Era siempre el mismo y no
otro.
Cada vez que Arsenia y yo
pasábamos por la plaza de Nejjarine, sentado bajo una linterna de bronce,
calado al modo morisco que adorna a la fuentecilla del "fondak",
veíamos a un niño musulmán de ocho o nueve años de edad, quien al divisarnos,
se llevaba la mano al corazón y muy gentilísimamente nos saludaba:
-La paz.
Excuso decir que la plaza
de Nejjarine no era tal plaza, sino un hedion-dísimo muladar, pavimentado con
pavoroso canto rodado. En los corrales linderos trajinaban a todas horas
campesinas de las cabilas lejanas, acomodando cargas de leña o de cereales en
el lomo de sus burros prodigiosamente pequeños. Pero este rincón, a pesar de su
extraordinaria suciedad, con su arco lobulado y un chorrito de agua escapando
de la fuente bajo el farolón morisco, tenía tal fuerza poética, que muchas
veces Arsenia y yo nos preguntábamos si al otro lado del groseramente tapiado
arco no se encontraría el paraíso de Mahoma.
Y digo que teníamos tal
impresión, porque Arsenia Spoil, estudiante de arquitectura, también estaba de
acuerdo en que la belleza de aquel rincón estaba determinada por el farolón de
bronce. Arsenia y yo nos habíamos conocido en el hotel Continental, donde nos
alojábamos. Esta era la razón por la cual salíamos todas las tardes juntos. Sin
embargo, muchos honorables devotos de Mahoma creían que éramos novios en viaje
de bodas, y, naturalmente, sus ofertas iban siempre dirigidas a mí. Lo más
notable del caso es que yo no estaba enamorado de Arsenia ni Arsenia pensaba en
enredarse conmigo. Sin embargo, los que nos veían se decían:
-¡Qué felices parecen!
¡Cuánto deben quererse!
No estábamos enamorados.
Tampoco sospechábamos que podíamos estarlo algún día. Hablábamos con entusiasmo
y grandes gestos porque Fez nos entusiasmaba, porque en cada callejuela de la
milenaria ciudad africana encontrábamos ardientes motivos de ensueño.
-La paz...
Era el maldito niño
musulmán que nos saludaba correctamente. El pequeño, después de saludarnos, se
sentó muy gravemente a la orilla de la fontana y se puso a mirar, con el gesto
pudoroso de una niña, sus sandalias amarillas de piel de cabra que le colgaban
de la punta de los pies desnudos. Se tocaba con un pequeño fez rojo, muy
elegantemente ladeado a un costado de la cabeza, y una chilabita que era la mar
de graciosa.
"¡Maldito sea el
niño y su gracia!" me decía yo.
El dichoso pequeñito,
cada vez que nos veía, se llevaba la mano al corazón y nos saludaba
ritualmente.
-La paz...
Arsenia estaba encantada
con el chiquillo.
-¡Vea usted qué gracioso!
-me decía. ¡Qué bonito! ¡Qué educado!
Yo escuchaba esos elogios
con el aire displicente del que de ninguna manera participa de ellos. El
dichoso niño jamás se nos acercó como otros niños a ofrecernos ni guitarras de
caparazón de tortuga (tortuga sintética fabricada en Alemania), ni carteras
moriscas, bordadas a máquina en Cataluña, ni puñales con leyendas coránicas
repujadas en las Vascongadas, ni servicios de fumar estampados en París. El niño,
como un caballero, en cuanto nos veía se llevaba las manos a los labios, a la
frente y al corazón, y de allí no pasaba.
Yo, que sin razón alguna
me jactaba de conocer a los orientales mejor que Arsenia, le decía:
-El niño ése debe ser un
granujilla de la peor especie. Me resulta cien veces más hipócrita que esos
otros truhanes que le cargosean a uno ofreciéndole "recuerdos"
apócrifos.
-No hable así de ese
inocente -me respondía Arsenia, malhumo-rada. Y con gran fastidio de mi parte,
le enviaba un beso al niño en la punta de sus dedos. Y el inocente nos seguía
por la callejuela con la larga mirada de sus ojos aterciopelados.
-¿Dónde vivirá ese
muchachito? -me preguntaba Arsenia.
-Supongo que en cualquier
caverna...
-¿Por qué no le llama?...
-En fin..., si usted
quiere...
-Sí... Llámelo...
¿Qué otro remedio me
quedaba? Esa mañana, en cuanto llegamos al triángulo de Nejjarine, llamamos al
niño. A nuestras preguntas respondió que se llamaba Abbul y que se ganaba la
vida guiando a los turistas.
-¿A dónde guías tú a los
turistas? -dijo Arsenia.
-A la Casa de la Gran Serpiente.
-¡La Casa de la Gran Serpiente !
¿Qué es eso?
