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domingo, 14 de diciembre de 2014

La costa de falesa - Cap IV. La obra diabolica

Transcurrió casi un mes sin mayores novedades. La misma noche de nuestra boda vino a visitarnos Galoshes, demostrando la mayor afabilidad, y adoptó la costumbre de venir regularmente al anochecer para fumar su pipa en familia. Podía conversar con Uma, como es natural, y procedió a enseñarme el idioma nativo y el francés a un mismo tiempo. Era un anciano sociable, aunque lo más sucio que uno puede imaginarse, y tanto me aturdió con todas las lenguas extran-jeras que sübía, que creía hallarme en la torre de Babel.
Ésa fué una de nuestras ocupaciones, y que me hizo sentirme menos solitario, pero que no era provechosa en manera alguna, pues si bien el sacerdote venía a charlar con nosotros, ningún miembro de su grey pudo ser inducido a entrar en mi tienda, y de no haber sido por la otra ocupación que implanté, no hubiéramos tenido una sola libra de copra en la casa. Mi idea fué la siguiente: Fa'avao (la madre de Uma) poseía una veintena de árboles con frutos en sazón. No podíamos conseguir trabajadores naturalmente, pues todos estábamos bajo la imprecación del tabú, y las dos mujeres y yo procedimos a elaborar copra con nuestras propias manos. Con esa copra se le hacía a uno la boca agua -y nunca comprendí hasta qué punto me engañaban los indigenas hasta que hube elaborado cuatrocientas libras con mis propias manos -y pesaban tan poco que yo mismo me sentí tentado de aguarla.
Mientras trabajábamos, un grupo de kanakas solía pasarse la mayor parte del día mirándonos trabajar, y una vez el negro hizo su aparición. Se paró al lado de los nativos, riéndose, mofándose y haciéndose el gracioso, hasta que perdí la paciencia.
-Ven aquí, negro -le grité.
-No me dirijo a usted -contestó el negro. Yo sólo hablo con caballeros.
-Esto ya lo sé -dije, pero sucede que yo me dirijo a usted, señor Negro Jack. Solamente deseo saber una cosa: ¿Ha visto por casualidad la cabeza marcada de Case hace una semana?
-No, señor -respondió.
-Entonces está bien -concluí, pues le mostraré una hermana gemela de la misma, sólo que negra, dentro de dos minutos.
Comencé a caminar lentamente hacia él, sin hacer un gesto, pero si alguien se tomó el trabajo de observarme, a buen seguro que pudo advertir una amenaza en mi miracia.
-Usted es un individuo ruin y pendenciero, señor -exclamó el negro Jack.
-¡Téngalo por seguro!
Entretanto le pareció que me había acercado lo suficiente, y diciéndose «pies para qué os quiero», comenzó a huir a toda carrera, tanto que daba gusto verle partir como una flecha. No volví a ver a aquel bandido hasta la ocasión que referiré.
Uno de mis entretenimientos preferidos en aquellos días era ir a cazar en los bosques donde encontré abundante caza, como Case me había informado. He hablado ya del cabo por donde se extendía el pueblo y de mi casa situada hacia el este. Lo contorneaba un sendero que conducía a la próxima bahía. Un fuerte viento soplaba en aquel lugar diariamcnte, y como la barrera de arrecifes terminaba allí, se producía una fuerte marejada en las playas de la bahía. Un cerro escarpado, próximo a la costa, separaba el valle en dos partes y durante la marea alta, el mar se rompía contra su frente, impidiendo todo pasaje. Montes selváticos bordeaban el lugar en toda su extensión; la barrera del este era particularmente abrupta y frondosa, formadas sus partes bajas a lo largo del mar por negros peñascos veteados de cinabrio, y sus partes elevadas, importantes, con las cimas de los grandes árboles. Algunos de éstos eran de color verde brillante, otros rojos; la arena de la playa era negra como los zapatos. Muchos pájaros revoloteaban alrededor de la bahía, algunos blancos como la nieve, y los vampiros volaban allí en pleno día, haciendo oír el rechinar de sus dientes.
Durante largo tiempo sólo llegué hasta ese lugar en mis cacerías, no yendo más lejos. No había indicios de que hubiera otro sendero más allá, y los cocoteros en el frente, al pie del valle, eran los últimos árboles en este camino; pues todo el «ojo» de la isla, como los indígenas llamaban al lado a barlovento, estaba desierto. Desde Falesá hasta aproximadamente Papá-Malulu, no había ni viviendas ni seres humanos, ni árboles frutales, careciendo casi de arrecifes, y como era por otra parte la costa muy agreste, el mar se rompía contra los peñascos, no encontrándose allí un lugar donde desem-barcar.
