Cierto astrólogo me dijo una vez
que el signo zodiacal que presidía la casa de mi nacimiento indicaba, entre
otros accidentes, temerarios peligros en viajes de mar, y yo sonreí con dulzura
porque no creía en la influencia de los astros; de manera que al iniciar mi
viaje hacia Panamá ni por un momento se me ocurrió que me aguardaban aventuras
tan tremendas como las que me permitirían compaginar la presente crónica, que,
sumada a los informes telegráficos del corresponsal del "Times" en Honolulú,
constituye una de las más sorprendentísimas historias que la Geología haya podido
desear para completar sus estudios sobre las dislocaciones que se producen en
el fondo del océano Pacífico.
Tuve el presentimiento de la
desgracia el día 23 de setiembre a las 16 horas, momento en que permanecía
recostado en la hamaca del primer puente del buque "Blue Star",
mirando caer la tarde sobre el puerto de Antofagasta.
Humeaban las chimeneas de la ciudad
al borde del desierto, y amarilleaban lentamente las fachadas de las fábricas.
El arco del puerto, con sus casas escalonadas en la falda de los cerros,
encajonaba calles en pendiente que parecían fundirse en la neblina azul que
flotaba en los socavones de la cordillera.
Durante el día había soplado un
viento fuerte y el aire estaba cargado del rojizo polvo del desierto. A un
costado del puerto, sobre la superficie montuosa de un cerro trepaba la vía de
un ferrocarril; de pronto, un convoy de pasajeros, chapadas las ventanillas por
el oro del sol, se perdió entre un abultamiento de montañas y no sé por qué el
corazón se me encogió dolorosamente. Si en aquel momento hubiera escuchado la
voz de mis instintos habría abandonado el "Blue Star", pero poderosas
razones me impedían bajar a tierra.
Esto hizo que apartando el
pensamiento del fugitivo presagio, fijara la atención en los hombres que
vagabundeaban por el puerto.
Como sobrevivientes de una
catástrofe, pasaban cabalgando en mulos indígenas achocolatados. Más haraposos
que limosneros, de cerca parecían leprosos; los ojos despestañados, los
párpados encendidos, requemados por el salitre de las calicheras. Un manco, con
un loro montado en una pértiga, canturreaba mostrando el muñón ennegrecido. A
veces entre esta multitud de miserables descalzos, resonaba la bocina de un
automóvil y se veía a los haraposos saltar precipitadamente a un costado para
evitar que los aplastara la máquina.
El "Blue Star" estaba
amarrado frente a una casa de piedra. En el zócalo del muro se veía una muestra
de latón; bajando los ojos se descubrían numerosos botes que iban y venían en
torno del buque, mientras que los brazos de los guinches rechinaban depositando
en la cala del buque las últimas toneladas de salitre que podía estibar.
Yo permanecía recostado en la
hamaca, extraordinariamente fatigado, las articulaciones adoloridas, debido a
la quizá excesiva humedad atmosférica. Además, había estado engripado desde que
embarqué en Puerto Caldera, donde mi familia, un poco violenta-mente, me
recomendó que no me dejara ver por la localidad durante mucho tiempo. El
recuerdo de las últimas estafas divertidas que cometiera, sumado a la
debilidad, hacía que lo que me rodeaba adquiriera en mi sensibilidad una
especie de vidriosidad de alucinación. A momentos, me imaginaba a mis
compañeros de viajé bailando en los cabarets de Atacama, luego entrecerraba los
ojos y me dejaba estar, arrullado por el ronquido sordo de los guinches. La
última vez que abrí los ojos observé algunas palomas que revoloteaban en torno
de la torre de la iglesia, que sobresalía en la pendiente de casas de piedra.
Por el puerto continuaba el desfile de indígenas montados en mulos; entre las
manchas verdes de un bosquecillo se extendía una muralla acornisada, agujereada
por numerosas aberturas. Debía de ser un edificio público. Más allá una bandera
inglesa flameaba sobre el llamado "castillo de Ab-el-Kader", cuya
torre redonda se recortaba en el aire rojizo como la avanzada de una ciudadela
antigua.
En ese instante estalló a mis
espaldas la voz de mi primo Luciano.
-Tengo que comunicarte una noticia.
Levanté los ojos. Luciano compuso
el gesto que le era habitual, pues se había especializado en comunicarle a sus
prójimos malas nuevas, e inclinando su cara amarillenta y angulosa hacia la
mía, repitió:
-Te juro que es tremenda. Si
pudiera devolver el pasaje, lo entregaba ahora mismo.
-¿Qué diablos pasa?
-En la Sirena de Sal (el más
importante cabaret de Antofagasta) me han informado que el barco no sólo ha
cambiado de dueño, lo cual no tendría importancia, sino que también le han
cambiado el nombre. Primitivamente se llamó "Don Pedro II" y no
"Blue Star". Y tú sabes, barco que cambia de nombre está condenado a
la desgracia.
