Del confín partían sordos silbos de
sirena, el océano se poblaba de columnas de sonidos. ¡Salvos, salvos! Desde
todas las direcciones del cielo aparecieron flotillas de hidroaviones. Yo me
eché a llorar como una criatura al abrazarlo al contrabandista de alcaloides.
Esta vez una racha de locura cruzó
la nave de un rincón a otro. Las mujeres se arrodillaban en cubierta, de
diferentes ángulos salían hombres barbudos y ojerosos, la banda que
escandalizaba desnuda en el fondo del compartimiento de máquinas tumbó la verja
y en cueros como estaban se lanzaron danzando por todos los pasillos del buque,
al tiempo que aullaban de alegría.
Ahora sí que nadie se irritó.
Aparecieron cajones con botellas de vino y cerveza. Se bebía. Hubo cantos en
coro, todos iban y venían; nadie se lamentaba de los bienes que tenía que
perder; en cada pasillo, frente a cada camarote había un tumulto movedizo y
siempre renovado de personas que con las manos extendídas ofrecían un vaso de
champán, y a medida que aumentaba la alegría de salvarse el ruido humano crecía
más resonante. ..
De pronto me acordé de Annie.
Corriendo me dirigí a su camarote. Continuaba allí, sentada a un costado de la
litera de su madre. Una expresión extraña aperplejaba su rostro:
-Annie -le grité-.Annie, ¿no me
entiendes?
Ella no me miró. Sonriendo con
desvanecida sonrisa de criatura, decía:
-No quiero comer. Te digo que no
quiero.
Entonces comprendí. Se había vuelto
loca.
Afuera zumbaban poderosamente las
hélices de los primeros aviones, que partían cargados de resucitados.
-Annie -volví a gritarle, Annie,
¿no me entiendes?
Y ella repitió:
-Te digo que no quiero.
Entonces me senté tristemente en la
orilla de la litera y allí me quedé junto a ella hasta que vinieron a
retirarnos.
Bajamos por una escalerilla hasta
un bote. Yo iba junto a mi muchacha como un muerto. Un hidroavión se aproximó a
nosotros. Annie no pronunciaba una sola palabra. Yo tomé su mano fría. Ella, su
madre y yo subimos al aparato ayudados de un mecánico. Entonces la madre,
cuando ya estábamos sentados, me dijo en voz baja:
-Ella siempre estuvo enferma.
Siempre, sabe.
Y yo supe en ese momento que el
médico de a bordo no había mentido.
1.019. Alt (Roberto)
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