Debería indicar que después que hube comenzado a internarme por los bosques, aunque nadie todavía se acercaba a mi tienda, encontré a personas en aquellos lugares dispuestas a pasar el tiempo conmigo, donde no podían ser vistos por nadie; y como había yo aprendido algo del idioma nativo y la mayoría de ellos sabía una que otr paalabra en inglés, empecé a sostener breves conversaciones, sin ningún propósito determinado, pero que sirvieron gin embargo para, disminuir la animosidad que me tenían, pues es bien triste el ser considerado como un leproso.
Un día, a fines de mes, sucedió que me hallaba sentado en esta bahía, al borde del matorral, mirando hacia el este, en compañía de un kanaka. Le había dado tabaco para cargar su pipa, y estábamos tratando de entendernos de la mejor forma posible, ya que tenía éste sin duda más nociones de inglés que ningún otro.
Le pregunté si había algún camino que fuese hacia el este.
-Una vez, un camino -dijo él. Ahora él muerto.
-¿Nadie va allí? -pregunté.
-No bueno -contestó él, muchos demonios moran allí.
-;Oh! -dije, ¿cobija muchos dernonios el monte?
-Hombre -demonio, mujer-demonio; muchos demonios -dijo mi amigo. Están allí todo el tiempo. Hombre que va allí, no vuelve.
Pensé que si este indígena estaba tan bien informado sobre demonios y hablaba de ellos corn tanta libertad, lo que no era común, sería conveniente que tratase de informarme acerca de mí y Uma.
-¿Usted cree yo ser demonio? -pregunté.
-No creerle demonio -dijo lisonjeramente, Creo todos ser tontos.
-¿üma, ella demonio? -volví a preguntar.
-No, no; no demonio. Demonio estar en monte -dijo el joven.
Estaba mirando hacia adelante, por encima de la bahía, cuando vi que las lianas al frente del bosque fueron apartadas súbitamente, y Case, con una escopetá en la mano, salió a la luz solar, dirigiéndose a la oscura playa. Vestía un liviano pijama, casi blanco; su escopeta centelleaba y tenía un aspecto distinguido; los cangrejos huían a su alrededor hacia sus agujeros.
-¡Hola, amigo mío! -exclamé dirigiéndome al indígena. Usted no habla toda la verdad. Ese sí que va al bosque y Ese vuelve.
-Ese no es lo mismo; Ese «tiapolo» -dijo -ni amigo, y con un «adiós» desapareció entre los árboles.
Observé los movimientos de Case en la playa, donde la marea estaba baja; y dejé que se me adelantara en el camino de regreso a Falesá.
Iba sumido en sus pensamientos, y los pájaros parecieron adivi-narlo, pues saltaban cerca de él sobre la arena, volando y cantando a su alrededor. Cuando Case pasó a mi lado, pude ver por el movimiento de sus labios que hablaba consigo mismo, y lo que me causó gran satisfacción, fué ver la marca que yo le había dejado sobre la ceja. Debo decir la verdad: pensé descerrajarle toda la carga de mi fusil, pero lo pensé mejor y me contuve.
Durante todo el tiempo y mientras le seguía, camino a casa, me repetía a mí mismo aquella palabra nativa que recordaba por la canción: «Polly, pon la pava y haz el té-a-polo».
-Uma pregunté, cuando regresé, ¿qué significa Tiapoto?
-Demonio -contestó ella.
-Yo creí que Aitu era la palabra que significa eso -dije.
-Aitu es otra clase de demonio -aclaró; vive en el monte, come kanakas. Tiapolo gran jefe demonio, queda en casa; todos demonios cristianos.
-Bien, entonces -dije; con esto no adelanto nada. ¿Cómo puede ser Tiapalo, Case?
-No todo lo mismo -dijo ella. Ese pertenecer a Tiapolo; Tiapolo es igual a él; Ese es como su hijo. Supónte Ese desear algo, Tiapolo se lo concede.
-Esto es muy conveniente para Ese -observé. ¿Y qué es lo que le concede?
Bien, de esto resultó una mezcolanza de toda clase de cuentos, muchos de los cuales (como el del dólar que extrajo de la cabeza del señor Tarleton), eran bien claros para mí, pero otros no pude comprenderlos; sin embargo lo que más sorprendía a los kanakas era lo que menos me sorprendía a mí, particularmente sus paseos al desierto donde se hallaban los aitus. Algunos de los más audaces, sin embargo, le habían acompañado, escuchándole hablar con los muertos e impartirles órdenes, y a salvo bajo su propia protección, habían regresado indemnes. Algunos decían que tenía allí un templo donde adoraba a Tiapolo y Tiapolo se le aparecía; otros juraban que no había ninguna brujería en esto y que hacía sus milagros por el poder de las oraciones, y que la supuesta iglesia no era iglesia sino una prisión donde había recluído un aitu peligroso. Namu había estado una vez con él en el monte y regresó alabando a Dios por esos milagros. En resumen, comenzaba yo a tener una idea de la posición de ese hombre y los medios por los cuales la había adquirido, y aunque me daba cuenta de que sería un hueso duro de roer, no me sentía derrotado en lo más mínimo.
