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domingo, 16 de junio de 2013

Bromita

Había un  compañero  de  oficina,  un  señor Picardo,  que  nos  divertía  infinito  -díjome  el cesante,  sacudiendo  momentáneamente  la pre-ocupación que le abruma, a consecuencia de haberse quedado sin empleo-. Tanto nos divertía, que desde que él faltó, la oficina parecía un velatorio, a pesar de las diabluras y humoradas de nuestro célebre Reinaldo Anís.
Picardo y Anís andaban enzarzados siempre,  y  eran  impagables  sus  peloteras.  Ha  de saberse que Picardo, siendo un cuitado en el fondo,  tenía  un  genio  cascarrabias.  Por  eso nos  entretenía  pincharle,  porque  saltaba, ¡saltaba como un diablillo! Y era perderse de risa  oír  los  desatinos  que  discurría  Anís,  las invenciones  que  se  traía  cada  mañana  para desesperar al santo varón.
Picardo padecía la enfermedad de admirar; era  apasionado  de  Moret,  a  quien  oía  en  la tribuna del Congreso; apasionado de Silvela, como estadista; apasionado de la Barrientos, desde una noche que le regalaron unos paraísos y oyó el Barbero. Y nosotros le volvíamos tarumba negando la elocuencia de don Segismundo, el acierto de don Francisco y los gorgoritos de la diva. Anís ponía a votos la cuestión.
-Verá usted lo que todos opinan...
-A mí no me convencen ustedes. Cada cual tiene su criterio.
¿Su  criterio?  Eso  no  se  lo  consentíamos.
Caía sobre él la oficina en peso. Y había que verle, medio loco, defendiéndose como ciervo entre alanos. Ya persuadido de que le aturdí-amos y no lo dejábamos resollar, se encogía, se enfurruñaba y casi desaparecía su cabeza bajo el cuello de su famoso gabán color chocolate  barato.  Picardo  era  calvo,  engurruminado,  pequeñito;  no  tenía  cejas,  y  cuando tardaba en afeitarse, le salía un pelo de barba como hierba pobre. Al irritarse poníase colorado de súbito, desde la nuca hasta la nuez, cual si le hubiesen escaldado con agua hirviendo. Era una cosa tan fija, que nos guiñábamos el ojo.
-¡Ahora! ¡Ahora! ¡El pavo!
No obstante, a la larga nos pareció que a
Picardo se le embotaba la sensibilidad. Ya oía tranquilo,  o  poco  menos,  nuestras  herejías contra oradores y  cantantes.  Habíamos gastado aquel resorte. Entonces acordamos buscar otros.
Sabíamos algo de su historia; no ignorábamos  que  Picardo  había  sufrido  infortunios conyugales, y hasta que había estado loco, o punto menos, una temporada. También decían que por poco se mete trapense, y que su esposa residía en Barcelona gastando boato.
Nos propusimos que nos contase estas aventuras; pero no hubo forma. Lo único que logramos fue hacer reaparecer el consabido rubor de toda su cara y seguramente de toda su piel.
Como  no  dio  más  juego  el  asunto,  emprendimos la tarea de herir los sentimientos de Picardo;  porque  ha  de  saberse  que  Picardo era  una  mina  de  sentimientos,  y  que  si  la noble indignación se vendiese al peso, Picardo se hace poderoso. Anís le banderilleó atacando a ministros y grandes hombres, autoridades y celebridades, y no dejando a ninguno hueso  sano.  La  verdad  es  que  no  entiendo por qué esto le arrebolaba tanto a Picardo el cuero  cabelludo. Agotado  el filón, Anís arremetió con la Iglesia y, hecho un Renan, destrozó el dogma. Después le tocó el turno a las instituciones, pero aquí le atajamos, no fuese que  un  portero  oyese  la  retahíla,  la  tomase por donde quema y se armase un caramillo.