En aquel mismo momento Luciano se
dio cuenta de que Mariana Lacasa escuchaba sus palabras y levantó expresamente
la voz para interesarla en su "noticia". Mariana Lacasa era una joven
que en aquel viaje de circunvalación se había enredado en cierta manera con
Ab-el-Korda, hijo de un remoto emir árabe. Luciano estaba ligera-mente
enamorado de miss Mariana, de modo que para engancharla en la conversación le
preguntó:
-Señorita Mariana, ¿no tenía usted
noticia del cambio de nombre del barco?
-No.
Ella se sentó a mi lado, y luego:
-¿Tiene acaso importancia el
cambio?
Luciano prosiguió:
-Está archirrequeteprobado que
barco que cambia de nombre concita contra sí la cólera de todas las fuerzas
plutónicas. En síntesis, que estamos fritos.
Hacía unos momentos que a espaldas
de miss Mariana se había detenido el señor Gastido. El señor Gastido era un
millonario peruano que viajaba con su esposa y tres hermanas de su mujer, lo
cual motivaba la murmuración de todos los maldicientes. Atraído por el perfume
de carne de miss Mariana, trató jactanciosamente de aclarar la cuestión:
-¿Qué es lo que entiende usted,
señor Camblor, por estar fritos?
Luciano detestaba a Gastido. En vez
de mantenerse calmoso, respondió un poco nerviosamente:
-¿Qué entiendo por estar fritos?
¿Qué es lo que entiendo? Pues entiendo, señor Gastido, que usted, yo y todos
los pasajeros de este buque seremos víctimas de terribles sucesos durante este
viaje.
El peruano se sintió despectivo
frente al destino, por dos razones: tenía dinero y sabía boxear. Replicó, entre
un poco mordaz y otro poco escéptico:
-Entonces, ¿por qué se ha embarcado
en este buque, caballero?
Luciano, amostazado por el retintín
burlón que campanilleaba en ese equívoco término de "caballero",
replicó hostil:
-No acostumbro a discutir mis
presentimientos.
Dijo, y volviéndole la espalda al
peruano comenzó ostensiblemente a cargar su pipa.
La situación se tornó desagradable.
Miss Mariana tarareaba una cancioncilla insolente; el señor Gastido me miraba a
mí y a mi primo como si tuviera la intención de rompernos los huesos, pero su
esposa y las tres hermanas de su esposa le llamaron, y los cinco, dignamente,
se alejaron. Luciano, echando una bocanada de humo al espacio, continuó en el
mismo momento que el árabe se sentaba cortésmente junto a miss Mariana, a la
que aspiraba integrar a su harem:
-Además, a bordo he descubierto
otra particularidad impresio-nante.
-Diga, diga, Luciano. Le
escuchamos:
-Son muchas las cosas raras que
ocurren en este barco. Primero, como les dije, el cambio de nombre, después el
caso de la tripulación.
-¿Qué ocurre con la tripulación?
-¿Cómo, no lo saben?
-No.
-Pues bien: la tripulación de este
buque está compuesta por un atajo de facinerosos.
-¿Qué?
-Lo que ustedes oyen. Eh, tú -exclamó
dirigiéndose a un camarero que pasaba- ¿qué hacías antes de embarcarte?
-Era zapatero.
-¿Nunca habías navegado?
-No, señor.
Se alejó el camarero y Luciano,
presa de un ataque de desesperado pesimismo, prosiguió:
-¿Ven ustedes? Cualquier día que la
mar esté un poco picada, este forajido nos vomita encima.
Dos señoras ancianas, a quienes el
léxico de mi primo horrorizó, se apartaron. Luciano dirigiéndose a miss Mariana,
al árabe y a mí, prosiguió:
-No he encontrado nunca una
tripulación de pasado más impresionante.
Miss Mariana sonrió.
-No se ría, miss Mariana. Verá
usted. El mucamo de nuestro camarote anteriormente era guardaagujas en el
ferrocarril a Santiago, pero como provocó el choque de dos trenes de carga, por
embriagarse, fue expulsado de la compañía; el capataz de comedor ha sido
elegido para ese cargo porque se sospecha que es un apache regenerado y sólo un
apache podría hacerse respetar de semejantes autodidactos.
-¿Debido a qué eligieron gente
semejante? -preguntó la
señora Miriam , esposa del pastor protestante que iba relevado
a Quito, y que se había aproximado silenciosamente a nuestro grupo.
-En la Sirena de Sal me informaron
que la empresa está a punto de quebrar y en conflicto con las asociaciones de
trabajadores portuarios. Tan mal se encuentran de fondos los propietarios del
"Blue Star" que, sin confirmación... naturalmente sin confirmación...
me han dicho que la instalación de telegrafía sin hilos está tan averiada que
no funciona.
-¿Cómo ha tenido usted el coraje de
embarcarse en semejante buque?
Luciano y yo suspiramos al mismo
tiempo, sin atrevernos a responder que habíamos embarcado porque nos regalaron
los pasajes y, además, que a mí, no a mi primo, sino a mí, me había acompañado
a prudente distancia un escolta del jefe de policía. Pero esta es otra
historia...
Tal fue la conversación con que se
inició el viaje que algunas semanas después, Coun, corresponsal del
"Times" en Honolulú, clasificaba con un buen sentido de la palabra la "Travesía del
Terror".
1.019. Alt (Roberto)
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