Había un compañero de
oficina, un señor Picardo, que
nos divertía infinito
-díjome el cesante, sacudiendo
momentáneamente la pre-ocupación
que le abruma, a consecuencia de haberse quedado sin empleo-. Tanto nos
divertía, que desde que él faltó, la oficina parecía un velatorio, a pesar de
las diabluras y humoradas de nuestro célebre Reinaldo Anís.
Picardo y Anís andaban enzarzados siempre, y
eran impagables sus
peloteras. Ha de saberse que Picardo, siendo un cuitado en
el fondo, tenía un
genio cascarrabias. Por
eso nos entretenía pincharle,
porque saltaba, ¡saltaba como un
diablillo! Y era perderse de risa
oír los desatinos
que discurría Anís,
las invenciones que se
traía cada mañana
para desesperar al santo varón.
Picardo padecía la enfermedad de admirar; era apasionado
de Moret, a
quien oía en la
tribuna del Congreso; apasionado de Silvela, como estadista; apasionado de la Barrientos , desde una noche
que le regalaron unos paraísos y oyó el Barbero. Y nosotros le volvíamos
tarumba negando la elocuencia de don Segismundo, el acierto de don Francisco y
los gorgoritos de la diva. Anís ponía a votos la cuestión.
-Verá usted lo que todos opinan...
-A mí no me convencen ustedes. Cada cual tiene su criterio.
¿Su criterio? Eso
no se lo
consentíamos.
Caía sobre él la oficina en peso. Y había que verle, medio loco,
defendiéndose como ciervo entre alanos. Ya persuadido de que le aturdí-amos y
no lo dejábamos resollar, se encogía, se enfurruñaba y casi desaparecía su
cabeza bajo el cuello de su famoso gabán color chocolate barato.
Picardo era calvo,
engurruminado, pequeñito; no
tenía cejas, y
cuando tardaba en afeitarse, le salía un pelo de barba como hierba pobre.
Al irritarse poníase colorado de súbito, desde la nuca hasta la nuez, cual si
le hubiesen escaldado con agua hirviendo. Era una cosa tan fija, que nos
guiñábamos el ojo.
-¡Ahora! ¡Ahora! ¡El pavo!
No obstante, a la larga nos pareció que a
Picardo se le embotaba la sensibilidad. Ya oía tranquilo, o
poco menos, nuestras
herejías contra oradores y
cantantes. Habíamos gastado aquel
resorte. Entonces acordamos buscar otros.
Sabíamos algo de su historia; no ignorábamos que
Picardo había sufrido
infortunios conyugales, y hasta que había estado loco, o punto menos, una
temporada. También decían que por poco se mete trapense, y que su esposa
residía en Barcelona gastando boato.
Nos propusimos que nos contase estas aventuras; pero no hubo forma. Lo
único que logramos fue hacer reaparecer el consabido rubor de toda su cara y
seguramente de toda su piel.
Como no dio
más juego el
asunto, emprendimos la tarea de
herir los sentimientos de Picardo;
porque ha de
saberse que Picardo era
una mina de
sentimientos, y que si la noble indignación se vendiese al peso,
Picardo se hace poderoso. Anís le banderilleó atacando a ministros y grandes
hombres, autoridades y celebridades, y no dejando a ninguno hueso sano.
La verdad es
que no entiendo por qué esto le arrebolaba tanto a
Picardo el cuero cabelludo. Agotado el filón, Anís arremetió con la Iglesia y, hecho un Renan,
destrozó el dogma. Después le tocó el turno a las instituciones, pero aquí le
atajamos, no fuese que un portero
oyese la retahíla,
la tomase por donde quema y se
armase un caramillo.
