No es secreto de confesión -dijo el
padre Morata, que si lo fuese, callaría, aunque se hayan muerto ya todos los
que intervinieron en la doliente historia. La protagonista me pidió consejo y
me hizo confidencia, enseñándome la llaga horrible de su corazón... y estos
casos pueden referirse; sobre todo, a personas que ni por conjetura han de
adivinar nombres.
Llamaré a aquella desventurada
Artemisa, por una analogía de situación que acaso no exista, sino en mi
espíritu... Artemisa, pues, se casó, no muy joven, sino en la edad en que ya el
dragón de las pasiones ronda a la mujer. Iba a cumplir los treinta, y era rica,
libre y muy inteligente, además de hermosa. Eligió a su gusto, y cuando
emprendieron marido y mujer el viaje de novios, se podía afirmar que llevaban
consigo todas las probabilidades de ventura que humanamente pueden sumarse.
Regresaron, y yo, que les había
dado la bendición nupcial porque el padre de Artemisa se contó entre mis
mejores amigos, les visité por cortesía. Me enseñaron la casa, magníficamente
alhajada, y el taller del marido, que era artista pintor y a quien nombraré
Luis. Me parecieron enamorados y hasta extremosos en las recíprocas finezas,
por lo cual -lo declaro paladinamente- temí por su porvenir, pues he notado, y
es una de las observaciones que determinaron mi vocación al estado religioso,
que donde entra el amor salen por otra puerta la paz y la escasa dicha que nos
está permitido disfrutar en este mundo. Como he tenido allá antaño mis aficiones
a leer versos, y hasta a componerlos, recuerdo lo que dice un poeta
desconocido, Luis de Vivero, del traje que gastan los enamorados:
«Un jubón sin alegría,
un sayo de desear
y una capa de pesar
que me traigo cada día...»
En efecto, me había parecido notar
en la cara de Artemisa, a pesar de todas las vehemencias y derretimientos que
caracterizaban su estado, cierta ansiedad, cierto falso regocijo nervioso, una
inquietud, que no respondía a la idea de un contento sereno y sin nubes. Como
pocos días después me invitase Artemisa a tomar, por la tarde, chocolate y un
poco de almíbar, y estuviésemos solos, me contó su pena: eran celos, celos sin
objeto, porque Luis no hacía nada que a celos diese motivo...
-Creo que por lo mismo sufro más
-añadió la esposa. Si tuviese celos de algo determinado, me curaría o me
moriría o le mataría a él... Perdone usted, padre, no sé lo que digo... No
estoy en el confesionario.
-Allí no te permitiría hablar de
ese modo; tendrías que ofrecer enmienda de tales propósitos si eran verdaderos
y no una afectación involuntaria de tu espíritu, como sucede a veces, respondí
gravemente.
-¡Qué más quisiera yo que
arrepentirme de esto! -murmuró Artemisa. Si es como una maldición, padre. A
sospechar que el amor, el más lícito, el más natural, tiene este contrapeso...
creo que me hago monja. Lucho y padezco lo que usted no se imagina para vencer
la locura y disfrutar el bien de amor sin miedo a que me lo roben, pero no lo
consigo. Y por temor a hacerme odiosa, por no parecer ridícula y antipática
asegurando así la pérdida que temo, disimulo, me violento, escondo mi alma a
Luis... ¿Le parece a usted poca amargura? ¿No poder ser franca, no poder decir
la verdad a quien más se quiere? ¡Mi alma está cerrada para su propio dueño!
¡Nuestras almas no se confunden la una con la otra!
-El alma no encuentra nunca su
reposo en el amor humano..., respondí a la queja de la desgraciada mujer, cuyo
rostro expresaba bien la sinceridad de su desesperada querella.
Pasaron dos años sin que volviese
Artemisa a hacerme confidencias, hasta que un día, por un párrafo de periódico,
supe que se encontraba «delicado de salud» su esposo Luis. Me di prisa a
visitarles. La primera vez sólo hablé con Artemisa breves momentos, lo
suficiente para saber que, en efecto, era cosa seria la enfermedad del joven
artista. La segunda, el pintor dormía un sueño de modorra, y Artemisa me llevó
a una habitación retirada, creo que su propio tocador, y allí, deshecha en
lágrimas, retorciéndose las manos, me enteró del caso psicológico... Confieso
que al pronto una idea atroz cruzó por mi mente.
-¿Qué es eso, Artemisa? -pregunté
con severidad terrible. ¿Has sido capaz de hacer algo para que enferme tu marido...?
-No... -murmuró ella. Nada hice...
Pero no se alegre usted, no se alegre... Si es peor lo que pasa.
-¿Peor...? Estás trastornada con el
sentimiento, hija mía... ¿Peor que eso...? ¿Es que le cuidas mal, que no te
dedicas a asistirle como es tu deber?
-Le cuido noche y día... ¿No ve
usted mis ojos, no ve usted mi cara?
En efecto, pude observar que se
encontraba demacradísima, con todo el aspecto de una persona que ni descansa ni
duerme y que consagra su tiempo a una tarea penosa.
-Entonces, ¿qué te sucede? Vamos a
ver si sigue haciendo de las suyas la pícara imaginación.
-¡Ah! No, no es la imaginación...
Eso creí yo al principio, y repetía: «Locura, fantasía, no es verdad, yo no
siento así...». Un día tras otro no he tenido más remedio que ver claro;
ninguna duda puede caberme... Oiga usted bien -añadió temblando. ¡El caso
horroroso es que yo... yo deseo la muerte de Luis!
-¡Delirio!
-¡Realidad! La deseo con todas mis
fuerzas... con todo mi corazón... a cada momento... Cuando le sirvo las
pociones; cuando le enjugo el sudor; cuando le acaricio; cuando le sonrío para
decirle que está mejor, que tiene mejor cara... la idea dentro de mí se alza,
crece, me domina. Al morir Luis, mueren mis celos, muere mi tortura, se afirma
mi seguridad de que no me hará traición. Mío sólo su recuerdo, mías sus
cenizas, mío su retrato... Un culto ardiente, pero dulce, tranquilo, a su
memoria. La víbora que he llevado enroscada desde los primeros días de nuestro
casamiento, cesará de morderme... Y cuando viene el médico del cuerpo, al
preguntarle con una ansiedad que él interpreta de otro modo, «¿hay
esperanza...?», el torpe no sabe comprender con qué estremecimiento interior de
gozo le veo mover la cabeza de un modo fatídico...
Y Artemisa sollozaba, se arrastraba
por el suelo a mis pies...
No sé que le dije; agoté los
consuelos, las reprimendas, toda mi elocuencia de amigo y de sacerdote... Fue
inútil, porque ella, o no podía o no quería arrepentirse, y si estuviésemos en
el tribunal donde la misericordia del cielo baja a la tierra, yo no podría
extender los dedos para absolverla con palabras de perdón... Huí de la casa y
de la mujer en cuyo espíritu había penetrado Belial, el demonio de la pasión
egoísta... Antes de salir la dije:
-Tú no amas a ese hombre, tú no le
has amado nunca, tú no sabes lo que es amor.
-¡Ojalá...!
La interjección sonó como un gemido
del infierno... Poco tardé en saber la muerte de Luis. ¿Qué fue de Artemisa...?
No quise verla. Se ausentó de Madrid, se encerró en una finca que poseía allá
en tierras de Levante, y dicen que llevó vida ejemplar, retirada y caritativa. Hizo
trasladar allí los restos de su marido... ¡Dios haya perdonado a la infeliz!
«Blanco y Negro», núm. 859, 1907
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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