Mi amigo Luis Cortada es hombre de
humor, aficionado a faldas como ninguno. Aunque guarda la reserva que el honor
prescribe, sus dos o tres compinches de confianza conocemos sus principios y
modo de entender tales cuestiones. «El amor -sostiene Luis- debe ser algo
grato, regocijado y ameno; si causa penas, inquietudes y sofocos, hay que
renegar de él y hacerse fraile.» Cuando le hablan de dramas pasionales se
encoge de hombros, y declara desdeñosamente:
-Los que ustedes llaman enamorados
no son sino locos, que tomaron esa postura en vez de tomar otra. Podían buscar
la cuadratura del círculo o el movimiento continuo; podían creerse el sha de
Persia o el Kaiser; podían suponer que guardaban en una cueva millones en oro y
pedrería... Prefieren figurarse que en su alma existe un ideal sublime, que les
eleva al quinto cielo, que nadie como ellos ha sentido, y por el cual deben
sufrir, si es necesario, martirio, muerte y deshonor. ¿Dónde cabe mayor
insania? Y lo más terrible es que esa clase de dementes andan sueltos. No,
conmigo eso no va. Adoro a las mujeres..., pero soy muy justo y las adoro a
todas por igual, sin creer en la divinidad de ninguna.
Hay que suponer que el sistema de
Luis era el mejor, pues las mujeres se morían por él.
No se sabe qué hechizo existía en
aquel muchacho, ni muy guapo ni muy feo, de cara redonda y fino bigote castaño,
de ojos alegres y frente muy blanca, en la cual el pelo señalaba cinco
atrevidas puntas. Sin que él se alabase jamás de sus triunfos, nos constaban,
y, en nuestra involuntaria y poco malévola envidia, los atribuíamos a aquella
misma constante ecuanimidad y confianza en sí mismo, a la indiferencia con que
pasaba de la rubia a la morena, sin concederles el tributo de un suspiro cuando
se rompía el lazo. «Este chico -repetíamos- tiene música dentro.»
Me llamó la atención ver que de
pronto Luis perdía su jovialidad, andaba cabizbajo y mustio, y hasta, a veces,
inquieto y hosco. Yo era, de los de la trinca, el más íntimo, el que le veía diariamente,
o en su casa o en la mía, y no pude menos de preguntarle, atribuyendo el
fenómeno al inevitable amor, que al fin, llegada la hora, le hubiese cogido en
sus redes de oro y hierro. La hipótesis le sublevó.
-Te prohíbo -me dijo severamente-
que dudes de mi cordura... Sólo que, entérate: eso de la pasión y demás
zarandajas tiene, entre otros encantos, el de que lo mismo puede dañar el
padecerlo como el hacerlo sentir... Igual fastidia querer o ser querido... ¿Te
has enterado? Y mutis.
-Como tú eres tan listo para
mudarte de casa, no creí que te dejases coger en ninguna ratonera...
-Yo me entiendo... -repuso él,
fruncido un ceño receloso sobre los ojos, que habían perdido su expresión
regocijada.
Pasaba esta conversación en mi
despacho, donde Luis, nerviosamente, había encendido y tirado casi enteros
hasta tres excelentes puros. En su visible estado de agitación, sacaba la
petaca, la dejaba sobre la mesa, volvía a guardarla, se tentaba el bolsillo y,
en suma, ejecutaba movimientos inconscientes, reveladores de distracción
profunda. Momentos así son los que aprovechan los ladrones llamados descuideros para quitar el reloj o la
cartera a sus víctimas. Tal pensamiento fue el que se me ocurrió cuando,
minutos después de haberse marchado Luis, vi que sobre mi mesa-escritorio se
había dejado no la petaca, sino la cartera misma, que era de igual cuero y
tamaño, y, sin duda, en su trastorno, confundió con ella.
