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domingo, 16 de junio de 2013

Bohemia en prosa

Cuando se supo que había fallecido Vieyra -de una enfermedad consuntiva, latente toda su vida y declarada al final, la gente no se preguntó la causa de tal suceso. «¡Hombre, todos hemos de pasar por ahí!». Lo que se dieron a investigar durante media hora en la Pecera, en la reunión de amigos y otros círculos locales fue, no cómo había muerto el bueno de Vieyra, sino cómo había vivido.
Encontraban en su vivir una paradoja realizada. Había vivido... sin poder. Por todo recurso contaba con dos o tres heredades que le producían una renta irrisoria, y un vago destino, de esos que a fuerza de reducciones y descuentos, suspensiones y amagos de supresión, no sólo parece que no deben mantener a un hombre, sino que dan la idea de que será preciso poner dinero encima. Vieyra era intérprete en el Lazareto... y no es lo bueno que lo fuese, sino que lo era sin saber idioma alguno.
-Yo tengo resuelta esa dificultad -declaraba a los que le daban bromas. Si vienen americanos, claro es que me expreso en español... Si portugueses o brasileños, en gallego del más puro... Y si son franceses o ingleses..., ¡demonio!, entonces... Entonces..., ustedes reconocerán que a esos tíos nadie les ha hablado jamás en su lengua. Les presento picadura, maryland, una botellita de cerveza o de jerez... y me entienden en seguida.
Con tales botellitas, adquiridas a un precio y revendidas a otro; con algo de negocio de picadura y tabaco, ciertas pequeñas ganancias realizaba Vieyra; pero era tan eventual todo ello, tan mermado y, sobre todo, tan dependiente de su capricho y de su humor, asaz tornadizos y muy poco industriales, que continuaba igualmente problemático cómo había podido sustentarse aquel hombre -sin pedir a nadie nada, sin deber tampoco, y el gran lujo español, ¡fumándose buenos puros!
Por razones de vecindad en el campo y por habladurías de domésticos, conocía yo la existencia íntima de Vieyra, y estaba en el secreto de sus interioridades. Habitaba Vieyra una casa ni de aldea ni de pueblo, un poco más alta del Lazareto, en la primera revuelta del camino real. La casa, semirruinosa, no tenía huerto; un seto de zarzales la guarnecía.
Pero puede decirse que Vieyra habitaba allí, como se diría que el pájaro habitaba en la rama. Porque realmente, no paraba en su vivienda más de lo preciso para no dormir en un pajar, y sí bajo tejas. Cuando no le invitaba algún amigo, algún señor residente en las quintas o pazos de las aldeas cercanas, entraba en la taberna más próxima, engullía una escudilla de pote y una tortilla de chorizo, pagaba sus tres reales, y tan conforme.
Hubo, sin embargo, en esta existencia diogénica dos notas que le dieron un relieve: un día, Vieyra adquirió un caballo de montar; otro día, Vieyra se casó.
Siquiera por un sentimiento de respeto a la jerarquía de lo creado, debemos dar la procedencia al casamiento. Hubo en él algo de singular, o, por lo menos, no está dentro de las costumbres, ni de las malas ni de las buenas.
Debe advertirse ante todo, para comprender aquel episodio, que es tal la flaqueza humana, que casi nadie se exime de un resbalón, si Dios no le ayuda, y Vieyra, desde hacía algunos años, por la necesidad de adquirir en buenas condiciones pitillos, picadura y maryland, que le servían, como sabemos, de lengua inglesa, trabó relaciones con algunas operarias de la Fábrica de Tabacos, y en especial con una, ojinegra y no mal engestada, en cuyo trato halló más especial atractivo, sin duda, pues fue largos años su proveedora. Vino un día en que algunos amigos, y entre ellos un respetable sacerdote, a quien Vieyra miraba con deferencia, emprendieron una campaña para que aquello se arreglase.
-Hombre, va muy largo... Es hora de que haya una solución...
-¡No sé para qué! -respondía Vieyra.
-Para... Por decoro, por...
-¡Pchs! El decoro es cosa de ricos. Los pobres no podemos...
-Pero... ¡no te merece ella!...
-¡Sí! Me merece mucho..., sólo que, por lo mismo, no es cosa de que la convide a morirse de hambre... Hoy ella vive de su trabajo; yo..., bueno..., de mi pereza si queréis. El día en que nos unamos, moriremos... Porque ella verá cómo está mi vivienda y le darán ganas de barrer y de poner el pote a la lumbre..., y ya no trabajará..., y yo tendré que mantenerla y que comprarle en invierno una saya... Y esto es superior a mis medios, y supone economías, que ni hago, ni haré, ni nadie haría si la Humanidad tuviese sentido común.
A pesar de estas razonadas objeciones, tanto porfiaron los amigos susodichos, que Vieyra, por cansancio y por no discutir, se avino a poner el cuello al yugo.
Una mañana, muy de madrugada, Vieyra fue con su amiga al altar. El sacerdote, fautor de la boda, quiso también bendecirla, y brindar en el café una jícara de chocolate a los novios. Al salir del establecimiento, aun cuando la novia, ¡pobrecita!, se agarraba ufana al brazo de su esposo, éste se desasió, y en tono categórico e imperativo le dijo, impulsándola hacia otra calle:
