Volvíamos, Sulpicio y yo, del
entierro de nuestro amigo Eusebio Agreda, comentando, lo mismo que
probablemente harían todos los demás acompañantes, aquella tragedia, aquel
suicidio rabioso, desdeñoso, como de quien no sólo se despide de la vida, sino
que la rechaza y pisotea, según quisiéramos pisotear a la mujer que nos engañó
y desfloró nuestras esperanzas divinas. Eusebio Agreda no se había contentado
con el tiro en el oído: antes de apoyar en el hueco del canal auditivo el arma,
tenía en el cuerpo una dosis de láudano capaz de matar a un toro. Y en su
habitación, como siempre ordenada y elegante, donde la chimenea de gas
permanecía encendida y se marchitaban en un búcaro lilas blancas y claveles
rosa, no se encontró ni el menor papel que encerrase un adiós, una explicación,
un recuerdo para nadie...
¿Causas? Sulpicio ni las presumía;
yo menos aún, porque en la última temporada apenas había visto a Eusebio sino
en el teatro, y sin observar en él nada de particular. ¿Enfermedad? La autopsia
desmentía esta hipótesis. ¿Ruina? La testamentaría probó después lo que no
ignorábamos: Eusebio conservaba intacto su saneado capital. ¿Amoríos? Muy
secretos tenían que ser; ni rastro distinguíamos de ellos, y el amor es como el
fuego: siempre lo delata, cuando menos, la humareda...
-No te quepa duda -afirmó
Sulpicio. Eusebio se ha matado sencillamente por no poder resistir la vida, de
la cual estaba ahíto.
-Pero ¿lo comprendes? -objeté yo.
Desde que concedemos que no faltaban salud, dinero, juventud, posición
social...
-¡Bah! -insistió Sulpicio,
encogiéndose de hombros-. No parece sino que estamos hablando de matemáticas, y
que al tanto ha de corresponder
el cuánto... Hablamos de lo más
ilógico, de lo más imprevisto y extraño, la situación de un alma ante el deber
de vivir. ¿Quién sondeará esas profundidades? ¿Te figuras que basta decir: «Era
rico, sano, joven», o que descifraríamos la obscura cláusula diciendo lo
contrario: «Era un miserable, un moribundo, la escoria de la humanidad»?
Pensativos, separados ya del
séquito, recorríamos a pie el camino festoneado de olmos que nos conducía desde
el cementerio a la ronda. Hacía fresco; el sol era benigno; no teníamos prisa
de internarnos en Madrid. Íbamos haciendo de esas paradas que indican el
interés y la intimidad de un coloquio.
-Acuérdate de Job -exclamó
Sulpicio. Aquel israelita que se raía con un casco de teja la podre de las
llagas, ¿cómo no pensó en el decisivo movimiento, mucho menos repugnante, que
le podía redimir?
-Es que entonces..., en los tiempos
de Job..., la humanidad se encontraba más sumisa a las fatalidades... Hoy somos
rebeldes; no queremos que nos sentencien, desde arriba, a cadena perpetua y a
incesante tortura...
-Sentémonos en este banco de piedra
-propuso Sulpicio al entrar en una de las glorietas solitarias a que los
caminos de la ronda confluyen-. Fumaremos... La Humanidad no ha variado.
¿Quién más rebelde que Prometeo? ¿Quién más satánico que Caín? ¡Nada podemos
inventar o descubrir, ni aun en el vasto continente mental o sentimental!
Probablemente acabamos de ver depositar en lugar sagrado (donde le admitieron
por piadosa superchería de una hermana que sería capaz de pegarse otro tiro si
a su hermano le sepultan en el cementerio civil) a un cainita, a uno de la casta insumisa e impaciente... Pues bien, a
Job yo le he conocido, le he dado limosna, y trabajo me costó, ¿entiendes?,
porque soy muy mal cristiano, y mi Job, como el de la Biblia era leproso.
-¡Qué de reflexiones me sugirió
aquel infeliz! -continuó Sulpicio, echando cuidadosamente a su boquilla de
ámbar y espuma el humo, a fin de culotarla por igual.
