La barcaza a nueve nudos
por hora, iba aguas abajo por el río Congo. A un lado del mástil, el pequeño.
Inmóvil junto al timón, el grandote. Los dos hombres meditaban. De ellos se
podía decir: por mitad comerciantes y por mitad bandidos, según se ofrecieran
las circunstancias. Peter, de minúscula estatura, desafiaba al sol africano,
que no había podido disolver su firme palidez. Anderson, a su lado, resultaba
gigantesco, cabezudo y violento. Difícil era resolver cuál de los dos era más
peligroso. Trafican a todo lo largo del río Congo. Su última aventura había
consistido en matar a palos y cuchilladas a treinta nativos cargados de
colmillos de marfil. En cierto modo iban huidos, ambos pensaban que de ser uno
solo el propietario del cargamento de marfil, podría vivir dichosamente los
años que le restaban de vida.
Mientras la línea de los
bosques acercaba o apartaba sus verdes murallas en la llanura de agua, y la
barcaza, resoplando, avanzaba hacia el cabo de Dongo-Dongo, Peter pensaba cómo
podría asesinar a su socio y Anderson de qué modo mataría a Peter.
Por su importancia, el
cargamento de marfil solicitaba un asesinato.
En África, los hombres
siempre han muerto a otros hombres para apoderarse del marfil. No hay una sola
bola que ruede en ninguno de los paños verdes de los billares del mundo que,
secretamente, no esté manchada de sangre. De sangre de negro, de sangre de
bestia y de sangre de blanco...
El marfil solicita la sangre. Peter lo
sabía y Anderson también. De modo que un crimen más no tenía importancia.
Se acercaban a la orilla
o se alejaban, y el gigante de Anderson se decía que ahora que cerrara la
noche...
Ahora que cerrara la noche... Pero ¿quién
cuidaría la caldera de la barcaza y del timón si él asesinaba a Peter? Peter,
además de maquinista, conocía palmo a palmo las revueltas del río.
Además, hasta que no
dejaran atrás el cabo de Dongo-Dongo, el río era peligroso. Para Anderson,
estrangular a Peter era una operación sencilla. Lo estrangularía y lo arrojaría
a las aguas, los peces voraces o los perezosos cocodrilos darían cuenta de él.
Cierto es que Peter tenía
un hijo, y Anderson hubiera preferido que Peter no tuviera un hijo, porque
nunca es agradable dejar a un chico huérfano. No, a esto no llegaba la dureza
de Anderson. Pero ¿qué podía hacer el buenazo de Anderson? ¿No estrangular a
Peter?
No, eso no podía ser...
Su benevolencia no llegaba a tales extremos. Lo estrangularía a Peter y se
lamentaría profundamente por el huérfano. Además, en todas las ciudades se
encuentran establecimientos filantrópicos, y cualquiera de ellos se hará cargo
del huérfano. No era cosa de perder un cargamento de marfil por exceso de buen
corazón. Le retorcería el pescuezo a Peter como a un pollo, y se interesaría por
el huérfano. Eso. ¡Se interesaría por el huérfano y le daría una
oportunidad!...
Anderson se sintió
reconfortado por haber resuelto el problema equitativamente. Peter debiera
estarle agradecido de su prudencia. Ahora podía asesinarlo con la conciencia tranquila
y todos quedarían contentos.
Mientras que Anderson,
con una mano apoyada en la barra del timón, pensaba estas cosas, Peter daba
vueltas en su magín al factible modo de librarse de Anderson, ¿una puñalada, un
tiro o un garrotazo?
Un garrotazo era casi
imposible. Tendría que acercarse a Anderson, y éste, desde hacía varios días
dormía con un ojo abierto y otro cerrado, y siempre -¡la casualidad de las
casualidades!- que Peter tomaba el cuchillo, Anderson empezaba a revisar el
tallado de un garrote que estaba a su alcance, o el tambor de su revólver.
