EL CUENTO
NUEVO
REVISTA
SEMANAL
Tomo I Núm.6
Jueves, 26 de diciembre de 1918
DEDICATORIA
¿Para qué poner tu nombre?
Estas páginas no pueden ser dedicadas
a nadie más que a TI, mi segundo
amor, más delicioso que el primero,
porque ha sido más breve.
Y, sln embargo..., aún te quiero...
ALVARO
I
El marqués
de Mornant contaría muy cerca de los sesenta años. Era un hombre alto y
arrogante, de inconfundible elegancia, y en cuya cintura persistía la
flexibilidad de la juventud. Sus cabellos, blancos como la plata, todavia
conservaban vagos reflejos de oro; sus dientes, alabastrinos, persistian tan
frescos como si acabaran de nacer, y sus ojos, pequeños, vivos y penetrantes,
miraban aún con la elocuencia de la edad madura. En su rostro afeitado,
sonrosado y ambiguo, donde apenas había causado el tiempo su irreparable
ultraje, florecia eternamente una sonrisa-equívoca, que tan pronto era piadosa
como de malignidad, y el monóculo subrayaba la expresión, prestándole un cierto
aire de impertinencia no exento de interés. Sus manos eran, quizá, demasiado
rosadas, tenían una mantecosidad insinuánte, y sobre ellas lucía el fuego azul
de un enorme zafiro. Grandes. pulseras de oro y crisopacios se ajustaban a sus
frágilés muñecas, y, al recogerse el pantalón para sentarse, descubría en la
piema derecha una soberbia ajorca de platino y diamantes.
El marqués
de Mornant -continuamente en viajes por el Extranjero- era un ente enigmático, a
quien rodeaba una aureola de pecado y brujería que no se tomaba la molestia de deshacer;
antes por el contrario, diríase que gustaba de intrigar a las gentes con esa misma
aureola.
-Marqués -le
dijeron un día en el casino, se murmura que el hotel en que usted vive está
encantado; hay quien jura haber visto una noche al Diablo cruzar por los
pasillos...
-Quién
sabe!... –repuso Mornant.
-Marqués -le
espetaron en otra ocasión, dicen que tiene usted todos los vicios de los
emperadores romanos.
-¡Bah! -contestó
riendo. ¡Ganas de calumniar a los emperadores romanos!
II
Tal vez por
ser un ente original que, acaso, nadie dispensaba su atención, se sintió
halagado Plomboise, el joven novelista de moda, el día que le dijo amablemente
el marqués de Mornant:
-Es preciso
que venga usted una tarde a casa. Seguramente pasará un buen rato curioseando
mis antigüedades y olvidará, aunque sea por un momento, la irritante frivolidad
de la vida moderna, origen, creo yo, de esa horrible neurastenia que padece y que acabará
anulándole.
Y una tarde
de noviembre, en efecto, atraído e intrigado por el vaho del misterio que
rodeaban al Marqués y su casa, el neurasténico escriior fué al hotel del viejo
aristócrata, dispuesto a recrearse en la maravillosa colección de recuerdos del
pasado que, según la gente, estaba encantada.
-El señor
Marqués no tardará en llegar -le dijo un criado, conduciéndole por un largo
pasillo todo cubierto de tapices de Tiepolo y Teniers. Me ha encargado que si
viniera alguien en su ausencia, le suplicara que aguardase unos momentos. El
señor Marqués no tardará en llegar.
Plomboise
siguió al sirviente, magnetizado por el brillo de sus pupilas grises, y al ser
introducido en el salón el doméstico se retiró, después de saludarle
ceremoniosamente.
Invadido
por un ligero malestar (el criado era inquietante con sus cejas arqueadas, su
nariz de aguilucho y su voz hueca y funeraiia), el joven novelista se redujo a
esperar ai dueño de la casa, abandonándose en un sofá Imperio rebosante de
almohadones del XVI,
Decaía la luz.
Las sombras empezaban a alargarse y las líneas se confundian. Pero Plomboise se
hizo pronto a la semipenumbra reinante, entreteniéndose en reconocer la
estancia.
El salón,
dominado por un suave y penetrante aroma de rosas marchitas, era una estancia
razonablemente amplia, tapizada de un color verde indefinible parecido al de las
turquesas enfermas, y daba la sensación de una tumba sombría de viejos
esplendores muertos. Mezclados sabiamente, había allí muebles, armas, telas,
cristales, cuadros y porcelanas de todos los estilos y de todos los siglos.
Pero, más que
nada, lo que excitó en seguida la curiosidad del novelista fué un que ocupaba
el lugar preferente del salón, representando una dama de la corte de Felipe II.
Perfectamente modelada en un traje de terciopelo negro, que como único adorno ostentaba
un broche de oro en el pico del corpiño, su figura tenía una rigidez espectral
y se salía del suntuoso marco como si estuviera colocada en el umbral de una
puerta. El óvalo incorrecto de su pálido rostro, un rostro dolorido y
angustiado que parecía presentir la muerte, lo enmarcaba una gola rizada, de un
gris cuya trizteza no bastaba a amenguar el oro de los complicados festones que
la bordeaban. Los ojos, casi negros, se le hundían, haciendo resaltar la nariz,
larga, algo caída sobre el labio superior, y habían perdido la serenidad, como
aterrados por la inminencia de una separación eterna; la mandíbula inferior era
bastante saliente, y el labio colgaba en un gesto de súplica; las cejas, muy
irregulares, de un rubio tan confuso como su cabellera, exigua y andosa,
cubierta por una gorra, y apenas asomaban las orejas entre los rizos que
besaban las mejillas. Pero lo que más le fascinó fueron las manos, unas manos
de flor, blancas y transparentes, de dedos alargados que parecían dormir con
reposo mortal sobre la cintura. Todo en ella era quimérico e inquietador: el
austero ropaje, la aristocrática figura y la expresión del rostro; era, el
suyo, un contorno de fantasma, rodeado de un misterio que se hacía más terrible
en la obscuridad del salón.
