UNA.- ¿Renacida?
MONOS.- Sí, mi
hermosa y más
amada Una. Ésta era la palabra, sobre cuyo místico significado yo había
meditado tan largamente, rechazando la
explicación del sacerdote, hasta que la Muerte ha descifrado el
secreto para mí.
UNA.- ¡La Muerte !
MONOS.- ¡Qué extrañamente
repites mis palabras, dulce Una!
¡Y qué gozosa inquietud en tus ojos! Estás confusa y sobrecogida por la
majestuosa novedad de la
Vida Eterna. Sí, hablaba
de la
Muerte , y ¡qué
singularmente suena aquí esa
palabra que en
los viejos tiempos acostumbraba
llenar de terror todos los
corazones, haciendo marchitar
todos los deleites!
UNA.- Ah la Muerte , el
espectro que se sienta en todos los festines! ¿Cuántas
veces, Monos, nos perdimos en especulaciones acerca de
su Naturaleza? ¡Qué
misteriosamente actuaba como freno para la felicidad humana, diciendo a
cada paso "hasta aquí, y no más allá"! ¡Aquel vehemente y mutuo amor
nuestro, querido Monos,
que ardía en
nuestros pechos! ¡Cuán vanamente
nos hacía lisonjeamos, sintiéndonos felices por sus
primeros brotes, de que nuestra felicidad se fortalecía con su fuerza! ¡Ay!,
mientras crecía en nuestros corazones el temor de que aquella hora funesta se
estaba acercando apresuradamente para separarnos para siempre. Así con el
tiempo el amor se volvió doloroso, y el odio hubiera sido entonces un verdadero
don.
MONOS.- NO hablemos
ahora de esas
pe-nas, querida Una. ¡Mía! ¡Mía para siempre!
UNA.- Pero ¿no es el
recuerdo del dolor pa-sado lo que constituye la alegría actual? Todavía tengo
mucho que decir
de las cosas pasadas. Por encima de todo, ardo en
deseos de conocer los incidentes de tu paso a través del oscuro Valle de la Sombra.
MONOS.- Y cuándo
la radiante Una
pidió nada en vano a su Monos? Voy a ser minucioso al relatarlo todo.
Pero ¿en qué punto he de dar comienzo al relato?
UNA.- En qué punto?
MONOS.- Tú lo has dicho.
UNA.- Monos, te
comprendo; la propia Mu-erte nos ha enseñado a los dos la
propensión del hombre a definir lo indefinido. No te pedirá que comiences con
el momento de la cesación de la vida, sino en aquel triste momento en
que, habiéndote abandonado
la fiebre, te hundiste en un sopor, inmóvil y sin respirar, y
yo te cerré
los pálidos párpados con los dedos llenos de apasionado
amor.
MONOS.- Una palabra
primero, Una mía, referente a la condición general de los hombres de aquella
época. Recordarás que uno o dos de los sabios antepasados, sabios realmente,
aunque no en la estima del mundo, se habían aventurado a dudar de la propiedad
del término "progreso", como aplicado a los avances de nuestra
civilización. Hubo períodos.
en cada uno de los cinco o seis siglos que precedieron inmediatamente nuestra
muerte, en que surgieron de
vez en cuando
algunas mentalidades
vigorosas que valien-temente
luchaban por aquellos principios cuya verdad se
muestra ahora a
nuestra liberada razón; principios que
hubieran enseñado a
nuestra raza a someterse a la dirección de las leyes naturales, en lugar
de someterlas a su control. A largos
intervalos, aparecían algunas mentes maestras
que consideraban todo avance de la ciencia práctica como un
retroceso en la
verdadera utilidad. De
vez en cuando la inteligencia poética -esa
inteligen-cia que ahora sentimos que ha sido la más elevada de todas, puesto que
aquellas verdades que para nosotros tienen la mayor importancia sólo se pueden
alcanzar por esa analogía que únicamente habla en tono inconfundible a la
imaginación y nada aporta a la razón-; de
vez en cuando,
repito, esa inteligencia poética daba un paso más allá en
la evolución de la vaga idea filosófica y hallaba en la mística parábola que
habla del árbol de la ciencia y de la fruta prohibida que produce la muerte,
una clara insinuación de que la ciencia no era posible de ser alcanzada por el
hombre, cuyo espíritu se halla todavía en la infancia, y aquellos hombres, los
poetas, viviendo y muriendo en el escarnio de los "utilitarios", esos
toscos pedantes que se confieren a sí mismos el título que sólo podía
aplicárseles con propiedad para ser
escarnecido, aquellos hombres, los poetas, reflexionaban
lánguidamente, pero no faltos de ingenio, sobre aquellos días de la Antigüedad en que
nuestros goces eran más sencillos que intensos, días que la palabra regocijo
resultaba algo desconocida porque la
felicidad era profunda
y solemne: sanos y augustos días
de felicidad en que los ríos azules corrían
intactos entre las
colinas no cultivadas, entre bosques solitarios, primitivos, olorosos e
inexplorados.
