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lunes, 31 de diciembre de 2012

Coloquio entre monos y una

UNA.- ¿Renacida?
  
MONOS.- Sí,  mi  hermosa  y  más  amada Una. Ésta era la palabra, sobre cuyo místico significado yo había meditado tan largamente,  rechazando  la  explicación  del  sacerdote, hasta que la Muerte ha descifrado el secreto para mí.
  
UNA.- ¡La Muerte!
  
MONOS.- ¡Qué  extrañamente  repites  mis palabras, dulce Una! ¡Y qué gozosa inquietud en tus ojos! Estás confusa y sobrecogida por la majestuosa novedad de la Vida Eterna. Sí, hablaba  de  la  Muerte,  y  ¡qué  singularmente suena  aquí  esa  palabra  que  en  los  viejos tiempos acostumbraba llenar de terror todos los  corazones,  haciendo  marchitar  todos  los deleites!
  
UNA.- Ah  la  Muerte,  el  espectro  que  se sienta en todos los festines! ¿Cuántas veces, Monos, nos perdimos en especulaciones acerca  de  su  Naturaleza?  ¡Qué  misteriosamente actuaba como freno para la felicidad humana, diciendo a cada paso "hasta aquí, y no más allá"! ¡Aquel vehemente y mutuo amor nuestro,  querido  Monos,  que  ardía  en  nuestros pechos!  ¡Cuán  vanamente  nos  hacía  lisonjeamos, sintiéndonos felices por sus primeros brotes, de que nuestra felicidad se fortalecía con su fuerza! ¡Ay!, mientras crecía en nuestros corazones el temor de que aquella hora funesta se estaba acercando apresuradamente para separarnos para siempre. Así con el tiempo el amor se volvió doloroso, y el odio hubiera sido entonces un verdadero don.
  
MONOS.- NO  hablemos  ahora  de  esas  pe-nas, querida Una. ¡Mía! ¡Mía para siempre!
  
UNA.- Pero ¿no es el recuerdo del dolor pa-sado lo que constituye la alegría actual? Todavía  tengo  mucho  que  decir  de  las  cosas pasadas. Por encima de todo, ardo en deseos de conocer los incidentes de tu paso a través del oscuro Valle de la Sombra.
  
MONOS.- Y  cuándo  la  radiante  Una  pidió nada en vano a su Monos? Voy a ser minucioso al relatarlo todo. Pero ¿en qué punto he de dar comienzo al relato?
  
UNA.- En qué punto?
  
MONOS.- Tú lo has dicho.
  
UNA.- Monos,  te  comprendo;  la  propia Mu-erte nos ha enseñado a los dos la propensión del hombre a definir lo indefinido. No te pedirá que comiences con el momento de la cesación de la vida, sino en aquel triste momento  en  que,  habiéndote  abandonado  la fiebre, te hundiste en un sopor, inmóvil y sin respirar,  y  yo  te  cerré  los  pálidos  párpados con los dedos llenos de apasionado amor.