-Muy bien -dije, iré a ver personalmente el lugar de adoración del señor Case, y veremos eso de la glorificación.
Al oír esto, Uma se excitó terriblemente; si yo llegara a ir al monte no volvería jamás, pues ninguno podía ir allí a no ser con la protección de Tiapolo.
-Confío en Dios -añadí, Soy un buen hombre, Uma, y creo que Dios estará conmigo.
Ella permaneció silenciosa por un momento.
-Pienso... -dijo, muy solemnemente, y al punto agregó: ¿Victoria, el gran jefe?
-¿Lo crees así? -dije.
-¿El quererte mucho? -volvió a preguntarme.
Le manifesté sonriendo burlonamente que la anciana dama me tenía mucha simpatía.
-Muy bien -dijo ella. Victoria ser gran jefe, quererte mucho. No poder ayudarte aquí en Falesá; no poder hacerlo... Estar demasiado lejos. Maea ser pequeño jefe..., estar aquí. Supónte él te quiere..., hacerte bien. Ser al mismo tiempo Dios y Tiapolo. Dios ser gran jefe..., tener demasiado trabajo. Tiapolo ser pequeño jefe..., le gusta hacerse ver, trabaja mucho.
-Tendré que mandarte al señor Tarleton -dije-. Tu teología está trastornada, Uma.
Sin embargo nos ocupamos de esto toda la tarde, y con los relatos que me hacía del desierto y de sus peligros, se asustó tanto que estuvo a punto de desmayarse. No recuerdo la cuarta parte de lo que me contó, naturalmente, pues presté poca atención, pero recuerdo con claridad dos relatos.
A unas seis millas de la costa había una ensenada protegida, que ellos llaman Fanga-anaana, «el puerto lleno de cuevas». Yo mismo la he visto desde el mar, desde tan cerca como pude lograr que mi tripulación se aproximase, y es una angosta franja de arena amarilla. Sobresalen oscuros peñascos plenos de negras bocas de las cavernas. Grandes árboles y enmarañadas lianas cubren los peñascos y en un lugar, al medio aproximada-mente, un gran arroyo forma una cascada. Una vez, un bote pasaba por aquellos lugares, tripulado por seis jóvenes de Falesá, «todos muy lindos», según decía Uma, lo que fué su perdición. Soplaba un fuerte viento y se había levantado pesada mar de resaca y, cuando estuvieron a la altura de Fanga-anaana y vieron la blanca cascada y la playa sombreada, todos sintiéronse cansados y sedientos, pues se les había terminado el agua. Uno de ellos propuso desembarcar con la esperanza de hallar modo de aplacar su sed, y como eran jóvenes intrépidos, al punto todos compartieron aquella opinión, a excepción del menor de ellos, llamado Lotu. Era éste un joven muy bueno, caballeroso y prudente; les conjuró a que no desembarcaran, afirmando que el lugar estaba posesionado por espíritus, demonios y muertos, y que no había ningún ser viviente en seis kilómetros ern una dirección y en doce quizá en la otra. Pero ellos se rieron de sus palabras, y como eran cinco contra uno, remaron hacia la playa, encallaron el bote y desembarcaron. El lugar era maravilloso, dijo Lotu, y el agua exce-lente. Pasearon por la playa, y no descubriendo ningún camino que permitiera escalar los peñascos, se tranquili
zaron un poco; finalmente se sentaron y comieron los alimentos que habían traído consigo. Habíanse sentado apenas, cuando seis doncellas hermosísimas salieron de la boca de una de las cavernas; tenían flores en sus cabellos, los más hermosos bustos que es dable imaginar y collares de semillas escarlatas, y comenzaron a bromear con los jóvenes y éstos con ellas; todos menos Lotu. Pues Lotu se dió cuenta de que no podía haber mujeres vivientes en semejante lugar, y alejándose corriendo, se arrojó al fondo del bote, donde, cubrién-dose el rostro, comenzó a orar. Todo el tiempo que permanecieron allí, Lotu estuvo sumido en sus oraciones y esto era lo único que recordaba, hasta que sus amigos regresaron, le obligaron a sentarse y se hicieron de nuevo a la mar. Alejáronse rápidamente de la bahía, que se hallaba ahora completa-mente desierta, sin que se viese el menor rastro de las seis doncellas. Pero lo que más asustó a Lotu fué que ninguno de los cinco recordó lo que había pasado, y no hacían otra cosa que reírse y cantar como si estuvieran ebrios. Refrescó la brisa, el tiempo volvióse tormentoso y a poco prodújose una marea extraordinariamente alta. El tiempo era tan malo, que cualquier isleño hubiera regresado inmediatamente a Falesá, pero estos cinco estaban como dementes, e izando todas las velas se internaron en el mar. Lotu sacaba el agua del bote y ninguno de los otros hacía ademán de ayudarle, pero en cambio cantaban y silbaban continuamente, hablando cosas raras, estram-bóticas e incomprensibles y riéndose a carcajadas cuando las decían. Lotu siguió sacando el agua del bote durante el resto del día para salvar su vida; y aunque estaba empapado de sudor y de la fría agua de mar, nadie le prestaba atención. Contra todo lo que era dable esperar, llegaron en medio de una terrible tempestad, sanos y salvos a Papá-malulu, donde silbaban las palmeras y los cocos volaban como balas de cañón por la verde aldea; y esa misma noche los cinco jóvenes enfermaron y no volvieron a pronunciar una palabra razonable hasta que dejaron de existir.