Abstraído
en la contemplación de aquellos ojos extraviados, como perdidos en la
desesperación de un eterno adiós, Plomboise no se dió cuenta de que había
anochecido, y sus pupilas, habituadas a la obscuridad, seguían viendo a la dama
del retrato, mientras su alocada imaginación retrocedía al reinado de Felipe
II.
De repente,
los ojos del cuadro recobraron vida, escondiéndose aún más bajo la frente, y
sus labios se estremecieron. Luego, una voz sutil y acariciante resonó en la estancia
con la dulzura de una oración:
-iAy, pobre
de mí! ¿Quién romperá mi encanto? ¡Qué desgracia la mía, que ni después de
muerta puedo tener reposo!...
Plomboise
se quedó atónito, sin atreverse a iniciar el más leve movimiento, y la voz
resonó de nuevo en la silente obscuridad:
-¡Tú,
quienquiera que fueres, por infeliz que seas, serás un sér dichoso, comparado
conmigo! ¿Quieres oír mi historia? ¿La oirás como otros tantos, sin atender mis
ruegos? ¡Ay, misera de mí!... ¿Quién romperá mi encanto?
Y Plomboise,
más tranquilo por el cálido acento de la voz melancólica, escuchó atentamente:
-Sarah
Pérez, una bella judía de mis tiempos, tenía los ojos más hermosos que se han
podido tener en este mundo: unos ojos verdes, transparentes, con fulgor, de
agua luminosa, que fueron la pesadilla de Felipe II desde que le miraron. Por
su belleza esmeraldina, el Rey convirtió a la judía en princesa de Eboli,
colmándola de honores y riquezas, y yo fuí la designada para servirla de camarera
mayor y encubrir los amores del Monarca.
»Todas las
noches, la favorita de Felipe II, verdugo de herejes, le aguardaba desnuda en
su alcoba para que Su Majestad sorbiese con voracidad de vampiro el glauco
resplandor que tanto le hechizaba.
»La pasión
del Rey católico por la bella judía aumentaba de hora en hora; pero la Princesa
comenzó a aburrirse de aquel amor tan lúgubre, y tuvo una mañana el capricho insensato
de fijar sus admirables ojos de agua en un noble de la corte.
»Salíamos
de los oficios. Estaba en el umbral de la capilla, y creía estar sola conmigo. Pero
un miserable acechaba, y fué a enterar al Rey de las miradas de la de Eboli. Y
por la noche, en la intimidad de la alcoba, durante una explicación violenta,
que degeneró en borrascosa lucha cuerpo a cuerpo, el Rey católico y apasionado,
poseído del demonio de los celos, derribó en tierra a su favorita y la arrancó
un ojo de una dentellada.
»Sarah Pérez
amaneció tuerta; mas el feroz amante, arrepentido de su acción y queriendo
enmendarla en lo posible, encargó a un hábil cirujano que incrustase en la
órbita vacía de su amada una soberbia esmeralda, substraída del tesoro de la
Corona.
»La de
Eboli, muy impresionada por la pérdida de su ojo, enfermaba de día en día,
apagándose el verdor alucinante de la pupila sana, y el bárbaro Monarca, cada
vez más enamorado de la Princesa, viendo que su hermosura desaparecía por causa
del ojo bueno, concibió la idea de saltárselo, para que fuese substituído por
otra esmeralda que, como su compañera, jamás conservara eternamente las luces y
la vida.
»Una noche,
el dormitorio de la Princesa fué asaltado por dos enmas-carados que
pretendieron realizar los malvados designios de Felipe II; pero la visión de la
Princesa ciega me prestó bravura de leona y defendí a mi ama como no me hubiera
defendido a mi misma: los enmascarados huyeron, le contaron al Rey lo sucedido,
y al día siguiente se me anunció que iba a ser severamente castigada.
»La
princesa de Eboli intercedió cerca del Rey y ofreció su ojo sano a cambio de mi
vida. Pero Felipe II permaneció inconmovible, y sólo, como gracia especial, permitió
que uno de los pintores de Cámara hiciera mi retrato con destino a mi señora. Y siete días
pasados de aquella tormentosa noche, fuí emparedada viva en uno de los muros de
Palacio, a la vista del Rey. ¡Todavía recuerdo las lágrimas de la Princesa, que
empañaban el verdor luminoso de su ojo de esmeralda y hacían más sombrío el
brilio de la pupila buena!...
»A las
veinticuatro horas de la crueldad clel Rey, la Princesa, jugándose el todo por
el todo, me mandó sacar del muro, me condujo a su cuarto y allí reconstituyó mi
vestido y arregló mi tocado, mientras el llanto del dolor corría en perlas por
su rostro.
»Cuando más
abismada se hallaba en sus oraciones mortuorias, penetró el Rey en la alcoba, increpando
a la de Eboli por su audacia, y como a Sarah Pérez le faltaron las fuerzas para
contestar a los denuestos del Rey, éste, enfurecido, desnudó su espada y decapitó
mi cadáver, aún caliente, marchándose después de desmayar a su amante,
»Y, a los
pocos momentos, dos enviados suyos me envolvieron en paños negros, tornándome a
la sepultura de donde me había sacado la piedad de la judía.
»La
melancolía de la princesa de Eboli se agravó por esta crueldad de su amante, y
a los dos meses de mi muerte fué también ella a la tumba.
»Por las
artes de un mago que conoció antes de morir la infortunada Princesa, en vez de
vagar mi alma por los mundos astrales, halló refugio en mi retrato, a fin de
continuar cerca de ella, y aquí proseguiré por los siglos de los siglos sin
volver al mundo de las almas hasta que una persona deshaga el sortilegio de
aquel mago, decidiéndose a degollarme en efigie.
