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lunes, 31 de diciembre de 2012

La dama del salon de mornant

EL CUENTO NUEVO


REVISTA SEMANAL


Tomo I    Núm.6


Jueves, 26 de diciembre de 1918


DEDICATORIA

¿Para qué poner tu nombre?
Estas páginas no pueden ser dedicadas
a nadie más que a TI, mi segundo
amor, más delicioso que el primero,
porque ha sido más breve.
Y, sln embargo..., aún te quiero...

ALVARO


I

El marqués de Mornant contaría muy cerca de los sesenta años. Era un hombre alto y arrogante, de inconfundible elegancia, y en cuya cintura persistía la flexibilidad de la juventud. Sus cabellos, blancos como la plata, todavia conservaban vagos reflejos de oro; sus dientes, alabastrinos, persistian tan frescos como si acabaran de nacer, y sus ojos, pequeños, vivos y penetrantes, miraban aún con la elocuencia de la edad madura. En su rostro afeitado, sonrosado y ambiguo, donde apenas había causado el tiempo su irreparable ultraje, florecia eternamente una sonrisa-equívoca, que tan pronto era piadosa como de malignidad, y el monóculo subrayaba la expresión, prestándole un cierto aire de impertinencia no exento de interés. Sus manos eran, quizá, demasiado rosadas, tenían una mantecosidad insinuánte, y sobre ellas lucía el fuego azul de un enorme zafiro. Grandes. pulseras de oro y crisopacios se ajustaban a sus frágilés muñecas, y, al recogerse el pantalón para sentarse, descubría en la piema derecha una soberbia ajorca de platino y diamantes.
El marqués de Mornant -continuamente en viajes por el Extranjero- era un ente enigmático, a quien rodeaba una aureola de pecado y brujería que no se tomaba la molestia de deshacer; antes por el contrario, diríase que gustaba de intrigar a las gentes con esa misma aureola.
-Marqués -le dijeron un día en el casino, se murmura que el hotel en que usted vive está encantado; hay quien jura haber visto una noche al Diablo cruzar por los pasillos...
-Quién sabe!... –repuso Mornant.
-Marqués -le espetaron en otra ocasión, dicen que tiene usted todos los vicios de los emperadores romanos.
-¡Bah! -contestó riendo. ¡Ganas de calumniar a los emperadores romanos!

II

Tal vez por ser un ente original que, acaso, nadie dispensaba su atención, se sintió halagado Plomboise, el joven novelista de moda, el día que le dijo amablemente el marqués de Mornant:
-Es preciso que venga usted una tarde a casa. Seguramente pasará un buen rato curioseando mis antigüedades y olvidará, aunque sea por un momento, la irritante frivolidad de la vida moderna, origen, creo yo, de  esa horrible neurastenia que padece y que acabará anulándole.
Y una tarde de noviembre, en efecto, atraído e intrigado por el vaho del misterio que rodeaban al Marqués y su casa, el neurasténico escriior fué al hotel del viejo aristócrata, dispuesto a recrearse en la maravillosa colección de recuerdos del pasado que, según la gente, estaba encantada.
-El señor Marqués no tardará en llegar -le dijo un criado, conduciéndole por un largo pasillo todo cubierto de tapices de Tiepolo y Teniers. Me ha encargado que si viniera alguien en su ausencia, le suplicara que aguardase unos momentos. El señor Marqués no tardará en llegar.
Plomboise siguió al sirviente, magnetizado por el brillo de sus pupilas grises, y al ser introducido en el salón el doméstico se retiró, después de saludarle ceremoniosamente.
Invadido por un ligero malestar (el criado era inquietante con sus cejas arqueadas, su nariz de aguilucho y su voz hueca y funeraiia), el joven novelista se redujo a esperar ai dueño de la casa, abandonándose en un sofá Imperio rebosante de almohadones del XVI,