MONOS.- Una palabra primero, Una mía, referente a la condición general de los hombres de aquella época. Recordarás que uno o dos de los sabios antepasados, sabios realmente, aunque no en la estima del mundo, se habían aventurado a dudar de la propiedad del término "progreso", como aplicado a los avances de  nuestra  civilización.  Hubo  períodos.  en cada uno de los cinco o seis siglos que precedieron inmediatamente nuestra muerte, en que  surgieron  de  vez  en  cuando  algunas mentalidades  vigorosas  que valien-temente luchaban por aquellos principios cuya verdad se  muestra  ahora  a  nuestra  liberada  razón; principios  que  hubieran  enseñado  a  nuestra raza a someterse a la dirección de las leyes naturales, en lugar de someterlas a su control.  A  largos  intervalos,  aparecían  algunas mentes  maestras  que  consideraban  todo avance de la ciencia práctica como un retroceso  en  la  verdadera  utilidad.  De  vez  en  cuando la inteligencia poética -esa inteligen-cia que ahora sentimos que ha sido la más elevada de todas, puesto que aquellas verdades que para nosotros tienen la mayor importancia sólo se pueden alcanzar por esa analogía que únicamente habla en tono inconfundible a la imaginación y nada aporta a la razón-; de  vez  en  cuando,  repito,  esa  inteligencia poética daba un paso más allá en la evolución de la vaga idea filosófica y hallaba en la mística parábola que habla del árbol de la ciencia y de la fruta prohibida que produce la muerte, una clara insinuación de que la ciencia no era posible de ser alcanzada por el hombre, cuyo espíritu se halla todavía en la infancia, y aquellos hombres, los poetas, viviendo y muriendo en el escarnio de los "utilitarios", esos toscos pedantes que se confieren a sí mismos el título que sólo podía aplicárseles con propiedad  para  ser  escarnecido,  aquellos  hombres, los poetas, reflexionaban lánguidamente, pero no faltos de ingenio, sobre aquellos días de la Antigüedad en que nuestros goces eran más sencillos que intensos, días que la palabra  regocijo  resultaba  algo  desconocida porque  la  felicidad  era  profunda  y  solemne: sanos y augustos días de felicidad en que los ríos  azules  corrían  intactos  entre  las  colinas no cultivadas, entre bosques solitarios, primitivos, olorosos e inexplorados.
Pero  en  realidad,  aquellas  nobles  excepciones  en  medio  del  extravío  general  sólo servían  para  reforzarlo  aún  más  por  el  contraste. ¡Ay! Habíamos caído en los días peores  de  todos  nuestros  días.  Al  gran  "movimiento"  como  se  le  llamaba  falsamente,  le siguió una enferma conmoción moral y física.
El Arte -las Artes- resurgieron supremas, y una vez  entronizadas  echaron  cadenas  sobre  la inteligencia que las había elevado al poder. El hombre, como no podía reconocer la majestad de la Naturaleza, cayó en una pueril exaltación  del  dominio  que  había  logrado  y  que iba en aumento. Incluso cuando en su propia fantasía se consideraba Dios, una pueril imbecilidad  le  iba  invadiendo.  Como  se  puede suponer, del origen de este desorden se fue contagiando cada vez más con toda clase de sistemas  y  abstracciones se  envolvió  en generalidades.  Entre  otras  extrañas  ideas, ganó terreno la de la igualdad universal y a la faz  de  la  analogía  y  de  Dios -a  pesar  de  la fuerte voz de las leyes que advierte sobre los grados que se observan con claridad en todas las  cosas  de  la  Tierra  y  del  Firmamento- a pesar de estas leyes, el hombre hizo insensatos esfuerzos para establecer una democracia omnipotente.  