Cualquier crimen era preferible a repartir el cargamento de marfil. Si él
asesinaba a Anderson, su hijo podría estudiar en la universidad, en fin, vivir
una vida un poco más humana y limpia de la que cochinamente no se había podido
librar hasta ahora.
Pero había que liquidar
aquel asunto antes de llegar a las primeras factorías de Dongo-Dongo. El cauce
del río se ensanchaba, la selva aparecía allá, muy lejos, sobre la anchurosa
sábana de agua amarilla, y Peter, sentado tristemente frente a la caldera, en
la que ardían gruesos troncos, pensaba que si su hijo fuera a la universidad,
él podría envejecer honorablemente y calzar abrigadas pantuflas durante el
invierno.
Pero el maldito Anderson,
como si sospechara de la naturaleza de sus pensamientos, sesgadamente sentado
junto al timón, sin perderle de vista, hacía varios días que Anderson,
casualmente, tomaba posiciones que hacían prácticamente imposible toda
tentativa de asesinato.
De pronto, Anderson dijo,
grave:
-¡Picaron!...
Peter se aproximó
apresuradamente... las cuerdas de los anzuelos estaban tensas. Tendrían pescado
para la noche.
Anderson se inclinó sobre
un espinel y Peter sobre otro. En los extremos de las cuerdas, un pez de oro y
un pez de plata saltaban fuera de las aguas y volvían a sumergirse. Anderson
comenzó a recoger los anzuelos. Peter volvió la cabeza. Anderson
seguía divertido con los saltos del pez de oro, y Peter descargó su brazo como
un resorte. Se vieron en el aire los dos pies del hombre, y Anderson lanzó un
grito ronco. Ahora nadaba vigorosamente tras la barcaza. Pero ésta
se alejaba rápidamente en el mar de herbajos que la rodeaban.
Los aullidos de Anderson
sonaban cada vez más distantes, ahora comprendía Peter el significado de nueve
nudos por hora. Anderson nadaba rápidamente pero su relieve fuera de las aguas
se tornaba cada vez más pequeño.
Peter, manteniendo
inmóvil la barra del timón con un pie, cruzado de brazos miró al lejano
nadador. Nadie podía salvarle. Había caído en la parte más estrecha del río, en
la llanura de herbajos, que eran nidales de cocodrilos. Más adelante estaban
los remolinos; detrás las cascadas. El cargamento de marfil le pertenecía. Ya
nadie podría disputárselo. Su hijo iría a la universidad, y cuando él fuera
anciano usaría tiernas pantuflas. En cuanto a Anderson, diría que el hombre
había muerto a consecuencia de una fiebre maligna, y todos se darían por muy
satisfechos.
Tres años después, Peter
vivía en Montaña Negra, al sur de Neuquén. Había llegado el verano. Caía la
tarde y el cazador de marfil, de pie frente a su casa de madera de alerce.
Estaba satisfecho ahora,
porque en el pasado había cometido un crimen, y ese crimen había permanecido
impune, y de consiguiente él y su hijo vivían sin penas. Sobre todo su hijo. El
chico andaba jugando por el monte entre recientemente derribados troncos de
robles. Lo había hecho venir de Santiago a pasar sus vacaciones, porque Peter,
siempre prudente, quiso que su chico se ligara a los hijos de los ganaderos de la
zona, y en vez de enviarlo a estudiar a Buenos Aires, que quedaba tan lejos, le
hacía ir hasta Chile cruzando los lagos. Ahora el niño estaba con él, y Peter
sentía que el cielo derramaba bendiciones sobre su cabeza. Recordando al
corpulento Anderson, cuyos huesos se podrirían en el fondo del río Congo,
pensó:
"Si Anderson viera
al nene, y a este cuadro, y a esta buena casa de alerce, y a las ovejas que
andan en el monte, se pondría contento y palmeándome en las espaldas me diría:
"-Eres un hombre
prudente, Peter, siempre lo he dicho."