Decaía la luz. Las sombras empezaban a alargarse y las líneas se confundian. Pero Plomboise se hizo pronto a la semipenumbra reinante, entreteniéndose en reconocer la estancia.
El salón, dominado por un suave y penetrante aroma de rosas marchitas, era una estancia razonablemente amplia, tapizada de un color verde indefinible parecido al de las turquesas enfermas, y daba la sensación de una tumba sombría de viejos esplendores muertos. Mezclados sabiamente, había allí muebles, armas, telas, cristales, cuadros y porcelanas de todos los estilos y de todos los siglos.
Pero, más que nada, lo que excitó en seguida la curiosidad del novelista fué un que ocupaba el lugar preferente del salón, representando una dama de la corte de Felipe II. Perfectamente modelada en un traje de terciopelo negro, que como único adorno ostentaba un broche de oro en el pico del corpiño, su figura tenía una rigidez espectral y se salía del suntuoso marco como si estuviera colocada en el umbral de una puerta. El óvalo incorrecto de su pálido rostro, un rostro dolorido y angustiado que parecía presentir la muerte, lo enmarcaba una gola rizada, de un gris cuya trizteza no bastaba a amenguar el oro de los complicados festones que la bordeaban. Los ojos, casi negros, se le hundían, haciendo resaltar la nariz, larga, algo caída sobre el labio superior, y habían perdido la serenidad, como aterrados por la inminencia de una separación eterna; la mandíbula inferior era bastante saliente, y el labio colgaba en un gesto de súplica; las cejas, muy irregulares, de un rubio tan confuso como su cabellera, exigua y andosa, cubierta por una gorra, y apenas asomaban las orejas entre los rizos que besaban las mejillas. Pero lo que más le fascinó fueron las manos, unas manos de flor, blancas y transparentes, de dedos alargados que parecían dormir con reposo mortal sobre la cintura. Todo en ella era quimérico e inquietador: el austero ropaje, la aristocrática figura y la expresión del rostro; era, el suyo, un contorno de fantasma, rodeado de un misterio que se hacía más terrible en la obscuridad del salón.
Abstraído en la contemplación de aquellos ojos extraviados, como perdidos en la desesperación de un eterno adiós, Plomboise no se dió cuenta de que había anochecido, y sus pupilas, habituadas a la obscuridad, seguían viendo a la dama del retrato, mientras su alocada imaginación retrocedía al reinado de Felipe II.
De repente, los ojos del cuadro recobraron vida, escondiéndose aún más bajo la frente, y sus labios se estremecieron. Luego, una voz sutil y acariciante resonó en la estancia con la dulzura de una oración:
-iAy, pobre de mí! ¿Quién romperá mi encanto? ¡Qué desgracia la mía, que ni después de muerta puedo tener reposo!...
Plomboise se quedó atónito, sin atreverse a iniciar el más leve movimiento, y la voz resonó de nuevo en la silente obscuridad:
-¡Tú, quienquiera que fueres, por infeliz que seas, serás un sér dichoso, comparado conmigo! ¿Quieres oír mi historia? ¿La oirás como otros tantos, sin atender mis ruegos? ¡Ay, misera de mí!... ¿Quién romperá mi encanto?
Y Plomboise, más tranquilo por el cálido acento de la voz melancólica, escuchó atentamente:
-Sarah Pérez, una bella judía de mis tiempos, tenía los ojos más hermosos que se han podido tener en este mundo: unos ojos verdes, transparentes, con fulgor, de agua luminosa, que fueron la pesadilla de Felipe II desde que le miraron. Por su belleza esmeraldina, el Rey convirtió a la judía en princesa de Eboli, colmándola de honores y riquezas, y yo fuí la designada para servirla de camarera mayor y encubrir los amores del Monarca.
»Todas las noches, la favorita de Felipe II, verdugo de herejes, le aguardaba desnuda en su alcoba para que Su Majestad sorbiese con voracidad de vampiro el glauco resplandor que tanto le hechizaba.
»La pasión del Rey católico por la bella judía aumentaba de hora en hora; pero la Princesa comenzó a aburrirse de aquel amor tan lúgubre, y tuvo una mañana el capricho insensato de fijar sus admirables ojos de agua en un noble de la corte.
»Salíamos de los oficios. Estaba en el umbral de la capilla, y creía estar sola conmigo. Pero un miserable acechaba, y fué a enterar al Rey de las miradas de la de Eboli. Y por la noche, en la intimidad de la alcoba, durante una explicación violenta, que degeneró en borrascosa lucha cuerpo a cuerpo, el Rey católico y apasionado, poseído del demonio de los celos, derribó en tierra a su favorita y la arrancó un ojo de una dentellada.
»Sarah Pérez amaneció tuerta; mas el feroz amante, arrepentido de su acción y queriendo enmendarla en lo posible, encargó a un hábil cirujano que incrustase en la órbita vacía de su amada una soberbia esmeralda, substraída del tesoro de la Corona.
»La de Eboli, muy impresionada por la pérdida de su ojo, enfermaba de día en día, apagándose el verdor alucinante de la pupila sana, y el bárbaro Monarca, cada vez más enamorado de la Princesa, viendo que su hermosura desaparecía por causa del ojo bueno, concibió la idea de saltárselo, para que fuese substituído por otra esmeralda que, como su compañera, jamás conservara eternamente las luces y la vida.
»Una noche, el dormitorio de la Princesa fué asaltado por dos enmas-carados que pretendieron realizar los malvados designios de Felipe II; pero la visión de la Princesa ciega me prestó bravura de leona y defendí a mi ama como no me hubiera defendido a mi misma: los enmascarados huyeron, le contaron al Rey lo sucedido, y al día siguiente se me anunció que iba a ser severamente castigada.
»La princesa de Eboli intercedió cerca del Rey y ofreció su ojo sano a cambio de mi vida. Pero Felipe II permaneció inconmovible, y sólo, como gracia especial, permitió que uno de los pintores de Cámara hiciera mi  retrato con destino a mi señora. Y siete días pasados de aquella tormentosa noche, fuí emparedada viva en uno de los muros de Palacio, a la vista del Rey. ¡Todavía recuerdo las lágrimas de la Princesa, que empañaban el verdor luminoso de su ojo de esmeralda y hacían más sombrío el brilio de la pupila buena!...
»A las veinticuatro horas de la crueldad clel Rey, la Princesa, jugándose el todo por el todo, me mandó sacar del muro, me condujo a su cuarto y allí reconstituyó mi vestido y arregló mi tocado, mientras el llanto del dolor corría en perlas por su rostro.
»Cuando más abismada se hallaba en sus oraciones mortuorias, penetró el Rey en la alcoba, increpando a la de Eboli por su audacia, y como a Sarah Pérez le faltaron las fuerzas para contestar a los denuestos del Rey, éste, enfurecido, desnudó su espada y decapitó mi cadáver, aún caliente, marchándose después de desmayar a su amante,
»Y, a los pocos momentos, dos enviados suyos me envolvieron en paños negros, tornándome a la sepultura de donde me había sacado la piedad de la judía.
»La melancolía de la princesa de Eboli se agravó por esta crueldad de su amante, y a los dos meses de mi muerte fué también ella a la tumba.