Y,  sin  embargo,  estos  males surgieron  del  origen  de  todos  los  males:  el conocimiento.  El  hombre  no  pudo  conocer  y sucumbió.  Entretanto,  se  elevaron  enormes ciudades humeantes, las verdes hojas se encogían ante el caliente respiro de los hornos, la  hermosa  faz  de  la  Naturaleza  quedó  deformada como por alguna repugnante enfer-medad y yo pienso, mi dulce Una, que hubieran bastado nuestros soñolientos sentidos de lo forzado  y de lo  excesivo para detenernos en  aquel  punto.  Pero  ahora  se  comprende que trabajábamos en nuestra propia destrucción  por  la  perversidad  de  nuestro  discernimiento, o mejor tal vez, por la ceguera de su cultivo en las escuelas. Porque la verdad  es que  en  medio  de  aquella  crisis,  el  discernimiento  sólo -aquella  facultad  que  mantiene una  posición intermedia  entre  la  inteligencia pura  y  el  sentido  moral- sólo  aquel  discernimiento podía habernos conducido con suavidad otra vez hacia la Belleza, la Naturaleza y la Vida. Pero ¡ay del puro espíritu contemplativo y de la intuición majestuosa de Platón! ¡Ay de la que precisamente él la consideraba como toda necesaria educación del alma! ¡Ay de él y de ella! -puesto que ambos se necesitaban del modo más desesperado en aquellos momentos  en  que  estaban  más  completamente olvidados o despreciados-. Pascal, un filósofo a quien ambos amábamos, ha dicho "que tout notre raisonnement se reduit a ceder  au  sentiment"  ("que  todo  nuestro  razonamiento se reduce a ceder al sentimiento") y no es imposible que este sentimiento de lo natural, de haber tenido tiempo, habría recuperado su antigua ascendencia sobre la severa  razón  de  las  escuelas.  Pero  esta  cosa  no había  de  poder  ser.  Prematuramente  provocada  por  la  intemperancia  del  conocimiento, la vejez del mundo vino rápidamente. Esto, la masa de la Humanidad no lo vio, o viéndolo intensa aunque infelizmente, afectó no verlo.
Pero por mi parte, los anales de la Tierra me habían enseñado a relacionar la más completa ruina como precio de la más alta civilización. Yo me había imbuido de una presciencia de  nuestro  destino  por  la  comparación  de China, la sencilla y sufrida, con Asiria, la arquitectura; con Egipto, la astrología; con Nubia, la más astuta que ninguna, madre turbulenta  de  todas  las  Artes.  En  la  historia  de aquellas regiones encontré un rayo de lo Futuro.  Las  artificialidades  individuales  de  las tres últimas fueron para la Tierra enfermedades  locales  y  en  sus  individuales  derrumbamientos hemos visto aplicar remedios locales; pero  para  el  mundo  infes-tado  yo  no  podía anticipar regeneración alguna, salvo la Muerte. Para que el hombre como raza no llegara a  extinguirse,  yo  veía  que  debía  "nacer  de nuevo".
Y entonces fue, hermosísima y amadísima, cuando nosotros envolvimos nuestros espíritus  diariamente  en  sueños.  Entonces  fue cuando a la hora del crepúsculo discurríamos sobre los días que habían de venir, cuando la superficie lacerada de la Tierra, una vez que hubiera  sufrido  aquella  purificación  que  sólo puede borrar sus obscenidades, se revistiera de nuevo con el verdor de sus colinas montañosas y sonrieran por ella las aguas del Parnaso,  y  tornara  a  quedar  al  fin  como  digna residencia  para  el  hombre;  para  el  hombre purgado  por  la  Muerte;  para  el  hombre  en cuyo exaltado intelecto el veneno del conocimiento no puede hacer nada; para el hombre redimido, regenerado, bienaventurado y ahora inmortal, pero, con todo, para  el hombre material.
  
