Acabo de examinar algunas
fotografías relacionadas con los sucesos en que participamos el pasaje del
"Blue Star" y el de otros tres buques y que, en pocas horas,
encaneció el cabello de más de un hombre intrépido. También tengo a mano
fotografías de multitudes detenidas frente a las pizarras de los diarios,
enterándose codiciosamente de las noticias telegráficas, relacionadas con
nuestra agonía.
¡Qué veinticuatro horas de horror
vivimos! ¡Y el Pacífico sereno en las costas de América, sin dejar sospechar la
existencia de un megasismo que lo atorbellinaba en una superficie de
trescientas millas, mientras que el sol lucía en el espacio como si quisiera
multiplicar las ansias de vivir que experimentábamos nosotros, los condenados a
muerte!
¡Aún me acuerdo! El horizonte
permanecía sin una nube, mientras que los buques "Pájaro Verde",
"Red Horse", "María Eugenia" y "Blue Star", se
deslizaban en espiral hacia un eje de catástrofe desconocida que bruscamente
abrió su embudo engullidor en la plateada superficie del océano.
Los curiosos, detenidos frente a
las pizarras de los periódicos, terminaban por comprender, estudiando la
espiral dibujada en un plano horizontal, cuál era la naturaleza de esa fuerza
oceánica que profundamente atorbellinada nos arrastraba hacia su centro como a
ligeras briznas. Y era terrible contemplar estas naves, perdidas bajo el cielo
resplandeciente, las máquinas en perfecto estado de funcionamiento, los cascos
sin una grieta, las tripulaciones y el pasaje atemorizados en la borda, cogiéndose
de los brazos de los oficiales taciturnos, algunos de los cuales terminaron por
saltarse la tapa de los sesos. ¡Sí, digo que era terrible!
La única explicación del suceso,
mejor dicho, la primera explicación del suceso, la proporcionó Coun ,
corresponsal de "Times" en Honolulú, citando la frase que French
había engarzado en su Geología y que expone más o menos la teoría del
"megasismo", diciendo:
"Las grandes diferencias de
nivel entre las costas chilenas y japonesas del Pacífico convierten a éstas en
lugares predestinados a una gran sismicidad, y la más verosímil es la teoría
que supone que el fondo del Océano Pacífico está perturbado por vastas
dislocaciones".
Pero dejemos a Coun y a sus
comunicados, que ya llegaremos a ellos en las próximas páginas de mi crónica, y
permítanme informarles por qué razón me encontraba a bordo del "Blue
Star".
Seré sincero, totalmente sincero.
Debido a una serie de estafas con
cheques sin fondo que había cometido en perjuicio de importantes mercaderes del
sur de Chile, mi padre, utilizando ciertas influencias de las que me está
vedado hablar, obtuvo que el gobierno me adjuntara a la "Comisión Simpson ".
La Comisión Simpson ,
compuesta de varios ingenieros, oceanógrafos y geólogos, debía examinar la
eficiencia de una nueva patente acústica, confeccionada para sondar las grandes
profundidades del Pacífico. Mi obligación consistía en trasladarme hasta
Panamá; en Panamá embarcaría con algunos miembros de la comisión hacia
Honolulú; donde trasbordaría al buque sonda del gobierno americano
"H-23" en categoría de agregado honorario.
Honestamente no puedo jurar que el
aparato acústico y las profundidades oceánicas me interesaran violentamente,
pero las perspectivas de aventuras y desembarcos en playas indígenas, las
deudas, la casi sombría atención que me dedicaba nuestro prefecto de policía y
la cara torcida que dibujaban mis parientes al verme aproximar a sus mesas, me
determinaron a aceptar la invitación del gobierno, que en vez de enviarme a la
cárcel, como lo solicitaban mis méritos, me nombró adjunto honorario a la "Comisión Simpson
de sondajes submarinos". Como dije anteriormente, yo debía reunirme con
esta comisión en Honolulú, y no sé por qué se me ocurre que mis parientes
tuvieron la secreta esperanza de librarse de mí mediante el auxilio de los
antropófagos que aún suponen existen en los islotes de los mares del Sur.