-Pues, escúchame, señor,
y verás -dijo el niño. Mi padre, que es un excelente hombre de la cabila de
Anyera, tiene una serpiente de once varas de largo metida en un pozo cubierto
con una tapa de vidrio. Todos los días, a las diez de la mañana, la serpiente
devora un cabrito vivo. Siempre hay forasteros y turistas que tienen curiosidad
de ver cómo la Gran
Serpiente se traga un cabrito vivo, y qué es lo que hace el
cabrito en el fondo del pozo cuando ve que la Gran Serpiente se
le acerca con la boca abierta...
Yo miré a mi amiga como
diciéndole: "¿No le decía yo que este niño es un canallita de
solemnidad?". Pero Arsenia ni se dignó mirarme... Inclinada sobre el niño
que se miraba púdicamente la punta de las amarillas sandalias, dijo:
-¡Qué horrible! ¡Eso debe
ser terrible!...
El pequeño Abbul se
sonrió como una tímida colegiala, y respondió:
-La serpiente abre una
boca espantosa y el cabrito llora en un rincón... Siempre la boca del pozo está
rodeada de turistas...
-Es horrible -insistió
Arsenia. Y acordándose de mirarme, dijo: -¿Qué le parece si fuéramos?
-Vamos.
-Tú nos acompañas -le
dije al niñito modosito como una colegiala. Y los tres nos pusimos en marcha,
mientras que Arsenia, un poco histéricamente, se creía obligada a decirme:
-Yo creo que no voy a
soportar eso: Creo que me voy a desmayar. Pero ¿será cierto, Abbul, que la
serpiente tiene once varas de largo?
El niñito musulmán
aseveró gravemente:
-Once varas. Puede
tragarse a una oveja gorda, reventarlo a un caballo, dejarlo triste a un
elefante.
-La policía no debiera
permitir eso -dijo Arsenia. Y agregó estremeciéndose:
-¿Queda muy lejos de
aquí?
-iOh no señora! -dijo el
pequeño Abbul. Cruzando el Uad-Djuari, en el camino de Fez a Taza.
-Si tomáramos un
automóvil...
-No -replicó el niño-. En
quince minutos de camino estaremos allí.
Entramos en un túnel que
era una callejuela, cuyo torcido rumbo, techado de arcos de ladrillos, estaba
poblado de misteriosas figuras. Dejamos atrás la ensangrentada puerta de Bab
Merod, en cuyas saeteras se exponían las cabezas de los ajusticiados. Nos
detuvimos a beber unos refrescos en una choza de juncos a la entrada del
cementerio de Bab Fetoh. Bajo un gigantesco árbol, de espesas hojas verdes,
grupos de mujeres embozadas charlaban animadamente y bebían té verde que un
esclavo negro preparaba allí a la orilla del socavón, en una cocinilla de
bronce cargada sobre su espalda.
El niñito musulmán
caminaba delante de nosotros, y Arsenia y yo, sumergidos en nuestros
pensamientos, que giraban encantados alrededor del paisaje, nos alejamos
insensiblemente de las murallas de la ciudad.
Poco después nos cruzamos
con varios tuaregs arrebujados en el lomo de sus camellos, y de pronto nos
encontramos frente a un puentecillo rústico, de troncos verdes que cruzaba el
Uad-Djuari, río de las Perlas. La lonja de plata viva se perdía en la oscuridad
ramosa de un bosquecillo próximo.
-¿Queda muy lejos?
-No -respondió el niño;
queda allí junto al molino de aceite.
Habíamos entrado en un
camino completamente bloqueado de retorcidos olivos que, súbitamente, se trocó
en un sendero áspero y salvaje. Arsenia tenía las mejillas ligeramente
encendidas. El maldito niño caminaba ahora dando largas zancadas. De pronto,
los cascos de un caballo resonaron a nuestras espaldas; nos volvimos y pudimos
ver un grupo de moros que parecía brotar del olivar. No me quedó duda. Eran
bandidos. Quise echar la mano al cinto, pero uno de aquellos vigorosos
desalmados precipitó su caballo sobre mí; su mano derecha esgrimía un garrote;
sentí el cálido aliento del potro en mi cuello, y si no me hubiera encogido a
tiempo, creo que ese demonio me hubiera roto la cabeza de un estacazo. Levanté
los brazos, y uno de los bandidos me despojó de mi revólver. Entonces el jefe
del grupo me dijo que podía bajar los brazos.
El mocito musulmán,
recatado y vergonzoso como una niña, había desaparecido.
Arsenia y yo nos
mirábamos estupefactos. Comprendimos. Habíamos caído en una trampa. Estábamos
secuestrados... ¡Secues-trados a las puertas de Fez... ¡Qué horror! Acongojados
empren-dimos la marcha rodeados de aquella gavilla de ladrones, con renegrida
barba encrespada en el mentón y cimitarra de dorada empuñadura al cinto.
