Tipos, intrigas, mujeres y
accidentes pasaron a segundo plano. El océano no merecía de mis ojos sino una
mirada distraída. Creo que el mismo fenómeno le acontecía al hijo del emir de
Damasco. Una noche le sorprendí entrando subrepticiamente en el camarote de
miss Herder, y como también miss Mariana no se recataba para ocultar su
felicidad, el pastor Rosemberg llegó a estar un poco escandalizado, e incluso a
felicitarse de que faltaran pocos días para terminar el endiablado viaje.
Efectivamente, por los cálculos que
pergeñó mi primo, debíamos encontrarnos frente a Illo o entre los puertos de
Moliendo y Callao. El agua, como es frecuente en esas regiones, adquirió un
matiz calino que ha dado origen a la definición de "mar de leche".
Grandes sábanas de azogada blancura se estrellaban contra las negras planchas
del casco; por la noche el océano brillaba como si estuviera pintado
horizontalmente de luz muerta.
A esta altura del viaje se produjo
un grave accidente.
Eran las once de la noche. Un choque conmovió
el costado de la nave, estremeciendo el lado izquierdo del "Blue
Star" en toda la
verticalidad. En la timonera, la campana del telégrafo de
órdenes comenzó a repiquetear desesperada-mente, mientras que el buque,
extrañamente herido, comenzó a girar suavemente. De improviso se produjo una
ausencia de trepidación en el coloso:
-Acaban de detener las máquinas -susurró
mi primo parándose a mi lado y con las tiras de lona del chaleco salvavidas
cruzadas sobre el pecho.
Evidentemente, lo que acababa de
ocurrir debía de ser muy grave. Nadie se permitió la debilidad de desmayarse. -Debemos
de haber tocado un peñasco submarino -suspiré. Recuerdo que me sentí
terriblemente asustado.
-No -murmuró el señor mexicano. Si
hubiéramos tocado el peñasco el barco estaría inclinándose a un costado.
La observación del señor Tubito era
razonable. La gente alarmada por el tremendo silencio mecánico abandonaba
apresuradamente los camarotes. Annie, en compañía de su madre y una señora
irlandesa, vino a refugiarse a mi lado. Bajo sus chales, traían los chalecos
salvavidas.
Sin embargo nada permitía suponer
la existencia de una avería que hiciera agua en el casco. Sobre la llanura
fosforescente en amarillo muerto el buque, monstruosamente silencioso, giraba
sobre sí mismo, semejante a un toro que aguarda la acometida de su enemigo.
En pocos minutos el pasaje se
encontraba en la pasarela buscando con los ojos, en redor, la presencia física
del peligro. Todos hablaban en voz baja como si subconscientemente no quisieran
con un sonido extemporáneo agravar el desequilibrio invisible, terrible-mente
latente en el espacio.
De pronto un marinero apareció,
explicando en voz alta:
-No tengan miedo, señores. No
tengan miedo. Se ha roto un perno del árbol del timón. No tengan miedo.
Respiramos. Nada mortal de
inmediato. Mi primo, rodeado de una parte del pasaje que lo examinaba, atónito
de su clarividencia, gritó, pues ya no podía sujetar más su lengua:
-¡Esto no es nada comparado con lo
que va a suceder!
En mi vida he visto a hombre
recibir tan magnífico puñetazo. Luciano cayó sobre el entarimado arrojando un
chorro de sangre por la
nariz. El que acababa de confirmar sus presagios (aunque no
personales) era el irritado Capitán, que vociferó:
-¡Encierren a este canalla en un
calabozo!
Entre un grumete y el zapatero
redimido del tirapié se llevaron a Luciano completamente exánime. Entonces, yo,
plantándome frente al Capitán, comencé a chillar en defensa de mi primo; pero
el Capitán, cruzándose de brazos, rugió:
-No toleraré que nadie alarme por
su propio gusto a la
tripulación. Este hombre se ha extralimitado y yo ya le había
advertido...
-Estoy completamente de acuerdo con
usted -intervino el caballero peruano...
-Usted también cállese
inmediatamente o lo encierro...
Como el caballero peruano no esperaba
este recipe cerró el pico, y el Capitán prosiguió:
-El desperfecto del timón será
reparado dentro de pocas horas. Es un accidente sin importancia... pero no
permitiré que ningún irresponsable se divierta atemorizando al pasaje.
