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domingo, 16 de junio de 2013

Casi artista

Después de una semana de zarandeo, del Gobierno Civil a las oficinas muni­cipales, y de las tabernas al taller don­de él trabajaba (es un modo de decir), preguntando a todos y a «todas», con los ojos como puños y el pañuelo echa do a la cara para esconder el sofoco de la vergüenza, Dolores, la Cartera (apodábanla así por haber sido cartero su padre), se retiró a su tugurio con el alma más triste que el día; y éste era de los turbios, revueltos y anegruzca­dos de Marineda, en que la bóveda del cielo parece descender hacia la tierra para aplastarla, con la indiferencia su­prema del hermoso dosel por lo que ocurre y duele más abajo...
Sentóse en una silleta paticoja y lloró amargamente. No cabía duda que aquel pillo había embarcado para América. Dinero no tenía; pero ya se sabe que ahora facilitan tales cosas, garantizan­do desde allá el billete. En Buenos Ai­res no van a saber que el carpintero a quien llaman -para ejercer su oficio es un borracho y deja en su tierra obliga­ciones. La ley dicen que prohibe que se embarquen los casados sin permiso de sus mujeres... ¡Sí, fíate en la ley! Ella, a prohibir, y los tunos, a embar­car..., y los señorones y las autorida­des, á hacerles la capa..., ¡y arriba!
Bebedor y holgazán, mujeriego, tim­bista y perdido como era su Frutos, alias Verderón, siempre acompañaba y traía a casa una corteza de pan... Cor­teza escasa, reseca, insegura; pero cor­teza al fin. Por esto (y no por amoro­sos melindres que la miseria suprime pronto) lloraba Dolores la desaparición, y mientras corría su llanto, discurría qué hacer para llenar las dos boquitas ansiosas de los niños.
Acordóse de que allá en tiempos fué pizpireta aprendiza en un taller que surtía de ropa blanca a un almacén de la calle Mayor. Casada, había olvidado la aguja, y ahora, ante la necesidad, volvía a pensar en su dedal de acero gastado por el uso y sus tijeras sutiles pendientes de la cintura. A boca de no­che, abochornada (¡como si fuera ella quien hubiese hecho el mal!), se des­lizó en el almacén, y en voz baja pidió labor «para su casa», pues no podía abandonar a las criaturas... La retribu­ción, irrisoria ; no hay nada peor paga­do que «lo blanco»...
Dolores no la discutió. Era la corteza (muy dura, muy menguada, eventual) que volvía a su hogar pobre...
Corrió el tiempo. Habitaba hoy la Cartera un piso modesto, limpio, con vista al mar; su chico concurría a un colegio; la pequeña ayudaba a su ma­dre, entre las oficialas del obrador. Porque Dolores tenía obrador y oficia­las; hacía por cuenta propia equipos, canastillas, y poseía su clientela de se­ñoras, que iban personalmente a encar­gar, probar y charlar su rato.
-¡Buena mujer! ¡Y muy puntual, y habilísima! -repetían, al bajar las es­caleras, despidiéndose todavía, con una sonrisa, de la costurera, que salía al descansillo, a murmurar por última vez:
-Se hará, señora... No tenga cuida­do... Como guste...
Así se había ganado la parroquia, por medio de humildades dulces, de discretas confidencias de esas penas do­mésticas con que toda hembra simpati­za, y poniendo cuidado exquisito en en­tregar la labor deslumbrante de blan­cura, primorosa de cosido y rematado, espumosa de valenciennes, hecha un merengue a fuerza de esmero. Con la reputación de tantas virtudes obreras vino el crédito, el desahogo; con el desahogo, el, trabajo suave y halagador y el cariño intenso del artífice a la obra perfecta, en la cual se recrea y goza antes de enviarla a su destino. En la Cartera había desaparecido la esposa del carpintero vicioso, chapucero y zafio, en chancletas y desgreñada, y nacido una pulcra trabajadora, semiar­tista, encantada, aun desinteresada­mente, con los lazos de seda crespos y coquetones, los entredoses y calados de filigrana, las ondulaciones flexibles de la batista y las gracias del corte, que señala y realza las líneas del cuerpo femenil. Algo de la delicadeza de su trabajo se había comunicado a todo su vivir, a su manera de cuidar a los ñi­ños, al claro aseo de sus habitaciones, a la frugalidad de su mesa. Aunque to­davía fresca y apetecible, la Cartera guardaba su honra con cuidado religio­so (no por miramientos al pillo, de quien no se sabía palabra, sino porque esas cosas estropean la vida y dan mal nombre), y era preciso que a su casa viniesen sin recelo sus parroquianas, las señoras principales...
Extendida estaba sobre las mesas del obrador una canastilla de hijo de mi­llonario (la más cara y completa que le habían encargado a la costurera, un poema de incrustaciones, realces y plie­gues), cuando se entró habitación ade­lante, entre las risas fisgonas de las oficialas, un hombre de trazas equívo­cas. Venía fumando un pitillo, y al pre­guntar por «Dolores» y oír que no se podía hablar con ella (lo cual era un modo de despedirle), soltó a la vez un terno y la colilla ardiendo; el terno sólo produjo alarma en las chiquillas; la colilla chamuscó el encaje Richelieu de una sábana de cuna.
-¡Soy su marido! -gritó el intru­so-, y a cualquiera hora «me se» figu­ra que la podré ver...
No cabía réplica. Corrieron a avisar a la maestra; se presentó temblona, y se retiraron a un cuarto, allá adentro. No se sabe lo que conversarían; aca­so el Verderón confesase que se halla­ba ya convencido de que también en el Nuevo Continente tienen la absurda exigencia de que se trabaje, si se ha de ganar la plata... Lo cierto es que se hizo un convenio: el Verderón come­ría a cuenta de su mujer, y hasta be­bería y fumaría, comprometiéndose a rspetar la labor de ella, su negocio, su industria ya fundad, su arte elegante. Y frutos prometió.
Mas no era el holgazán del escaso número de los que cumplen lo pactado, y su orgullo de varón y dueño tampoco se avenía a aquella dependencia, a aquel papel accesorio... ¡Vamos, que él tenía derecho a entrar y salir en «su casa» cuándo y cómo se le antojase! ¡Bueno fuera que por cuatro pingos de cuatro señorones que venían allí se le privase de pasarse horas en el taller requebrando a las oficialas! Y así lo hizo, a pesar del enojo y las protestas de Dolores.
-Tienes celos, ¿eh, salada? -preguntábale él, sarcástico.
-¡Celos! -repetía ella-. Si te gustan las oficialas, llévatelas a todas..., pero fuera de aquí, ¡entiendes!... A un sitio en que tus diversiones no me manchen la labor. ¡Eso no! Eso no te lo aguanto y te lo aviso... ¡No me toca a mis encargos un puerco como tú!
Con la malicia de los borrachos, así que Frutos comprendió que ahí le dolía a su mujer, empezó a meterse con la ropa blanca. Escupía en el suelo, tiraba los cigarros sin mirar, manoseaba las prendas, se ponía las enaguas bromeando, se probaba los camisones. Naturalmente, cualquier desmán de las oficialas lo disculpaban achacándolo al marido de la señora maestra. Venían ya quejas de clientes, recados agrios: el descrédito que principia... Un día «se perdieron» unos ricos almohadones... Dolores averiguó que estaban empeñados por Frutos para beber.