UNA.- Bien  recuerdo  aquellas  conversaciones, querido Monos, pero la época de la fiera ruina no estaba tan cerca como nosotros nos figurábamos  y  la  condición  que  tú  indicabas seguramente  sostenía  nuestra  creencia.  Los hombres vivían y morían individual-mente. Tú también enfermaste y pasaste a la tumba, y a ella, constante, Una te siguió rápidamente, y aunque el siglo que ha transcurrido desde entonces, y cuyo final una vez más nos reúne, no ha torturado nuestros soñolientos sentidos  con  la impaciencia  de  su  duración,  sin embargo,  mi  amado  Monos,  ha  transcurrido todo un siglo.
  
MONOS.- Di más bien un punto en la vaga infinitud. Indiscutiblemente, fue en la decrepitud de la Tierra cuando yo morí. Llevando en  mi  corazón  las  angustias  que  se  habían originado, el tumulto general y la ruina, sucumbía  a  la  abrasadora  fiebre.  Después  de algunos  días  dolorosos  y  muchos  de  delirio soñador, repleto de éxtasis, cuyas manifestaciones  tú  tomaste  equivocadamente  por  dolor, mientras yo suspiraba y no tenía fuerza para desengañarte, después de unos días, me invadió,  como  tú  has  dicho,  un  sopor  sin aliento y sin movimiento al que los que estaban a nuestro alrededor llamaron Muerte.
Las  palabras  son  cosas  vagas.  Mi  estado no me privó de la conciencia; me parecía no muy  diferente  del  extremado  reposo  de quien,  luego  de  haber  dormido  larga  y  profunda-mente,  quedando  inmóvil  y  completa-mente  postrado  en  un  mediodía  estival,  comienza a deslizarse lenta-mente hacia la conciencia, por la mera eficacia del sueño y sin ser despertado por molestias externas.
Ya no respiraba; el pulso se había parado.
El corazón había dejado de latir. La voluntad no había desaparecido, pero no tenía fuerza.
Los  sentidos  estaban  extrañamente  activos, aunque  de  modo  anormal -asumiendo  a  menudo las funciones unos de otros, sin orden ni concierto-.  El  gusto  y  el  olfato  se  hallaban inexplicable-mente confundidos y se convertían en un único sentimiento, anormal e intenso.  El  agua  de  rosas,  que  con  tu  ternura había  humedecido  mis  labios  en  el  último instante,  me  afectó  con  suaves  fantasías  de flores- flores  fantásticas,  mucho  más  hermosas que ninguna de la Tierra, pero cuyos prototipos tenemos ahora florecientes a nuestro alrededor.  Los  párpados,  transparentes  y exangües, no ofrecían total impedimento a la visión. Como la voluntad estaba ausente, los globos  no  podían  moverse  en  sus  cuencas, pero todos los objetos que estaban dentro de la línea del hemisferio visual, yo los veía con más o menos distinción; los rayos que caían sobre la parte exterior de la retina, o dentro de la córnea del ojo, producían un efecto mucho más vivo que los que lo herían de frente en  la  superficie  anterior;  y,  con  todo,  en  el primer instante, aquel efecto era tan anómalo que yo sólo lo apreciaba como sonido- sonido dulce  o  discordante,  según  que  los  objetos que se presentaban a mi lado estuvieran iluminados u oscurecidos en la sombra, curvos o angulares en su contorno-. Al mismo tiempo el oído, aunque excitado en intensidad, no era irregular en su acción y estimaba sonidos reales con una extravagancia de precisión no menos  que  de  sensibilidad.  El  tacto  había sufrido  una  modificación  más  peculiar.  Sus impresiones eran recibidas con retardo, pero pertinazmente retenidas, y se resolvían siempre en el más alto placer físico. Así, la presión de tus dedos suaves sobre mis! párpados, al principio sólo reconocida por la visión, luego y largo  tiempo  después  de  apartarse,  llenaron todo mi ser con una delicia sensual inmensurable. Eso es: con delicia sensual. Todas mis percepciones  eran  simplemente  sensuales.
Los materiales que suministraban los sentidos al  pasivo  cerebro  no  eran  modelados  ya,  ni en el más remoto grado, por el entendimiento muerto. Un poco de dolor, un mucho de placer, pero nada en absoluto de placer o dolor moral.  Así,  tus  sollozos  flotaban  en  mi  oído con  sus  tristes  cadencias  y  eran  apreciados en todas sus variaciones de tono triste, pero eran  suaves  sonidos musicales y nada más; no comunicaban a la extinguida razón ningún indicio del pesar que las originaba, mientras que  las  abundantes  y  constantes  lágrimas que  caían  sobre  mi  rostro,  hablando  a  los circunstantes  de  un  corazón  que  se  rompía, sólo  conmovían  con  un  suave  éxtasis  todas las  fibras  de  mi  cuerpo;  y  esto,  en  verdad, fue  la  Muerte,  de  la  cual  hablaban  aquellos circunstantes con tanto respeto en bajos cuchicheos, y tú, dulce Una, con ahogos y sollo-zos.