-¿Y me dirás que tú crees en una patraíla como ésta? -pregunté.
Me contó que esto era bien conocido y que ocurría comúnmente con jóvenes buenos mozos que iban allí solos, pero aquel fué el único caso en que cinco habían sido asesinados juntos el mismo día, por el amor de las mujeres diablesas, lo que había producido gran agitación en la isla, y que ella sería una loca si dudara de ello.
-Bueno, de todos modos -le dije, nada debes temer por mí. No necesito a las diablesas. Tú eres la única mujer que quiero, y el único demonio también, querida.
A eso me respondió que había también otras clases de demonios y que ella había visto uno con sus propios ojos. Había ido un día sola a la próxima bahía, acercándose quizá demasiado al lugar endemoniado. Las ramas de la elevada maleza proyectaban sus sombras sobre ella desde el borde de la colina, aunque ella misma se encon-traba en un lugar plano, muy rocoso y lleno de tiernos manzanos de cuatro y cinco pies de altura. Era un oscuro día en la época lluviosa y de vez en cuando se desencadenaban chubascos que arrancaban las hojas haciéndolas volar en remolinos, y otras veces reinaba una gran calma como en el interior de una casa.
Sucedió en uno de esos intervalos tranquilos que toda una bandada de pájaros y vampiros salió volando del matorral, semejante a criaturas asustadas. Instantes después, ella oyó un crujido en las proximidades y vió que salía entre los árboles un viejo jabalí flaco y gris. Pareció pensar mientras se acercaba, y súbitamente, mientras ella lo observaba, se percató de que no era un jabalí, sino algo humano, con pensamientos humanos. Entonces empezó a correr y el jabalí detrás de ella, y mientras la perseguía, aulló tan fuertemente que su sonido repercutió en todo el lugar.
-Desearía haber estado allí con mi rifle -dije. Me imagino que ese jabalí habría aullado hasta asustarse a sí mismo.
Mas Uma me contestó que una escopeta no servir¡a para nada contra apariciones semejantes, que eran los espíritus de los muertos.
Esta conversación tuvo lugar durante la tarde, pero no cambió naturalmente mi parecer, y al día siguiente, armado con mi escopeta y un buen cuchillo, salí para explorar el monte. Me dirigí hacia el lugar aproximado de donde había visto salir a Case, pues si era cierto que poseía algún secreto en el monte, deduje que debería encontrar el sendero. El comienzo del desierto estaba marcado por un muro, si así puede llamársele, aunque era más bien un largo terraplén de piedras. Dicen que alcanza a cruzar toda la isla, pero cómo llegaron a saberlo, es otra cuestión, pues dudo que nadie haya hecho el viaje desde hacía un siglo, ya que los nativos se establecen preferente-mente del lado del mar y en pequeñas colonias a lo largo de la costa, siendo aquella parte de la isla excesivamente alta y escarpada y llena de peñascos. Hacia el lado oeste del muro, la tierra había sido desmontada y había cocoteros, guavas y una cantidad de plantas sensitivas. Al cruzar inmediatamente comienza el monte, con sus arbustos tupidos, árboles altos como mástiles de barcos, cuerdas de liana colgadas como aparejos de los mismos, e infectas orquídeas desarrolladas cual hongos. Donde no existe monte bajo, el lugar aparece cubierto por un montón de piedras. Vi muchas palomas verdes, en las que podría haber probado mi puntería, pero había ido allí con otra intención. Una cantidad de mariposas revoloteaban sobre la tierra como hojas muertas; a veces oía el llamado de un pájaro, a veces el ulular del viento y siempre el rugido del mar a lo largo de la costa.