»Por las artes de un mago que conoció antes de morir la infortunada Princesa, en vez de vagar mi alma por los mundos astrales, halló refugio en mi retrato, a fin de continuar cerca de ella, y aquí proseguiré por los siglos de los siglos sin volver al mundo de las almas hasta que una persona deshaga el sortilegio de aquel mago, decidiéndose a degollarme en efigie.
»¿No es verdad que es extraño mi destino? ¿Quién se atreverá a destrózar una obra de arte para liberar un alma cautiva, si no le interesa?...»
Poco a poco la voz fué extinguiéndose con la suavidad de una lámpara que se acaba, y, al perderse, Plomboise, presa de fuerte agitación, se levantó del sofá, recorriendo el salón a grandes pasos para ahuyentar el miedo y evitar que se le helará la sañgre. A obscuras completamente paseaba, sin atreverse a mirar el retrato, temeroso de que reanudase sus lamentaciones en súplica de una espada.
-Pero ¿cómo, querido Plomboise, estaba usted a obscuras? –preguntó cariñosamente el marqués de Mornant, inundando el salón de viva claridad.
-Sí, amigo mío -respondió el novelista restregándose los ojos; he llegado con el crepúsculó; pero, abstraído en mis meditaciones, me he dejado rodear por las sombras de la noche. ¡No se quejará usted de mí! –agregó estre-chando la enguantada mano que le ofreció el Márqués: le he esperado más de dos horas.
-¿Dos horas? -exclamó el aristócrata, invitándole a sentarse-: Vea usted el reloj; mi criado me ha dicho que le ha abierto a usted la puerta a las cuatro y media...
-Cierto...
-Pues ahora son las cinco menos veinte -proclamó triunfal Mornant, exhibiendo un magnífico reloj de oro; no ha podido usted aguardarme entonces más de diez minutos.
Plomboise miró a su amigo, creyendo que trataba de divertirse a costa suya; pero la verdad resplandecía en su rostro.
-¡Sea! -dijo, resignado, el novelista.
-¡Tiene usted que cuidar esa cabeza! -repuso Mornant, jugando negligente con sus pulseras-; de lo contrario, acabaré usted perdiendo hasta la noción del tiempo.
Plomboise, ingenuamente, respondió mirando a la dama del cuadro:
-Sin embargo, yo afirmaría que estoy aquí hace más de diez minutos.
-¡Bah! -exclamó el Marqués-. ¿para qué preocuparse de semejante niñería? Hay aquí coras que deben interesarle más que eso.
-Esta señora, por ejemplo -observó el novelista, señalando maquinal-mente a la camarera de la princesa de Eboli.
-¿Verdad que es un bello retrato? Lo compré a un anticuario hace unos años por un precio increible, y me lo dió tan barato; porque de noche, según él, esa dama, que parece tan formal, se escapaba del lienzo y le revolvia la tienda. ¡Quizá fuese verdad!... pero yo, por mi parte..., le aseguro que, en diez años que ha que lo tengo aquí, todavía no me ha revuelto nada. Es mi obra de arte favorita -añadió el aristócrata, sin percatarse de la ligera emoción que dominaba al neurasténico-, y la amo con delirio por el encanto de sus ojos. ¿Dónde ha visto usted unos ojos que reflejen una angustia tan grande como la que esos reflejan; un negro azul tan intenso como el de esas pupilas anhelantes? yo he amado febrilmente a mujeres trágicas en el ocaso de su vicio, sin que las arrugas de sus frentes extenuadas ni el misterio de sus bocas sórdidas me hayan intimidado; han rozado mi rostro sus rizos forzados y malolientes sin asquearme, y sus manos exangües e infinitas, casi enterradas entre pedrerías falsas, se han posado sobre mis hombros sin que el demonio de la reépugnancia incendiara mi sangre. Pero es porque en los ojos de todas ellas, pobres lirios marchitos de taberna, he visto brillar, aunque sólo haya sido un momento, la mirada alucinante de esa dama del cuadro: la mirada sublime y arrebatadora de los ojos rebeldes que no quieren morir... Pero, en fin –prosiguió el Marqués, tras una breve pausa, levantándose, dejemos a esta dama que se abrase en la quimera de una salvación, y veamos estas porcelanas del Retiro. Debo decir a usted que las robé; si, las robé. A pesar de mi aspecto señorial y de mi monéculo, soy un cléptómano irredento. Los objetos de arte, sobre todo, me tientan avasalla-doramente.
