. Además, los hombres eran muy
corteses y las mujeres muy complacientes; saludaron a Keola dándole la
bienvenida, le proporcionaron alimentos, una casa y lc dieron una mujer, y lo
que más le sorprendió a Keola era que no le mandaron a trabajar con la gente
joven.
Desde este momento la vida de Keola puede
dividirse en tres fases: la primera aquella en la que estuvo tristísimo, la
segunda en la que estuvo b3stance alegre, y la tercera en la que se convirtió
en el hombre más miedoso del mundo.
La causa de su tristeza primera fué la mujer
que le dieron por compañera. Keola dudaba acerca de la isla y también del habla
de sus habitantes, cuyo lenguaje había oído algo al llegar a aquel lugar
transportado por el brujo en la alfombrita. Pero acerca de su mujer no había
error posible, porque era a misma muchacha que corrió huyendo de él en el
bosque. Así que, a pesar de haber navegado tanto, bien podía, al parecer.
haberse quedado muy cerca de Molokai. Había abandonado su casa, su mujer y a
todos sus amigos solamente para escapar de su enemigo, y el lugar donde había
llegado era casualmente aquel en que el brujo acudía a proveerse de dólares, y
dcnde se paseaba invisible. Durante este periodo se mantuvo cerca de la laguna.
y no se atrevió a alejarse de la choza.
El motivo de su alegría, segundo pe: íodo de
esta parte de su vida, era lo que había oído de su mujer y del jefe de la tribu
islena. Keola hablaba poco con todo el mundo, nunca estaba muy seguro de sus
nuevos amigos, porque juzgaba que eran demasiado corteses para poderse confiar
en ellos, y desde que había conocido mejor a su suegro, se habia tornado más
cautelcse. Por eso no habló nada de sí mismo: sólo manifestó su nombre y su
origen y que venía de las Ocho Islas, que eran estupendas. Refirió también algo
acerca del palacio del rey en Honolulú cuyo mejor amigo era, y de los
misione-ros. Pero tuvo la habilidad de preguntar muclio y por eso se enteró de
un sin número de cosas. La tierra donde ahora se encontraba se llamaba la Isla
de las Voces; era propiedad de la tribu, pero ésta tenía sus casas en otra isla
a tres horas de navegación a vela hacia el Sur. En aquel lugar vivían
permanentemente, favorecidos por el terreno fértil y su abundante producción de
huevos, aves y cerdos, artículos que trocaban los barcos que acudían por ron y
tabaco. A aquella isla se dirigió la goleta después de que Keola se arrojó de
la misma al mar; y allí era también donde había muerto el piloto, a causa de
una locura propia de los blancos. Ocurrió que cuando llegó la goleta a aquella
isla, había comenzado el período de peste del pescado, que quedaba todo
envenenado, y así quienquiera comiese de él, se hinchaba y moría. Todo esto se
lo dijeron al piloto; éste víó cómo se preparaban los botes en los que la tribu
se embarcaría para la Isla de las Voces, pues durante la peste siempre se iban
de aquella isla; pero el piloto era un alocado blanco, que no creía más que en
lo que él mismo decía. Así, pues, cogió uno de los peces envenenados, lo cocinó
y se lo comió. Poco después se le hinchó todo el cuerpo y murió; noticia que
causó satisfacción a Keola.
Por lo que se refiere a la Isla de las Voces,
la mayor parte del año quedaba desierta, sólo de vez en cuando desembarcaba la
tripulación de un bote en busca de la almendra de coco. Pero durante el período
de peste, cuando los peces estaban infestados, toda la tribu vivía en esta isla.
