El sacerdote negro apoyó
los pies en un travesaño de bambú del barandal de su bungalow, y mirando un
elefante que se dirigía hacia su establo cruzando las calles de Monrovia, le
dijo al joven juez Denis, un negro americano llegado hacía poco de Harlem a la Costa de Marfil:
-En mi carácter de
sacerdote católico de la Iglesia de Liberia debía aconsejarle a usted que no
hiciera ahorcar al niño Tul; pero antes de permitirme interceder por el pequeño
antropófago, le recordaré a usted lo que le sucedió a un juez que tuvimos hace
algunos años, el doctor Traitering.
"El doctor
Traitering era americano como usted. Fue un hombre recto, aunque no se
distinguió nunca por su asiduidad a la Sagrada Mesa. No.
Sin embargo, trató de eliminar muchas de las bestiales costumbres de nuestros
hermanos inferiores, y únicamente el señor presidente de la República y yo
conocemos el misterio de su muerte. Y ahora lo conocerá usted."
El doctor Denis se
inclinó ceremonioso. Era un negro que estaba dispuesto a hacer carrera. El
sacerdote encendió su pipa, llenó el vaso del juez con un transparente
aguardiente de palma, y prosiguió:
-El señor Traitering era
nativo de Florida, y, como usted, vino aquí, a Liberia, nombrado por la
poderosa influencia de una gran compañía fabricante de neumáticos. Nosotros
hemos conceptuado siempre un error nombrar negros nacidos en tierras extrañas
para regir los destinos del país de una manera u otra, pero la baja del caucho
obliga a todo...
El doctor negro sonrió
obsequioso, y haciendo una mueca terrible ingirió el vasito de aguardiente de
palma. El sacerdote continuó:
-Yo he sentido siempre
que el hombre de color, extranjero en este país, está desvinculado del clima de
la selva y de la tierra. Y
cuando menos lo espera, se encuentra enganchado por el engranaje del misterio
bestial que en todos nosotros ha puesto el demonio, siempre en acecho del alma
animal de estos pobrecitos salvajes.
El doctor Denis volvió a
sonreír con obsequiosa máscara de chocolate, y el sacerdote, sirviéndole otro
vasito de aguardiente de palma, prosiguió su relato:
-Hace cosa de siete años
se produjeron numerosas desapari-ciones, que, con toda razón, supusimos de
origen criminal. Niños y doncellas, a veces hasta hombres robustos, salían de
sus chozas para no regresar. Las poblaciones de Krus comenzaron a sentirse
alarmadas; al caer la tarde, frente a las cabañas, las mujeres miraban
impacientes los desiertos caminos, temiendo por la desaparición de los suyos.
Se iniciaron investigaciones, se ofrecieron premios, y finalmente un esclavo
mandinga reveló que había sido invitado a una fiesta en el bosque que está más
allá del rápido de Manba. Se destacó una compañía de gendarmes, y una noche
pudo detenerse a una banda compuesta de cuarenta hombres que danzaban en torno
de una muchacha de la tribu de De, listos ya para sacrificarla. Algunos de los
criminales estaban cubiertos de orejudas máscaras de madera; otros, embozados
en pieles de fieras. Había entre ellos hombres de la tribu de los gbalín, para
quienes la antropofagia es familiar, y también un niño de Kwesi, de brazos
largos y piernas cortas que parecía un pequeño gorila. Todos confesaron sus
delitos -habían devorado vivas a muchas personas, pero no había uno solo de
ellos que no alegara que cometía estos crímenes cuando se había metamorfoseado
en una bestia...
-Sugestión colectiva
-murmuró el negro doctor.
El sacerdote volvió su
mirada hostil al pedantesco congénere, y el doctor Denis comprendió que le
convenía disimular su sabiduría materialista, y para hacerse perdonar la
indiscreción repuso:
-La declaración del niño,
¿coincidió con la de los mayores?
-Sí. El niño Gan alegó
que cuando bailaba con los otros hombres en el bosque a medida que danzaba
sentía que se iba meta-morfoseando en una hiena. Traitering condenó a esos
cuarenta criminales a la horca; su sentencia se ejecutó, y los cuarenta
caníbales fueron colgados de las ramas de los árboles en los caminos que
conducían a Monrovia. El único que se libró de ser ejecutado fue el niño Gan,
debido a su corta edad: doce años.
"Cuando el juez
Traitering me expuso sus escrúpulos, yo me manifesté de acuerdo con él. No era
posible ahorcar a una criatura de doce años. Pero Traitering estaba
personalmente interesado en el caso. Pensaba escribir un libro sobre costumbres
de nuestros negros, de modo que condenó al niño a prisión perpetua. Pronto
olvidamos todos a los cuarenta ahorcados. En este país hay demasiado trabajo
para disponer de tiempo para pensar en muertos, y dos meses después de aquel suceso,
estando yo una tarde en este barandal, mirando como mira usted al elefante de
mister Marshall, brusca-mente apareció el doctor Traitering.