»¿No es verdad
que es extraño mi destino? ¿Quién se atreverá a destrózar una obra de arte para
liberar un alma cautiva, si no le interesa?...»
Poco a poco
la voz fué extinguiéndose con la suavidad de una lámpara que se acaba, y, al
perderse, Plomboise, presa de fuerte agitación, se levantó del sofá,
recorriendo el salón a grandes pasos para ahuyentar el miedo y evitar que se le
helará la sañgre. A obscuras completamente paseaba, sin atreverse a mirar el
retrato, temeroso de que reanudase sus lamentaciones en súplica de una espada.
-Pero
¿cómo, querido Plomboise, estaba usted a obscuras? –preguntó cariñosamente el
marqués de Mornant, inundando el salón de viva claridad.
-Sí, amigo
mío -respondió el novelista restregándose los ojos; he llegado con el crepúsculó;
pero, abstraído en mis meditaciones, me he dejado rodear por las sombras de la
noche. ¡No se quejará usted de mí! –agregó estre-chando la enguantada mano que
le ofreció el Márqués: le he esperado más de dos horas.
-¿Dos
horas? -exclamó el aristócrata, invitándole a sentarse-: Vea usted el reloj; mi
criado me ha dicho que le ha abierto a usted la puerta a las cuatro y media...
-Cierto...
-Pues ahora
son las cinco menos veinte -proclamó triunfal Mornant, exhibiendo un magnífico
reloj de oro; no ha podido usted aguardarme entonces más de diez minutos.
Plomboise miró
a su amigo, creyendo que trataba de divertirse a costa suya; pero la verdad
resplandecía en su rostro.
-¡Sea! -dijo,
resignado, el novelista.
-¡Tiene
usted que cuidar esa cabeza! -repuso Mornant, jugando negligente con sus
pulseras-; de lo contrario, acabaré usted perdiendo hasta la noción del tiempo.
Plomboise, ingenuamente,
respondió mirando a la dama del cuadro:
-Sin embargo,
yo afirmaría que estoy aquí hace más de diez minutos.
-¡Bah!
-exclamó el Marqués-. ¿para qué preocuparse de semejante niñería? Hay aquí
coras que deben interesarle más que eso.
-Esta
señora, por ejemplo -observó el novelista, señalando maquinal-mente a la
camarera de la princesa de Eboli.
-¿Verdad
que es un bello retrato? Lo compré a un anticuario hace unos años por un precio
increible, y me lo dió tan barato; porque de noche, según él, esa dama, que
parece tan formal, se escapaba del lienzo y le revolvia la tienda. ¡Quizá fuese
verdad!... pero yo, por mi parte..., le aseguro que, en diez años que ha que lo
tengo aquí, todavía no me ha revuelto nada. Es mi obra de arte favorita -añadió
el aristócrata, sin percatarse de la ligera emoción que dominaba al neurasténico-,
y la amo con delirio por el encanto de sus ojos. ¿Dónde ha visto usted unos
ojos que reflejen una angustia tan grande como la que esos reflejan; un negro
azul tan intenso como el de esas pupilas anhelantes? yo he amado febrilmente a
mujeres trágicas en el ocaso de su vicio, sin que las arrugas de sus frentes
extenuadas ni el misterio de sus bocas sórdidas me hayan intimidado; han rozado
mi rostro sus rizos forzados y malolientes sin asquearme, y sus manos exangües
e infinitas, casi enterradas entre pedrerías falsas, se han posado sobre mis
hombros sin que el demonio de la reépugnancia incendiara mi sangre. Pero es
porque en los ojos de todas ellas, pobres lirios marchitos de taberna, he visto
brillar, aunque sólo haya sido un momento, la mirada alucinante de esa dama del
cuadro: la mirada sublime y arrebatadora de los ojos rebeldes que no quieren morir...
Pero, en fin –prosiguió el Marqués, tras una breve pausa, levantándose, dejemos
a esta dama que se abrase en la quimera de una salvación, y veamos estas
porcelanas del Retiro. Debo decir a usted que las robé; si, las robé. A pesar de
mi aspecto señorial y de mi monéculo, soy un cléptómano irredento. Los objetos
de arte, sobre todo, me tientan avasalla-doramente.
»Si viera
usted, Plomboise, qué torturas, las mías, cuando visité el Vaticano y me
convenzo de que es imposible robar el ¡Antíneus!...
Examine usted bien estos cuadros. Son originales, auténticos. ¿Me entiende usted? No mixtificaciones indecentes, como
las de algunos coleccionistas: Quintín Metsys, Pouquet, Lucas Cranach, Purdhon,
madame Vige Lebrun, Madrazo, Meissonier, Watteau, Villegas, Lancret, Crivelli,
Fortuny, Moreau... Observe usted esta niña de Greuze. ¿No es cierto que sus
ojos parecen abismados en la añoranza de una violación?... ¿Y esta miniatura de
Saint Brique, repre-sentando a la princesade Lamballe y su reina María
Antonieta? En ella ha puesto el autor un ardimiento voluptuoso que únicamente
escapa a las personas vulgares. Fíjese usted con qué sensualidad ha pintado la mano
de la Reina sobre el hombro de la Princesa. ¿Y sus miradas?... ¿Negará usted que
parecen consumidas por el fuego de un deleite próhibido? Se nota que el artista
no ignoraba la intimidad culpable de las victimas de Robespierre... Estos apuntes
monstruosos y bellos son de Goya, mi predilecto y no los cedería por la fortuna
de Rohtschild... ¿Qué me dice usted del desvaneci-miento de esta maja desnuda en
brazos de este fraiie? ¿Cabe interpretar mejor un desvanecimiento amoroso?...