En  pos  de  la  fe  y  los  poderes  constituidos, acometió Anís a la moral, y expuso doctrinas de  un  inmoralismo  crudo  y  canibalesco.  Los argumentos que desenterró para convencer a Picardo de que debemos comernos los unos a los otros eran de lo más salado y bufo. Picardo gruñía; pero lo que le  sacó de sus casillas, lo que le puso no rojo, sino violeta, fueron los insultos de Anís a las mujeres. Aquel día, al final, se abalanzó contra el deslenguado -fue el nombre que le dio-, y creíamos que en un rapto de furor le sacaba los ojos. Anís se echó atrás tartamudeando:
-Pero ¿qué le pasa a este imbécil?
No  tardamos  en  saber  lo  que  le  pasaba.
Averiguamos  que  Picardo  tenía  una  hija,  a quien adoraba, de quien no hablaba nunca, y que algunas frases de Anís le habían sonado como alusiones a la muchacha. Pura casualidad, pues Anís ignoraba su existencia.
Lo  cierto  es  que  Anís  quedó  deseoso  de jugarle una gorda a Picardo, y que no tardó en conseguirlo.
-Dejémosle ya en paz -recuerdo que dije al bromista. Da fatiga torearle tanto.
-Nada  de  eso  -protestó  él.  Lo  que  haré será discurrir algo fino, una broma que se pegue al cuerpo.
Me acuerdo de que esta conversación fue el  sábado  antes  de  Carnaval,  y  el  domingo convidé yo al teatro a toda la oficina. Nos reímos  como  benditos  con  el  gracioso  sainete
Los  pantalones;  hasta  Picardo  se  reía.  Anís tomaba en la represen-tación interés especial.
Pasados los Carnavales, volvimos a nuestras tareas. Yo creí que Anís había renunciado a su propósito. Hablaba con Picardo muy formal,  demostrándole  una  cortesía  deferente.
Cuando sonó la hora de retirarse, Anís me hizo  una  seña  disimulada  de  que  saliésemos con  Picardo.  Miré  de  reojo.  Picardo  recogía del bastonero su bastón y se apoyaba en él como todos se apoyan; sin fijarse. Al hacerlo, pareció que tropezaba. Le vimos examinar el bastón con sorpresa, encogerse de hombros y echar a andar.
-¿Ha  cortado  usted  el  bastón?  -pregunté sofocando la risa.
-Tan poco, que apenas se nota -respondió Anís  en  el  mismo  tono.  Y  pienso  continuar todos los días, pero solo una pizca, una miaja. La gracia está en que el bonus vir se figure que el bastón encoge. Saco la contera y la vuelvo a colocar, y ni visto ni oído. Hoy algo percibió, pero se figurará que ha soñado. Verá usted cuando transcurra tiempo. No volvamos a salir con él: puede escamarse.
Así  se  hizo.  Nos  limitamos  a  observar  al paciente con el rabo del ojo. Desde el cuarto día  se  reveló  su  preocupación.  Era,  no  obstante, tan poquito lo que del palo raía Anís, que no pudo germinar la sospecha de la broma. A cada paso estaba Picardo más abstraído, más metido en sí, más melancólico. Llegó el período de hablar solo, de accionar sin causa. Alguna vez nos fijó angustiosamente. No sé si era que quería consultarnos o que recelaba. Esto último no debía de ser, porque todo se hizo de un modo impenetrable. El portero veía a Anís raer el bastón, pero un duro nos aseguró su silencio.
Alarmado yo por la expresión de extravío de la cara de Picardo, al fin me solivianté:
-Oiga  usted,  Anís:  no  más...  Hay  que  desengañarle.
 Anís se rió y asintió:
-Bien;  pues  se  le  desengañará  mañana; entre otras cosas, porque ya el bastón no mide una altura verosímil.
Y el mañana no llegó nunca. Al otro día, Picardo no concurrió a la oficina: había tenido un acceso de su antiguo frenesí en mitad de la calle; gritó, pegó, quiso matar a un policía y le encerraron, naturalmente, en un manicomio.
-¿Y su hija? -pregunté.
-No sé qué habrá sido de ella -contestó el narrador, encogiéndose de hombros, con indiferencia distraída.

"Blanco y Negro", núm. 719, 1905.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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