Pero en
realidad, aquellas nobles
excepciones en medio
del extravío general
sólo servían para reforzarlo
aún más por
el contraste. ¡Ay! Habíamos caído
en los días peores de todos
nuestros días. Al
gran "movimiento" como
se le llamaba
falsamente, le siguió una enferma
conmoción moral y física.
El Arte -las Artes- resurgieron
supremas, y una vez entronizadas echaron
cadenas sobre la inteligencia que las había elevado al
poder. El hombre, como no podía reconocer la majestad de la Naturaleza , cayó en una
pueril exaltación del dominio
que había logrado
y que iba en aumento. Incluso
cuando en su propia fantasía se consideraba Dios, una pueril imbecilidad le
iba invadiendo. Como
se puede suponer, del origen de
este desorden se fue contagiando cada vez más con toda clase de sistemas y
abstracciones se envolvió en generalidades. Entre
otras extrañas ideas, ganó terreno la de la igualdad
universal y a la faz de la
analogía y de
Dios -a pesar de la
fuerte voz de las leyes que advierte sobre los grados que se observan con
claridad en todas las cosas de la
Tierra y del
Firmamento- a pesar de estas leyes, el hombre hizo insensatos esfuerzos
para establecer una democracia omnipotente.
Y, sin embargo,
estos males surgieron del
origen de todos
los males: el conocimiento. El
hombre no pudo
conocer y sucumbió. Entretanto,
se elevaron enormes ciudades humeantes, las verdes hojas
se encogían ante el caliente respiro de los hornos, la hermosa
faz de la Naturaleza quedó
deformada como por alguna repugnante enfer-medad y yo pienso, mi dulce
Una, que hubieran bastado nuestros soñolientos sentidos de lo forzado y de lo
excesivo para detenernos en
aquel punto. Pero
ahora se comprende que trabajábamos en nuestra propia
destrucción por la perversidad de
nuestro discernimiento, o mejor
tal vez, por la ceguera de su cultivo en las escuelas. Porque la verdad es que
en medio de aquella
crisis, el discernimiento sólo -aquella
facultad que mantiene una
posición intermedia entre la
inteligencia pura y el
sentido moral- sólo aquel
discernimiento podía habernos conducido con suavidad otra vez hacia la Belleza , la Naturaleza y la Vida. Pero ¡ay del puro
espíritu contemplativo y de la intuición majestuosa de Platón! ¡Ay de la que
precisamente él la consideraba como toda necesaria educación del alma! ¡Ay de
él y de ella! -puesto que ambos se necesitaban del modo más desesperado en
aquellos momentos en que
estaban más completamente olvidados o despreciados-.
Pascal, un filósofo a quien ambos amábamos, ha dicho "que tout notre
raisonnement se reduit a ceder au sentiment" ("que
todo nuestro razonamiento se reduce a ceder al sentimiento")
y no es imposible que este sentimiento de lo natural, de haber tenido tiempo, habría
recuperado su antigua ascendencia sobre la severa razón
de las escuelas.
Pero esta cosa
no había de poder
ser. Prematuramente provocada
por la intemperancia
del conocimiento, la vejez del mundo
vino rápidamente. Esto, la masa de la Humanidad no lo vio, o viéndolo intensa aunque
infelizmente, afectó no verlo.
Pero por mi parte, los
anales de la Tierra
me habían enseñado a relacionar la más completa ruina como precio de la más
alta civilización. Yo me había imbuido de una presciencia de nuestro
destino por la
comparación de China, la sencilla
y sufrida, con Asiria, la arquitectura; con Egipto, la astrología; con Nubia,
la más astuta que ninguna, madre turbulenta
de todas las
Artes. En la
historia de aquellas regiones
encontré un rayo de lo Futuro. Las artificialidades individuales
de las tres últimas fueron para la Tierra enfermedades locales
y en sus
individuales derrumbamientos
hemos visto aplicar remedios locales; pero
para el mundo
infes-tado yo no
podía anticipar regeneración alguna, salvo la Muerte. Para que el
hombre como raza no llegara a
extinguirse, yo veía
que debía "nacer
de nuevo".