¡Cosa curiosa! El cazador
de marfil recordaba al muerto a cada una de sus satisfacciones, y hasta le
ocurría, muchas veces, dejarse llevar por su pensamiento y discutir con él,
como si el muerto estuviera vivo, y semejante conducta no aminoraba los
remordimientos de Peter, por la sencilla razón de que un forajido como Peter no
podía experimentar ningún género de remordimiento; pero situaba al muerto, con
respecto a él en un plano de indulgencia misteriosa. Era como si le pidiera
consentimiento al asesinado para ser feliz, y Anderson, magnánimamente, le
permitía ser feliz.
Peter echó algunas
bocanadas de humo y miró las montañas azules que enrojecían, y nuevamente
volvió a sentirse contento de tener un hijo, una propiedad y de no estar en
presidio.
Un caballo se detuvo
frente a la distante tranquera y Peter palideció. Palidecía ansiosamente
siempre que un desconocido se detenía frente a su campo. "No hay
motivo", se decía él; pero el caso era que su rostro se cubría de una
palidez mortal.
El desconocido montaba un
recio potro, y una barba espesa le circunvalaba el rostro. Después de abrir la
tranquera, sin desmontar, avanzó al galope por el camino. Peter se apoyó,
trémulo, en el muro de tablas de su vivienda en cuanto pudo reconocerlo. El
muerto había resucitado. Allí, en persona, estaba Anderson.
-Aquí estoy -dijo el
otro, desmontando, yo: Anderson.
-Y su mano ancha cayó
sobre la espalda de su verdugo.
-¡Tú!... -acertó a
murmurar el otro.
El hijo de Peter apareció
por un camino junto a la casa sombreada de grandes árboles. El niño iba
descalzo, un cinturón con cartuchera le sostenía el pantaloncito y traía un
arco con flechas entre las manos. Anderson miró al pequeño, y dijo:
-De modo que éste es tu
mocito hijo Andresillo. Bien, bien con Andresillo.
El niño miró al barbudo y
se coló en la casa. Peter ,
desencajado, continuaba mirando a su ex socio. ¿De modo que no había muerto?
Como si el otro viera lúcidamente lo que pasaba en su cerebro, replicó
sagazmente:
-No, no he muerto, Peter.
¿Has visto? No he muerto. Y bien pude haberme muerto. ¡Vaya si pude!...
-¿Cómo llegaste hasta
aquí? -murmuró Peter.
-¡Ah, es tan largo de
contar todo esto! ¡Tan largo!...
-¿Vienes a buscar tu
parte?
Anderson lo soslayó
cruelmente. Luego:
-Sí, por supuesto.
-Y
nuevamente su mano cayó sobre el hombro del cazador de marfil, y una congoja
tremenda entró en los sentidos de Peter, y sus ojos se nublaron. Anderson
continuó: -Pero ¡qué alegría verte! no hay nada que hacer, Peter. Yo siempre lo
he dicho. Eres un hombre prudente. ¿De manera que te has comprado estos
montes... y esta finca? Bien. Bien. Y el pobre Anderson pudriéndose en el fondo
del río Congo, ¿eh? El pobre Anderson haciendo bulto en el estómago de algún
cocodrilo, ¿eh?...
Miró nuevamente todo lo
que había en derredor suyo, y continuó, socarrón:
-¿De manera que te das la
vida de un príncipe? Engordas, ¿eh? ¿Y no te acordabas nunca de mí? Dime,
Peter: ¿nunca te has acordado de mí?...
-¡Cállate! -murmuró
Peter.
-Yo siempre te recordaba
-prosiguió Anderson. Me decía: "¿Dónde estará mi buen amigo? ¿Qué será de
sus negocios? ¿Qué intereses le producirá su capitalcito?". Pensaba en ti
-súbitamente ese tono cambió, y se me revolvía el estómago -nuevamente retomó
el otro tono. Se me revolvía el estómago al acordarme de toda el agua que
tragué en aquel anchuroso río. Porque, ¡vaya si es ancho ese río!