»Estas pulseras
provienen de la célebre comedianta Clairón, y estos collares, de la
desventürada María Stuard... Este cinturón perteneció a una Médicis, y es una
alhaja maldita, que, no obstante, conservo por la voluptuo-sidad de tener un
peligro en casa... En este manto negro se envolvía la Montespán para ir en busca
de filtros a la guarida de la Voisin, y con esta casulla dijo misa el papa Inocencio
X... Esta sortija fué propiedad, nada menos, que de Lucrecia Borgia... No se deje
usted deslumbrar por el tamaño de la piedra: es cristal hueco, y el morado, que
le da apariencias de amatista, es el mórado, de unas gotas de veneno... Esta
espada, algo mohosa, fué de...
Plomboise
oía interesado relatar al aristócrata la historia de cada uno de aquellos objetos
que tan feliz hacían a su dueño; pero sin abandonar el recuerdo de Sarah Pérez,
del cogulla, del Rey y de la dama encantada que se obstinaba en dirigirle sus
miradas de sufrimiento implorador.
El, de
ordinario frivolo y locuaz, se sentía triste y cohibido, sin poderse explicar
por qué, y al arrepentimiento de su visita se unían unos vehementes deseos de
salir cuanto antes del trotel de Mornant.
Cuando
acabaron de tomar el té, después de fumar en silencio unos cuantos cigarros, el
Marqués le dijo, sonriendo, al novelista:
-Le
encuentroa usted esta tarde muy cambiado; su mutismo me intranquiliza. ¿Se
halla usted enfermo, acaso?
-Puede ser -contestó
Plomboise; estoy por creerlo así desde el momento en que yo mismo me
desconozco. Si fuera posible creer en brujerías, pensaría que me había usted
embrujado, agravando mi neurastenia...
-¡Ah!, pero
¿usted cree en brujerías? interrogó el Marqués con extraña sonrisa. No crea
usted en las mías,pero sí en las ajenas. Yo tengo un amigo en Londres (Freed
Withe, que está para llegar a París), tan poderoso en las ciencias ocultas, que
a su conjuro podrían unirse en lazo mágico dos corazones que antes no se
atrajeran ni por la dulce influencia de la belleza. En una ocasión detuvo las
aguas del Támesis el tiempo suficiente para cruzar sobre ellas, como un moderno
Jesús. Y si estuviera aquí, probablemente haría revivir a cualquier personaje de
mis cuadros para que nos contase alguna historia
de su siglo. Vamos -añadió bajando la voz-, ¿a que no le desagradaría que mi
amigo le enviara a usted esta noche a las doce a esa dama enlutada y misteriosa
que posee las sublimes miradas de los ojos que no quieren morir?
-¡No, por
Dios! -gritó Plombloise, tratando de evitar un gesto de terror. Además... -agregó
con una sonrisa que era ura mueca de espanto. -¡soy casado!...
-Pues si su
mujercita es impaciente, ya no debe quedarle un pelo en la cabeza.
-Dos horas
de ausencia del marido no son para desesperar a una casada razonable.
-¿Dos
horas? ¿Ve usted cómo me sobra razón al sostener que perdería usted la noción
del tiempo? ¡Son las nueve y media, querido! ¡Lleva, usted aquí cinco horas
justas! Entretenidos con estas evocaciones del pasado, nos hemos olvidado del
presente.
-Sí que es
tarde- asintió el novelista, a quien el malestar había enrojecido-. Sintiéndolo
mucho, me veo obligado a abandonar su grata compañía... Martita debe de estar enojada...
-Como usted
guste... -dijo el aristócrata, llamando por el timbre a su criado-. Ya sabe usted
dónde deja su nueva casa y un amigo sincero.
Mientras el
sirviente, en la antesala, le ayudaba a ponerse el gabán, el timbre de la puerta
sonó, y, al abrirla el criado, un hombre extraño, horriblemente pálido, con
ojos de lechuza y manos como garras, preguntó por Mornant.
-Plomboise,
aterrorizado, cogió su sombrero apresuradamente y bajó de tres en tres los
escalones, seguro de que el hombre que había entrado era Freed Withe, el misterioso
amigo de Mornant que en Londres había detenido las aguas del Támesis para cruzar
sobre ellas.
III
Al salir
del hotel. Plomboise respiró ansiosamente, como si acabaran de quitarle una
losa de encima. El hotel de Mornant, con sus cuadros encantados, sus alhajas malditas,
sus ropajes oliendo a carne muerta y su endiablado dueño, le había
sobreexcitado los nervios y agudizadola la dolencia. Sintió, al verse libre de aquel
extraño ambiente, esa fuerte y consoladora alegría del pájaro cautivo que al
fin recobra su independencia, y aspiró con avidez el frío de la noche, que
parecía refrescarle la sangre y normalizar su cerebro.
Los fieros
aullidos de un pilluelo voceando Le Temps
borraron de sus oídos el eco de la voz de la dama enlutada, motivo de sus
preocupaciones, y trató de convencerse de la trivialidad de aquella alucinación
retrospectiva y de la necesidad de olvidar al Marqués, a su criado y al
desconocido visitante de las pupilas de lechuza y manos como garras.
Andaba muy
de prisa, deseoso de abrazar a su mujercita y despeinarla a besos, como si en
vez de un año hiciera un mes del matrimonio, refugián-dose luego en sus brazos amantes
para ahuyentar el miedo que se había adueñado de él y que se empeñaba en no
abandonarle definitivamente.
Andaba muy
de prisa...
IV
-Marcelo,
¿vienes malo? -preguntó sobresaltada su mujer a Plomboise cuando éste penetró
en el comedor, donde ella le aguardaba intranquila-. ¡Qué cara traes!... ¿Te has
mirado al espejo?...
Plomboise,
por toda contestación, besó a Marta en los ojos, diciéndole con mimo:
-No te
creas que estoy muy bien, preciosa; pero te aseguro que una taza de té y un
beso tuyo serán mis medicinas. ¿Quieres decir que te sirvan la cena?