Y entonces fue, hermosísima
y amadísima, cuando nosotros envolvimos nuestros espíritus diariamente
en sueños. Entonces
fue cuando a la hora del crepúsculo discurríamos sobre los días que
habían de venir, cuando la superficie lacerada de la Tierra , una vez que
hubiera sufrido aquella
purificación que sólo puede borrar sus obscenidades, se
revistiera de nuevo con el verdor de sus colinas montañosas y sonrieran por
ella las aguas del Parnaso, y tornara
a quedar al
fin como digna residencia para
el hombre; para
el hombre purgado por la
Muerte ;
para el hombre
en cuyo exaltado intelecto el veneno del conocimiento no puede hacer
nada; para el hombre redimido, regenerado, bienaventurado y ahora inmortal,
pero, con todo, para el hombre material.
UNA.- Bien recuerdo
aquellas conversaciones, querido
Monos, pero la época de la fiera ruina no estaba tan cerca como nosotros nos
figurábamos y la
condición que tú
indicabas seguramente
sostenía nuestra creencia.
Los hombres vivían y morían individual-mente. Tú también enfermaste y
pasaste a la tumba, y a ella, constante, Una te siguió rápidamente, y aunque el
siglo que ha transcurrido desde entonces, y cuyo final una vez más nos reúne,
no ha torturado nuestros soñolientos sentidos
con la impaciencia de
su duración, sin embargo,
mi amado Monos,
ha transcurrido todo un siglo.
MONOS.- Di más bien un
punto en la vaga infinitud. Indiscutiblemente, fue en la decrepitud de la Tierra cuando yo morí.
Llevando en mi corazón
las angustias que
se habían originado, el tumulto
general y la ruina, sucumbía a la
abrasadora fiebre. Después
de algunos días dolorosos
y muchos de
delirio soñador, repleto de éxtasis, cuyas manifestaciones tú tomaste equivocadamente por dolor,
mientras yo suspiraba y no tenía fuerza para desengañarte, después de unos
días, me invadió, como tú has dicho,
un sopor sin aliento y sin movimiento al que los que
estaban a nuestro alrededor llamaron Muerte.
Las palabras
son cosas vagas.
Mi estado no me privó de la
conciencia; me parecía no muy
diferente del extremado
reposo de quien, luego
de haber dormido
larga y profunda-mente, quedando
inmóvil y completa-mente
postrado en un
mediodía estival, comienza a deslizarse lenta-mente hacia la conciencia,
por la mera eficacia del sueño y sin ser despertado por molestias externas.
Ya no respiraba; el pulso
se había parado.
El corazón había dejado de
latir. La voluntad no había desaparecido, pero no tenía fuerza.
Los sentidos
estaban extrañamente activos, aunque de
modo anormal -asumiendo a menudo
las funciones unos de otros, sin orden ni concierto-. El gusto y
el olfato se
hallaban inexplicable-mente confundidos y se convertían en un único
sentimiento, anormal e intenso. El agua
de rosas, que
con tu ternura había
humedecido mis labios
en el último instante, me
afectó con suaves
fantasías de flores- flores fantásticas,
mucho más hermosas que ninguna de la Tierra , pero cuyos prototipos
tenemos ahora florecientes a nuestro alrededor. Los
párpados, transparentes y exangües, no ofrecían total impedimento a
la visión. Como la voluntad estaba ausente, los globos no
podían moverse en sus cuencas, pero todos los objetos que estaban
dentro de la línea del hemisferio visual, yo los veía con más o menos
distinción; los rayos que caían sobre la parte exterior de la retina, o dentro
de la córnea del ojo, producían un efecto mucho más vivo que los que lo herían
de frente en la superficie
anterior; y, con
todo, en el primer instante, aquel efecto era tan
anómalo que yo sólo lo apreciaba como sonido- sonido dulce o
discordante, según que
los objetos que se presentaban a
mi lado estuvieran iluminados u oscurecidos en la sombra, curvos o angulares en
su contorno-. Al mismo tiempo el oído, aunque excitado en intensidad, no era
irregular en su acción y estimaba sonidos reales con una extravagancia de
precisión no menos que de
sensibilidad. El tacto
había sufrido una modificación
más peculiar. Sus impresiones eran recibidas con retardo,
pero pertinazmente retenidas, y se resolvían siempre en el más alto placer
físico. Así, la presión de tus dedos suaves sobre mis! párpados, al principio
sólo reconocida por la visión, luego y largo
tiempo después de
apartarse, llenaron todo mi ser con
una delicia sensual inmensurable. Eso es: con delicia sensual. Todas mis percepciones eran
simplemente sensuales.