Pero la rareza del lugar es difícil de describir a menos de que no haya estado en el monte. Aun al mediodía allí dentro se está siempre sumido en la penumbra. No se puede ver el final por ninguna parte; adonde quiera se mire los árboles ocultan la perspectiva, las ramas se cruzan entre sí como los dedos de una mano y cuando se quiere escuchar, se oye siempre algo nuevo: conversaciones humanas, risas infantiles, los golpes de un hacha en la lejanía, y a veces una especie de rápido y furtivo crujido cercano, que produce sobresalto y hace que el arma esté presta en la mano. Está bien que uno se diga que se halla solo con los árboles y pájaros; pero no logra convencerse a sí mismo; ni importa hacia dónde se dirija, pues todo el lugar parece lleno de vida y que le mira a uno. No vayan a creer que fueron los cuentos de Uma los que me pusieron nervioso. Para mí esas charlas nativas no valen ni cuatro centavos; es una cosa natural en el monte, y ésa es la conclusión.
Mientras me acercaba a la cima de la colina, pues la tierra asciende en este lugar tan abruptamente como una escalera, el viento comenzó a ulular incesantemente, agitando las hojas y formando claros por donde entraba la luz del sol. Esto me agradaba más; continuamente se oía el mismo ruido y no había nada que me sobresaltase. Había llegado a un lugar donde el monte era bajo, y crecían lo que ellos llaman cocoteros silvestres -muy bonitos con sus frutos escarlatas-, cuando el viento trajo a mí un sonido de canto jamás oído. Era en vano que me dijese que eran las ramas; yo bien sabía que era otra cosa, Era en vano que me imaginase que era un pájaro; nunca había oído a ningún pájaro cantar así. El sonido se hacia más agudo y aumentaba, luego moría en lontananza, y elevábase otra vez; y ora, parecía que alguien estuviera llorando, solamente que era más melodioso; y ora se asemejaba al sonido de arpas. De algo sí que estaba seguro, y era que se trataba de un espectáculo demasiado hermoso para un lugar como éste. Puede el lector reírse, si quiere, pero admito que recordé en aquel instante a las seis doncellas, con sus collares escarlatas, que salían de la cueva de Fanga-anaana, y me preguntaba si ellas cantarían así. Nos reímos de los nativos y de sus supersticiones; pero consideren cuántos comerciantes creen en ellas, hombres blancos muy educados, que han sido tenedores de libros (algunos de ellos) y empleados en su patria. Es mi creencia que una superstición crece y se multiplica como las diferentes clases de yerbajos, y mientras permanecí allí escuchando esos lamentos, «temblé dentro de mis zapatos».
Pueden considerarme un cobarde por asustarme; sin embargo me creí lo suficientemente valiente para proseguir adelante, aunque avancé con el mayor cuidado, montado el fusil, mirando a mi alre-dedor como un cazador, esperando encontrarme con una hermosa joven, sentada en algún lugar en el matorral, y completamente decidido (si llegaba a encontrarla) a descargarle una andanada. No había caminado mucho cuando me encontré con algo rarísímo. En el monte se levantó un fuerte golpe de viento, que separó las hojas ante mí, y por un segundo distinguí algo que colgaba de un árbol. Al instante desapareció, pues había pasado la ráfaga y cerrádose el follaje. Les digo la verdad: estaba preparado a encontrarme con un aitu y si la aparición hubiera tenido la forma de un jabalí o una mujer, no me hubiese causado semejante susto. Lo malo era que me había parecido cuadrado, y la idea de algo vivo y cuadrado que cantaba me dejó atontado y enfermo. Debí haber permanecido parado allí durante un buen tiempo; hasta cerciorarme bien de que el canto provenía del misme árbol. Entonces empecé a recobrar el dominio de mí mismo
«Bien -me dije, si. esto es verdad, si éste es un lugar donde cosas cuadradas cantan, debo estar insano.»
Mas pensé que no estaría demás probar si una oración haría algún bien; e hincándome comencé a rezar en voz alta; y durante todo el tiempo mientras oraba, los extraños sonidos continuaban saliendo del árbol, aumentando y disminuyendo en intensidad, y cambiando hasta convertirse en una especie de música, pudiendose apreciar sola-mente que no era humana; pues no se podía repetir silbando.
No bien hube terminado mis oraciones, como convenía, dejé en el suelo mi fusil, aferré el cuchillo entre mis dientes, y dirigiéndome directamente hacia aquel árbol, empecé a trepar. Confieso que mi corazón estaba tan frío como el hielo. Pero mientras subía eché una nueva mirada al extraño objeto y eso me alivió, pues descubrí que se asemejaba a una caja, y llegando al alcance de ésta, casi me caigo del árbol de risa.
Era una caja, bien seguro estaba, y una caja de música, hasta con su marca en un costado, formada con cuerdas de banjo, estiradas de tal manera que sonaban cuando soplaba el viento. Creo que este aparato se llama arpa tirolesa.
«Bien, señor Case -dije para mis adentros. Usted me ha asustado una vez, pero le desafío a que vuelva a asustarme», y deslizándome del árbol me dispuse a encontrar el cuartel general de mi enemigo que, según pensaba, no debía hallarse lejos.