»Si viera usted, Plomboise, qué torturas, las mías, cuando visité el Vaticano y me convenzo de que es imposible robar el ¡Antíneus!... Examine usted bien estos cuadros. Son originales, auténticos. ¿Me entiende usted? No mixtificaciones indecentes, como las de algunos coleccionistas: Quintín Metsys, Pouquet, Lucas Cranach, Purdhon, madame Vige Lebrun, Madrazo, Meissonier, Watteau, Villegas, Lancret, Crivelli, Fortuny, Moreau... Observe usted esta niña de Greuze. ¿No es cierto que sus ojos parecen abismados en la añoranza de una violación?... ¿Y esta miniatura de Saint Brique, repre-sentando a la princesade Lamballe y su reina María Antonieta? En ella ha puesto el autor un ardimiento voluptuoso que únicamente escapa a las personas vulgares. Fíjese usted con qué sensualidad ha pintado la mano de la Reina sobre el hombro de la Princesa. ¿Y sus miradas?... ¿Negará usted que parecen consumidas por el fuego de un deleite próhibido? Se nota que el artista no ignoraba la intimidad culpable de las victimas de Robespierre... Estos apuntes monstruosos y bellos son de Goya, mi predilecto y no los cedería por la fortuna de Rohtschild... ¿Qué me dice usted del desvaneci-miento de esta maja desnuda en brazos de este fraiie? ¿Cabe interpretar mejor un desvanecimiento amoroso?...
»Estas pulseras provienen de la célebre comedianta Clairón, y estos collares, de la desventürada María Stuard... Este cinturón perteneció a una Médicis, y es una alhaja maldita, que, no obstante, conservo por la voluptuo-sidad de tener un peligro en casa... En este manto negro se envolvía la Montespán para ir en busca de filtros a la guarida de la Voisin, y con esta casulla dijo misa el papa Inocencio X... Esta sortija fué propiedad, nada menos, que de Lucrecia Borgia... No se deje usted deslumbrar por el tamaño de la piedra: es cristal hueco, y el morado, que le da apariencias de amatista, es el mórado, de unas gotas de veneno... Esta espada, algo mohosa, fué de...
Plomboise oía interesado relatar al aristócrata la historia de cada uno de aquellos objetos que tan feliz hacían a su dueño; pero sin abandonar el recuerdo de Sarah Pérez, del cogulla, del Rey y de la dama encantada que se obstinaba en dirigirle sus miradas de sufrimiento implorador.
El, de ordinario frivolo y locuaz, se sentía triste y cohibido, sin poderse explicar por qué, y al arrepentimiento de su visita se unían unos vehementes deseos de salir cuanto antes del trotel de Mornant.
Cuando acabaron de tomar el té, después de fumar en silencio unos cuantos cigarros, el Marqués le dijo, sonriendo, al novelista:
-Le encuentroa usted esta tarde muy cambiado; su mutismo me intranquiliza. ¿Se halla usted enfermo, acaso?
-Puede ser -contestó Plomboise; estoy por creerlo así desde el momento en que yo mismo me desconozco. Si fuera posible creer en brujerías, pensaría que me había usted embrujado, agravando mi neurastenia...
-¡Ah!, pero ¿usted cree en brujerías? interrogó el Marqués con extraña sonrisa. No crea usted en las mías,pero sí en las ajenas. Yo tengo un amigo en Londres (Freed Withe, que está para llegar a París), tan poderoso en las ciencias ocultas, que a su conjuro podrían unirse en lazo mágico dos corazones que antes no se atrajeran ni por la dulce influencia de la belleza. En una ocasión detuvo las aguas del Támesis el tiempo suficiente para cruzar sobre ellas, como un moderno Jesús. Y si estuviera aquí, probablemente haría revivir a cualquier personaje de mis cuadros para que nos contase  alguna historia de su siglo. Vamos -añadió bajando la voz-, ¿a que no le desagradaría que mi amigo le enviara a usted esta noche a las doce a esa dama enlutada y misteriosa que posee las sublimes miradas de los ojos que no quieren morir?
-¡No, por Dios! -gritó Plombloise, tratando de evitar un gesto de terror. Además... -agregó con una sonrisa que era ura mueca de espanto. -¡soy casado!...
-Pues si su mujercita es impaciente, ya no debe quedarle un pelo en la cabeza.
-Dos horas de ausencia del marido no son para desesperar a una casada razonable.
-¿Dos horas? ¿Ve usted cómo me sobra razón al sostener que perdería usted la noción del tiempo? ¡Son las nueve y media, querido! ¡Lleva, usted aquí cinco horas justas! Entretenidos con estas evocaciones del pasado, nos hemos olvidado del presente.
-Sí que es tarde- asintió el novelista, a quien el malestar había enrojecido-. Sintiéndolo mucho, me veo obligado a abandonar su grata compañía... Martita debe de estar enojada...
-Como usted guste... -dijo el aristócrata, llamando por el timbre a su criado-. Ya sabe usted dónde deja su nueva casa y un amigo sincero.
Mientras el sirviente, en la antesala, le ayudaba a ponerse el gabán, el timbre de la puerta sonó, y, al abrirla el criado, un hombre extraño, horriblemente pálido, con ojos de lechuza y manos como garras, preguntó por Mornant.
-Plomboise, aterrorizado, cogió su sombrero apresuradamente y bajó de tres en tres los escalones, seguro de que el hombre que había entrado era Freed Withe, el misterioso amigo de Mornant que en Londres había detenido las aguas del Támesis para cruzar sobre ellas.