Lo delicado -lo reconozco, señores-
hubiese sido coger esa cartera y guardarla bajo llave sin mirarla. Pero la
conciencia y la delicadeza también tienen sus sofismas, y yo me di a mí mismo
la excusa de que no me proponía otro fin, al ser indiscreto, sino tratar de
saber lo que preocupaba a mi amigo, para venirle en ayuda. Y tomé y abrí la
cartera, que contenía un fajillo de billetes, y, en el otro departamento,
papeles doblados y un retrato de mujer.
-¡Calle! -exclamé. ¡La señora de
Ramírez Madroño!
Era, en efecto, la esposa del
riquísimo industrial, rubia bastante bonita, aunque de una fisonomía a veces
extraña, unos ojos que relumbraban o se apagaban como gusanos de luz, y una
cara larga y descolorida, como efigie de marfil antiguo. ¡Vaya, conque también
ella! ¡De fama tan limpia! ¡Y nosotros, que ni aun por coqueta la teníamos!
¡Este Luis! Nada, que llevaba dentro, no ya música, una orquesta entera...
No es fácil detenerse cuando ha
empezado a despertarse la curiosidad. Mis ojos ávidos recorrieron los
billetitos en que la mano parecía haber dejado candentes surcos..., cuando, en
lo mejor de la exploración, pegué un salto en el sillón giratorio y solté una
exclamación sin forma, como se hace cuando se está solo... Acababa de leer un
párrafo: «Alma mía, ya se notan los efectos... Todo obstáculo entre nosotros
debe desaparecer..., y pronto desaparecerá. Envíame otro paquetito como los anteriores...»
Tan horripilado me quedé, que ni
aun advertí que habían llamado a la puerta, ni que un hombre se precipitaba en
mi despacho. Era él, era Luis, descompuesto, con los ojos saltándosele, la
respiración ahogada. Yo, a mi vez, me quedé aturdido. No podía dudar de que me
hubiese visto leyendo. ¡Qué plancha!
Pero, con asombro, noté que Luis, en vez de conservar su actitud del primer
momento, poco a poco iba modificándola, adoptando la de un hombre que se goza
en la confusión de otro. Al cabo, mirándome cara a cara, soltó una franca risa
y me echó al cuello los brazos, exclamando afectuosa-mente:
-No te apures, hijo, no te
apures... En parte, me has hecho un favor con curiosear mi cartera. No me
decidía a franquearme; así desahogaré contigo. Me has visto pensativo, cosa en
mí bien rara, y ahora comprenderás por qué. He tenido la segunda desgracia: la
primera, bueno, es enamorarse; la segunda...
-¡Sí, ya sé! -pude, por fin,
articular. La segunda desgracia es que se han enamorado de ti.
-¡Ajá! De eso se trata. He metido
la mano en un cesto de flores y había en él la viborilla del amor. ¡Condenado!
El caso es que la señora...; bueno, tú ya no ignoras cómo se llama.
-No, no lo ignoro... Y de veras que
me ha sorprendido. La tenía por...
-Sí, sí, claro... Una señora
intachable... hasta que llegó su cuarto de hora, con la fatalidad de que
entonces pasase yo y no otro... En fin, que está, ¡no sabes!, de atar... Se le
ha metido en la cabeza que su punto de honra es adorarme y unirse a mí por toda
la vida, para lo cual tiene que...
Se le atragantó el verbo, y yo vine
en su ayuda, articulando:
-Que cometer un crimen... ¡Atiza!
¡De tales entusiasmos líbrenos Dios!...
-Eso he dicho yo siempre: ¡líbrenos
Dios! Ya sabes mis teorías... Líbrenos de cuanto sea fuerte, hondo,
trascendental... ¡Si no tiene vuelta!... Pero, en fin, ahora no se trata de
eso. Vamos a lo urgente. Te explicaré cómo por un lado me ves reír y por otro
me encuentras tan cabizbajo.
Respiró un instante. Luego se
decidió:
-Todo cuanto te diga de la
resolución de esa mujer sería poco... ¡Si bregaría yo con ella! Todas mis
razones no la han podido disuadir. Y para evitar mayores males, ¿qué dirás que
he discurrido? Desde hace un mes la envío paquetitos de un veneno activísimo...
