Nos encontrábamos reunidos en el
gran balneario muchos clientes del célebre especialista doctor Veiga, que tanto
nombre se ha ganado en el tratamiento de las enfermedades hepáticas, y al saber
que llegaba, se resolvió ofrecerle un familiar almuerzo en la robleda. Así se
hizo; aceptó complacidísimo el sabio médico; reinó la mayor cordialidad; se
comió fuerte y se bebió seco, pese a la dieta y al régimen y a los alifafes de
cada uno, y como el doctor aseguraba no haber medicamento más probado para el
hígado que el buen humor, salieron a relucir jubilosos recuerdos de la mocedad
e historietas picantes. A cosa de las cinco, cuando ya regresábamos
dirigiéndonos al manantial, pisando el sendero con precaución, por la rama de pino
seca que lo hacía resbaladizo, se cruzó con nosotros un señor machucho, de
vacilante andar, uno de esos despojos humanos que en los balnearios suelen
verse prorrogando, merced al agua y con permiso del sepulturero, existencias ya
temblorosas como la luz que se extingue.
Aquel decrépito, iluminado por un
rayo de sol tan moribundo como él, llamó la atención del doctor, que fue a
atravesarse en la senda para verle la cara. El viejo, con mano incierta, elevó
su sombrero saludando. Veiga, muy emocionado, repetía:
-¡Pues era verdad! ¡Estaba aquí!
¡Es el mismo!
Nos habíamos quedado solos: los
demás comensales ya nos llevaban regular delantera. Pregunté con curiosidad al
doctor a quién creía reconocer en el decrépito. Veiga refrenó el paso enganchó
su brazo en el mío, y todavía bajo la impresión, dijo con nerviosa viveza:
-¡El pasado que sale de su
sepulcro! ¡Mire usted que volver a encontrar en el mundo a Juanito Morán! ¡Al
famoso Juanito Morán!
Como la celebridad de Morán no
había llegado hasta mí, pedí al doctor explicaciones. Él dudaba; aún le
infundía terror el drama sobre el cual muchos lustros habían rodado olas de
olvido y silencio. Cuando se resolvió a unir al nombre de Juanito Morán el
relato de la leyenda, me volví, queriendo ver una vez más al decrépito, con el
natural afán de buscar en las líneas de un cuerpo alguna expresión de las
fuerzas devastadoras que arrasan las almas... Ya no se divisaba al anciano; el
sol acababa de ponerse, y su reflejo no enrojecía el paisaje. Un soplo suave y
fresco salía del río. La hora era propicia a las confidencias.
-¿Bien habrá usted oído en
Montañosa -murmuró el doctor en voz contenida, como si todavía se le impusiera
la reserva- la tradición de la reja del convento de San Juvencio? ¿La que cae a
la plaza de la Muerte ?
-¿Si la he oído? -respondí. Jamás
paso por allí sin mirar a la reja.
-Pues el héroe de esa novela
trágica... acaba de cruzarse con nosotros.
Hice un movimiento de interés. La
destruida figura del caduco acababa de transformarse, y se me presentaba con
todas las energías juveniles, entre el hervor pasional del romanticismo, que la
envolvía como en dorada nube. Mi fantasía, donde las imágenes sensibles
cristalizan con tal rapidez, cristalizó el tipo gallardo envuelto en amplio
montecristo de largos pliegues, y le situó en su ambiente más favorable:
aquella plaza de la Muerte que forman
antiguos edificios, y en cuyos ámbitos retumba pausada, honda, la campana del
reloj de la catedral. El tiempo que cuenta esta campana no se parece al tiempo
que miden los demás relojes. Es un tiempo marcado con el sello de la eternidad,
y al dilatarse en la brumosa atmósfera el grave sonido, diríase que los muertos
yacentes bajo las losas de la plaza y que le dan nombre se revuelven en la
húmeda tierra y entrechocan sus huesos gimiendo de inmensa fatiga.
-Tenía yo entonces -comenzó el
doctor- quince años, y Juanito Morán veinticinco; ya ve usted que hoy se le
tomaría por mi padre. La vida agitada y acaso el remordimiento... Juanito era
simpático, y perdido como nadie; el ídolo de las aulas, el coquito de las
niñas. Usted le ha visto... Pues tenía una presencia arrogante, una cabeza de
artista, y tocaba la guitarra y la pandereta que las hacía hablar. Los
catedráticos le temían, los burgueses le detestaban, las mujeres se ruborizaban
al pasar a su lado, y los chiquillos adorábamos en él, soñando imitarle cuando
entrásemos en carrera mayor. Le creíamos gran poeta, porque publicaba a veces
versos del género de los de Espronceda y Zorrilla... y aun de la misma tela, si
se ha de creer a los maliciosos. La juventud no analiza tanto, y los muchachos
nos volvíamos locos si el gallardo Morán se dignaba dirigirnos la palabra con
su voz de tenor, vibrante y acariciadora.