Ésta debía ese nombre a una virtud milagrosa, porque acaecía que toda la costa
de la isla estaba habitada por diablos invisibles, a los que día y noche se
podía oírles hablar entre sí en un idioma extraño. Día y noche se encendían y
extinguían pequeñas fogatas en la playa, y nadie podía comprender cuál era el
motivo de todo esto. Keola les preguntó si todo esto ocurría en la otra isla,
donde la tribu vivía permanentemente, y le respondieron que no, ni tampoco en
ninguna de las cien islas que se encontraban a la redonda, pues esto era
peculiar de la Isla de las Voces. Le refirieron también que esos fuegos y
extrañas voces sólo se veían y se oían en las inmediaciones de la costa, por lo
que cualquiera podía vivir dos mil años -si le fuera dado vivir tanto -cerca de
la laguna sin ser molestado en absoluto, aunque tampoco en las mismas
inmediacio-nes de la costa se sufriría daño alguno si no se molestaba a los
diablos.
Sólo una vez un jefe había arrojado un tronco
hacia el lugar de donde venía la voz que oyera, y aquella misma noche se cayó
de una palmera de coco y se mató.
Keola pasó un buen rato abstraído en profunda
meditación. Comprendió que estaría muy bien cuando la tribu retornara a la isla
principal, y hasta bastante bien donde ahora se hallaba si no se alejaba de la
laguna; aunque ya bullía en su mente una idea para variar a su favor el curso
de los acontecimientos si le fuera posible. Así que contó al jefe principal que
en cierta ocasión él había estado en una isla apestada de la misma manera, y que
la población había encontrado el medio de quedar inmunizada de la epidemia.
-Se desarrollaba en los bosques de aquella
isla cierto árbol -relataba Keola- y acontecía que los diablos acudían allá
para llevarse las hojas de los mismos. Por esto la población taló todos los
árboles allí donde creciesen, de forma que los diablos no vinieron más.
Le preguntaron qué clase de vegetal era aquél,
y el les enseñó el árbol cuyas hojas tomaba Kalamake para quemarlas en la
alfombrita. Aunque el relato les pareció inverosímil, la idea les gustó. Todas
las noches debatían este asunto los ancianos en sus consejos, pero el jefe
principal -aunque era un hombre valiente- estaba asustado por este asunto y les
recordaba diariamente lo que había sucedido a aquel jefe que arrojó un tronco
contra la voz que oyera: que se mató; y este recuerdo les detenía en su
realización nuevamente.
A pesar de que Keola no pudo conseguir que se
destruyeran los árboles, se sentía contento y comenzaba a interesarse por lo
que le rodeaba y encontrar placer en aquella existencia. Entre otras cosas se
mostró más amable hacia su mujer, por lo cual ésta le correspon-dió más
calurosamente con su amor. Una vez Keola llegó a la choza y encontró a su mujer
arrodillada y lamentándose amargamente.
-¿Qué te pasa? -preguntó Keola.
Ella le manifestó que no era nada.
Aquella misma noche su mujer le despertó, y
aunque la luz de la lámpara era inuy débil, Keola pudo advertir que su esposa
estaba muy afligida.
-Kcola -dijo ella, acerca tu oído a mi boca
para que pueda susur-rarte algo, pues nadie debe oírnos. Dos días antes de que
empiecen a preparar los botes, vete a la costa y escóndete entre los arbustos.
Eligiremos un lugar de antemano, y allí ocultaremos alimentos. Todas las noches
yo pasaré cerca cantando; así que cuando no me oigas cantar una noche,
comprenderás que nos hemos ido todos de la isla y podrás salir tranquilo.
Keola se quedó sin aliento
-¿Qué significa esto? -exclamó. ¡No puedo
vivir entre los diablos!, y no quiero que me abandonen en la isla. Me muero de
deseos por irme de acá.
-Tú nunca saldrás de acá con vida -díjole la
muchacha, porque para decirte la verdad mi gente es caníbal, mas lo mantienen
en secreto. La razón de querer matarte aquí, es porque a nuestra isla llegan
los barcos, y Donat-Kimaran viene y habla con los franceses; además allí vive
un comerciante blanco y un catequista en la casa que tiene un gran balcón desde
el cual todo puede vese. ¡Oh, aquel lugar es verdaderamente admirable! El
comerciante tiene barricas llenas de harina; y en cierta ocasión atracó un
buque de guerra francés y repartió entre todos vino y bizcochos. ¡Ah, pobre
Keola!. me gustaría poder llevarte, pues el amor que te tengo es muy grande, y
aquel lugar es el más hermoso entre todas las islas del mar, con excepción de Papeete.