Era en los baños de T*** donde los
propensos a neurastenia encontramos enérgico reconstituyente, pero donde se
aglomeran enfermos de otros males... que sublevan el estómago. Sin poderlo
remediar, sin ser pedante, se vuelve uno filósofo allí. Filósofo... o místico,
según la hechura interior de cada cual...
Los pobres que no tienen para pagar
la estancia en la fonda van hacinándose en una especie de hospitalillo, y mejor
diríamos un antro. Allí se les encuentra apretándose unos contra otros, y a
semejanza de las ovejas sarnosas en el aprisco, confundiendo sus lacerías.
Pues tan triste y repulsivo como es
el asilo aquel, aún hay clases, aún hay excluidos. A mi Job no le admitían, y
justamente por eso me enteré de su historia.
Soy algo curioso; donde estoy lo
registro todo, y un día se me ocurrió meterme en una barraca aislada, donde se
guardan las bombas para extraer el agua de los baños. No tiene ventanas, pero
el aire y la lluvia entran a su albedrío por las junturas de la tablazón. Allí,
sin más cama que el suelo húmedo, entre desechos de metal cubiertos de orín,
yacía una criatura humana. Se incorporó al verme; era un mendigo de alta
estatura; le cubrían la mitad del rostro trapos de color indefinible. No tuve
tiempo de decirle nada; el administrador del balneario exhalaba desde fuera,
llamándome, gritos desesperados.
-¡Salga usted de ahí! ¡Véngase,
véngase!
Al saber la causa del alboroto,
confieso que por dentro me anduvo la procesión. En este siglo, a pesar de tanto
como nos baquetea la ciencia médica vulgarizada, asusta el nombre de la
antigua, horrible afección oriental. Y en toda la mañana pude pensar en otra
cosa, y el pensamiento era de los que quitan el humor para rato.
A la tarde, en el pinar, cerca de
la playa, vi venir hacia mí al mendigo, solo, alto, entrapajado, cubierto, a
pesar del calor, con una capa andrajosa de paño grueso. Me alargó una mano
muerta, que salpicaban placas blanquecinas. El deseo de saber qué se agitaba en
aquel espíritu fue más poderoso que la grima y el temor.
-¿Eres de muy lejos? ¿Estás enfermo
desde hace muchos años? ¿Tienes familia?
-De la raya de Portugal. Estoy así desde una vez que fui a la siega
y cogí un soleado muy
grandísimo... Tengo mujer y una hija mocita y un hijo que sirve al rey. La
mujer y la hija allá van en Oporto.
-¿A qué?
-¡A ganarse la vida! Yo ya no puedo
trabajar; ando a pedir limosna.
-¿Nadie te cuida?
-Nadie, señor. ¿Y quién me ha de
cuidar? ¿Y para qué? Este mal no tiene cura, y dicen que se pega.
Sentí un frío sutil en los huesos y
un deseo cruel, reprobable, de ahondar en un alma probablemente tan llagada
como el cuerpo.
-Pues son unos bribones -le
contesté fingiéndome indignado- en abandonarte como a un perro, cuando te ven
así. Sobre que Dios te manda una enfermedad tan horrorosa, va tu familia y te
deja pudrirte en un rincón.
El desventurado, al pronto, no
replicó palabra. Su cerebro debía de ser lento en combinar las ideas. Al fin,
con esa extraña voz de los que tienen lacerados la garganta y el paladar,
murmuró al través de sus vendas de trapo maculado y gris:
-No, señor, no son bribones. Se
buscan la vida por su lado y yo por el mío. En buen hora lo diga, hasta hoy
nunca me faltó para comer y para un trago y un cigarro. Voy pasando el tiempo;
no me quejo, y en este mundo no hay nadie sin aflicciones. Este mundo no es la
gloria, ya se sabe. Y en desde
que tomo el baño quiere parecer que tengo mejoría.
-¿Hemos de decir la verdad? -añadió
Sulpicio, levantándose y extrayendo de la boquilla el resto del consumido
cigarro-. Era infinitamente más digno de lástima el que hemos acompañado hasta
el nicho...
Blanco y Negro, núm. 604, 1902
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
No hay comentarios:
Publicar un comentario