Entretejía Juanito mil amorosas
aventuras...; pero el círculo de su acción era necesariamente reducido; lo
limitaban las paredes de las últimas casas de Montañosa. No cabían allí
extraordinarios y novelescos sucesos; todo era chico y, por decirlo así,
rutinario. Acaso por esta razón Juanito quiso emprender algo que rompiese la
monotonía de la eterna seducción de modistillas, fregonas y señoritas de medio
pelo y estuviese en armonía con El
trovador y el Tenorio.
Forma el convento de San Juvencio,
como usted no ignora, uno de los lados de la cuadrilonga plaza de la Muerte. Sus
formidables muros, enverdecidos por la humedad, pueden llamarse ciegos; apenas
los rasgan pocas negras ventanas enrejadas y altísimas; San Juvencio no tiene
rejas bajas. La iglesia, cuya portada adorna la efigie del santo degollado, en
la agonía y con el cuchillo hincado en la garganta, tampoco posee tribuna baja;
la del coro remata en la bóveda. Las monjas ya sabe usted que son benedictinas,
muy damas, contemplativas, aristocráticas, del tiempo en que no se concebían
estas monjas de ahora, seculares, de ropa burda y zapatos gordos. Apartadas del
mirar profano, las de San Juvencio pueden llevar un traje arcaico, elegante y
curioso, y bajo la fina toca, en la eterna e inexorable clausura, sus rostros
presentan una mística delicadeza, adquieren una palidez lunar.
No sé cómo se las arreglan los
estudiantes, que llevan el alta y baja de las monjas bonitas de San Juvencio.
¿Las han visto o las imaginan? Ello es que entonces, en el tiempo en que estoy
hablando, corría fama de la belleza singular de una religiosa, sobrina del
marqués de Ulloa y profesa desde hacía dos años, y a principio de curso empezó
a susurrarse que Juanito Morán rondaba el convento y frecuentaba con insólita
piedad la iglesia. Versos incandescentes publicados en El Negro Capuz, periodiquito melenudo, dieron cuerpo a las
hablillas; pero si mucho se murmuró, nadie se preocupó seriamente, como no nos
preocupamos de los revuelos de un milano en derredor de inexpugnable palomar.
No era Juanito el primero que daba
vueltas en la plaza de la Muerte
poniendo en blanco los ojos. Inofensivo deporte, desahogo de la soñadora
juventud. ¿Qué cosa más platónica? En San Juvencio no se entra; de San Juvencio
no se sale. Aquellas paredes enormes, semiciegas, son tan sepulcro como las
frías losas de la plaza.
Arrastrado por la curiosidad de lo
extraordinario y romancesco, tan fuerte en la adolescencia, me di yo entonces a
seguir los pasos a Juanito Morán, y pude convencerme de que, en efecto, a horas
desusadas no cesaba de rondar, fijos siempre los ojos en la ventana a que
corresponde la reja, y que cae sobre la escalinata de las Casas del Cabildo. A
ella se arrimaba el galán, y fijo allí aguardaba. Un día -¡cómo latió mi
corazón de niño!...- vi que un rostro pálido, aureolado por una línea blanca y
otra negra, se pegaba a los hierros, y unos ojos de ascua se clavaban en los de
Juanito. Una mano, que parecía de papel, hizo misteriosa seña... Todo tan
rápido, que creí haber soñado. Pero a la otra mañana y a la otra repitiose la
escena... No me cupo duda. Y aquel gran secreto romántico sorprendido por mí
llenó de pueril orgullo mi alma. ¡Nadie lo sabía! Crea usted que me acostaba
tan exaltado como si fuese yo mismo el dichoso...
También creí que me moría de pena y
de horror al ser, a la madrugada, de los primeritos a cuyos oídos llegó la
tragedia... Las devotas que atravesaban la plaza de la Muerte para oír misa de
alba en la catedral vieron al pie del muro de San Juvencio el cuerpo
ensangrentado e inerte de una novicia. El corro se había formado. Me abrí paso,
me acerqué. La cabeza descansaba sobre el primer peldaño de la escalinata que
asciende a las Casas del Cabildo. Un hilo de sangre manchaba la sien. Alrededor
de la cintura estaban arrolladas las tiras de sábana convertidas en cuerdas. El
otro extremo, roto, colgaba allá arriba de la reja, cuyos hierros limados
mostraban el boquete por donde, magullándose, habría pasado el cuerpo. Miré con
afán el rostro de la novicia. ¡Mis ilusiones! Ni era fea ni bonita: como cien
mujeres que andan por ahí. Sus ojos, vidriados, permanecían entreabiertos, con
una expresión de espanto, de miedo y de voluntad.
Quisieron echarle el guante a
Juanito, pero había huido de Montañosa, y desde Portugal pasó al Brasil. ¿Cree
usted que se acuerda ahora del episodio? Apuesto a que sólo piensa en los
resultados de un análisis que ha de hacer mi colega, el director del
balneario... ¡Vejez, vejez; cenizas yertas!...
Blanco y Negro, núm. 580, 1902
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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