Personalmente, considero responsable de esta sugestión a mi primo en segundo
grado, Gustavo Leoni, lector asiduo de Emilio Salgari.
El 12 de setiembre embarqué en
Puerto Caldera con mi primo, pero inmediatamente caí a la cama atacado de
gripe. El "Blue Star" hacía alto en casi todos los puertos de la
costa hasta llegar a Antofagasta, donde completó su carga con salitre.
El pasaje del "Blue Star"
se componía de varias familias inglesas, el señor Gastido y sus cuñadas, miss
Mariana, un árabe auténtico con chilaba, pantuflas y fez. ¡Que Dios maldiga al
árabe! Si mi primo creía que lo que llamó la desgracia al barco fue el cambio
de nombre, Luciano estaba equivocado. El que atrajo la desgracia sobre el barco
fue el siniestro Ab-el-Korda, que todas las tardes, al caer del sol, se
arrodillaba en dirección a la Meca y hacía sus oraciones rebrillándole los ojos
almendrados. Como lucía perfil de cera dorada y una barba de chivo, y como
además saludaba cortésmente a las damas tocándose la frente, los labios y el
corazón con los dedos de la mano derecha, apareció de inmediato como un
peligrosísimo adversario en lances de amor. Este bergante, hijo primogénito de
un emir de Damasco, dirigió primero su atención a miss Mariana, que le rehuía
atemorizada secretamente de que pudiera incorporarla a su harem, pero el árabe,
al verse despreciado por la joven que desde que cumpliera los treinta años se
había vuelto una resuelta partidaria de los hombres de mar en las lides
amorosas, se dedicó a una vieja escocesa cuyo rostro parecía un colador de
pecas, y que acarreaba una Biblia descomunal de una hamaca a otra. A las
veinticuatro horas de navegar, la vieja escocesa estaba resuelta a convertir al
árabe al anglicanismo. Otro personaje insigne, que también viajaba
involuntariamente, era el conde Demetrio de la Espina y Marquesi, caballero de
Malta e insignísimo ladrón internacional, cuya expulsión decretó nuestro
gobierno. Demetrio de la Espina y Marquesi, era un noble auténtico y un donoso
caballero; los que le conocían estaban encantados de frecuentar su compañía, y
como él era hombre prudente, para ponerse a cubierto de cualquier sospecha de
hurto, entregó la llave de su camarote al Capitán, de manera que éste, sin
previo anuncio, pudiera revisarlo, si algo llegaba a faltarle a los pasajeros.
Más adelante comprobaremos que
dicha precaución fue muy atinada. Entretanto, como un hombre de honor,
compartía el trato con la dama escocesa, que también se había propuesto
llevarle por el buen camino por la "vía de los rufianes y conductores de
bueyes", como llaman algunos al Libro de los Profetas.
Me he permitido distraer la
atención de ustedes nombrando a estos personajes curiosos, entre los que no
incluí al reverendo Rosemberg y su esposa, pastor metodista, para que ustedes
adquieran el sentido de que el nuestro era un pasaje extraño, dada la
diversidad de personas, psicologías, temperamentos y costumbres, pero jamás
supuse que el viaje, que verosímilmente prometía ser singular, se transformara
en lo que acertada-mente se denominó más tarde la "Travesía del
Terror".
Esta travesía tuvo un prólogo casi
regocijante, dos horas después que el "Blue Star" desamarró. Aún
estábamos a la vista de la
costa. El cuerno de la luna lucía en un espacio recargado de
estrellas gordas como nueces y yo ya había olvidado las predicciones de mi
primo, que bebía un whisky en compañía del pastor Rosemberg. A la natural
melancolía que me acongojara durante el crepúsculo, había sucedido cierta
jovial ecuanimidad.