En pos de
la fe y los poderes
constituidos, acometió Anís a la moral, y expuso doctrinas de un
inmoralismo crudo y
canibalesco. Los argumentos que
desenterró para convencer a Picardo de que debemos comernos los unos a los
otros eran de lo más salado y bufo. Picardo gruñía; pero lo que le sacó de sus casillas, lo que le puso no rojo,
sino violeta, fueron los insultos de Anís a las mujeres. Aquel día, al final,
se abalanzó contra el deslenguado -fue el nombre que le dio-, y creíamos que en
un rapto de furor le sacaba los ojos. Anís se echó atrás tartamudeando:
-Pero ¿qué le pasa a este imbécil?
No tardamos en
saber lo que
le pasaba.
Averiguamos que Picardo
tenía una hija,
a quien adoraba, de quien no hablaba nunca, y que algunas frases de Anís
le habían sonado como alusiones a la muchacha. Pura casualidad, pues Anís
ignoraba su existencia.
Lo cierto es
que Anís quedó
deseoso de jugarle una gorda a Picardo,
y que no tardó en conseguirlo.
-Dejémosle ya en paz -recuerdo que dije al bromista. Da fatiga
torearle tanto.
-Nada de eso
-protestó él. Lo
que haré será discurrir algo
fino, una broma que se pegue al cuerpo.
Me acuerdo de que esta conversación fue el sábado
antes de Carnaval,
y el domingo convidé yo al teatro a toda la
oficina. Nos reímos como benditos
con el gracioso
sainete
Los pantalones; hasta
Picardo se reía.
Anís tomaba en la represen-tación interés especial.
Pasados los Carnavales, volvimos a nuestras tareas. Yo creí que Anís
había renunciado a su propósito. Hablaba con Picardo muy formal, demostrándole
una cortesía deferente.
Cuando sonó la hora de retirarse, Anís me hizo una
seña disimulada de que saliésemos con Picardo.
Miré de reojo.
Picardo recogía del bastonero su
bastón y se apoyaba en él como todos se apoyan; sin fijarse. Al hacerlo,
pareció que tropezaba. Le vimos examinar el bastón con sorpresa, encogerse de
hombros y echar a andar.
-¿Ha cortado usted
el bastón? -pregunté sofocando la risa.
-Tan poco, que apenas se nota -respondió Anís en
el mismo tono.
Y pienso continuar todos los días, pero solo una
pizca, una miaja. La gracia está en que el bonus vir se figure que el bastón
encoge. Saco la contera y la vuelvo a colocar, y ni visto ni oído. Hoy algo
percibió, pero se figurará que ha soñado. Verá usted cuando transcurra tiempo.
No volvamos a salir con él: puede escamarse.
Así se hizo.
Nos limitamos a
observar al paciente con el rabo
del ojo. Desde el cuarto día se reveló
su preocupación. Era,
no obstante, tan poquito lo que
del palo raía Anís, que no pudo germinar la sospecha de la broma. A cada paso
estaba Picardo más abstraído, más metido en sí, más melancólico. Llegó el
período de hablar solo, de accionar sin causa. Alguna vez nos fijó
angustiosamente. No sé si era que quería consultarnos o que recelaba. Esto último
no debía de ser, porque todo se hizo de un modo impenetrable. El portero veía a
Anís raer el bastón, pero un duro nos aseguró su silencio.
Alarmado yo por la expresión de extravío de la cara de Picardo, al fin
me solivianté:
-Oiga usted, Anís:
no más... Hay
que desengañarle.
Anís se rió y asintió:
-Bien; pues se
le desengañará mañana; entre otras cosas, porque ya el
bastón no mide una altura verosímil.
Y el mañana no llegó nunca. Al otro día, Picardo no concurrió a la
oficina: había tenido un acceso de su antiguo frenesí en mitad de la calle;
gritó, pegó, quiso matar a un policía y le encerraron, naturalmente, en un
manicomio.
-¿Y su hija? -pregunté.
-No sé qué habrá sido de ella -contestó el narrador, encogiéndose de
hombros, con indiferencia distraída.
"Blanco y Negro",
núm. 719, 1905.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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