En este lugar las malezas eran tupidas; no podía ver a un paso delante de mí, y tuve que abrirme camino, empleando la fuerza y el cuchillo, mientras avanzaba, cortando las cuerdas de las lianas y derribando árboles enteros de un solo golpe. Les llamo árboles por el tamaño, pero en verdad no eran sino grandes cizañas, y jugosas como zanahorias. Estaba pensando justamente que ese lugar debió haber estado carente alguna vez de esta abundante vegetación, cuandc tropecé con un montón de piedras, y vi al instante que se trataba de una obra humana. Dios sabe cuándo fué construída o cuándo fué abandonada, pues esa parte de la isla no había sido hollada desde mucho antes que llegasen los blancos. A pocos pasos más allá, descubrí el sendero que había buscado siempre. Era estrecho, pero bien asentado y comprobé que Case tenía una crecida cantidad de discípulos. Era sin duda una prueba de audacia que estaba de moda aventurarse a venir aquí con el comerciante, y un joven difícilmente se consideraba mayor hasta que se hubiera tatuado las nalgas y visto además los demonios de Case. Eso es muy propio de los kanakas, pero desde otro punto de vista, también es muy característico de los blancos.
Avanzando más allá por el sendero llegué a un claro, y tuve que frotarme los ojos. Frente a mí había una pared atravesada por una grieta; estaba derruída y era evidentemente muy antigua, pero había sido edificada con grandes piedras muy bien dispuestas, y no había en aquella isla ningún nativo contemporáneo que pudiera imaginarse una construcción semejante. A lo largo de toda ella en su parte superior, había una fila de raras figuras, de ídolos o espantajos, o algo así. Sus caras estaban grabadas y pintadas y ofrecían un aspecto horrible; sus ojos y dientes eran de caracoles, y sus cabellos y llamativas ropas flotaban en el viento. Hay algunas islas en el oeste donde los indígenas hacen estas figuras hasta el día de hoy, pero si alguna vez se hicieron en esta isla, su práctica había sido olvidada y hasta el recuerdo desaparecido hacía mucho tiempo. Y lo singular de esto era que todas estas figuras estaban tan lozanas como juguetes recién salidos de una tienda.
Entonces recordé que Case me había dicho el primer día que era un buen fabricante de curiosidades de las islas, una práctica en la que muchos comerciantes emplean algunos centavos. Y con esto comprendí todo el negocio, y cómo su despliegue le servía para un doble propósito: primera-mente para preparar sus curiosidades y después para asustar a todos aquellos que le venían a visitar.
Pero debo decirles (lo que hacía más curiosa aún la escenas, que durante todo el tiempo las arpas tirolesas sonaban a mi alrededor desde los árboles, y mientras las miraba, un pájaro amarillo y verde (que supongo estaría haciendo su nido) empezó a arrancar los cabellos a una de las figuras.
Un poco más allá, encontré la mejor rareza del museo. Lo que vi primero fué un largo terraplén de tierra con un recodo. Al cavar con mis manos para quitar la tierra, encontré debajo una lona revestida de brea, estirada sobre tablones, notándose claramente que esto era el techo de un sótano Estaba situado en la cima misma de la colina y la entrada se hallaba en el lado alejado entre dos rocas, semejante a la entrada de una cueva. Me introduje hasta la curva, y, mirando por la misma, vi una cara muy brillante. Era grande y fea, como la máscara de una pantomima, y la brillantez de su cera ora aumen-taba, ora disminuía y echaba humo algunas veces.
-¡Oh! -exclamé, ¡pintura luminosa! Y debo confesar que casi admiré el ingenio de ese hombre. Con unas cuantas herramientas y unos pocos y simples inventos había logrado construir un templo endemoniado. Cualquier pobre kanaka que fuese llevado allí en la obscuridad, y oyese el gemir de las arpas a su alrededor y viese la cara humeante en el fondo de la cueva, no tendría duda alguna que había visto y oído suficientes demonios por el resto de sus días. Es fácil saber lo que piensan los kanakas. No hay que recordar sino cuando se tienen de diez a quince años; esa es la mentalidad del término medio de los kanakas. Hay algunos crédulos, como lo son los muchachos; son la mayoría de ellos al igual que los muchachos, medianamente honrados y creen todavía que es pecado robar, por lo que se asustan con facilidad. Recuerd: que cuando iba al colegio, un compañero efectuaba el mismo truco que Case. Este muchacho no sabía hacer absolutamente nada; su falta de conocimientos era completa; no tenía pintura luminosa ni arpas tirolesas; afirmaba audazmente que era un hechicero y nos asustaba, agradándonos mucho. Recuerdo que una vez un maestro le había propinado una paliza y el «hechicero» tuvo que soportarlo como cualquiera de nosotros. Pensé para mis adentros: «debo hacer algo parecido al señor Case». Un momento después tuve una idea.