III

Al salir del hotel. Plomboise respiró ansiosamente, como si acabaran de quitarle una losa de encima. El hotel de Mornant, con sus cuadros encantados, sus alhajas malditas, sus ropajes oliendo a carne muerta y su endiablado dueño, le había sobreexcitado los nervios y agudizadola la dolencia. Sintió, al verse libre de aquel extraño ambiente, esa fuerte y consoladora alegría del pájaro cautivo que al fin recobra su independencia, y aspiró con avidez el frío de la noche, que parecía refrescarle la sangre y normalizar su cerebro.
Los fieros aullidos de un pilluelo voceando Le Temps borraron de sus oídos el eco de la voz de la dama enlutada, motivo de sus preocupaciones, y trató de convencerse de la trivialidad de aquella alucinación retrospectiva y de la necesidad de olvidar al Marqués, a su criado y al desconocido visitante de las pupilas de lechuza y manos como garras.
Andaba muy de prisa, deseoso de abrazar a su mujercita y despeinarla a besos, como si en vez de un año hiciera un mes del matrimonio, refugián-dose luego en sus brazos amantes para ahuyentar el miedo que se había adueñado de él y que se empeñaba en no abandonarle definitivamente.
Andaba muy de prisa...

IV

-Marcelo, ¿vienes malo? -preguntó sobresaltada su mujer a Plomboise cuando éste penetró en el comedor, donde ella le aguardaba intranquila-. ¡Qué cara traes!... ¿Te has mirado al espejo?...
Plomboise, por toda contestación, besó a Marta en los ojos, diciéndole con mimo:
-No te creas que estoy muy bien, preciosa; pero te aseguro que una taza de té y un beso tuyo serán mis medicinas. ¿Quieres decir que te sirvan la cena?
-¿Voy a Cenar solita? -preguntó Marta, tranquilizada por la pasajera serenidad que asomó al rostro de su marido.
-Solita, no; conmigo. Pero yo no tomaré más que el té, porque podría sentarme mal la cena.
-¡Qué fastidio!
-Mañana pienso ir a ver qué me dice el doctor Maullard
-Lo de siempre: que no trabajes y que procures no exacerbar la imaginación; paseos, comidas muy higiénicas...; precisamente todo lo contrario de lo que haces. ¡No paras en casa sino a las horas de comer!....
-Tienes razón, Martita. Desde mañana estoy decidido a observar ese régimen. Esta vida que llevó no puede ser más perjudicial. ¡Cinco horas fuera de casa! ¡Lejos de mi mujercita! ¡De tertulia con un señor absurdo e inquietante!... Tienes razón, Martita: esta vida que llevo no puede ser más perjudicial...

V

Ya acostado, después de tomar su taza de té, Plomboise no conciliaba el sueño, torturado otra vez por el recuerdo de la dama del salón de Mornant, y el suave perfume de la cabellera de Marta, profundamente dormida, no bastaba a adormecerle como de ordinario, Antojábasele que, a ratos, alteraba el silencio de la alcoba el rumor de unos pasos lejanos,y cambiaba de postura en el lecho, irritado por el insomnio, aumentando su inquietud a medida que transcurría la noche.
Su imaginación se hallaba reconcentrada en el hotel de Mornant y en la dama del cuadro del salón, y eran inútiles cuantos esfuerzos intentaba para substraerse al torturante recuerdo. Y agravaba su desasosiego la evocación  del misterioso desconocido que entró en la casa cuando él se despedía, y tenía la intuición de que, a tales horas, si era Freed Withe, como sospecha-ba, debia de hallarse con Mornant verificando algún maleficio que permitiera a la camarista de la princesa de Eboli hacerle una visita.
El reloj del comedor acusó las once y media, poniendo en su argentina campanada una tristeza que parecía un presagio, y la intranquilidad del joven neurasténico llegó a su colmo adivinando que se acercaba la media noche. Una angustia indescriptible oprimía su  pecho, arrancándole sordos gemidos, y sus manos, agitadas por un temblor convulsivo, destrozaban las sábanas con las uñas. Respiraba fatigosamente, pareciéndole que el corazón iba a saltársele del pecho; un sudor frío y abundante resbalaba por su frente. Sentía fuertes punzadas en los ojos y los dientes le rechinaban, adquiriendo su saliva un amargo y desagradable sabor.
De pronto, en el reloj del comedor sonaron las doce y Plomboise quedó inmóvil con el rostro contraído por una mueca de ansiedad, mientras en el silencio de la noche se perdían las vibraciones de las lentas campanadas. Al finalizar la duodécima, la puerta de la alcoba se abrió pausadamente y apareció la dama del salón de Mornant, aureolada por una intensa claridad. Permaneció indecisa un breve instante, y luego se dirigió hacia el lecho del joven con la suavidad de un espectro, arrastrando sin ruido la cola del vestido. Sobre la profunda obscuridad de la alcoba, la camarista de la princesa de Eboli se destacaba envuelta en un nimbo de luz que hacía más pálido su rostro angustiado y más palido su rostro angustiado y más desesperada la ansiedad de sus ojos.
-Plomboise, instintivamente, cerró los suyos para no verla; pero, al través de los párpados, el extraño resplandor que iluminaba a la dama del salón de Mornant seguía alucinándole. Rebelde, resistiéndose a la terrible aparición, dió media vuelta, defendiendo los ojos con la almohada y apretó fuerte-mente contra ella la cabeza, hasta causarse daño. Y cuando más seguro estaba de que  había triunfado de la aparición, unos dedos fluidos acariciaron sus cabellos, a la par que una voz suplicante murmuró a su oído:
-¡Córtame la cabeza!... ¡Córtame la cabeza!...
Plomboise dió un grito horrible; un grito estridente que llegó hasta la medula de Marta, despertándola bruscamente.
-¡Marcelo!; ¿qué te pasa?
Marcelo no respondió. Pero, al encender Marta la luz, los ojos de demente del joven novelista recorrieron la alcoba con avidez buscando a alguien.
-La dama del salón del marqués de Mornant había desaparecido.
-Pero, ¡cómo, querido Plomboise! -dijo el marqués de Mornant, levantán-dose de un sillón Luis XVIII; ¿usted por aouí? No esperaba verle reaparecer tan pronto, y menos a las veinticuatro horas de su prirnera visita.
A decir verdad, el mismo Plomboise tampoco hubiera creído volver tan pronto a aquel hotel donde todo, desde el criado hasta el dueño, sin olvidar los muebles, era enigmático e inquietador; pero después de la pesadilla de la noche anterior se había despertado con vehementes deseos de volver. Una fuerza desconocida le arrastraba a casa del marqués de Mornant, y, aunque trató de dar un paseo acompañado de su mujer, a las cuatro; sus piernas se negaron a seguir adelante.
-Vuélvete a casa, Marta -rogó a su mujer-, que yo he de ir a una visita de importáncia que me conviene no retardar.
Marta obedeció mansamente, y Plomboise encaminó sus pasos al hotel de Mornant, comprendiendo, no obstante, que hacía mal en ir.
-Pero ¿nose sienta usted? -preguntó cariñosamente el viejo aristócrata a su amigo, viendo que éste se ensimismaba ante la famosa dama del retrato.
Plomboise, complaciente, acomodóse en el sofá Imperio para dominar mejor con la vista a la camarista de la princesa de Eboli, y exclamó con ingenuidad:
-iOh, esa dama!... ¡Esa cara!... ¡Yo juraría que la he visto antes de ahora!...
-Sí -repuso el marqués de Mornant con singular sonrisa-: anoche.