"Creo haberle dicho
a usted que el juez era un hombre alto y robusto, de ojos saltones y miembros
pesados. Pero ahora, su pie, como un traje excesivamente holgado, colgaba sobre
la agobiada percha de su osamenta. Me miró tristemente, como un gorila cuando
se siente enfermo del pecho, y me dijo:
-Padre, tengo algo muy
grave que conversar con usted.
"Quiero advertirle,
doctor Denis, que el juez Traitering no era un hombre religioso ni mucho menos.
Sin embargo, me di cuenta de que se trataba de un caso importante, y dejando de
ocuparme del elefante de mister Marshall, hice sentar al juez donde está usted
sentado, le ofrecí un vaso de aguardiente y me quedé callado, esperando su
confidencia.
"Traitering lanzó un
largo suspiro, pero permaneció en silencio. Yo no abrí la boca y volví a
ocuparme de los chicos de mister Marshall, que jugaban en torno de las patas
del elefante. Finalmente, el juez Traitering, después de lanzar otro suspiro,
me dijo:
"-¿Se acuerda,
padre, de los cuarenta ahorcados?
"Francamente, yo ya
no me acordaba. Por eso le respondí un poco aturdidamente:
"-¿Qué pasa? ¿Han
resucitado?
"Traitering sonriose
débilmente:
"¡Ojalá hubieran
resucitado! ¿Recuerda usted, padre, que me aconsejó que indultara al niño?
"Efectivamente, yo
no podía negar que le había aconsejado que indultara al pequeño Gan.
"-Sí, sí... ¿Qué es
de ese huérfano?
"-Lo he asesinado
ayer, padre.
"Me quedé mirando
atónito al juez Traitering. ¡Había asesinado al niño!
"-¿Por qué ha hecho
eso? -terminé por preguntarle. ¿Por qué lo asesinó?
"¡Ah, padre...,
padre!... -Y el juez Traitering se echó a llorar como una criatura. No se imagina
usted la calidad de monstruo que era ese niño. Si le hubiera hecho ahorcar en
compañía de los otros, no estaría yo aquí. No.
"A mí se me partía
el alma de ver llorar a un hombrón tan recio. Traté de consolarlo, y le serví
un vaso de aguardiente. (Aquí el padre aprovechó para servirse otro y llenarle
el vaso al doctor Denis.)
"¿Qué ha pasado? -le
dije.
"Finalmente, el juez
Traitering comenzó a relatarme su desgracia.
"¡Santo nombre de
Dios! Y después hay gente que duda de la existencia del demonio. He aquí lo que
contó el infortunado:
"-Un mes después que
hice ahorcar a los cuarenta antropófagos del rápido de Manba recordé que en la
cárcel permanecía encerrado el niño Gan, y como disponía de tiempo resolví
tomar apuntes respecto al proceso en que el niño declaraba sentir que se
metamorfoseaba en hiena. Una tarde le hice traer a mi oficina. Un soldado me
entregó al niño, y yo quedé solo con él en mi despacho
"-¿Estarás contento
de haber salvado la piel? -le dije al chico en dialecto krus.
"El pequeño caníbal
no contestó palabra.
"-¿No quisieras
ahora un trozo de carne humana? -le pregunté.
"Gan continuó en
silencio. Yo insistí:
"-Si me cuentas cómo
hacías para convertirte en hiena te daré un trozo de carne de mandinga (los
mandingas son recios enemigos de los kwesi) y una botella de aguardiente.
"Gan no abrió la boca Continuaba
mirándome fijamente, y cuanto más él me miraba más simpatía experimentaba yo
hacia él. Se iba formando un lazo de amistad secreta entre nosotros. Quizá por
mis venas también circulara sangre de negro kwesi, pensé. Y entonces poniéndome
de pie, me acerqué a Gan e intenté pasarle la mano por la cabeza; pero Gan se
retiró velozmente, y encogiendo el labio superior se quedó mostrándome los
dientes como una fiera que quiere morder. ¡Ah, padre! Yo no sé qué pasó en
aquel momento por mí; recuerdo perfectamente que no sentí ningún desagrado por
ese gesto bestial, sino que riéndome también yo fruncí los labios, mostrándole
los dientes al caníbal. Entonces Gan apoyó las manos en el suelo y comenzó a
andar ágilmente en cuatro pies rozándome las pantorrillas con el flanco; yo
experimenté un sobresalto terrible, me precipité a la puerta, la cerré con
llave, y apoyando las manos en el suelo, también me puse a caminar como una
fiera. Y el niño lanzaba gruñidos y yo le imitaba y ambos parecíamos dos fieras
que no se resuelven a reñir.