Volví por el pasaje, que una vez encontrado era muy fácil y simple de seguir y cuando salí otra vez a la playa, ¿a quién iba a ver sino al señor Case en persona? Preparé mi fusil y lo tuve a mano, prosiguiendo ambos nuestro camino y cruzándonos sin decir una palabra, pero nos observábamos mutua-mente y no bien nos hubimos cruzado, ambos nos volvimos repentinamente, quedando frente a frente. La misma idea había surgido en la mente de ambos y era que uno podía descargar sobre el otro una andanada por la espalda.
-Usted no ha cazado nada -dijo Case,
-Hoy he ido de caza -repuse.
-Oh, por mí que lo acompañe el diablo, -añadió.
-Lo mismo a usted -repliqué.
Pero ambos permanecimos allí. Ninguno hacía ademán de moverse.
Case riósa.
-No podemos quedarnos aquí todo el día -observó.
-Por mí no se detenga -respondí. De nuevo se rió.
-Vea, Wiltshire, ¿me considera usted un tonto? -preguntó.
-Más bien un canalla, si quiere saberlo -contesté.
-Bien, ¿cree usted que me convendría matarle aquí, en esta playa abierta? -preguntó. Porque yo no lo creo así. La gente viene a pescar a este lugar todos los días. Ahora mismo debe haber una veintena en el valle, preparando copra; puede haber una media docena en la colina detrás de usted cazando palomas; pueden estar observán-donos en este mismo instante, lo que no me extrañaría. Le doy mi palabra de que no quiero matarlo. ¿Por qué habría de hacerlo? Usted iio me molesta en absoluto. No ha logrado una sola libra de copra, excepto la que ha preparado con sus propias manos como un esclavo negro. Usted vegeta -así llamo yo a eso- y no me importa dónde vegeta, ni hasta cuándo. Déme su palabra de que no piensa matarme y yb le daré la primacía y continuaré mi camino.
-Bien -dije, usted es franco y amable, ¿verdad? Y yo también lo seré. No pienso matarle hoy.
¿Por qué habría de hacerlo? Este asunto está sólo en su comienzo; todavía n.o ha terminado, señor Case. Ya le he dado una prueba; veo aún las marcas de mis nudillos en su cabeza en esta magna hora y tengo aún más que propinarle. No soy un paralítico como Underhill. No me llamo Adams ni Vigours y pienso demostrarle que ha encontrado en mí un adversario digno.
-Ésta es una manera necia de hablar -dijo. Y con semejantes palabras no hará que me mueva de aquí.
-Muy bien -respondí, quédese donde está. No tengo prisa ninguna y usted bien lo sabe. Puedo pasarme un día en esta playa sin importarme. No tengo copra de que ocuparme. No tengo pintura luminosa para encandilar a los kanakas.
Lamenté haber dicho esto último, pero se me escapó antes de haberme dado cuenta. Observé que se quedó pasmado y permaneció mirándome fijamente con las cejas enarcadas. Supongo que entonces decidió averiguar esto a fondo.
-Le tomo la palabra -dijo, volviéndome la espalda y dirigiéndose derecha-mente al monte endemoniado.
Lo dejé ir, naturalmente, pues había empeñado mi palabra. Pero lo observé mientras estuvo al alcance de mi vista y después que le hube perdido, traté de ponerme a cubierto, lo mejor que pude, haciendo el camino de regreso a mi casa bajo la maleza, pues no le tenía confianza alguna.
Estaba seguro de una cosa y era que había sido un asno al avisarle, y que por tanto debía iniciar inmediatamente lo que había pensado hacer.
Ustedes creerán que con esto estaría bastante agitado, pero me esperaba otra cosa. Apenas había doblado por el, cabo lo suficiente para poder ver mi casa, advertí que había extraños en ella; cuando llegué un poco más cerca no me quedó duda alguna. Un par de centinelas estaban agachados ante mi puerta. No pude sino suponer que el enredo, en el cual estaba mezclado Uma, había llegado a su punto culminante y que el puesto había sido tomado. No pude pensar sino que Uma había sido apresada ya, y que esos hombres armados me estaban esperando para hacer lo mismo conmigo.
Sin embargo, cuando me aproximé más -lo que hice con la máxima velocidad que me permitían mis piernas, distinguí que un tercer indígena estaba sentado en la galería como un huésped, y que Urna estaba conver-sando con él como una anfitriona. Cuando estuve más cerca todavía, comprobé que era el joven jefe, Maea, quien sonreía y fumaba. ¿Y qué estaba fumando? Ninguno de nuestros cigarrillos europeos en miniatura, ni siquiera los grandes legítimos, esos artículos para nativos que le descomponen a uno y de los que solamente se fuma cuando se ha roto la pipa -sino un cigarro, y uno de mis mexicanos; eso podía jurarlo. Al ver todo esto, mi corazón pareció cesar de latir y tuve la viva esperanza de que el enredo había pasado y que Maea había venido a vernos.