-El señor Freed Withe... -anunció el criado. Arqueando sus cejas mefistofélicas.
Plomboise ladeó la cabeza y palideció, reconociendo en el visitante al desconocidode la víspera.
-Mi amigo Freed Withe... Marcelo Plomboise, el afamado novelista... -dijo el Marqués, haciendo la mutua presentación
Plomboise, que se había levantado, recobró su asiento después de estrechar entre las suyas las manos frias y escalofriantes del inglés, y mientras éste y el Marqués cambiaban unas frases, el neurasténico examinó con detenimiento al recién llegado.
Altísimo, huesudo y elegante, tenia un rostro que desafiaba al retrato. Unicamente Goya hubiera sabido reflejar la voraz expresión de aquellos ojos de lechuza, en cuyas miradas reconcentraba su vida, que debía de ser abominable. La boca, de labios finos y encendidos, mostraba, al sonreír, una dentadura de lobo, con los colmillos tan atilados como la nariz, de ave de rapiña, y una lengua delgacla y puntiaguda, como un puñal, que a cortos intervalos asomaba para hacer más sangriento el rojo de los labios, de dibujo pérfido. La cadavérica palidez de su rostro y la terrible inmovilidad de sus manos afiladas, que debían de pinchar como las espinas de un zarzal, acentuaban el misterio de aquel hombre.

-Pues he vuelto tan pronto por aquí -expuso el novelista al Marqués- porque ayer, al salir, he concebido una obra nueva.  Y desearía prosiguió, mintiendo- adquirir datos referentes a cosas que usted tiene que podrían prestar al libro una gran amenidad.
-Me parece, la idea, excelente -dijo el aristócrata halagado en su amor propio de coleccionista. Cifro mi orgullo en saber la historia de cada una de mis chucherías, y es muy posible que enumeradas en el capítulo de un libro en que se describiera el salón de un aficionado a antigüedades, interersasen al lector. ¿No cree usted lo misrno, amigo Freed?
-Sí -afirmó el inglés, clavando sus miradas como dagas en el neurastenico.
-Me he decidido -continuó Plomboise -a escribir una novela extraña, de fantasmas y alucinaciones, pintando los sobresaltos de un alma que empieza a enloquecer.
-Yo podría favorecerle -interrumpió el inglés, sacando una petaca- llevándole conmigo a lugares dignos de ser descritos.
-Cierto -repuso el Marqués, cambiando una sonrisa de inteligencia con Freed Withe.
-¿No correré peligro? -interrogó Plomboise con un gesto de miedo exagerado, más real que fingido.
-Ninguno -aseguró el inglés, ofreciendo al joven un emboquillado de gran lujo.
-Entonces, ¡será cosa de ir pensando en tomar el billete!... -exclamó el novelista encendiendo el cigarrillo.
-¡Oh, no hay que pensar ya en eso!... -murmuró el Marqués, encendiendo ei suyo, con sonrisa diabólica.

Obscurecía. Las sombras precursoras de la noche se espesaban en torno de los tres hombres, transformando el salón en una mancha negra, mortificante y sutil, y en la atmósfera, muda y pesada, el humo de los cigarros se elevaba, formando tenues espirales azules, que flotaban y se extendían por el espacio como gasas impalpables. El salón estaba sumido en el mayor recogimiento, y una agradable placidez embriagadora se apoderó de los fumadores, pero sobre todo de Plomboise, a quien los ojos se le cerraban suavemente, y los tres experimentaron la necesidad de dormir.

