Después
de una semana de zarandeo, del Gobierno Civil a las oficinas municipales, y de
las tabernas al taller donde él trabajaba (es un modo de decir), preguntando a
todos y a «todas», con los ojos como puños y el pañuelo echa do a la cara para
esconder el sofoco de la vergüenza, Dolores, la Cartera (apodábanla así
por haber sido cartero su padre), se retiró a su tugurio con el alma más triste
que el día; y éste era de los turbios, revueltos y anegruzcados de Marineda,
en que la bóveda del cielo parece descender hacia la tierra para aplastarla,
con la indiferencia suprema del hermoso dosel por lo que ocurre y duele más
abajo...
Sentóse
en una silleta paticoja y lloró amargamente. No cabía duda que aquel pillo había
embarcado para América. Dinero no tenía; pero ya se sabe que ahora facilitan
tales cosas, garantizando desde allá el billete. En Buenos Aires no van a
saber que el carpintero a quien llaman -para ejercer su oficio es un borracho y
deja en su tierra obligaciones. La ley dicen que prohibe que se embarquen los
casados sin permiso de sus mujeres... ¡Sí, fíate en la ley! Ella, a prohibir, y
los tunos, a embarcar..., y los señorones y las autoridades, á hacerles la
capa..., ¡y arriba!
Bebedor y
holgazán, mujeriego, timbista y perdido como era su Frutos, alias Verderón, siempre acompañaba y traía a
casa una corteza de pan... Corteza escasa, reseca, insegura; pero corteza al
fin. Por esto (y no por amorosos melindres que la miseria suprime pronto)
lloraba Dolores la desaparición, y mientras corría su llanto, discurría qué
hacer para llenar las dos boquitas ansiosas de los niños.
Acordóse
de que allá en tiempos fué pizpireta aprendiza en un taller que surtía de ropa
blanca a un almacén de la calle Mayor. Casada, había olvidado la aguja, y
ahora, ante la necesidad, volvía a pensar en su dedal de acero gastado por el
uso y sus tijeras sutiles pendientes de la cintura. A boca de noche,
abochornada (¡como si fuera ella quien hubiese hecho el mal!), se deslizó en
el almacén, y en voz baja pidió labor «para su casa», pues no podía abandonar a
las criaturas... La retribución, irrisoria ; no hay nada peor pagado que «lo
blanco»...
Dolores
no la discutió. Era la corteza (muy dura, muy menguada, eventual) que volvía a
su hogar pobre...
Corrió el
tiempo. Habitaba hoy la Cartera un piso
modesto, limpio, con vista al mar; su chico concurría a un colegio; la pequeña
ayudaba a su madre, entre las oficialas del obrador. Porque Dolores tenía
obrador y oficialas; hacía por cuenta propia equipos, canastillas, y poseía su
clientela de señoras, que iban personalmente a encargar, probar y charlar su
rato.
-¡Buena
mujer! ¡Y muy puntual, y habilísima! -repetían, al bajar las escaleras,
despidiéndose todavía, con una sonrisa, de la costurera, que salía al
descansillo, a murmurar por última vez:
-Se hará,
señora... No tenga cuidado... Como guste...
Así se
había ganado la parroquia, por medio de humildades dulces, de discretas
confidencias de esas penas domésticas con que toda hembra simpatiza, y
poniendo cuidado exquisito en entregar la labor deslumbrante de blancura,
primorosa de cosido y rematado, espumosa de valenciennes, hecha un merengue a
fuerza de esmero. Con la reputación de tantas virtudes obreras vino el crédito,
el desahogo; con el desahogo, el, trabajo suave y halagador y el cariño intenso
del artífice a la obra perfecta, en la cual se recrea y goza antes de enviarla
a su destino. En la Cartera había
desaparecido la esposa del carpintero vicioso, chapucero y zafio, en chancletas
y desgreñada, y nacido una pulcra trabajadora, semiartista, encantada, aun
desinteresadamente, con los lazos de seda crespos y coquetones, los entredoses
y calados de filigrana, las ondulaciones flexibles de la batista y las gracias
del corte, que señala y realza las líneas del cuerpo femenil. Algo de la
delicadeza de su trabajo se había comunicado a todo su vivir, a su manera de
cuidar a los ñiños, al claro aseo de sus habitaciones, a la frugalidad de su
mesa. Aunque todavía fresca y apetecible, la Cartera guardaba su honra
con cuidado religioso (no por miramientos al pillo, de quien no se sabía
palabra, sino porque esas cosas estropean la vida y dan mal nombre), y era
preciso que a su casa viniesen sin recelo sus parroquianas, las señoras
principales...