Llegamos, pues, al período en que Keola vivió
lleno de temor. Había oído relatos sobre los caníbales de las islas del sur, y
esto siempre le había horrorizado. Y ahora esta desgracia llamaba a su puerta.
Además había oído referir a los viajeros que cuando los caníbales se prcponen
comer a un hombre, lo cuidan y miman, tal como lo hace una madre con su hijito
querido. Y Keo.a comprendió que éste era su caso, y que tal era la causa de
haberle alimentado, proporcionado casa y mujer, eximiéndole de todo trabajo, y
por qué los ancianos y los jefes discutían con él como con una persona
importante. PensanGO, pues, sobre su destino en la cama, se le erizaban los
cabellos. Al día siguiente los nativos se mostraron muy corteses con él como de
costumbre. Conversaban muy bien, hacían hermusas poesías y bromeaban durante
las comidas, de manera que hasta lograrían que se riese un misionero.
Muy poco le importaban a Keola esas finas
atenciones de la tribu; solamente veía en ellos los blancos dientes que
brillaban en sus bocas, mientras sentía un nudo en la garganta. Cuando acabarcn
de comer, Keola se dirigió a los arbustos para esconderse y se hizo el muerto.
Al día siguiente repitió su ficción y entonces su mujer lo sigu'ó.
-Keola -díjole, te diré claramente que si no
comes y te escondes te matarán y te asarán mañana. Algunas ancianos murmuran
que estás enfermo y que adelgazarás.
Al oír esto Keola dió un salto y se irritó.
-Muy poco me importa la forma en que. tengo
rue morir. Me hallo entre la espada y la pared: entre el diablo y el mar. Ya
que tengo que morir deseo sea de forma rápida, y ya que han de comerme, lo
mejor será que me coman los duendes y no los hombres. ¡Adiós! -dijo, y
dejándola allí de pie caminó haca a costa.
Ésta se hallaba totalmente desierta bajo el
sol abrasador; no había signo alguno de vida: solamente en la arena se veían
pisadas y por todas partes a su alrededor se oían las voces invisibles que
hablaban, así como encenderse y extinguirse diminutos fuegos. Se oían aquí
todos los idiomas del mundo; el francés, holandés, ruso, tamil y chino. Y Keola
oía las voces de todos los idiomas de los países iniciados en el arte de la
magia. La playa, pues, estaba atestada de gente invisible, pero no se veía a
persona alguna. Mientras caminaba observó que las conchitas de moluscos
desaparecían de su vista, aunque no podía ver quién las arrebataba. No dudó que
hasta el diablo tendría susto de permanecer solo en semejante compañía, pero
Keola ya había sobrepasado al miedo y acariciaba la idea de la muerte. Cuando
se encendían los fuegos Keola se abalanzaba a ellos como un toro. Las voces
inmateriales clamaban por todas partes; las manos invisibles echaban arena
sobre las llamas, y éstas desapa-recían de la playa antes de que él pudiera
alcanzarlas.
«Evidentemente, Kalamake no está aquí en este
momento, pues de lo contrario yo habría ya perecido», pensó.
Embargado por este pensamiento, y como estaba
cansado de tanto caminar, se sentó a la entrada del bosque y apoyó su mentón en
la mano. La actividad inexplicable continuaba: las voces resonaban en la
playa, las llamas se encendían y apagaban y las conchitas desaparecían y se
renovaban continua-mente ante su vista.
«Seguramente -pensó, era un día de descanso,
aquel en que vine por primera vez, pues no se notaba ninguna actividad.»
Entonces su cabeza se sintió aturdida por la
cantidad de millones y millones de dólares que personas invisibles recogían y
se los llevaban por los aires volando a mayor altura que las águilas.