De súbito, Freed Withe se levantó, arrojando su cigarrillo, y cogiendo al novelista de un brazo, exclamó con voz opaca:
-¡Vamos!
Plomboise, insensible, se dejó arrastrar por el inglés, y abandonó el salón para atravesar unas galerías de paredes viscosas, piso resbaladizo y cargadas de sombras asfixiantes.
Al cabo de una larga caminata por aquellos corredores sombríos, donde parecían acechar el crimen y la muerte, Freed Withe se detuvo ante una puerta, y murmuró:
-¡Aquí es!
Y, al abrirse la puerta, el joven novelista penetró en un amplio salón tapizado de raso negro.
En las cuatro esquinas ardían cirios verdes prisioneros en candelabros de oro, y al pie de cada uno, un pebetero de bronce dejaba escápar un perfu-mado incienso. En las paredes, sobre tablas de sándalo, había calaveras de nácar y murciélagos plateados, y arrimados a las paredes brillaban muebles de laca verde esmaltados de perlas y algunas sillas de ébano bordadas de turquesas berilos. Y allá en el fondo, encima de un estrado cubierto por una alfombra de Babilonia, se levantaba un altar exornado con telas de púrpura llenas de franjas de oro salpicadas de diamantes, y sobre él, tendido, con la cabeza reclinada en un almohadón con anémonas y acianos, fingía dormir Mornant con reposo casi semejante a la muerte, destacándose más su-desnudez entre la suntuosidad y la elegancia de aquel altar imprevisto. Dosa dormideras descansaban sobre sus hombros, y un torrente de piedras multicolores velaba su vientre.
El fuego que se concentraba en las piedras preciosas hacia más transparente y sonrosado el blancor de las sardorias indias, más diáfano el verde de las esmeradas, más nocturno el azul de los zafiros, más siniestro el amarillo de los topacios, más sombrío el violeta de las amatistas, más radiante la negrura de los carbunclos, más sanguíneo el rojor de los rubíes, más enfermizo, el matiz de las turquesas y más vagit la nebulosidad de los ópalos... Mil fulgores confusos y cambiadizos recorrían el vientre y las caderas de Mornant, descendiendo hasta sus rodillas, y detrás del viejo aristócrata se erguían seis magníficos candelabros de plata bruñida que imitaban falsos monstruos, sosteniéndo lámparas como azucenas, donde ardían, en lugar de aceite, bálsamos perfumados que anestesiaban con su pertinaz aroma. Guirnaldas de lirios blancos, de adelfas y de rosas de Bengala pendían a ambos lados del altar, surgiendo de vasijas oro cincelado, y grandes racimos de rubíes con hojas de vid incrustadas de esmeraldas se enroscaban a las dos columnas corintias adosadas a la pared, que del altar subían hasta el techo. Y entre las dos columnas de alabastro, sirviendo de fondo a la desnudez de Mornant, caía un fantástico tapiz, donde un artista desconocido y maravilloso había reproducido una orgia increíble en los Jardines del Pecado.
En el suelo, a ambos lados del altar, soberbias flores quiméricas, simulando sexos, se desmayaban en ánforas romanas, y en las gradas, sobre un mullido lecho de flores, estrechamente abrazadas en actitudes apasionadas, parecían dormir seis jóvenes desnudas, armónicas y bellas, con las frentes orladas de espléndorosas pedrerías. Las seis eran de bocas purpurinas y de frentes brillantes, y sus cabelleras, bucleadas, largas y negras, caían sobre sus hombros, envolviéndolas en mantos de azabache. Anchas pulseras de oro aprisionaban sus brazos; ricos collares de perlas rodeaban sus cuellos, colgando sobre sus senos incipientes, y alrededor de sus cuerpos flotaban unas leves gasas de oro tejido, que no velaban sus formas graciosas y flexibles.
Plomboise permaneció inmoble, con las mejillas sonrojadas por el pudor, más de cinco minutos; pasado ese tiempo, notó que, calladamente, con lentitud augusta, penetraba en el salón una fauna espectral y desconcer-tante.
Mujeres de semblantes lívidos, de pupilas duras e inmóviles, de frentes arrugadas, de bocas húmedas y marchitas, de cabellos sin brillo y escotes barnizados; mujeres extrañamente vestidas, que habían mezclado para su atavío telas descoloridas con piedras multicolores, tan falsas y vidriosas como sus miradas. Y ellos eran hombres de profundas ojeras, de sonrisas macabras, de pómulos salientes, de mandíbulas contraídas, de cabellos cortosy encrespados, y todos enfundados en sus ropajes negros, que modelaban más aún sus rígidos perfiles esqueléticos.
Luego que se sentaron, una orquesta invisible inició en el obscuro fondo del salón una pausada marcha regia, y Plomboise vió presentarse en las gradas del altar a su propia contrafigura: se vió posternarse de hinojos ante Mornant yacente, y luego retirarse, esgrimiendo una espada, a un lado del altar.
lnmediatamente, las notas de la misteriosa orquesta sonaron más vibrantes, y apareció la camarista de la princesa de Eboli, dispuesta a danzar frente al «doble» Plomboise. Y su danzá fué la danza de una mujer angustia-da, en súplica del acero libertador. Sus negros ojos cobraban una tonalidad lacerante, y sus brazos, los reposados brazos del cuadro se retorcían ahora revelando una desesperación aterradora. Su talle parecía que iba a quebrarle en uno de sus retorcimientos de súplica, y alargaba el cuello por encima de la gola como una tentación. Pero Plomboise, impasibie, retenía la espada sin decidirse a complacer a la encantadora camerista,hasta que las ninfas se levantaron de su lecho de flores y danzaron también para conmover a la  contrafigura de Plomboise.
La danza de las seis fué la danza de unas mujeres culpables de todos los más nefandos pecados. Sus movimientos lúbricos y sus ondulaciones de serpiente en celo eran a veces los de Mesalina, y a veces, los de Safo. Los ojos de las seis fosforecían como abrasados por las llamas de la lujuria, y sus amplias cabelleras de ébano se derizaban a medida que la danza se prolongaba. Las bailarinas prodigaban ademanes como sólo los pudo hacer la refinada Cleopatra; sonrisas que únicamente han flotado en el rostro de la pérfida Dalila; miradas codiciosas como las que alumbraron en pretéritos tiempos los ojos malditos de la enamorada del Bautista; temblores de senos como los que antes conmovieron los regazos incestuosos de las hijas de Loth, y crispaduras de manos como los de María de Magdala implorando la Nazareno... Las perversas y hermosas danzarinas hicieron revivir en sus bailables a las grandes impuras, sin que sus vueltas vertiginosas ni sus ondulaciones lascivas rindiesen sus adorables cuerpos desnudos, manchados con el lodo de las mayores impurezas; y tan pronto se inclinaban como flores a las caricias del viento, como se erguían airadas y amenazadoras cual reptiles hostigados. El sudor del placer corría en perlas sus miembros, y las seis se estremecían al ritmo de la música en las convulsiones de unas poseídas del demonio de la concupiscencia.
Entonces, el «doble» Plomboise no supo resistir a los encantos y las súplicas de las ardientes danzantes, y desenvainó la espada, dispuesto a complacerlas. La camarista de la de Eboli se adelantó hacia él sacando ansiosamente el cuello de la gola, y Plomboise, de un tajo certero, separó totalmente la cabeza del tronco a la dama del cuadro. destruyendo de esta suerte el criminal maleficio, y luego se esfumó aceleradamente,
El cuerpo decapitado de la dama se desplomó; brotó sangre en abundancia de su cuello cercenado, y la pálida cabeza, al desprenderse del tronco, llegó, saltando y muequeando horriblemente, hasta los pies del verdadero Plomboise, salpicando al rostro unas gotas de sangre, caliente todavia.
-¿Qué es eso? ¿Qué ocurre? -gritó alarmado Mornant, encendiendo las luces del salón y cogiendo después las manos de Plomboise.
El joven novelista, horrorizado por la ola de sangre que amenazaba ahogarle en sueños, se había desmayado sobre el sofá Imperio y careció de fuerzas para mover sus labios, secos y ardorosos; pero Freed Withe, con las cejas fruncidas, sonriendo maligno, contestó al oído del Marqués con una pregunta:
-¿Habremos hecho mal en darle a fumar opio?