***

Una tarde de exposición de equipo de novia, anunciada hasta en periódicos, el carpintero volvió a su casa chispo y maligno. La madre de la novia, la novia y parte de la familia examinaban el ajuar. Entró el Verderón, y su boca hedionda, de alcohólico, comenzó a disparar pullas picantes, a glosar, en el vocabulario de la taberna, los pantalones y los corsés, las prendas íntimas, florecidas de azahar... Cuando las señoras hubieron escapado, despavoridas e indignadas, exigiendo el envío inmediato de su ropa y jurando no volver más a tal casa y contárselo a las amigas, Dolores, pálida, tranquila, se plantó ante el esposo.
-Vuelve a hacer lo que hiciste hoy... y sales de aquí y no entras nunca...
-¿Tú a mí? -rugió el borracho-. ¿Tú a mí? Ahora mismo voy a patear esas payaserías que haces... ¿Ves? Las pateo porque me da la gana.
Y agarrando a puñados las blancuras vaporosas de tela diáfana, orladas de encajes preciosos, las echó al suelo, danzando encima con sus zapatos sucios... Dolores se arrojó sobre él... La pacífica, la mansa, la sufrida de tantos años se había vuelto leona. Defendía su labor, defendía, no ya la corteza para comer, sino el ideal de hermosura cifrado en la obra. Sus manos arañaron, sus pies magullaron, la vara de metrar puntilla fue arma terrible... Apaleado, subyugado, huyó Verderón a la antesala y abrió la puerta para evadirse. Todavía allí Dolores le perseguía, y el borracho, tropezando, rodó la escalera. La cabeza fue a rebotar contra los últimos peldaños, de piedra granítica, quedando tendido inerte en el fondo del portal... Su mujer, atónita, no comprendía... ¿Era ella quien había sacudido así? ¿Era ella la que todavía apretaba la vara hecha astillas?... El chiquillo de una oficiala que subía la aterró... El hombre no se movía, y por su sien corría un hilo de sangre.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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