Extendida
estaba sobre las mesas del obrador una canastilla de hijo de millonario (la
más cara y completa que le habían encargado a la costurera, un poema de
incrustaciones, realces y pliegues), cuando se entró habitación adelante, entre
las risas fisgonas de las oficialas, un hombre de trazas equívocas. Venía
fumando un pitillo, y al preguntar por «Dolores» y oír que no se podía hablar
con ella (lo cual era un modo de despedirle), soltó a la vez un terno y la
colilla ardiendo; el terno sólo produjo alarma en las chiquillas; la colilla
chamuscó el encaje Richelieu de una sábana de cuna.
-¡Soy su
marido! -gritó el intruso-, y a cualquiera hora «me se» figura que la podré
ver...
No cabía
réplica. Corrieron a avisar a la maestra; se presentó temblona, y se retiraron
a un cuarto, allá adentro. No se sabe lo que conversarían; acaso el Verderón confesase que se hallaba ya
convencido de que también en el Nuevo Continente tienen la absurda exigencia de
que se trabaje, si se ha de ganar la plata... Lo cierto es que se hizo un
convenio: el Verderón comería a
cuenta de su mujer, y hasta bebería y fumaría, comprometiéndose a rspetar la
labor de ella, su negocio, su industria ya fundad, su arte elegante. Y frutos
prometió.
Mas no era el holgazán
del escaso número de los que cumplen lo pactado, y su orgullo de varón y dueño
tampoco se avenía a aquella dependencia, a aquel papel accesorio... ¡Vamos, que
él tenía derecho a entrar y salir en «su casa» cuándo y cómo se le antojase!
¡Bueno fuera que por cuatro pingos de cuatro señorones que venían allí se le
privase de pasarse horas en el taller requebrando a las oficialas! Y así lo
hizo, a pesar del enojo y las protestas de Dolores.
-¡Celos!
-repetía ella-. Si te gustan las oficialas, llévatelas a todas..., pero fuera
de aquí, ¡entiendes!... A un sitio en que tus diversiones no me manchen la
labor. ¡Eso no! Eso no te lo aguanto y te lo aviso... ¡No me toca a mis
encargos un puerco como tú!
Con la
malicia de los borrachos, así que Frutos comprendió que ahí le dolía a su
mujer, empezó a meterse con la ropa blanca. Escupía en el suelo, tiraba los
cigarros sin mirar, manoseaba las prendas, se ponía las enaguas bromeando, se
probaba los camisones. Naturalmente, cualquier desmán de las oficialas lo
disculpaban achacándolo al marido de la señora maestra. Venían ya quejas de
clientes, recados agrios: el descrédito que principia... Un día «se perdieron»
unos ricos almohadones... Dolores averiguó que estaban empeñados por Frutos
para beber.
Una tarde de exposición
de equipo de novia, anunciada hasta en periódicos, el carpintero volvió a su
casa chispo y maligno. La madre de la novia, la novia y parte de la familia
examinaban el ajuar. Entró el Verderón, y su boca hedionda, de
alcohólico, comenzó a disparar pullas picantes, a glosar, en el vocabulario de
la taberna, los pantalones y los corsés, las prendas íntimas, florecidas de
azahar... Cuando las señoras hubieron escapado, despavoridas e indignadas,
exigiendo el envío inmediato de su ropa y jurando no volver más a tal casa y
contárselo a las amigas, Dolores, pálida, tranquila, se plantó ante el esposo.
-¿Tú a
mí? -rugió el borracho-. ¿Tú a mí? Ahora mismo voy a patear esas payaserías que
haces... ¿Ves? Las pateo porque me da la gana.
Y
agarrando a puñados las blancuras vaporosas de tela diáfana, orladas de encajes
preciosos, las echó al suelo, danzando encima con sus zapatos sucios... Dolores
se arrojó sobre él... La pacífica, la mansa, la sufrida de tantos años se había
vuelto leona. Defendía su labor, defendía, no ya la corteza para comer, sino el
ideal de hermosura cifrado en la obra. Sus manos arañaron, sus pies magullaron,
la vara de metrar puntilla fue arma terrible... Apaleado, subyugado, huyó Verderón
a la antesala y abrió la puerta para evadirse. Todavía allí Dolores le
perseguía, y el borracho, tropezando, rodó la escalera. La cabeza fue a rebotar
contra los últimos peldaños, de piedra granítica, quedando tendido inerte en el
fondo del portal... Su mujer, atónita, no comprendía... ¿Era ella quien había
sacudido así? ¿Era ella la que todavía apretaba la vara hecha astillas?... El
chiquillo de una oficiala que subía la aterró... El hombre no se movía, y por
su sien corría un hilo de sangre.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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