-Bueno mujer. Ya estamos casados. Por muchos años sea. ¡Ahora tú a tu casa y yo a la mía! ¡Larga, que se hace tarde!
Y como se produjese entre padrinos y testigos la natural estupefacción, Vieyra, subiéndose el cuello del gabán, porque hacía humedad, y corría fresco, añadió:
-¿Qué se habrían figurado?
Así se estableció la vida conyugal de Vieyra...
En cambio, la adquisición del caballo de montar dio ocasión a que Vieyra desarrollase una serie de sentimientos afectuosos y cordiales que nunca se hubiesen sospechado en él.
Al decir caballo de montar, ruego a los lectores que no asocien a esta frase ideas muy retóricas; que no piensen en los alazanes gallardos y fieros de los romances y los dramas. No; que se figuren en cambio un ejemplar típico de la raza del país, un bicho cuyas dimensiones oscilan entre las del perro de Terranova grande y el borriquillo castellano pequeño. Sus ranillas están cubiertas de pelo híspido, su cabeza no guarda proporción con el cuerpo, y sus ojos, zainos y traidores, miran siempre de soslayo, preparando el mordisco, con el cual se defiende mucho más que con la coz.
Tal fue el innoble bruto que Vieyra trajo a casa por la suma de cincuenta y ocho reales, de la feria del primero, y que bautizó con el nombre de Peral -debido a una persistente convicción de que aquello del submarino no salió bien por manejos de la envidia...
Chiquito y todo, Peral llevaba a lomos a su dueño hasta las casas de señores esparcidas por la campiña, donde Vieyra tenía puesto su cubierto y hasta preparada su cama. Antes de entrar en el patio de las quintas, Vieyra, prudentemente, ataba al caballejo a un árbol, y lo dejaba allí entregado a sí mismo, sin temor de que le robasen tal prenda.
Conviene advertir que aun cuando Vieyra vivía en la más estrecha unión e intimidad con su montura, la cuestión de mantenerla jamás le preocupó. Había dos razones para este descuido. La primera, que en el presupuesto del bohemio no existía partida para pienso de irracionales -¡tantas veces no la había para el del racional!-. La segunda, que no conviene alterar las costumbres establecidas, y verdaderamente, Peral no estaba habituado a comer. Es más: el comer, lo que se dice comer, le ocasionaba, según se verá desór-denes graves.
Así es que Vieyra arregló este asunto con singular facilidad... Peral subsistiría del merodeo. En las lindes mordisqueaba hierba; alguna vez entraba a saco en los ajenos pajares; devoraba los desperdicios y tronchos que encontraba en el camino real y a las puertas de las tabernas; a la playa bajaba a mariscar, goloso de almejas y cangrejillos, y en las heredades donde la cosecha maduraba, cometía numerosos delitos, con el instinto de saber ocultarlos. Vieyra, en las casas amigas, se metía en el bolsillo men-drugos, dulces de los postres, y todo era para Peral igualmente delicioso. Dormía Vieyra sobre el establo donde Peral se recogía. Algunas tablas del piso estaban rotas. Cuando el amo, fatigado, apagaba su candileja, tenía cuidado de echar por las aberturas del piso El Imparcial que acababa de leer y que el caballo se zampaba inmediatamente...
Teníamos la broma de que la montura de Vieyra estaba man-tenida con periódicos. Esperábamos que a cualquier hora rompiese a hablar en forma de despacho telegráfico.
No rompió a hablar..., pero hizo una trastada y le costó la vida.
Un día tuvo Vieyra una mala idea. En vez de dejar a Peral atado a un árbol, pidió hospitalidad para el facatrus en la cuadra de una quinta. El dueño, a quien divertía mucho el célebre penco, ordenó que se le diese a discreción cebada. ¡Qué festín! Y Peral no se indigestó, como era lógico; lo que hizo fue embriagarse...
Sí, embriagarse absolutamente, como si hubiese absorbido una cuba de jerez... Lo primero rompió la cuerda y se deshizo de la cabezada. Después salió al patio y rompió en una zarabanda de brincos, corcovos, zapatetas, coces y todo género de acrobatismos. Después la borrachera del animal tomó otro aspecto: furor amatorio y furor homicida. El olor de las yeguas del coche llegaba hasta él, y quiso lanzarse a la cuadra... Como el cochero le contuvo, convertido en fiera se defendió a muerdos... El lacayo, que sufrió terribles mordeduras en la mano izquierda, agarró un palo y brumó las costillas del pobre jaco hasta dejarlo por muerto. No murió, sin embargo; era duro, pero quedó resentido. Al llegar el invierno contrajo pulmonía.
-No conviene que los hambrientos coman a su talante una vez -solía decir Vieyra muy entristecido. A Peral no le hacía falta comida, ni a mí dinero. A bien que no lo he de tener nunca...
Tal vez por falta de los cincuenta y ocho reales para comprar un sustituto a Peral, Vieyra espació sus visitas a las casas donde encontraba alimento sano. La consunción avanzó.
¡Una hoja más que el viento se lleva!

«El Imparcial», 25 de octubre, 1909

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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