De lo que remedia las dispepsias y el flato... ¡Bicarbonato de sosa
químicamente puro!... ¡Y eso es lo que surte efecto!...
La risa de mi amigo se me pegó...
Celebramos con grandes carcajadas la farsa inocente.
-¡Y figúrate que me dice que ya
nota efectos!...
Redoblamos las carcajadas. Sin
embargo, de pronto me quedé serio y le cogí la mano:
-¡Aguarda, aguarda, Luisillo! Y si
advierte que es inofensivo lo que la remites..., ¿puede... sustituir...,
idear... otra cosa?
Mi amigo se puso blanco de terror.
Evidentemente la hipótesis no se le había ocurrido ni un instante. Era quizá lo
único en que no había pensado.
-¡Demonio! -fue lo que pronunció,
al fin, dándose una palmada en la frente.
Momentos después, ya hecha alianza
ofensiva y defensiva, debatíamos el plan de campaña. En primer término, Luis
propuso el remedio de la cobardía: la fuga. Un viaje a París..., a Buenos
Aires..., al Polo Norte...
Yo aconsejé el de la semicobardía:
el aplazamiento.
-Mándale otra dosis mayor de bicarbonato
-propuse- y veremos lo que pasa. Probablemente, ganar tiempo es ganarlo todo.
Se avino a mi parecer Luis, y
transcurrieron quince días en que nada nuevo ocurrió.
Las cartas, sin embargo,
denunciaban algo increíble: el creciente efecto
de una droga tan inofensiva...
-¡Esto no puede ser! ¡Esa mujer
está como una cesta de gatos! -declaró mi amigo, queriendo disimular la zozobra
con la indignación-. ¿Qué diantres de efecto cabe? ¿Me lo quieres decir?
-Oye, Luis -resolví: ése es un
punto que importa averiguar. Es necesario que hoy mismo nos enteremos de cuál
es el estado de salud del señor Ramírez Madroño, muy señor nuestro. A la noche
reúnete conmigo en la cervecería, que te prometo noticias. No sería prudente
que tú mismo las indagases.
Mi procedimiento fue de lo más
sencillo. Por teléfono público pedí comunicación con la casa de Ramírez
Madroño. Y la central dio por respuesta que estaba descolgado el teléfono a
causa de la grave enfermedad del dueño de la casa. Y al entrar en la cervecería
pedí un diario de la noche, y leí la noticia de que el señor Ramírez Madroño
había muerto.
Cuando comuniqué esta nueva a Luis
casi sufrió un síncope. Le hice entrar en una farmacia, le froté las sienes con
vinagre y, a la salida, le insulté:
-¡Cobarde! ¡Tonto! ¡Ánimo! ¡Vaya un
simple! ¿Tú has dado a ese señor, anda y dime, ningún jarope malo? ¿Entonces?
Se murió porque Dios lo ha dispuesto...
No conseguí que mi amigo se
reanimase. Pasó la noche en una especie de delirio, acusándose de imaginarios
crímenes. Al otro día le metí en el tren, arropado con una manta y temblando de
fiebre, y me fui con él a Barcelona, donde embarcamos para Italia.
Yo volví a Madrid tan pronto como
pude estar seguro de que Luis había recobrado el uso de la razón y la salud de
cuerpo. Convinimos en que el aire patrio le sería muy dañoso en bastantes
meses. En efecto, tardó mucho en volver.
Pude cerciorarme de que el
fallecimiento de Ramírez Madroño no había causado ninguna extrañeza: tenía en
el estómago una úlcera mortal.
En cuanto a su esposa, tampoco
sorprendió que, después de varios ataques de convulsiones histéricas,
explicables por la pena, hubiese caído en una especie de atonía, y luego en una
devoción estrecha y rigurosa, sin salir de la iglesia en toda la mañana. Era
para mí evidente que jamás sospechó la piadosa burla de Luis. Al revés de
otras, su arrepentimiento fue real, e imaginario su delito.
«La Ilustración Española y Americana», núm. 9, 1913
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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