La disciplina de la tripulación se
relajó por completo. El zapatero redimido del tirapié, el guarda-agujas, el
despensero y el cocinero organizaron una francachela monstruosa en el
departamento de máquinas. Los cánticos y sus voces subían desde las entrañas
del buque, como un coro infernal del centro de la tierra. Cuando el
primer maquinista quiso intervenir casi le rompen la cabeza con una pala
carbonera.
No marchaban mejor las cosas en
otros buques. El "María Eugenia", que traía una tercera clase
abundante, fue teatro de diversos excesos. Un grupo de árabes se acuchilló con
un grupo de judíos; el segundo maquinista de guardia tuvo que matar a balazos a
un fogonero enloquecido de terror; el señor Ralp, un comerciante de la isla de
Aoba, asesinó a su mujer y luego se arrojó a las aguas.
Amaneció un segundo día de horror.
Como los marineros del "Blue Star" habían abandonado sus tareas, el
buque parecía una pocilga. Donde se ponía el pie se tropezaba con montones de
basura; una sección de la carga, compuesta de carne congelada, debido a que el
servicio frigorífico estaba abandonado, comenzó a heder espantosa-mente.
Parecía que llevábamos un cargamento de cadáveres. La desmoralización se hizo
tan ostensible que todos terminamos por armarnos con lo que teníamos a mano,
pues no sabíamos si la muerte debía llegarnos de la mano de los hombres o del
furor de los elementos.
¿Qué diré de nuestra gente? El
conde de la Espina, harto de esperar a la muerte y más harto de leer versículos
en la Biblia, atentó contra el pudor de la señora escocesa. La señora escocesa
se defendió tan vigorosamente con un paraguas que el pobre conde salió de la
reyerta con un ojo reventado. Miss Mariana, en cambio, atacada de una repentina
sed de castidad suspendió su compromiso de amor con el radiotelegrafista.
Arrodillada en compañía de miss Herder en un rincón del comedor oraba en voz
alta, mientras que la señora de Rosemberg, el caballero peruano, su mujer y sus
tres cuñadas, formaban un grupo que lanzando alaridos sincrónicamente se
golpeaban el pecho como si suplicaran a los cielos que descargaran sobre ellos
toda su cólera. Annie, insensible a todo consuelo, permanecía inmóvil en un
rincón de su camarote, la vista fija en el vacío, teniendo asida una mano de su
madre, que a cada cuarto de hora se incorporaba en la litera y aullaba:
-¡Dios mío, dime quién soy, Dios
mío!
Nunca me olvidaré de un caballero
pelirrojo, comisionista de motores y artefactos eléctricos. Munido de un hacha
había despedazado por completo la puerta de su camarote; cada tanto arrojaba un
trozo de madera a las aguas y apoyado en la pasarela se quedaba mirando cómo el
trozo de madera acompañaba al buque en su carrera circular. Otro, en el
comedor, inmovilizado como un sonámbulo frente a una brújula de bolsillo,
seguía con ojos de enajenado el lento rodar de la aguja magnética. Una mujer
desmelenada como una furia, con el vestido rasgado sobre el pecho permaneció
ocho horas aferrada a un mástil, fija la mirada en aquel redondo espejo de
plata, pulimentado por la implacable claridad que caía de los cielos. Luego se
desplomó. Estaba muerta.
El bramido de la lejana catarata se
hacía cada vez más cercano. El sol ardía en el cielo como un alto horno que
vomita haces de llamaradas. El médico, el pintor Tubito y el traficante de
alcaloides, rabiosos de sol, de alcohol y de desesperación quisieron secuestrar
a miss Mariana y a miss Herder, pero el telegrafista tumbó a balazos al médico
y al señor Tubito. El traficante de cocaína se retiró mansamente a la
enfermería dedicándose a cuidar al conde de la Espina y Marquesi, que con su
ojo vaciado deliraba lamentablemente. Durante su delirio reveló un
ingeniosísimo plan de estafa que tenía proyectado con otro cómplice en
perjuicio del Banco Canadiense de Venezuela.
Sobrevino un atardecer rojo. La
banda de malsines continuaba su fran-cachela en el fondo del compartimiento de
máquinas. Se habían desnudado por completo; fue menester cerrar con candado la
verja que daba entrada al compartimiento para evitar que aquellos salvajes se lanzaran
al puente y cometieran desafueros.
El caballero peruano, su mujer y
sus tres cuñadas, miss Herder, miss Mariana, el pastor y su esposa y la
agraviada señora escocesa se procuraron unas velas no sé dónde. El caballero
peruano extrajo de una de las maletas de sus cuñadas un tremendo crucifijo de
oro y organizando una peregrinación por los puentes se pusieron en marcha al
son de la canción: "¡Oh, María, madre mía, etcétera, etcétera...!"
Tras de la reja del departamento de
máquinas, los brigantes desnudos, al pasar la procesión, le gritaban increíbles
obscenidades, pero las devotas y sus acompañantes continuaron imperturbables.
El telegrafista abría la marcha con un cirio en una mano y el revólver en la
otra.
El hijo del emir de Damasco,
postrado en el puente que se extendía frente a la timonera, batía el suelo con
la frente al mismo tiempo que oraba la "oración del Miedo". Y en el
instante mismo en que la procesión llegaba a popa, resonó furiosamente en el
comedor el gong y el contrabandista de cocaína apareció gritando:
-¡Aviones, llegan los aviones a
salvarnos!...
1.019. Alt (Roberto)
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