-¿Voy a
Cenar solita? -preguntó Marta, tranquilizada por la pasajera serenidad que
asomó al rostro de su marido.
-Solita,
no; conmigo. Pero yo no tomaré más que el té, porque podría sentarme mal la
cena.
-¡Qué
fastidio!
-Mañana
pienso ir a ver qué me dice el doctor Maullard
-Lo de
siempre: que no trabajes y que procures no exacerbar la imaginación; paseos,
comidas muy higiénicas...; precisamente todo lo contrario de lo que haces. ¡No
paras en casa sino a las horas de comer!....
-Tienes
razón, Martita. Desde mañana estoy decidido a observar ese régimen. Esta vida
que llevó no puede ser más perjudicial. ¡Cinco horas fuera de casa! ¡Lejos de
mi mujercita! ¡De tertulia con un señor absurdo e inquietante!... Tienes razón,
Martita: esta vida que llevo no puede ser más perjudicial...
V
Ya
acostado, después de tomar su taza de té, Plomboise no conciliaba el sueño, torturado
otra vez por el recuerdo de la dama del salón de Mornant, y el suave perfume de
la cabellera de Marta, profundamente dormida, no bastaba a adormecerle como de
ordinario, Antojábasele que, a ratos,
alteraba el silencio de la alcoba el rumor de unos pasos lejanos,y cambiaba de
postura en el lecho, irritado por el insomnio, aumentando su inquietud a medida
que transcurría la noche.
Su imaginación
se hallaba reconcentrada en el hotel de Mornant y en la dama del cuadro del
salón, y eran inútiles cuantos esfuerzos intentaba para substraerse al
torturante recuerdo. Y agravaba su desasosiego la evocación del misterioso desconocido que entró en la
casa cuando él se despedía, y tenía la intuición de que, a tales horas, si era Freed
Withe, como sospecha-ba, debia de hallarse con Mornant verificando algún
maleficio que permitiera a la camarista de la princesa de Eboli hacerle una
visita.
El reloj
del comedor acusó las once y media, poniendo en su argentina campanada una
tristeza que parecía un presagio, y la intranquilidad del joven neurasténico
llegó a su colmo adivinando que se acercaba la media noche. Una angustia
indescriptible oprimía su pecho, arrancándole
sordos gemidos, y sus manos, agitadas por un temblor convulsivo, destrozaban
las sábanas con las uñas. Respiraba fatigosamente, pareciéndole que el corazón
iba a saltársele del pecho; un sudor frío y abundante resbalaba por su frente.
Sentía fuertes punzadas en los ojos y los dientes le rechinaban, adquiriendo su
saliva un amargo y desagradable sabor.
De pronto,
en el reloj del comedor sonaron las doce y Plomboise quedó inmóvil con el
rostro contraído por una mueca de ansiedad, mientras en el silencio de la noche
se perdían las vibraciones de las lentas campanadas. Al finalizar la duodécima,
la puerta de la alcoba se abrió pausadamente y apareció la dama del salón de
Mornant, aureolada por una intensa claridad. Permaneció indecisa un breve
instante, y luego se dirigió hacia el lecho del joven con la suavidad de un
espectro, arrastrando sin ruido la cola del vestido. Sobre la profunda
obscuridad de la alcoba, la camarista de la princesa de Eboli se destacaba
envuelta en un nimbo de luz que hacía más pálido su rostro angustiado y más
palido su rostro angustiado y más desesperada la ansiedad de sus ojos.
-Plomboise,
instintivamente, cerró los suyos para no verla; pero, al través de los
párpados, el extraño resplandor que iluminaba a la dama del salón de Mornant
seguía alucinándole. Rebelde, resistiéndose a la terrible aparición, dió media
vuelta, defendiendo los ojos con la almohada y apretó fuerte-mente contra ella
la cabeza, hasta causarse daño. Y cuando más seguro estaba de que había triunfado de la aparición, unos
dedos fluidos acariciaron sus cabellos, a la par que una voz suplicante murmuró
a su oído:
-¡Córtame
la cabeza!... ¡Córtame la cabeza!...
Plomboise dió
un grito horrible; un grito estridente que llegó hasta la medula de Marta,
despertándola bruscamente.
-¡Marcelo!;
¿qué te pasa?
Marcelo no
respondió. Pero, al encender Marta la luz, los ojos de demente del joven
novelista recorrieron la alcoba con avidez buscando a alguien.
-La dama
del salón del marqués de Mornant había desaparecido.
-Pero,
¡cómo, querido Plomboise! -dijo el marqués de Mornant, levantán-dose de un
sillón Luis XVIII; ¿usted por aouí? No esperaba verle reaparecer tan pronto, y
menos a las veinticuatro horas de su prirnera visita.
A decir
verdad, el mismo Plomboise tampoco hubiera creído volver tan pronto a aquel
hotel donde todo, desde el criado hasta el dueño, sin olvidar los muebles, era
enigmático e inquietador; pero después de la pesadilla de la noche anterior se
había despertado con vehementes deseos de volver. Una fuerza desconocida le
arrastraba a casa del marqués de Mornant, y, aunque trató de dar un paseo
acompañado de su mujer, a las cuatro; sus piernas se negaron a seguir adelante.
-Vuélvete a
casa, Marta -rogó a su mujer-, que yo he de ir a una visita de importáncia que
me conviene no retardar.
Marta obedeció
mansamente, y Plomboise encaminó sus pasos al hotel de Mornant, comprendiendo, no
obstante, que hacía mal en ir.
-Pero ¿nose
sienta usted? -preguntó cariñosamente el viejo aristócrata a su amigo, viendo
que éste se ensimismaba ante la famosa dama del retrato.