Los materiales que
suministraban los sentidos al
pasivo cerebro no
eran modelados ya, ni
en el más remoto grado, por el entendimiento muerto. Un poco de dolor, un mucho
de placer, pero nada en absoluto de placer o dolor moral. Así,
tus sollozos flotaban
en mi oído con
sus tristes cadencias
y eran apreciados en todas sus variaciones de tono
triste, pero eran suaves sonidos musicales y nada más; no comunicaban
a la extinguida razón ningún indicio del pesar que las originaba, mientras
que las
abundantes y constantes
lágrimas que caían sobre
mi rostro, hablando
a los circunstantes de un corazón
que se rompía, sólo
conmovían con un
suave éxtasis todas las
fibras de mi
cuerpo; y esto,
en verdad, fue la Muerte , de
la cual hablaban
aquellos circunstantes con tanto respeto en bajos cuchicheos, y tú,
dulce Una, con ahogos y sollo-zos.
Me vistieron
para ponerme en el ataúd, tres o cuatro negras figuras que se
deslizaban atareadamente de arriba para abajo y cuando cruzaban la línea recta
de mi visión me afectaban como formas, pero al pasar a mi lado, sus imágenes me
impresionaban con la idea de chillidos, quejidos y otras tristes expresiones de
terror, de horror
o de angustia.
Tú solamente, vestida con
túnica blanca, pasabas
junto a mí
en todas direcciones
de una manera musical.
El día declinaba, y cuando
su luz se desva-neció me sentí poseído de una
vaga inquietud, de una ansiedad tal como la que siente el dormido cuando
tristes sonidos reales resuenan
continuamente en su
oído; bajos, distantes sonidos de
campanas, solemnes, a largos pero iguales intervalos y mezclándose con sueños
melancólicos. Llegaba la noche y con
sus sombras un
pesado malestar que oprimía mis miembros con la opresión de
algún peso abrumador que resultaba palpable.
Había también un sonido de
gemidos, no diferente a la distante repercusión de la marejada, pero más
continuo, que habiendo comenzado
con el crepúsculo,
había crecido con más fuerza en la oscuridad. De pronto
trajeron luces a la habitación y aquellas repercusiones quedaron inmediatamente
interrumpidas, en frecuentes y
desiguales golpes del mismo sonido, pero con menor monotonía y
distinción. La poderosa opresión se había aliviado en gran medida, y brotando
de la llama de cada lámpara (pues había muchas) manaba sin interrupción en mis
oídos un acento de melodiosa
monotonía. Y cuando
entonces, querida Una, acercándote a la cama, sobre la que yo
estaba tendido, te
sentaste suavemente junto a mí y
con la brisa de tus dulces labios oprimiste mi frente, se alzó trémulo en mi
pecho y mezclándose con las sensaciones simplemente físicas
que las circunstancias habían provocado,
algo semejante al
sentimiento mismo -una sensación
que casi comprendía, casi correspondía a tu diligente
amor y pesar; pero este sentimiento no arraigó en el corazón
sin latidos, y
más parecía una sombra
que una realidad,
y se fue extinguiendo
rápidamente, primero en extremada quietud y luego en un placer puramente sensual
como antes.
Y entonces, en la
destrucción y en el caos de los ordinarios sentidos, parecía alzarse en mí un
sexto sentido, de una perfección absoluta.
En su ejercicio
hallé vivo deleite -con todo, un deleite todavía físico,
puesto que el entendimiento no tenía
relación alguna con él.
El movimiento de mi cuerpo
humano había cesado completamente. Ni
un solo músculo se agitaba; ni un
nervio vibraba; ni una arteria latía, pero parecía haber brotado en el cerebro
aquello de que ninguna palabra podía comunicar a la inteligencia simplemente
humana, ni siquiera un concepto confuso.
