Annie, tomada de mi brazo, no se
apartaba un solo instante de mí. Los rizos de su cabellera negra enmarcaban un
rostro pálido y de grandes ojos, dilatados por el espanto. Yo no sabía a qué
palabras apelar para consolarla.
El pastor Rosemberg instaló
servicio religioso en el comedor. Annie, a pesar de su gran amor hacia mí,
acabó por adherirse al grupo en el cual la señora escocesa, el conde de la
Espina, Mariana y la
señorita Herder rezaban devotamente a todos los santos.
Ab-el-Korda, no soltaba un momento su Corán. A las nueve de la noche supimos
que el señor X, agregado comercial a la embajada del Japón, se había colgado
por el cuello de una soga.
En el comedor el conde de la Espina y la señora escocesa
leían, alternándose, versículos del libro de Job. A las cuatro de la mañana me
refugié en el camarote del médico que, convenientemente bebido, explicaba con
lengua estropajosa al pintor Tubito y al traficante de alcaloides: -Cuando el
buque llegue al centro del remolino, el eje de vacío lo absorberá como una
ventosa hacia el fondo. Nosotros nos deslizaremos a una velocidad fantástica a
lo largo de un cono de agua que irá oscureciéndose hasta que el tremendo choque
nos despedace en el fondo del abismo.
Yo, recordando mi física de
bachillerato, repuse:
-En cuanto lleguemos al centro del
remolino, tropezaremos con una corriente de aire vertical en dirección opuesta
a la que sigamos, de manera que a causa de la atmósfera desalojada, es muy
probable que lleguemos al fondo semiasfixiados.
¡Qué curiosos los fenómenos
psíquicos que sobrevienen en los momentos de terror! Yo, que un día antes
pensaba ligar mi destino al de la voluptuosa Annie , no me acordaba de ella ahora.
Cuando pasaba por el comedor y la veía leyendo en la Biblia el libro de Joñas,
entre la pecosa escocesa y el ladrón internacional, pensaba que el aspecto que
ofrecía en compañía de esa gente era francamente ridículo. Y, sin embargo, yo no
podía evitar tampoco la presión del miedo que por momentos me hacía desplomar
anonadado en la primera litera que encontraba. El hijo del emir de Damasco no
apartaba la vista un instante del libro santo.
En tierra, a la misma hora, los
periódicos comentaban nuestra situación en los términos más dramáticos. La
agencia "Argus" describía a doscientos quince periódicos del mundo la
situación de los tripulantes de los otros buques (del nuestro no podían tener
informes porque nuestra instalación de telegrafía sin hilos estaba averiada) en
estas palabras:
"Las tripulaciones de los
buques arrastrados por el torbellino han abando-nado sus tareas y vagan
enloquecidas. Doscientas mujeres y quinientos hombres de diferentes edades se
encuentran en los actuales momentos apoyados en las pasarelas de las naves,
mirando con ojos dilatados por el espanto los concéntricos círculos de agua
plateada que los aproxima cada vez más al centro del hueco del torbellino. En
todos los buques han dejado de trabajar los motores, vista la inutilidad de
sustraerse a este nuevo tipo de megasismo. Es evidente que se ha producido una
catástrofe suboceánica de incalculables proyecciones. El eje del remolino se
encuentra en una hoya de las más profundas del Pacífico, 11.500 metros . Es
probable que la costra submarina se haya desplomado sobre una excavación
plutónica de capacidad incalculable por ahora. El astrónomo Delanot asocia este
fenómeno al de las manchas solares en actividad, aunque él, como todos los
directores de observatorios, está asombrado de que los sismógrafos no hayan
registrado ningún movimiento sísmico cuyo epicentro corresponda al paraje de
que nos ocupamos".