Plomboise,
complaciente, acomodóse en el sofá Imperio para dominar mejor con la vista a la
camarista de la princesa de Eboli, y exclamó con ingenuidad:
-iOh, esa
dama!... ¡Esa cara!... ¡Yo juraría que la he visto antes de ahora!...
-Sí -repuso
el marqués de Mornant con singular sonrisa-: anoche.
-El señor
Freed Withe... -anunció el criado. Arqueando sus cejas mefistofélicas.
Plomboise ladeó
la cabeza y palideció, reconociendo en el visitante al desconocidode la
víspera.
-Mi amigo
Freed Withe... Marcelo Plomboise, el afamado novelista... -dijo el Marqués,
haciendo la mutua presentación
Plomboise, que
se había levantado, recobró su asiento después de estrechar entre las suyas las
manos frias y escalofriantes del inglés, y mientras éste y el Marqués cambiaban
unas frases, el neurasténico examinó con detenimiento al recién llegado.
Altísimo,
huesudo y elegante, tenia un rostro que desafiaba al retrato. Unicamente Goya
hubiera sabido reflejar la voraz expresión de aquellos ojos de lechuza, en
cuyas miradas reconcentraba su vida, que debía de ser abominable. La boca, de
labios finos y encendidos, mostraba, al sonreír, una dentadura de lobo, con
los colmillos tan atilados como la nariz, de ave de rapiña, y una lengua
delgacla y puntiaguda, como un puñal, que a cortos intervalos asomaba para
hacer más sangriento el rojo de los labios, de dibujo pérfido. La cadavérica palidez
de su rostro y la terrible inmovilidad de sus manos afiladas, que debían de
pinchar como las espinas de un zarzal, acentuaban el misterio de aquel hombre.
-Pues he
vuelto tan pronto por aquí -expuso el novelista al Marqués- porque ayer, al salir,
he concebido una obra nueva. Y desearía prosiguió,
mintiendo- adquirir datos referentes a cosas que usted tiene que podrían prestar
al libro una gran amenidad.
-Me parece,
la idea, excelente -dijo el aristócrata halagado en su amor propio de
coleccionista. Cifro mi orgullo en saber la historia de cada una de mis chucherías,
y es muy posible que enumeradas en el capítulo de un libro en que se describiera
el salón de un aficionado a antigüedades, interersasen al lector. ¿No cree usted
lo misrno, amigo Freed?
-Sí -afirmó
el inglés, clavando sus miradas como dagas en el neurastenico.
-Me he
decidido -continuó Plomboise -a escribir una novela extraña, de fantasmas y alucinaciones,
pintando los sobresaltos de un alma que empieza a enloquecer.
-Yo podría
favorecerle -interrumpió el inglés, sacando una petaca- llevándole conmigo a
lugares dignos de ser descritos.
-Cierto -repuso
el Marqués, cambiando una sonrisa de inteligencia con Freed Withe.
-¿No
correré peligro? -interrogó Plomboise con un gesto de miedo exagerado, más real
que fingido.
-Ninguno -aseguró
el inglés, ofreciendo al joven un emboquillado de gran lujo.
-Entonces,
¡será cosa de ir pensando en tomar el billete!... -exclamó el novelista
encendiendo el cigarrillo.
-¡Oh, no
hay que pensar ya en eso!... -murmuró el Marqués, encendiendo ei suyo, con
sonrisa diabólica.
Obscurecía.
Las sombras precursoras de la noche se espesaban en torno de los tres hombres,
transformando el salón en una mancha negra, mortificante y sutil, y en la
atmósfera, muda y pesada, el humo de los cigarros se elevaba, formando tenues
espirales azules, que flotaban y se extendían por el espacio como gasas impalpables.
El salón estaba sumido en el mayor recogimiento, y una agradable placidez
embriagadora se apoderó de los fumadores, pero sobre todo de Plomboise, a quien
los ojos se le cerraban suavemente, y los tres experimentaron la necesidad de
dormir.
De súbito,
Freed Withe se levantó, arrojando su cigarrillo, y cogiendo al novelista de un
brazo, exclamó con voz opaca:
-¡Vamos!
Plomboise,
insensible, se dejó arrastrar por el inglés, y abandonó el salón para atravesar
unas galerías de paredes viscosas, piso resbaladizo y cargadas de sombras asfixiantes.
Al cabo de
una larga caminata por aquellos corredores sombríos, donde parecían acechar el
crimen y la muerte, Freed Withe se detuvo ante una puerta, y murmuró:
-¡Aquí es!
Y, al
abrirse la puerta, el joven novelista penetró en un amplio salón tapizado de
raso negro.
En las
cuatro esquinas ardían cirios verdes prisioneros en candelabros de oro, y al
pie de cada uno, un pebetero de bronce dejaba escápar un perfu-mado incienso. En
las paredes, sobre tablas de sándalo, había calaveras de nácar y murciélagos
plateados, y arrimados a las paredes brillaban muebles de laca verde esmaltados
de perlas y algunas sillas de ébano bordadas de turquesas berilos. Y allá en el
fondo, encima de un estrado cubierto por una alfombra de Babilonia, se
levantaba un altar exornado con telas de púrpura llenas de franjas de oro
salpicadas de diamantes, y sobre él, tendido, con la cabeza reclinada en un almohadón
con anémonas y acianos, fingía dormir Mornant con reposo casi semejante a la
muerte, destacándose más su-desnudez entre la suntuosidad y la elegancia de
aquel altar imprevisto. Dosa dormideras descansaban sobre sus hombros, y un
torrente de piedras multicolores velaba su vientre.