Permite que
lo llame una
pulsación mental
penduleante. Era la incorporación mental
de la idea abstracta
que tiene el
hombre del tiempo, pues la
absoluta igualación de aquel movimiento -o de
algo parecido- había sido ajustado a los propios ciclos de las
órbitas del firmamento. Con su ayuda, medí las irregularidades del reloj que
estaba sobre la chimenea y de los relojes de los visitantes. Su tic tac llegaba
sonoramente a mis oídos. La más ligera desviación de la verdadera proporción -y estas
derivaciones predominaban constantemente- me afectaban tanto como las
violaciones a la
verdad suelen afectar
al sentido moral en la Tierra. Aunque no
había dos relojes en la habitación que diesen a la vez sus segundos, con todo,
no tenía yo dificultad en retener en mi espíritu los tonos y los respectivos. errores
momentáneos de cada
uno; y esto -este sutil,
perfecto, existente por sí
mismo sentimiento de
duración- este sentimiento que
existía (como ningún
hombre hubiera podido concebir
que existiera) con independencia de cualquier sucesión de
acontecimientos, esta idea,
este sexto sentido, brotando de las cenizas de los
demás, era el primer paso cierto y evidente del alma inmortal en el umbral de
la temporal eternidad.
Era medianoche, y tú
todavía estabas sentada junto a mí. Todos los demás se habían marchado de
la cámara de la
Muerte. Me
habían puesto en el ataúd. Las lámparas ardían parpadeando: esto lo sabía por
el trémolo de los monótonos sones. Pero de pronto la melodía disminuyó
en distinción y
volumen.
Finalmente, cesó. El
perfume se extinguió de mi nariz; las
formas no afectaron
por más tiempo a mi visión. La
opresión de la oscuridad se alzó por sí misma de mi pecho. Una débil sacudida
como de electricidad
invadió mi cuerpo y fue seguida por una pérdida de la idea de contacto.
Todo lo que el hombre llama sentido se
había sumergido en
la única conciencia del ser y en
el único permanente sentimiento de duración.
El cuerpo mortal había sido al fin herido por la mano
de la fatal Destrucción.
Con todo, la sensibilidad
no se había apartado completamente, pues la conciencia y el sentimiento que
quedaban ejercían algunas de sus funciones con una letárgica
intuición.
Yo advertía
el terrible cambio
que ahora se estaba operando en mi carne, y como a
veces sucede en sueños, que se capta la presencia de alguien que se apoya sobre
nosotros, así, dulce Una, yo aún sentí que tú estabas cerca de mí. Así también,
cuando llegó el segundo mediodía no dejé
de darme cuenta
de los movimientos que te
apartaron de mi lado, de los que me encerraron en el ataúd y me depositaron en
el coche fúnebre que me llevó a la tumba, de los que me hundieron en ella y que
paletada a paletada amontonaron pesadamente el barro sobre mí, y que así me
dejaron en la
oscuridad y en
la corrupción, abandonado a mis
tristes y solemnes sueños con los gusanos.
Y allí, en la prisión que
tiene pocos secretos que revelar, rodaron los días, las semanas y los meses; y el alma observaba estrechamente el paso de
cada segundo que volaba y sin
esfuerzo alguno registraba
su vuelo; sin esfuerzo y sin objeto.
Pasó un año. La conciencia
de ser se había ido tornando hora por hora más borrosa, y la de mera
localización había, en gran medida, usurpado su puesto. La idea de entidad se
iba confundiendo con la
de lugar. El
estrecho espacio que inmediatamente
rodeaba lo que había sido el cuerpo estaba entonces viniendo a ser
el cuerpo mismo.
Al fin, como
ocurre frecuente-mente a los
que están durmiendo (pues con el sueño y su solo mundo la Muerte queda representada), al
fin, como a
veces sucede sobre la
Tierra al que duerme profundamente, cuando alguna luz lo
sobresalta en su despertar y,
sin embargo, lo
deja medio envuelto en sueños,
así llegó para mí, en el estrecho
abrazo de la Sombra , aquella
luz que sólo podía haber tenido el poder de despertarme: la
luz del constante
amor. Los hombres se afanaban
en donde yo yacía en tinieblas.
Levantaron la húmeda tierra y sobre mis
huesos consumidos bajaron el ataúd de
Una. Y entonces
todo volvió al
vacío de nuevo. Aquella
nebulosa luz se
había extinguido; aquel
débil estremecimiento había vibrado en el reposo. Muchos lustros
habían sobrevenido. El polvo
había vuelto al
polvo.
Los gusanos no tenían más
alimento. El sentido del ser,
finalmente había desaparecido por completo y allí reinaban en
su lugar -en lugar de todas las cosas, dominantes y perpetuos, los
autócratas, Espacio y
Tiempo.
Porque para
lo que no era
-para lo
que no tenía forma,
para lo que
no tenía pensamiento -para lo que no tenía conciencia,
para lo que no tenía alma y aun para aquello que ya no
formaba parte de
la materia y para
aquella inmortalidad, la tumba todavía
era una morada, y las horas corrosivas, sus compañeras.
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