Aquel bruto tenía razón. Es
innegable que Luciano había rebasado la medida en el ejercicio de su profesión
de profeta, pero los argumentos del Capitán, lejos de tranquilizar a los
viajeros, terminaron por aterrorizarles. A nadie se le ocultaba que la avería
no era un accidente sin importancia. Miss Mariana, que estaba al lado de Annie,
dijo:
-Si no reparan pronto el timón
iremos al garete. Menos mal que hay calma chicha.
Le pregunté si el aparato de
telegrafía sin hilos continuaba deteriorado. Susurró:
-Sí.
El contratiempo podía ser
gravísimo. Por otro costado, el pintor Tubito, como si creyera ser él solo
conocedor del secreto del telégrafo, me informó:
-¿No sabe usted que el aparato de
radiotelegrafía está descompuesto? Me aparté de la pasarela con Annie. El buque
permanecía detenido en medio de una llanura que parecía pintada de amarillenta
luz muerta. Se escuchaba solamente el zumbido eléctrico de los dínamos. La
gente iba de popa a proa hablando en voz baja, gesticulando; algunos
encontraban excesivo el castigo que el Capitán propinara a Luciano; otros
descubrían que era merecidísimo y las hermanas del caballero peruano, en
compañía de otras señoras, resolvieron reunirse en sus camarotes para impetrar
la protección divina.
Ab-el-Korda, el hijo del emir de
Damasco, hombre piadoso a pesar de sus costumbres disolutas para nuestro
criterio occidental, desenfundó su Corán y se dio a meditar en las apariencias
que revestiría el Ángel de la Muerte cuando viniera a pedirle cuentas de su
conducta terrestre. Miss Mariana tornó a sumergirse en el camarote del
radiotelegrafista. Miss Herder, la feminista, me causó la impresión de estar
dispuesta a convertirse al islamismo, porque junto al árabe le prodigaba los
consuelos de una hurí pecosa (suponiendo que las huríes puedan tener pecas). El
conde de la Espina y Marquesi se anegó con el médico y los truhanes de su
compañía en otra interminable partida de poker.
Los ganapanes del servicio de comedor, el ex guarda-agujas y el apache
renegado, me parecieron dispuestos a degollarnos a las primeras de cambio,
excitados por esa atmósfera de fatalidad que parecía pesar sobre el buque y de
la que mi primo Luciano era el único e infalible clarividente.
Aprovechando que el Capitán y sus
hombres estaban ocupados en la reparación del aro del timón, bajé al
compartimiento de máquinas, a cuyo costado, entre la escalera dos y tres se
encontraban los calabozos, y me puse al habla con Luciano a través de los
agujeros de la puerta de hierro. Su voz, sofocada por el tabique de hierro,
resopló indignada:
-No te desprendas del salvavidas.
Vete a mi maleta y tráeme el revólver.
-¿Para qué quieres el revólver?
-Para saltarle los sesos a ese
canalla... No tengas miedo. Igual naufragaremos y nadie nos podrá pedir cuentas
por la muerte de esa bestia.
Mi primo estaba trastornado de
furor.
Me aparté del calabozo con el
propósito de aminorar sus padecimientos.
Durante toda la noche los
mecánicos, vigilados por el Capitán, repararon la avería del timón. Los
hombres, encaramados en un bote y auxiliándose con faroles, martilleaban y
lanzaban sobre el agua los voltaicos resplandores de los sopletes oxhídricos.
Al fin, las estrellas empalidecieron; por el Este apareció el borde de un sol
rojo que fue creciendo como una llanta de fuego; los marineros izaron el bote a
las seis de la mañana; el buque vibró bajo la trepidación de las máquinas en
marcha y un grumete anunció que la avería estaba reparada.
Media hora después el "Blue
Star" seguía su ruta hacia el Norte. Habíamos perdido siete horas de
viaje- No sé por qué razones, de pronto, en el diario de a bordo (una pizarra),
fue colocado un parte indicando que el buque no se detendría en los puertos de
Callao, Ancón ni Ferrol, sino en Malabrigo, en el límite de Ecuador.
1.019. Alt (Roberto)
No hay comentarios:
Publicar un comentario