El fuego
que se concentraba en las piedras preciosas hacia más transparente y sonrosado el
blancor de las sardorias indias, más diáfano el verde de las esmeradas, más nocturno
el azul de los zafiros, más siniestro el amarillo de los topacios, más sombrío
el violeta de las amatistas, más radiante la negrura de los carbunclos, más
sanguíneo el rojor de los rubíes, más enfermizo, el matiz de las turquesas y
más vagit la nebulosidad de los ópalos... Mil fulgores confusos y cambiadizos
recorrían el vientre y las caderas de Mornant, descendiendo hasta sus rodillas,
y detrás del viejo aristócrata se erguían seis magníficos candelabros de plata bruñida
que imitaban falsos monstruos, sosteniéndo lámparas como azucenas, donde ardían,
en lugar de aceite, bálsamos perfumados que anestesiaban con su pertinaz aroma.
Guirnaldas de lirios blancos, de adelfas y de rosas de Bengala pendían a ambos lados
del altar, surgiendo de vasijas oro cincelado, y grandes racimos de rubíes con
hojas de vid incrustadas de esmeraldas se enroscaban a las dos columnas
corintias adosadas a la pared, que del altar subían hasta el techo. Y entre las
dos columnas de alabastro, sirviendo de fondo a la desnudez de Mornant, caía
un fantástico tapiz, donde un artista desconocido y maravilloso había
reproducido una orgia increíble en los Jardines del Pecado.
En el suelo,
a ambos lados del altar, soberbias flores quiméricas, simulando sexos, se desmayaban
en ánforas romanas, y en las gradas, sobre un mullido lecho de flores, estrechamente
abrazadas en actitudes apasionadas, parecían dormir seis jóvenes desnudas,
armónicas y bellas, con las frentes orladas de espléndorosas pedrerías. Las
seis eran de bocas purpurinas y de frentes brillantes, y sus cabelleras,
bucleadas, largas y negras, caían sobre sus hombros, envolviéndolas en mantos
de azabache. Anchas pulseras de oro aprisionaban sus brazos; ricos collares de
perlas rodeaban sus cuellos, colgando sobre sus senos incipientes, y alrededor
de sus cuerpos flotaban unas leves gasas de oro tejido, que no velaban sus
formas graciosas y flexibles.
Plomboise
permaneció inmoble, con las mejillas sonrojadas por el pudor, más de cinco minutos;
pasado ese tiempo, notó que, calladamente, con lentitud augusta, penetraba en
el salón una fauna espectral y desconcer-tante.
Mujeres de semblantes
lívidos, de pupilas duras e inmóviles, de frentes arrugadas, de bocas húmedas y
marchitas, de cabellos sin brillo y escotes barnizados; mujeres extrañamente
vestidas, que habían mezclado para su atavío telas descoloridas con piedras multicolores,
tan falsas y vidriosas como sus miradas. Y ellos eran hombres de profundas ojeras,
de sonrisas macabras, de pómulos salientes, de mandíbulas contraídas, de
cabellos cortosy encrespados, y todos enfundados en sus ropajes negros, que modelaban
más aún sus rígidos perfiles esqueléticos.
Luego que
se sentaron, una orquesta invisible inició en el obscuro fondo del salón una pausada
marcha regia, y Plomboise vió presentarse en las gradas del altar a su propia
contrafigura: se vió posternarse de hinojos ante Mornant yacente, y luego retirarse,
esgrimiendo una espada, a un lado del altar.
lnmediatamente,
las notas de la misteriosa orquesta sonaron más vibrantes, y apareció la
camarista de la princesa de Eboli, dispuesta a danzar frente al «doble» Plomboise.
Y su danzá fué la danza de una mujer angustia-da, en súplica del acero
libertador. Sus negros ojos cobraban una tonalidad lacerante, y sus brazos, los
reposados brazos del cuadro se retorcían ahora revelando una desesperación aterradora.
Su talle parecía que iba a quebrarle en uno de sus retorcimientos de súplica, y
alargaba el cuello por encima de la gola como una tentación. Pero Plomboise, impasibie,
retenía la espada sin decidirse a complacer a la encantadora camerista,hasta
que las ninfas se levantaron de su lecho de flores y danzaron también para
conmover a la contrafigura de Plomboise.
La danza de
las seis fué la danza de unas mujeres culpables de todos los más nefandos pecados.
Sus movimientos lúbricos y sus ondulaciones de serpiente en celo eran a veces los
de Mesalina, y a veces, los de Safo. Los ojos de las seis fosforecían como
abrasados por las llamas de la lujuria, y sus amplias cabelleras de ébano se
derizaban a medida que la danza se prolongaba. Las bailarinas prodigaban
ademanes como sólo los pudo hacer la refinada Cleopatra; sonrisas que únicamente
han flotado en el rostro de la pérfida Dalila; miradas codiciosas como las que
alumbraron en pretéritos tiempos los ojos malditos de la enamorada del Bautista;
temblores de senos como los que antes conmovieron los regazos incestuosos de
las hijas de Loth, y crispaduras de manos como los de María de Magdala
implorando la Nazareno... Las perversas y hermosas danzarinas hicieron revivir
en sus bailables a las grandes impuras, sin que sus vueltas vertiginosas ni sus ondulaciones
lascivas rindiesen sus adorables cuerpos desnudos, manchados con el lodo de las
mayores impurezas; y tan pronto se inclinaban como flores a las caricias del viento,
como se erguían airadas y amenazadoras cual reptiles hostigados. El sudor del
placer corría en perlas sus miembros, y las seis se estremecían al ritmo de la
música en las convulsiones de unas poseídas del demonio de la concupiscencia.
Entonces,
el «doble» Plomboise no supo resistir a los encantos y las súplicas de las
ardientes danzantes, y desenvainó la espada, dispuesto a complacerlas. La camarista
de la de Eboli se adelantó hacia él sacando ansiosamente el cuello de la gola,
y Plomboise, de un tajo certero, separó totalmente la cabeza del tronco a la
dama del cuadro. destruyendo de esta suerte el criminal maleficio, y luego se esfumó
aceleradamente,
El cuerpo
decapitado de la dama se desplomó; brotó sangre en abundancia de su cuello
cercenado, y la pálida cabeza, al desprenderse del tronco, llegó, saltando y
muequeando horriblemente, hasta los pies del verdadero Plomboise, salpicando al
rostro unas gotas de sangre, caliente todavia.
