Ya despuntaba la
macilenta aurora de un día de febrero, cuando Nati se bajó del coche y entró en
su domicilio furtivamente, haciendo uso de un diminuto llavín inglés. No tenía
que pensar en recatarse del cochero, pues el coche no era de alquiler, y
alguien que acompañaba a la dama, al salir ella, se agazapó en el fondo de la
berlina.
Nati subió
precipitadamente la solitaria escalera, muy recelosa de encontrar algún criado
que en tal pergeño le sorprendiese. El temor salió vano, pues reinaba en la
suntuosa casa silencio profundo. Sin duda, no se había despertado ninguno de
sus moradores. En la antesala, Nati se halló a oscuras, sintiendo bajo los pies
la blandura del denso y profundo tapiz de Esmirna. A tientas buscó el registro
de la luz eléctrica; giró la llave, y se inundó de claridad el recinto.
Orientada ya, abriendo y cerrando puertas con precaución, cruzando un largo
pasillo y dos o tres espaciosos salones ricamente alhajados, Nati, en
puntillas, llegó a su tocador. Encendidas las luces, hizo lo que hace
indefectiblemente toda mujer que vuelve de un baile o una fiesta: se miró
despacio al espejo. Éste era enorme, de cuerpo entero, de tres lunas movibles,
y las iluminaban oportunamente gruesos tulipanes de cristal rosa, facetados.
Nati vio su imagen con una claridad y un relieve impecables.
Apreció todos
los detalles. El dominó blanco, arrugado, mostraba sobre la tersura del raso,
pegajosos y amarillentos manchones de vino; un trozo de delicada blonda pendía
desgarrado, hecho trizas. Caído hacia atrás el capuchón y colgado de la muñeca
el antifaz de terciopelo, se destacaba el rostro desencajado, fatigado, severo
a fuerza de cansancio y de crispación nerviosa. Las sienes se hundían, las
ojeras oscurecían y ahondaban, los ojos apagados revelaban la atonía del
organismo; la boca se sumía contraída por el tedio, las mejillas eran dos rosas
marchitas y lacias, dos flores sin agua, sin perfume, pisoteadas, hechas un
guiñapo. El pelo, desordenado y revuelto sin gracia, se desflecaba sobre la
frente, y en la garganta, poco mórbida, las perlas parecían cuajadas lágrimas
de remordimiento y de vergüenza...
Nati se
estremeció, sintió un escalofrío mientras iba desnudándose, quitándose los
zapatos de seda, desprendiendo alfileres y desabrochando corchetes. Cuando,
después de soltar el dominó y de arrancarse las joyas, abrió el grifo del
lavabo y se pasó por ojos y cara la esponja húmeda, volvió no ya a
estremecerse, sino a temblar, a tiritar de frío, notando un malestar que le
llenó de aprensión. No era, sin embargo, enfermedad; era la náusea, la
invencible repugnancia que engendran los desórdenes y es su reato y su castigo.
¿Será ella
misma, Nati, la que ha pasado así la noche del martes de Carnaval? ¿Ella la que
ha preparado aquel capuchón, la que ha combinado el modo de salir secretamente,
la que ha jugado su decoro y su fama por unas horas de delirio? ¿Qué hacia ella
en aquel palco, entre aquellos insensatos, en aquella cena, cerca de aquel
hombre cuyo hálito quemaba, cuyos labios reían provocadores, cuyas palabras
destilaban en el corazón llama y ponzoña? Aquellas necias carcajadas, con la
cabeza echada atrás, con la boca abierta y descompuesta la actitud, ¿las había
exhalado ella? Aquellas frases a cual más profanas y libres, ¿era Nati, la
esposa, la madre de familia, la dama respetada por todos, quien las había
escuchado, y consentido, y celebrado entre el aturdimiento y la algazara de la
bacanal?
Nati miró a la
vidriera, que había quedado abierta. Una claridad lívida, azulada y triste
hacia amarillear la de los focos eléctricos. Era el amanecer que derramó en las
venas de Nati más hielo. Apagó las luces, se envolvió en una bata acolchada y
con inmensa fatiga se dejó caer en el ancho diván oriental. Por un instante le
pareció que cerraba sus ojos invencible sueño; pero casi al punto la despabiló
una idea. ¡Miércoles de Ceniza! Había escogido la mañana del Miércoles de
Ceniza... para su desatinada aventura.
... ¡Miércoles
de Ceniza!... El mismo día en que su madre, después de una vida de virtudes y
sufrimientos, había entregado el alma; día que conmemoraba para Nati el más
triste aniversario. ¿Cómo no se acordó antes de arreglar la escapatoria? ¿Cómo
la imagen del martes de Carnaval borró de su mente el recuerdo del Miércoles de
Ceniza?
Saltó Nati del
diván, dando diente con diente, pero animada por una resolución: la de expiar,
la de hacer penitencia, la de reconciliarse con Dios sin tardanza. Abrió el
armario y se calzó ella misma: descolgó un traje, el más sencillo, negro; se
echó una mantilla, se envolvió en un abrigo..., y desandando lo andado,
volviendo a recorrer salones y pasillos, bajando la escalera, lanzóse a la
calle. Iba como en volandas, impulsada por una sed de purificación parecida al
deseo de lavarse que se nota después de un largo viaje, cuando nos encontramos
cubiertos de suciedad y de impurezas. ¡La Iglesia ! ¡La redentora, la consoladora, la gran
piscina de agua clara agitada por el ángel y en que se sumerge el corazón para
salir curado de todos los males y nostalgias! Nati corría, pareciéndole que
cuanto más se apresuraba más se alejaba de la bienhechora iglesia. Por fin la
divisó, cruzó el pórtico, persignándose, tomó agua bendita y se arrodilló
delante del altar, donde un sacerdote imponía la ceniza a unos cuantos fieles
madrugadores... Nati presentó la frente, oyó el fatídico Memento homo, quia
pulvis eris..., y sintió los dedos del sacerdote que tocaban sus sienes, y
a la vez un agudo dolor, como si la hubiesen quemado con un ascua... Al mismo
tiempo, los devotos, postrados alrededor, la miraron fijamente, y deletreando
lo que en su frente se leía escrito, repitieron atónitos: «¡Pecado!»
Y los
transeúntes se detenían, y se formaban grupos, y la palabra «pecado»,
pronunciada por cien voces, formaba un coro terrible de reprobación y
maldición, que resonaba en los oídos de la señora como el rugido del mar en los
del náufrago... «¡Pecado! ¡Pecado!...», dicho en el tono de la indignación, de
la cólera, del desprecio, de la mofa, de la ironía, de la conmiseración
también... Nati bajaba el velo, quería taparse la frente donde aparecía en
caracteres rojos el letrero fatídico...; pero la negra granadina volvía a
subir, y la humillada frente se presentaba descubierta ante la multitud... Nati
puso las manos, pero conoció que se volvían transparentes como el vidrio, y que
al través se leía el letrero más claro, más rojo... Entonces, horrorizada,
exhaló un clamor de agonía y se desplomó al suelo moribunda.
«El Imparcial», 1 de marzo 1897
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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