Copiosas gotas de sudor
rodaban por el rostro de Peter. Su mirada iba ansiosamente hacia el interior de
la casa. ¿Por qué había enviado a la cocinera hasta el puesto de Coiue?
Anderson continuó:
-Te prevengo que he
salvado la vida, digamos cómo..., ¡milagrosamente! Me encontró una lancha de
negros en Dongo-Dongo abrazado a un tronco. Te juro, Peter, que llorarías de
lástima si vieras cómo me desgarraron las piernas los dentudos peces. Estuve
enfermo. Gravemente enfermo. Otro hombre te hubiera delatado a la justicia. Yo me
callé. Me dije: "No quiero que Peter tenga dificultades con los hombres de
la ley". ¿He procedido mal o bien? Contéstame.
El cazador de marfil tuvo
la sensación de que su corazón se había convertido en un trozo de manteca,
derritiéndose junto a un encendido brasero. Anderson continuó arrimando su
enorme estatura a él.
-Contéstame, Peter: ¿he
procedido bien o mal?
Peter sentía su aliento
en las narices. La mano de Anderson se levantó, tomándole del cuello lo
introdujo en el comedor. Una estufa ocupaba el centro de la habitación de muros
adornados con cabezas de ciervos y jabalíes, y por el vidrio de la ventana
entraba un rayo rojo de sol. Peter miró ansiosamente en derredor. Su escopeta
estaba allí sobre la cama.
Anderson adivinó el
sentido de su mirada, y sin soltarle del alzacuello lo arrimó al tubo de la
estufa:
-De manera que no te
niegas ningún placer, ¿eh? ¿Hasta escopeta tienes, y cabezas de ciervos y de
jabalíes? Bien. Bien. Y todo ello adquirido con el dinero del pobre Anderson,
¿eh?
Lentamente desenfundó un
cuchillo. Un cuchillo de hoja ancha. Peter sintió que se desvanecía en las
negruras de la muerte, y echándose a los pies de Anderson, le dijo:
-Te daré toda mi fortuna.
Te daré un cheque, Anderson. La mitad de este campo. La mitad de mis ovejas.
Aquí las tierras se están valorizando día a día, Anderson. Podemos trabajar
juntos. Te haré abrir una cuenta corriente en el banco de Bariloche, Anderson.
La mirada del gigante
pesaba como una losa sobre el cazador de marfil.
-Tengo quince mil pesos
en el banco, Anderson. Te daré la mitad. Seremos socios.
Anderson pareció pensarlo
y enfundó el cuchillo. Peter, amarillo como un cuerno de marfil, se enderezó,
lentamente sobre el suelo. Gruesas gotas de sudor rodaban hasta sus cejas.
Anderson, sin perderle de vista, dijo:
-Fírmame un cheque por
diez mil pesos... No: por catorce mil pesos...
-Anderson, escucha.
Conténtate con diez mil. Quédate aquí. Trabajemos juntos a medias. Las tierras
se valorizan cada día más. Te juro que se valorizan.
Anderson, en silencio,
tomó una silla y se sentó junto a la mesa. Peter , frente a él, comenzó a charlar. Y
habló, convulsivamente hasta entrada la noche. Andresillo ,
de brazos cruzados sobre la mesa, dormía profundamente, mientras el gigante de
gruesas cejas, arrimado a la mesa, con los brazos cruzados, escuchaba
impasible.
Cerca del amanecer, Peter
despertó bruscamente, cosa desacostumbrada en él. Puso la mano debajo de la almohada. Allí
estaba su revólver. ¿De modo que en cuanto saliera el sol, Anderson se
marcharía con el cheque de doce mil pesos en su bolsillo y él tendría que
empezar de nuevo? Si su hijo no estuviera en la casa, no vacilaría en asesinar
a Anderson. Se estremeció. Anderson acababa de carraspear en el otro cuarto.