"-¿Es posible?
-interrumpí asombrado.
¡Ah, padre! ¡Vaya, si
es posible! Lo único que recuerdo es que en aquel momento experimenté un placer
vertiginoso en degradar mi dignidad humana. Además, sentía un deseo tan
violento de morder, que creo que hubiera terminado por despedazar a Gan. Él
gruñía sordamente como una hiena acorralada. En aquel momento alguien llamó a la puerta. Gan corriendo
siempre en cuatro pies, se ocultó detrás de mi escritorio; yo despaché al
soldado que había traído al muchacho. La verdad es que en aquellos momentos
sólo me animaba un propósito. Después que el soldado se hubo alejado, le dije a
Gan:
"-Esta noche iremos
al bosque.
"Gan movió la cabeza
asintiendo.
"Entonces dejé al
niño encerrado, me eché la llave al bolsillo y salí. Estaba afiebrado de
impaciencia. Marché hacia el malecón, paseé por las orillas del lago; esperaba
que la vista del agua y de las embarcaciones me calmarían, pero el cuadro de
civilización del puerto me causó repulsión. Ansiaba vehementemente volver a la
selva, convertirme en una bestia. Cuando la última luz de Krutown se hubo
apagado, entré en el escritorio, tomé a Gan de una mano y lo hice subir a mi
automóvil. Rápidamente dejamos atrás el cementerio de los krus, los cauchales.
Finalmente llegué a un claro del bosque, oculté el automóvil bajo una cortina
de lianas y dije a Gan:
"-Haz la hiena.
"Una luna llena
iluminaba el camino; Gan apoyó las manos en el suelo, y yo lo imité. A poco de
iniciado este juego comenzamos a gruñir, luego nos afilamos las uñas en el
tronco de los árboles, hasta que, cansados, nos echamos en el polvo del camino.
Juro, padre, que en aquel momento sentí que tenía cola. No hablábamos.
"Sabíamos" que esperábamos a alguien. Nada más. Pero ese alguien no
llegaba. La noche estaba muy avanzada, la selva se había poblado de mil ruidos,
y no llegaba nadie, cuando de pronto escuchamos el silbido de un hombre, una
sombra se movió en el camino, y cuando el hombre estuvo cerca de nosotros, Gan
saltó sobre él, le tiró al suelo y le desgarró la garganta de un mordisco. Fue
una escena vertiginosa, casi incomprensible... Dispénseme, padre, de narrarle
lo que hicimos después. Yo me sentía tigre; al amanecer me sorprendí con mi
conciencia de hombre vuelta a un cuerpo completamente manchado de sangre. Gan
con la cara aplastada en la hojarasca, dormía su hartazgo espantoso.
"Desperté a Gan, nos
lavamos en un arroyo y volvimos a Monrovia. Devolví el caníbal a la cárcel: yo
estaba horrorizado de la experiencia, creía que sería la última; pero pocos
días después la tentación se presentó tan enorme y dominante, que hice traer a
Gan de la cárcel, aguardé la noche, y en su compañía nuevamente volví al
bosque.
"Desde entonces mi
vida ha sido un infierno. Remordimientos y crímenes. Finalmente me resolví.
Ayer, en compañía de Gan, fui al bosque, y allí lo maté de un tiro. Y ahora
estoy aquí, padre, para pedirle la absolución de mis pecados y el perdón,
porque me mataré. Es necesario que aproveche este intervalo de lucidez para
exterminarme, antes que vuelva la horrible tentación a lanzarme al bosque en
busca de víctimas..."
El sacerdote negro calló,
y Denis se quedó mirándolo. Luego murmuró:
-¿Qué hizo usted, padre?
-Comprendí que el juez
Traitering tenía razón de querer matarse. Él no quería destruir el hombre que
llevaba en sí, sino a la fiera despierta en él. Lo confesé, le di la absolución
y le dejé marcharse.
Algunas horas después, un
muchacho del puerto trajo la noticia de que el juez Traitering se había
ahogado.
Los dos hombres callaron.
Los niños de mister Marshall habían dejado de jugar en torno de las patas del
elefante. El sacerdote negro bebió su quinta copa de aguardiente de palma, y le
dijo al flamante juez:
-Yo no le aconsejo que
haga ejecutar al pequeño caníbal que usted tiene que juzgar, pero que esta
historia le sirva para ponerse en guardia, que jamás bebió vino ni mordió
carne.
No hay comentarios:
Publicar un comentario