-¿Qué es eso?
¿Qué ocurre? -gritó alarmado Mornant, encendiendo las luces del salón y
cogiendo después las manos de Plomboise.
El joven
novelista, horrorizado por la ola de sangre que amenazaba ahogarle en sueños,
se había desmayado sobre el sofá Imperio y careció de fuerzas para mover sus
labios, secos y ardorosos; pero Freed Withe, con las cejas fruncidas, sonriendo
maligno, contestó al oído del Marqués con una pregunta:
-¿Habremos
hecho mal en darle a fumar opio?
VII
Plomboise
llegó a su casa jadeante. En veinticuatro horas, su neurastenia se había
agudizado considerablemente, y nadie más que Mornant era el culpable de ello.
Su cabeza ardía, inflamada por las emociones recientes y amenazaba abrasarle si
no conseguía olvidar la visión de la dama del cuadro del salón di Mornant, la
del aristócrata y la de Withe
Marta, que
leía cerca de la chimenea una novela cómica, interrumpió su lectura a la
llegada de Plomboise; y, levantándose, le reconvino cariñosa-mente:
-Marcelo,
hoy vienes peor que ayer. ¿Dónde te metes? El malestar que te asoma al rostro,
¿no será el remordimiento de alguna acción culpable? Ahora estaba leyendo el
caso de un marido que siempre que engañaba a su mujer regresaba a su casa todo
demudado, como si acabara de cometer un crimen.
-¡Calla!
-repuso Plomboise, devolviéndola un beso; no estoy para bromas. Vamos a
cenar... Anda...
Cuando cenaban,
el reloj acusó las diez. Marcelo, entonces, como asalta-do por una idea feliz y
repentina, no pudo contenerse, y sin terminar los postres se puso el abrigo y
el sombrero y se marchó a la calle, sin des-pedirse de Marta.
Y al poner
los pies en la calle se dijo interiormente:
-Esta noche
no me darán las doce en casa.
Cerca de
dos horas caminó errabundo por las solitarias afueras de París, sin miedo a los
peligros que la noche ampara. Era una de esas noches sin luna, de noviembre en
que las estrellas brillan en el cielo como luces de una fiesta lejana y
misteriosa, y Plomboise, aliviado por el frío, se abstraía en la contemplación
de las constelaciones, comparando el azul pálido y luminoso de las unas con la
tonalidad de amatista y de las otras. Los grandes luceros semejaban claros diamantes
y diríase que una mano oculta y poderosa los había prendido en el firmamento
para hacer más bella la profundidad del cielo.
Plomboise marchaba
embebido en la admiración de los astros, y de tiempo en cuando se detenía
complacido viendo surcar el espacio una estrella fugaz que dejaba tras sí una
estela vagamente luminosa, como una cabellera de un hada...
De
improviso, el neurasténico quedó clavado en el suelo y no pudo proseguir su
pausada caminata. Un frío intensó le invadió, y en el reloj cautivo de una
torre lejana sonó la primera campanada de las doce. Y, al finalizar la última Plombloise,
aniquilado por el terror, vió aparecer frente a él a la dama del cuadro del
salón de Mornant, murmurando en su tono suplicante y angustioso.
-¡Córtame
la cabeza!... ¡Córtame la cabeza!...
Las
terribles palabras de la dama perturbaron definitivamente al novelista, y al
perder la serenidad echó a correr hacia la ciudad con el ímpetu de una máquina sin
guía. Corría y corría a la desesperada, sin rumbo fijo, dejando atrás los
bulevares; pero tantas veces como volvía la vista hallaba tras de sí a la
camarera de la princesa de Eboli, balbuceando anhelante:
-¡Córtame
la cabeza!... ¡Córtame la cabeza!...
A las
cuatro de la madrugada la ciudad dormía con reposo mortal; las llamas amarillas
de los faroles temblaban levemente, pareciendo que detrás de cada esquina
acechaba el crimen entre sombras; y Plomboise, sin temor, continuaba corriendo
desolado, aguardando el momento de romper la auro-ra. Y cuando la suave
claridad del alba ahuyentaba las estrellas, Plombloise se dirigió a su casa
rendido y, al parecer, libre de la persecución de la dama del cuadro del salón
de Mornant.
Pero, al
hallarse en el lecho, la puerta de la alcoba, que él había cerrado con llave antes
de acostarse, se abrió lentamente, y la camarera de la princesa de Eboli surgió
de nuevo, insistiendo implorante:
-¡Córtame
la cabeza!... ¡Córtame la cabeza!...
¿Fué para
verse libre de su torturante presencia, o por romper el maleficio que encantaba
a la dama del lienzo?... Plomboise, en su demencia, no supo explicárselo. Pero
el caso es que abandonó el lecho decidido y corrió a su despacho en busca de
una espada; y cuando la camarista de la Eboli tornó a repetirle: «¡Córtame la
cabeza!» el neurasténico, de un tajo formidable, con la misma habilidad con que
su contrafigura lo había hecho unas horas antes, cercenó su propia cabeza, que
cayó al suelo dando saltos y muequeando horriblemente, salpicándole el rostro
de sangre calentucha...
Y mientras
una ola rojiza le envolvía como un manto siniestro, Plomboise, tranquilizado,
iba durmiéndose poco a poco, con la satisfacción del deber cumplido.
VIII
Al día
siguiente, el marqués de Morlant y su amigo Freed Withe leyeron en los
periódicos, sin inmutarse, que el celebrado y joven novelista Marcelo Plomboise,
en un acceso de locura, había degollado a su mujer.
1.012. Retana (Alvaro)
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