Uma me señaló al huésped mientras me acercaba, recibiéndome él junto a mi propia escalera como un caballero consumado.
-Vilivili -dijo, empleando la mejor forma en que podía pronunciar mi nombre, estoy encantado.
No hay duda de que si un jefe isleño desea ser amable sabe serlo. Desde un principio vi cómo se presentaba el asunto. Uma no tuvo necesidad de llevarme aparte para decirme. «El no tener miedo a Ese ahora, viene a traer copra». Les digo que estreché la mano de aquel kanaka como si fuera el mejor de los blancos europeos.
El hecho era que Case y él habíanse interesado por la misma chica, o Maca lo sospechaba, y decidió hacer propicia la ocasión. Se había vestido con atildamiento, llevando consigo un par de sus sirvientes, que había hecho asear y armar a propósito, para dar más publicidad al asunto, y, esperando que Case hubiese abandonado el pueblo, vino a verme para ponerse a mi disposición. Era tan rico como poderoso. Creo que aquel hombre valía cincuenta mil nueces por año. Además le asigno el precio corriente de la costas y un poco más también, y en cuanto al crédito, le habría adelantado todo mi negocio y la instalación también, pues tan contento estaba de verlo. Debo agregar que compró como un caballero: arroz, sardinas y bizcochos suficientes para una fiesta semanal y materiales al por mayor. Era además un hombre agradable, pero muy alegre y nos contamos chistes mutuamente, generalmente por intermedio del intérprete, pues sabía muy poco inglés, y mis nociones del idioma nativo eran aún precarias. Deduje una cosa, y era que Maea nunca pensó realmente mal de Uma y que nunca estuvo realmente asus-tado, aparentándolo por astucia y porque pensaba que Case tenía mucha influencia en el pueblo y podía ayudarle.
Esto me hizo pensar que ambos nos encontrábamos en una situación incómoda. Maea había desafiado a todo el pueblo y esto podía costarle su autoridad, y después de mi conversación con Case en la costa, pensé que a mí podía costarme posiblemente la vida. Case me había insinuado que me eliminaría si llegara a conseguir copra; al regresar se encontraría con que el mejor negocio del pueblo había cambiado de manos, y pensé que lo mejor que podía hacer era adelantársele en la partida.
-Escucha, Uma -le dije, dile que lamento haberle hecho esperar, pero había ido a echar un vistazo al negocio de Case en el monte.
-Él quiere saber si tú no te has asustado -tradujo Uma.
Lancé una carcajada.
-No mucho -exclamé. ¡Cuéntale que el lugar es una inofensiva juguetería! Dile que en Inglaterra damos estas cosas a los niños para que jueguen con ellas.
-¡Él quiere saber si tú oír cantar diablo? -preguntó ella luego.
-Vea -le dije, no puedo hacerlo ahora porque no tengo cuerdas de banjo en existencia, pero la próxima vez que venga el barco, haré traer uno de esos mismos aparatos y lo pondré aquí en mi galería, para que él mismo pueda ver qué tiene de endiablado eso. Dile que no bien consiga las cuerdas le haré uno para su diversión. El nombre propio es arpa tirolesa y puedes explicarle que el nombre significa en inglés que nadie sino los tontos le atribuye importancia.
Esta vez estaba tan contento que se animó a ensayar de nuevo su inglés.
-¿Tú decir verdad? -preguntó
-¡Ya lo creo! -exclamé. Como la Biblia. Tráeme una Biblia. Uma, si tienes una, y la besaré. O, lo que sería mejor aún -agregué, armándome de coraje, -pregúntale si tiene miedo de ir allí durante el día.
Según parecía, no tenía miedo; se atrevía a ir allí durante el día y acompañarme.
-¡Entonces quedamos así! -dije. Cuéntale que ese hombre es un embaucador y que el lugar es una estupidez, y que si viene conmigo mañana, verá lo que queda de todo. Pero recálcale esto, Urna, y trata de que lo comprenda bien: si llega a hablar, no tardará en llegar a oídos de Case, y yo seré hombre muerto; dile que estoy con él, y si deja escapar una sola palabra, mi sangre le acusará maldiciéndole a él y a sus descendientes aquí y en todas partes.
Ella se lo tradujo y Maea me estrechó las manos,
jurando poi la espada y diciendo:
-No hablar. Ir mañana. ¿Usted ser amigo mío?
-No, señor -respondí, nada de necedades. Dile que he venido aquí a comerciar y no a hacer amistades. Pero en cuanto a Case, ¡lo enviaré a la gloria".
Y con esto Maea se fué, y según pude apreciar, muy contento.

Cuento de los mares del sur

1.064. Stevenson (Robert Louis) - 060 



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