¡Secuestrados a las
mismas puertas de Fez! Parecía mentira.
Abría la marcha un
bandido de larga lanza apoyada en el estribo de su potro. Por momentos, los
beduinos se confidenciaban, acercando las cabezas protegidas por albornoces
listados de brillantes colores. Yo había tomado del brazo a Arsenia, por cuyas
mejillas encendidas rodaban lágrimas de terror. Pero no pensaba en ella.
Pensaba en mí; pensaba que mi familia no pagaría ni un céntimo de rescate por
mi persona. Luego me reproché mi egoísmo y me puse a pensar en la situación de
Arsenia. Era quizás aún más desesperante que la mía en aquel país en que aún se
compraban esclavas...
Finalmente, cruzando el
boscoso aceitunal, llegamos a una choza cuya sólida puerta abrió un esclavo
semidesnudo. Arsenia y yo entramos. El interior de nuestra prisión, en
contraste con el miserable aspecto exterior, estaba decentemente aderezado.
Finas esteras adornaban los muros. Sobre las alfombras del suelo estaban
desparramados algunos almohadones, y en una pequeña mesa escarlata había una
cajetilla de cigarrillos turcos.
Arsenia se dejó caer
sobre un almohadón y comenzó a llorar silenciosamente. Yo me senté a su lado y
traté de consolarla.
-Querida Arsenia, no
llore. Esta gente se limitará a pedir un rescate. Nada más. El que puede perder
la cabeza en esta aventura soy yo, porque mi familia no pagará un céntimo,
porque no lo tiene... Usted quédese tranquila... No tema...
Arsenia encontró fuerzas
para sonreír entre sus lágrimas, y dijo:
-¡Nunca, Alberto, nunca!
Yo no lo abandonaré. Usted tenía razón. Ese niño...
-¡No me hable del niño,
por favor!
Súbitamente se abrió la
puerta y apareció el jefe de los bandidos. Con gran sorpresa de nuestra parte,
este bribón era un francés de pequeña estatura, calvo como un farmacéutico y
con gafas cabalgando sobre una nariz suma-mente respingada. Se detuvo en medio
de la habitación y dijo:
-Señorita, caballero:
tanto gusto.
Nos pusimos de pie. El
jefe de los bandidos prosiguió en correcto francés:
-Señorita, caballero:
entre las numerosas personas acomodadas que visitan Marruecos existe un ochenta
por ciento que dice: "Lástima enorme que la civilización, la gendarmería,
los jefes políticos, el protectorado y el ferrocarril hayan hecho desaparecer a
los bandidos. Lástima enorme no vivir en la época en que uno se encontraba con
una terrorífica aventura a la vuelta de cada zoco". Pues bien: yo y estos
honrados creyentes que los han secuestrado a ustedes nos hemos dedicado a
explotar la emoción del secuestro. Detenemos violentamente, como si fuéramos
bandidos auténticos, a las personas que por su idiosincrasia nos parecen
inclinadas a las ideas románticas, y luego las ponemos en libertad sin
exigirles absolutamente nada a cambio de esa libertad que por un dramático
momento creen haber perdido. Si los "secuestrados" gustan remune-rarnos
por el trabajo que nos hemos tomado para emocionarles y proporcionarles una
aventura que podrán gustosamente narrar en su hogar, nosotros recibimos
agradecidos lo que quieran regalarnos. Si no quieren remunerarnos, les deseamos
igualmente feliz viaje y ponemos a su disposición el automóvil que para los
turistas tiene la casa.
Y abriendo la puerta nos
mostró un modernísimo "limousine" detenido a la puerta de la choza.
-¿De modo que ustedes no
son bandidos? ¿De modo que podemos irnos?
-Así es, caballero...
-El jefe de los bandidos
echó la mano a su reloj, y agregó:
-Van a ser las doce y
media. A la una se almuerza en el hotel Continental...
¿Qué otra cosa podía
hacer? Eché mano a mi bolsillo.
-¿Cuánto le debemos?
-repliqué entre hosco y contento, pues no soñaba en salir tan fácilmente del
paso.
Monsieur Lanterne, que
así se llamaba el jefe de los bandidos, sonriose amablemente y dijo:
-Doscientos francos...
Una bagatela en moneda americana. Va incluido el viaje de vuelta en automóvil.
Al otro día, cuando
pasamos con Arsenia por la plazuela de Nejjarine, sentado bajo el farolón de
bronce de la fuente estaba el maldito y pudoroso niño del "fondak".
Al vernos, bajó los ojos como una tímida colegiala, y como si no hubiera
sucedido nada, dijo, llevándose la mano al corazón:
-La Paz...
1.019. Alt (Roberto)
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