VII

Plomboise llegó a su casa jadeante. En veinticuatro horas, su neurastenia se había agudizado considerablemente, y nadie más que Mornant era el culpable de ello. Su cabeza ardía, inflamada por las emociones recientes y amenazaba abrasarle si no conseguía olvidar la visión de la dama del cuadro del salón di Mornant, la del aristócrata y la de Withe
Marta, que leía cerca de la chimenea una novela cómica, interrumpió su lectura a la llegada de Plomboise; y, levantándose, le reconvino cariñosa-mente:
-Marcelo, hoy vienes peor que ayer. ¿Dónde te metes? El malestar que te asoma al rostro, ¿no será el remordimiento de alguna acción culpable? Ahora estaba leyendo el caso de un marido que siempre que engañaba a su mujer regresaba a su casa todo demudado, como si acabara de cometer un crimen.
-¡Calla! -repuso Plomboise, devolviéndola un beso; no estoy para bromas. Vamos a cenar... Anda...
Cuando cenaban, el reloj acusó las diez. Marcelo, entonces, como asalta-do por una idea feliz y repentina, no pudo contenerse, y sin terminar los postres se puso el abrigo y el sombrero y se marchó a la calle, sin des-pedirse de Marta.
Y al poner los pies en la calle se dijo interiormente:
-Esta noche no me darán las doce en casa.

Cerca de dos horas caminó errabundo por las solitarias afueras de París, sin miedo a los peligros que la noche ampara. Era una de esas noches sin luna, de noviembre en que las estrellas brillan en el cielo como luces de una fiesta lejana y misteriosa, y Plomboise, aliviado por el frío, se abstraía en la contemplación de las constelaciones, comparando el azul pálido y luminoso de las unas con la tonalidad de amatista y de las otras. Los grandes luceros semejaban claros diamantes y diríase que una mano oculta y poderosa los había prendido en el firmamento para hacer más bella la profundidad del cielo.
Plomboise marchaba embebido en la admiración de los astros, y de tiempo en cuando se detenía complacido viendo surcar el espacio una estrella fugaz que dejaba tras sí una estela vagamente luminosa, como una cabellera de un hada...
De improviso, el neurasténico quedó clavado en el suelo y no pudo proseguir su pausada caminata. Un frío intensó le invadió, y en el reloj cautivo de una torre lejana sonó la primera campanada de las doce. Y, al finalizar la última Plombloise, aniquilado por el terror, vió aparecer frente a él a la dama del cuadro del salón de Mornant, murmurando en su tono suplicante y angustioso.
-¡Córtame la cabeza!... ¡Córtame la cabeza!...
Las terribles palabras de la dama perturbaron definitivamente al novelista, y al perder la serenidad echó a correr hacia la ciudad con el ímpetu de una máquina sin guía. Corría y corría a la desesperada, sin rumbo fijo, dejando atrás los bulevares; pero tantas veces como volvía la vista hallaba tras de sí a la camarera de la princesa de Eboli, balbuceando anhelante:
-¡Córtame la cabeza!... ¡Córtame la cabeza!...

A las cuatro de la madrugada la ciudad dormía con reposo mortal; las llamas amarillas de los faroles temblaban levemente, pareciendo que detrás de cada esquina acechaba el crimen entre sombras; y Plomboise, sin temor, continuaba corriendo desolado, aguardando el momento de romper la auro-ra. Y cuando la suave claridad del alba ahuyentaba las estrellas, Plombloise se dirigió a su casa rendido y, al parecer, libre de la persecución de la dama del cuadro del salón de Mornant.
Pero, al hallarse en el lecho, la puerta de la alcoba, que él había cerrado con llave antes de acostarse, se abrió lentamente, y la camarera de la princesa de Eboli surgió de nuevo, insistiendo implorante:
-¡Córtame la cabeza!... ¡Córtame la cabeza!...

¿Fué para verse libre de su torturante presencia, o por romper el maleficio que encantaba a la dama del lienzo?... Plomboise, en su demencia, no supo explicárselo. Pero el caso es que abandonó el lecho decidido y corrió a su despacho en busca de una espada; y cuando la camarista de la Eboli tornó a repetirle: «¡Córtame la cabeza!» el neurasténico, de un tajo formidable, con la misma habilidad con que su contrafigura lo había hecho unas horas antes, cercenó su propia cabeza, que cayó al suelo dando saltos y muequeando horriblemente, salpicándole el rostro de sangre calentucha...
Y mientras una ola rojiza le envolvía como un manto siniestro, Plomboise, tranquilizado, iba durmiéndose poco a poco, con la satisfacción del deber cumplido.

VIII

Al día siguiente, el marqués de Morlant y su amigo Freed Withe leyeron en los periódicos, sin inmutarse, que el celebrado y joven novelista Marcelo Plomboise, en un acceso de locura, había degollado a su mujer.

 1.012. Retana (Alvaro)

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