Fue la mía de aquel año una
Nochebuena original. Cuando se sepa cómo la pasé, se comprenderá que tuvo su
nota característica.
Me encontraba yo en el pueblo de E
*** en plena Andalucía pintoresca, arreglando asuntos de interés, cobranzas y
otras cosas que mi padre me había encargado -y no había más remedio sino
obedecer-. En mi deseo de volver a Madrid, a ver gente y divertirme, andaba
buscando pretextos, y me los ofrecieron las Pascuas. Tanto insistí en que me permitiesen
pasarlas allá, en familia, que mi padre acabó por escribirme: «Bueno; me
perjudicas, pero ven. Todo será volverte cuando pasen Reyes, hasta terminar
esos arreglos...».
Como se hizo tanto de rogar, la
carta llegó el mismo día de Nochebuena, y apenas me dio tiempo de atropellar el
sucinto equipaje y a pedir un caballejo, en el cual iría hasta el tren. Tenía
en mi poder una fuerte suma cobrada el día antes, y que pensaba girar,
enviándola a la sucursal del banco más próxima, por medio de mi grande amigo el
sargento de la Guardia
Civil ; pero esto me hubiese retrasado, y opté, sencillamente,
por guardármela en el bolsillo, pensando que no podía tener mejor portador.
Salí del pueblo a cosa de las cinco
de la tarde -el tren pasaba a las ocho-, al trote cochinero del jacucho de
alquiler. Un chiquillo hacía de espolique y llevaba mi maleta. Como era
invierno, la tarde ya declinaba, y los montes lejanos tenían sobre sus crestas
vislumbres rosa y oro. Yo iba pensando que pasaría la Nochebuena en el tren,
y, predispuesto al lirismo, por la influencia del ocaso, me acordaba de mi
madre, de mis hermanas, del comedor nuestro, que estaría tan iluminado y tan
bonito, con la mucha plata que lo adorna; en fin, mis ideas de juerga alegre en
Madrid se habían borrado, y las reemplazaban otras sentimentales. La gran
poesía de la fiesta del hogar me enternecía hondamente.
Desperté como de un sueño, oyendo
dos voces rudas que me inter-pelaban.
-¡A bajarse der cabayo! ¡Aprisa!
El camino hacía violenta revuelta,
y yo no había podido ver antes a los dos jinetes que se me echaron encima... Y
la verdad es que, aun viéndolos desde lejos, hubiese sido igual. Montaba yo,
como dejo dicho, un rocín alquilón, y ellos dos caballos de sangre y raza, de
finos remos, cabeza menuda, ojos de fuego y ancas perfectas. No llevaba conmigo
más arma que un pequeño revólver, y ellos venían armados hasta los dientes. El
espolique puso pies en polvorosa. Resistir era locura. Me apeé resignadamente
y, ante nueva intimación, alcé los brazos. Habíase apeado también el más joven
de los salteadores, y me registró viva y diestramente. Fue derecho al bolsillo
donde guardaba yo la cartera con la suma, añadiendo al expolio el reloj: más
limpio me dejó que una patena. Sacando luego unas cuerdas delgadas, pero
resistentes, realizó con arte no menor dos operaciones: una, la de atarme las
muñecas y los brazos a la espalda; otra, la de amarrar a un árbol mi montura.
El extremo de la cuerda de mis manos lo anudó al arzón de su silla. Luego,
imperiosamente, mandó:
-¡Hala p’alante!
Hasta este momento yo había
guardado un silencio absoluto. Al ver que iban a obligarme a correr al trote de
sus caballos, mi lengua se desató y pedí indulgencia:
-¡Caballeros, ya tienen en su poder
cuanto poseía!... ¡Déjenme libre, que no me queda nada más!
Pero el bandido, lacónico, se
limitó a repetir:
-¡Hala p’alante!
Y no hubo más remedio, porque las
bocas de dos escopetas inglesas estaban allí para persuadirme de la
conveniencia de no replicar... No olvidaré nunca la tal caminata. Como a los
primeros lamentos que la fatiga me arrancó se rieron bárbaramente los
caballistas, hice un esfuerzo sobrehumano para no quejarme; mis pies sangraban
en mis destrozadas botas, y me faltaba la respiración; pero todo suplicio tiene
su término en las fuerzas mismas del que lo resiste, y al caer yo desvanecido,
uno de los bandidos, el que había permanecido montado, sin duda el jefe, ordenó
al otro:
-Ya tamo cerquiya... Aúpalo.
Me auparon, efectivamente, y dando
tumbos, pero con mayor comodidad, vi el término de la excursión, la boca de una
cueva. Salió a recibirnos un galopín de unos quince años, guapo como la luz. No
he visto cara morena más linda ni rizos negros más graciosos, ni boca tan
coralina. Me soltaron en el suelo, donde quedé inmóvil.
La cueva era extensa y tenía dos
salas. En la interior, en que habían practicado un respiradero para dar salida
al humo, ardía una hoguera.