«¡Y pensar que me habían engañado con cuentos
fabulosos sobre la acuñación de la moneda! -exclamó, y que la moneda se hace
allá; cuando es evidente que toda la moneda nueva de todo el mundo se recoge en
esta playa. ¡Pero de aquí en adelante sé la verdad!»
Sin que se diese cuenta de cómo y cuándo el
sueño se apoderó al fin de él, y Keola olvidóse de la isla y de todos sus
pesares.
Al día siguiente antes de que saliera el sol,
le despertó un gran bullicio. Se despertó asustado, porque pensaba que la tribu
le había descubierto; pero no era así; solamente en la playa se oían las voces
incorpóreas que se llamaban entre sí, pareciéndole que todas ellas pasaban por
su lado, subiendo hacia el interior de la isla.
«¿Qué es lo que ocurre ahora?», pensó Keola.
Era evidente que sucedía algo extraordinario, porque no se veían llamas ni
desaparecían las conchitas de la playa, pero las voces inmateriales clamaban
en la playa alejándose hacia el bosque. Otras y otras voces se sucedían y por
su entonación parecía que los brujos estaban irritados.
«Pero no es conmigo con quien están enojados,
porque pasan muy cerca de mía, pensó Keola.
Así como los sabuesos corren unos tras otros,
o les caballos en una carrera desenfrenada, o los habitantes de una ciudad
corren hacia un incendio, uniéndosele todo el gentío detrás, así le sucedió
ahora a Keola, que sin saber lo que hacía ni por qué, ¡he aquí!, empero, que
corría tras las voces.
Pues bien, al llegar a un recodo que conducía
al extremo del bosque recordó que era el sitio donde crecían los árboles del
brujo. Desde este lugar se oía un tumulto de voces humanas inenarrable, y al
oírlas las voces inmateriales que precedían a Keola se dirigieron a ese sitio.
Al acercarse más las voces se confundieron con el golpe de muchas hachas. Keola
al oír esto pensó inmediatamente que el jefe principal había al fin consentido
en cortar los árboles, y que este ruido significaba el comienzo de la tala.
Esta noticia voló como el viento entre los hechiceros por la isla y éstos
trataban ahora de defender sus árboles. La atracción de lo desconocido le impulsó
hacia adelante. Corrió tras las voces, cruzó la playa y llegó a la entrada del
bosque y allí se detuvo asombrado. Unos árboles habían sido ya abatidos y otros
estaban recibiendo hachazos: allí se encontraba toda la tribu. Los hombres se
hallaban unos al lado de otros apretujados, otros yacían por el suelo y la
sangre corría entre sus pies. Los rostros de todos ellos tenían una expresión
de miedo, ysus voces se elevaban al cielo agudas como el grito de la comadreja.
Lo mismo que un niño que empuña una espada de
madera y da mandobles al viento, así los caníbales, blandiendo sus hachas
equivo-cadamente y gritando, pretendían luchar contra un ser imaginario:
solamente de vez en cuando vió Keola en el aire un hacha moverse sin mano que
la sostuviera, y caer de tiempo en tiempo a tierra un cuerpo partido en dos u
otro machucado, alejándose aullando el alma del muerto.
Durante unos momentos Keola contempló este
espectáculo, como en sueños, y luego se apoderó de él un profundo temor
comparable a la muerte; de forma que no podía mirar por más tiempo esta escena.
Precisamente en ese instante el jefe principal de la tribu lo vió, y
señalándolo lo llamó por su nombre. Al oírlo toda la tribu miró a Keola, con
ojos brillantes y castañe-teándole los dientes.
«He estado demasiado aquís, pensó Keola, y
corrió hacia la playa sin saber adónde.
-Keola -llamóle una voz cercana sin que se
viera a persona alguna.
-Lehua, ¿eres tú? -gritó él jadeante y miró en
vano buscándola; mas no había nadie visible.
-Te vi pasar antes, pero no me hubieses oído.
¡Pronto!, cons:gue hojas y hierbas y vamos a libertarnos.