Pensaba que la vida es dulce en el
puente de una nave. Aunque ignoramos el motivo, los días de viaje parecían días
festivos, vistiendo a los astros, a la luna y a los planetas de una luz
diferente de la que centellean cuando les vemos desde la humosa superficie de la tierra. Hacía estas
suaves consideraciones, mientras el pastor le explicaba a mi primo en qué
radicaba la superioridad de los sajones sobre los latinos, cuando, de pronto,
el reverendo, como si se encontrara en el camino de Damasco y se le apareciera
la figura de Jesucristo, se puso de pie, estiró el brazo y luego cayó atónito
sobre su hamaca. Miramos en la dirección que señaló su dedo y lanzamos un
grito.
Un torbellino de chispas y de humo
escapaba de su camarote.
-Fuego, fuego, -gritaron todos,
abalanzándose en busca del camarote del Capitán.
A los gritos de mis compañeros la
cáfila de aventureros que se encontraban levantando los cubiertos en el comedor
se largó al pasillo, las dos ancianas que por la tarde se apartaron indignadas
de mi primo, rechazadas por sus pintorescas expresiones, optaron por
desmayarse; el reverendo pastor que durante un instante pareció sumergido en el
más total de los colapsos, bruscamente irguió la sacerdotal figura, desenfundó
un revólver (¿para qué llevaría revólver el pastor?) y comenzó a descerrajar
balazos en dirección al océano. Estoy en disposición de facilitar estos datos
porque fui el único que no echó a correr en busca del Capitán; primero, porque
los otros ya estaban en camino; segundo, porque he aprendido que siempre que se
produce un tumulto a causa de un peligro lo más práctico es mantenerse
apartado.
Recuerdo, eso sí, que observé al árabe funesto:
mesándose la barba, se echó de rodillas sobre el puente, en dirección a la
Meca, al tiempo que rezongaba sus oraciones islámicas. Mientras Ab-el-Korda
invocaba el auxilio del Profeta sobre la nave, miss Mariana terminó de
desprenderse del camarote del radiotelegrafista, que,
sonrojado como el mismo incendio,
trataba de remediar el desorden de su casaca. Cuando el radiotelegrafista se
percató del rulo de fuego que brotaba del camarote, profiriendo una blasfemia,
se lanzó en busca de los tripulantes, pues nadie hacía nada por apagar el
fuego. Finalmente un grumete, creo que el único y auténtico hombre de mar de a
bordo, cogió una manguera, hizo girar la llave del depósito y comenzó a inundar
el camarote del reverendo.
Cuando el Capitán y sus ayudantes
se hicieron presentes, el incendio estaba apagado. Pero el Capitán llegó a tiempo
para escuchar al agorero de mi primo, que en un círculo de gente pontificaba -¿Han
visto? ¡Esto es lo que sucede por cambiarle el nombre a un buque! Y lo que ha
pasado no es nada comparado con lo que va a ocurrir.
-Deje usted de alarmar a los
pasajeros o lo encierro en un calabozo -rugió el Capitán, mientras que con un
gancho revolvía los bultos medio quemados, que era todo lo que quedaba del
equipaje del pastor. Y como Luciano comprendió que el Capitán era un bruto
capaz de poner en práctica su amenaza, no repitió palabra. A partir de aquel
momento se le vio por el "Blue Star" con aspecto de hombre cuya
dignidad menoscabada no le permite exteriorizar sus aprensiones, y si alguien,
clandestinamente, le quería arrancar confidencias, él respondía muy enfático:
-Prohibido ser adivino a bordo.
Tal fue el accidente que
"amenizó" la primera noche de viaje, después que salimos del puerto
de Antofagasta. En las cuarenta y ocho horas que siguieron no ocurrió nada
digno de mención. El buque, navegando lentamente, seguía paralelo a la costa
del Norte.