-Espabílate, Ramonsiyo -dijo el
jefe-, que tenemo jambre, y hoy e día de sená a guto. ¡E Nochegüena, chaval! ¡A
ve si te luses!...
La despensa estaba bien provista.
Jamón, embutidos, gallinas, hasta un pavo, sacó el chico de unas serás; por
supuesto, la cantidad de botellas sobrepujaba a la de manjares. Mientras los
bandidos contaban, satisfechos, el dinero que acababan de robarme, yo, un poco
aliviado del cansancio horrible, reflexionaba. Era evidente que aquel par de
mocitos crúos había tenido soplo de mi salida, y de que yo llevaba conmigo una
fuerte cantidad. ¿Por quién? ¡Por cualquiera! El pueblo entero los amparaba, y
había un confidente en cada esquina. El jefe debía de ser el famoso Carmelo,
alias Compare, y,
probablemente, en mi caso, los mismos que pagaron el dinero, o el que alquiló
el caballo, o el amo de mi posada, serían los delatores... Y ahora, ¿qué
pensaban hacer de mí? Poco tardé en saberlo. Sacando el jefe de su bolsillo un
tintero de cuerno y un papel rayado, dispuso:
-A esatarle.
Libres ya mis manos, me dijo con
sombrío ceño:
-Ahora, cabayero, escriba una
cartita a sus papás, que hase farta que manden veintisinco mir duro, o si no...
Un ademán expresivo, hecho a ras de
la garganta, imitando el ruido de la navaja de muelles, completó la frase.
Yo no quiero pasar por héroe. Tengo
mucho apego al andrajo de la vida. Todo lo que poseyese lo daría por conservarla.
Pero, en aquel instante, no sé lo que sentí. Acababa ya de ocasionar a mis
padres un quebranto considerable por mi imprudencia y mi ligereza. Y ahora,
¿había de obligarlos a otro desembolso, para su fortuna enorme? No, no era
posible. Con ademán enérgico rechacé el tintero y el papel.
-Hagan de mí lo que quieran, pero
no escribo ni escribiré tal cosa.
Carmelo me miró con siniestra
frialdad.
-Güeno; pos si está cansao de viví,
ha encontrao la gran ocasión. Tú, Josele, sácale ahí afuera, y ar corasón,
paque pene poco...
Al ver tan próximo el horror del
fin, me arrastré arrodillado hasta acercarme al jefe, y con voz de súplica
ardiente, le imploré:
-No me mate usted ahora, señó
Carmelo... No me mate ahora, que le remordería toda su vida la conciencia. Es
la noche en que Dios ha venido a salvarnos, y en ella no se debe matar a nadie.
Mañana, de madrugada, me despachan si gustan. ¿Y quién sabe si en ese tiempo
reflexiono y escribo? No es hora de matar, señó Carmelo, que Cristo está
naciendo, y la Virgen
lo está acostando en las pajas del pesebre...
Con gran sorpresa mía, el bandido,
lejos de mofarse, se quedó suspenso, impresionado. Y como Josele quisiese
arrastrarme afuera, le detuvo.
-Déalo, hombre; mañana será otro
día. Ahora, a sená en pa y en grasia e Dió.
Comprendí que se aplazaba mi
suplicio, y deseoso de ponerme en buena armonía con los verdugos, volví a
implorar al jefe, que estaba, sin duda en un buen cuarto de hora.
-Tengo mucha hambre, señó Carmelo,
y no cenar esta noche es cosa triste ¿Me darán un poco de lo que hay?
-Güeno, por eso no reñiremos:
senará usté por última ve... No diga que en Nochebuena. Carmelo no le ha
atendío.
¡Y se me atendió a fe, con
abundancia! Comí, o, mejor dicho, devoré del pavo relleno, del salado jamón,
que llamaba por el Málaga; de los chorizos picantes y de los primores de
confitería que también incitaban a beber. Temo haberme achispado un poco, y
estoy seguro de haber dormido como si ningún peligro me amenazase. ¡Era
Nochebuena! Y me parecía que, del cielo estrellado, una protección divina
descendía sobre mí...
Desperté bruscamente al ruido de un
fogonazo... Una lucha, un trajín furioso, tiros, blasfemias... Mi amigo el
sargento, con su tropa, estaba realizando la célebre captura, que le valió el
ascenso y la cruz. Josele yacía con la cabeza deshecha; Ramonsiyo, ágil, se
escapó como un gato; el señó Carmelo, codo con codo...
-Ha sido el espolique el que me dio
la noticia sin querer... -decíame poco después mi amigo-. No pudo negar, y
comprendí lo que pasaba... ¡Buena suerte ha tenido usted!
En efecto, hasta recuperé el
dinero, que estaba en el marsellés del facineroso. Y, en mi interior, no puede
menos de sentir una confusa simpatía por el que me hubiese despachado al otro
mundo, pero que no lo hizo en Nochebuena...
-Adiós, señó Carmelo -le dije. Su
cena estaba riquísima...
-¡Váyaste a jasé burla de quien lo
parió! -respondiome brutalmente.
«La Ilustración Española y Americana», núm. 47, 1912
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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