-¿Estás aquí con la alfombrita? -le preguntó
su esposo.
-Sí, aquí a tu lado -respondióle ella. Y él
sintió sus brazos que le estrecha-ban. ¡Pronto! ¡Las hojas y las hierbas antes
de que mi padre vuelva!
Keola, pues, voló, porque de ello dependía su
vida, y buscó las hojas pedidas. Lehua lo guió al volver, colocó sus pies sobre
la alfombra y encendió el fuego. Mientras éste ardía el estruendo de la batalla
se oía desde el bosque: los brujos y los caníbales luchaban vigorosamente. «Los
invisibles» luchaban como toros en una montaña y los de la tribu correspondían
acerbamente, enloquecidos por el terror de sus espíritus. Mientras ardía la
hoguera, Keola permanecía en pie, oyendo todo, y notando cómo las manos
invisi-bles de Lehua alimentaban el fuego con las hojas, que al caer
levan-taban la llama y ésta quemaba las manos de Keola. Lehua se daba prisa y
soplaba el fuego. Se consumió la última hoja, apagóse la llama y sucedió el
choque: Keola y Lehua llegaron y se encontraron en la habitación de su casa.
Ahora bien, cuando Keola llegó a ver a su
mujer sintió gran contento al encontrarse en su cara de Molokai y sentarse a
comer un tazón de poi[2],
pues ni en el barco del que se arrojó, ni en la Isla de las Voces había comido
poi. Keola no cabía en sí de alegría por haber escapado ileso de las manos de
los caníbales. Pero algo no estaba muy claro, y habló el matrimonio de esto
toda la noche, quedando ambos muy tristes. Kalamake se había quedado abandonado
en la isla. Si, ¡Dios sea alabado!, él pudiera permanecer allá todo marcharía
bien; pero si lograba escapar y regresar a Molokai, ese día sería funesto para
su hija y su yerno. Éstos hablaron de la facultad de su suegro de convertirse
en gigante y de la pos:hilidal de que vadease el mar. Pero Keola sabía ya dónde
se encontraba esa isla; es decir, en el bajo y peligroso Archipiélago.
Buscaron, pues, el atlas y miraron la distancia en el mapa y dedujeron que era
un trayecto muy largo para un casi anciano. Sin embargo, no se podía estar muy
seguro de un brujo como Kalamake y determinaron al fin pedir consejo a un
misionero blanco.
Por eso la primera vez que llegó a la isla un
misionero, Keola le contó toda la historia. El misionero lo trató con dureza
-porque Keola había tomado otra esposa en la Isla de las Voces; pero de todo lo
demás aseguró que nada entendía.
-En todo caso -díjole- si usted piensa que el
dinero de su suegro es de mala procedencia, mi consejo es que usted entregue
algo para los leprosos y algo a la Junta de Misioneros. Por lo que se refiere a
todas esas cosas extraordinarias, mejor será que las conserve en secreto.
Mas el misionero denunció a la policía de
Honolulú que, según su leal saber y entender, Kalamake y Keola habían estado
acuñando moneda falsa, por lo cual no estaría de más vigilarlos.
Keola y Lehua siguieron el consejo del
misionero y dieron muchos dólares a los leprosos y a la Junta de Misioneros. Y
sin duda ese consejo fué bueno, porque desde aquel día hasta hoy, nada se
volvió a oír de halamake. Ahora bien, si cayó en la batalla por defender los
árboles, o si todavía arrastra sus pies por la Isla de las Voces, ¿quién podrá
decirlo?
Cuento de los mares del sur
1.064. Stevenson (Robert Louis) - 060
[1]Cabilla:
barra redonda de hierro con la cual se clavan las curvas y otros maderos en la
construcción de los buques (N. del T.)
[2]Poi: alimento especial consistente en
una harina cocinada a la usanza de los indígenas de Hawai, es decir fermentada.
La planta que produce esta legumbre se llama en Botánica «Colocasia esculenta», (N. del T.)
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