Llegó la noche y el espanto de la
tripulación aumentó. Varios infelices consideraban a mi primo Luciano como
responsable de cuanta desgracia ocurría a bordo. Cuando menos lo esperábamos,
el zapatero redimido del tirapié, el apache regenerado, el guardaagujas y
varios otros malsines se dirigieron al camarote del desdichado, lo tomaron por
las piernas y poco menos que arrastrándolo por el suelo lo arrojaron al océano.
En estas circunstancias ocurrió
algo que puede calificarse de extraordinario.
Mi primo en vez de hundirse en las
aguas o de flotar horizontalmente quedó verticalmente empotrado en el océano,
como uno de esos muñecos de celuloide que tienen por base un casquete de plomo.
Tan extraña capacidad de sobrenadar les pareció a esos malsines la evidentísima
prueba de que Luciano era un brujo y de consiguiente el único responsable de
todas las desgracias que nos acaecían. No había tal. Luciano no era un brujo
sino un desgraciado que había cometido la imprudencia de endosarse un chaleco
salvavidas debajo de su holgada bata.
Cuando vi sobrenadar a mi primo
pensé que esta prueba dulcificaría el ánimo de esos borrachos, pero ocurrió
precisamente lo contrario, y es que los salvajes, después de cerciorarse de que
Luciano estaba vivo, llamándole para ello a grandes voces y después de
contestarles él, cogieron cuanto podía utilizarse como proyectil y comenzaron a
lapidarlo. Un gancho de hierro se incrustó en la cabeza de mi primo como si
ésta estuviera compuesta de la tierna sustancia de un queso de bola y un
lingote de plomo dio fin a la vida del desgraciado.
Así acabó mi noble pariente
Luciano. Era un hombre singular, aficionado a meterles miedo en el cuerpo a sus
prójimos y él mismo miedoso como una liebre. Tenía una singular predisposición
para encontrarse en todos los parajes donde ocurre algo que es prudente evitar.
Siempre le gustó hacerse el fantasma. Recuerdo que cuando pequeño se envolvió
en una sábana y ocultándose en un recodo del jardín, en la noche, bruscamente
salió al encuentro de una asustadiza tía, la cual, a consecuencia de la
impresión, quedó definitivamente estúpida.
Quisiera poder expresarme acerca de
Luciano en términos más encomiásticos, pero estoy seguro de que desde
ultratumba él se irritaría si yo hiciera un elogio convencional de sus
deméritos. En diversas oportunidades le advertí, y conmigo otros que le
conocían mejor que yo, que fuera más circunspecto, pero la vanidad lo perdió.
Particularidad curiosa; una quiromante le dijo que moriría en una rueda, y
siempre creyó que sería bajo una rueda de automóvil y no la rueda de agua en la
que pereció. Por eso huía de las calles de las ciudades, prefiriendo habitar en
los pueblos tranquilos y solitarios, pero está escrito que nadie puede soslayar
su destino. Si yo hubiese podido salvarle lo habría hecho, pero no me atreví a
intervenir, temeroso de que también me asesinaran. El Capitán, desde su
timonera, vio consumarse este crimen sin intervenir, inmóvil como un sonámbulo.
A las doce de la noche llegaba ya a nosotros, desde el horizonte, el rugido
tremendo que producía el agua al ser engullida por la caverna submarina. En
cada puente el pasaje formaba corrillos de sombras que gesticulaban espantadas.
Arriba, en el espacio, las estrellas lucían como siempre; abajo, el remolino,
compacto en su masa acuosa, rotaba como el seguro volante de un motor
recientemente puesto en marcha.
Salió la luna y era un espectáculo
sorprendente esta llanura de agua convertida en una tersa rueda de plata, cuya
pulida superficie refractaba la claridad lunar como un reflector parabólico. En
ciertas partes de la nave nos veíamos los rostros inundados de grandes haces de
luces y sombras, como si estuviéramos situados en un continente lunar.
A las tres de la madrugada nuestro
Capitán, que entonces supe que se llamaba Henry Topman, entró en su camarote y
se descerrajó un pistoletazo en la sien.
1.019. Alt (Roberto)
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