Al iniciarse la tercera noche de
nuestro crucero, descubrí un pequeño secreto. El médico de a bordo, al cual le
estaba prohibido ejercer su profesión en tierra debido a su excesiva afición a
la ginecología ilegal, en cuanto el pasaje se iba a la cama se reunía con el
señor X (nunca pude recordar el nombre del señor X, que se suicidó el día del
gran terror), agregado comercial a la embajada del Japón, el pintor mexicano
Tubito y otro señor del que tengo la seguridad que llenaba el vacío de sus
ocios contrabandeando cocaína. Estos caballeros, por riguroso turno, se
introducían en el consultorio del médico, retiraban del armario de primeros
auxilios frascos rotulados con calaveras o inscripciones que rezaban "Uso
Externo" y destapándolos bebían el ron que contenían. Al amanecer
confundían alegremente sus respectivas camas. Una noche el médico partero se
emborrachó tan desaforadamente que a toda costa quiso introducirse en el
camarote del pastor. Alegaba que la esposa del reverendo estaba por alumbrar.
Armado de un pavoroso fórceps pretendía cumplir su extemporáneo despropósito.
Finalmente rodó por el suelo y yo les prometí a sus compañeros guardar silencio
sobre el incidente porque proyectaba usufructuar el noble néctar que contenían
los frascos de "Veneno" o "Uso Externo". Sin embargo,
rápidamente me desinteresé del cuadrunvirato alcohólico porque dediqué mi
tiempo a cortejar a Annie Grin, que ocupaba con su madre uno de los camarotes
del puente superior.
¡Annie! Jamás he conocido criatura
más voluptuosa, a pesar de la química industrial, que esta muchacha. Annie era
ingeniero-químico. Yo me sentía arrebatado por un torbellino de sabiduría si
asomaba la cabeza al pozo de sus conocimientos. Cuando a pesar de la química
pasaba su brazo fresco por mi pescuezo, yo entraba en el éxtasis que debe de
gozar un sapo en presencia de la
rosa. A veces, de codos en la pasarela, olvidábamos el
caminar del tiempo. El agua se desflecaba en coágulos de espuma contra el
alquitranado casco de la nave.
Un viento que venía de la India, cruzando toda la anchura del
océano Pacífico, adhería el vestido a sus formas y las moldeaba. Entonces el
cielo me abría sus puertas y yo, semejante a un espíritu borracho de luz, creía
pasearme por un bosque embellecido de vastos árboles de emoción.
Al detenerme frente al espejo del
ropero de mi camarote, mi cara aparecía tatuada de muescas rojas. Era el rastro
pintado de sus besos.
Sin embargo estaba preocupado. Una
de mis obsesiones consistía en sopesar las probabilidades que tenía de desistir
de mi absurdo viaje como miembro honorario de la Comisión Simpson
de Sondajes. ¡Qué me importaban a mí las profundidades del suelo marino del
océano Pacífico! Lo que deseaba era seguir con Annie hasta Shangai. Desvariando
de esta manera solía encontrarme despierto a la luz del nuevo día. Entonces,
tapándome la cabeza con una almohada, trataba de dormir.
Quizá estaba desesperado. Un
engranaje invisible me había enganchado la voluntad entre sus dientes. Yo me
sentía triturado por toda la potencia planetaria de la Fatalidad. ¿Con qué
dinero iba a vivir en Shangai? ¿No estaba acaso más pobre que una rata? Un
destino negro me había amarrado a su carro, un destino cuyo definitivo aspecto
no conocía aún, pero que me mantenía apretado a su designio con su poderoso
puño.
A cada hora que pasaba
experimentaba un rencor profundo contra mis parientes; contra mi padre, que me
entregó como uno de sus rotos esclavos a la ejecución de un trabajo disparatado
que no podía serme en modo alguno provechoso. Si yo era un bribón, ellos no lo
eran menos. Mi mismo padre, ¿no era acaso un audaz afortunado que...? Corramos
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1.019. Alt (Roberto)
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