Evidentemente, estaba despierto. Peter, tratando de impedir que crujiera su
cama, retiró el revólver de debajo de la almohada, y pensó:
"Si entra a este cuarto,
lo tumbo de un tiro."
Peter apretó el cabo del
revólver bajo las sábanas:
"Si se dejara
convencer y se quedara aquí podría envenenarlo." Súbitamente Peter se
estremeció. Anderson desde el otro cuarto, le hablaba:
-Estás despierto, Peter,
¿eh? Y pensando de qué modo matarme, ¿eh?
Un desaliento infinito
entró en la conciencia del cazador de marfil. ¿Qué hacer? ¿Negar? ¿Fingirse
dormido?...
Anderson insistió:
-¿Te haces el dormido,
eh, Peter? ¿Tienes miedo?...
Peter contestó
débilmente:
-Estoy enfermo, Anderson.
Estoy enfermo de verdad -crujió la cama. No te levantes, Anderson. No te
levantes que tengo el revólver en la mano. Estoy enfermo.
Anderson, en la
obscuridad de su cuarto, apretó los dientes. Aquél era el momento y no otro.
Elástico como un gato, el gigante se desprendió de la cama. En una mano
sostenía una almohada y en la otra el cuchillo ancho. Peter oyó el crujido del
lecho; quiso hablar, pero una arcada tremenda le impidió pronunciar una sola
palabra y recibió en el rostro el golpe de la almohada, y quedó tendido sobre
su cama bajo el peso del gigante que le hurgaba en el vientre con la hoja del
cuchillo. Dos veces aproximó la hoja del cuchillo a su piel y le tocó y no le
hirió.
Peter quería gritar, pero
la almohada le asfixiaba, y de pronto, en las tremendas tinieblas, comprendió
que el gigante había cambiado de opinión. El filo del ancho cuchillo se apoyó
en su garganta. Y ahora un gran dolor lo sumergía en la breve desesperación de
la que no se vuelve.
Terminado que hubo,
Anderson volvió a su cuarto, encendió la lámpara y comenzó a vestirse. Cobraría
el cheque y se marcharía nuevamente al Congo. Estaba satisfecho, porque además
de cumplir con su deseo no había dejado en la indigencia al niño de Peter.
Sentado ahora en la misma habitación donde estaba el muerto, prendiéndose los
cordones de los zapatos, se decía que Andresillo quedaría a cubierto. ¿Y si él
lo reclamara a la justicia desde el África? ¡Imposible! El niño le reconocería
siempre como el hombre que estuvo con su padre la noche que él lo asesinó.
Lástima, en cierto modo, porque el tal Andresillo parecía una criatura
despabilada.
Precisamente allí en lo
alto de la escalera, sin que Anderson pudiera verlo, estaba Andresillo. El
niño, gravemente, miró el charco de sangre que había en la cabecera del lecho
de su padre, y luego observó al asesino prendiéndose lentamente los cordones de
los zapatos. Andresillo inspeccionó nuevamente con la mirada el cuadro y
comenzó a bajar lentamente la
escalera. La criatura, descalza, se deslizaba como un gato. A
un costado de la cama del muerto, colgado del muro, había un mazo. Andresillo,
siempre cauteloso, reteniendo la respiración, obedeciendo a la fuerza extraña
que le impedía llorar, recogió el mazo, se arrimó al asesino, que le daba las espaldas,
levantó el mazo, y con toda la fuerza que cabía en sus bracitos, lo descargó
sobre la nuca del cazador de marfil. El asesino se desplomó, herido de muerte,
como un toro al que derriba el matarife. Y sólo entonces estalló el llanto del
niño, asustado en el silencio opaco de la noche...
1.019. Alt (Roberto)
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