Me  vistieron  para  ponerme  en  el  ataúd, tres o cuatro negras figuras que se deslizaban atareadamente de arriba para abajo y cuando cruzaban la línea recta de mi visión me afectaban como formas, pero al pasar a mi lado, sus imágenes me impresionaban con la idea de chillidos, quejidos y otras tristes expresiones  de  terror,  de  horror  o  de  angustia.  Tú solamente,  vestida  con  túnica  blanca,  pasabas  junto  a  mí  en  todas  direcciones  de  una manera musical.
El día declinaba, y cuando su luz se desva-neció me sentí poseído de una  vaga inquietud, de una ansiedad tal como la que siente el dormido cuando tristes  sonidos reales  resuenan  continuamente  en  su  oído;  bajos, distantes sonidos de campanas, solemnes, a largos pero iguales intervalos y mezclándose con sueños melancólicos. Llegaba la noche y con  sus  sombras  un  pesado  malestar  que oprimía mis miembros con la opresión de algún peso abrumador que resultaba palpable.
Había también un sonido de gemidos, no diferente a la distante repercusión de la marejada, pero más continuo, que habiendo comenzado  con  el  crepúsculo,  había  crecido  con más fuerza en la oscuridad. De pronto trajeron luces a la habitación y aquellas repercusiones quedaron inmediatamente interrumpidas, en  frecuentes  y  desiguales  golpes  del mismo sonido, pero con menor monotonía y distinción. La poderosa opresión se había aliviado en gran medida, y brotando de la llama de cada lámpara (pues había muchas) manaba sin interrupción en mis oídos un acento de melodiosa  monotonía.  Y  cuando  entonces, querida Una, acercándote a la cama, sobre la que  yo  estaba  tendido,  te  sentaste  suavemente junto a mí y con la brisa de tus dulces labios oprimiste mi frente, se alzó trémulo en mi pecho y mezclándose con las sensaciones simplemente  físicas  que  las  circunstancias habían  provocado,  algo  semejante  al  sentimiento  mismo -una  sensación  que  casi  comprendía, casi correspondía a tu diligente amor y pesar; pero este sentimiento no arraigó en el  corazón  sin  latidos,  y  más  parecía  una sombra  que  una  realidad,  y  se  fue  extinguiendo rápidamente, primero en extremada quietud y luego en un placer puramente sensual como antes.
Y entonces, en la destrucción y en el caos de los ordinarios sentidos, parecía alzarse en mí un sexto sentido, de una perfección absoluta.  En  su  ejercicio  hallé  vivo  deleite -con todo, un deleite todavía físico, puesto que el entendimiento  no  tenía  relación  alguna  con él.  El  movimiento  de  mi  cuerpo  humano había  cesado  completamente.  Ni  un  solo músculo se agitaba; ni un nervio vibraba; ni una arteria latía, pero parecía haber brotado en el cerebro aquello de que ninguna palabra podía comunicar a la inteligencia simplemente humana, ni siquiera un concepto confuso.
Permite  que  lo  llame  una  pulsación  mental penduleante.  Era  la incorporación  mental  de la  idea  abstracta  que  tiene  el  hombre  del tiempo, pues la absoluta igualación de aquel  movimiento -o  de  algo  parecido- había  sido ajustado a los propios ciclos de las órbitas del firmamento. Con su ayuda, medí las irregularidades del reloj que estaba sobre la chimenea y de los relojes de los visitantes. Su tic tac llegaba sonoramente a mis oídos. La más ligera desviación de la verdadera proporción -y  estas  derivaciones  predominaban  constantemente- me afectaban tanto como las violaciones  a  la  verdad  suelen  afectar  al  sentido moral en la Tierra. Aunque no había dos relojes en la habitación que diesen a la vez sus segundos, con todo, no tenía yo dificultad en retener en mi espíritu los tonos y los respectivos.  errores  momentáneos  de  cada  uno;  y esto -este  sutil,  perfecto,  existente  por  sí mismo  sentimiento  de  duración- este  sentimiento  que  existía  (como  ningún  hombre hubiera  podido  concebir  que  existiera)  con independencia de cualquier sucesión de acontecimientos,  esta  idea,  este  sexto  sentido, brotando de las cenizas de los demás, era el primer paso cierto y evidente del alma inmortal en el umbral de la temporal eternidad.
Era medianoche, y tú todavía estabas sentada junto a mí. Todos los demás se habían marchado  de  la  cámara  de  la  Muerte.  Me habían puesto en el ataúd. Las lámparas ardían parpadeando: esto lo sabía por el trémolo de los monótonos sones. Pero de pronto la melodía  disminuyó  en  distinción  y  volumen.
Finalmente, cesó. El perfume se extinguió de mi  nariz;  las  formas  no  afectaron  por  más tiempo a mi visión. La opresión de la oscuridad se alzó por sí misma de mi pecho. Una débil  sacudida  como  de  electricidad  invadió mi cuerpo y fue seguida por una pérdida de la idea de contacto. Todo lo que el hombre llama  sentido  se  había  sumergido  en  la  única conciencia del ser y en el único permanente sentimiento  de  duración.  El  cuerpo  mortal había sido al fin herido por la mano de la fatal Destrucción.
Con todo, la sensibilidad no se había apartado completamente, pues la conciencia y el sentimiento  que  quedaban  ejercían  algunas de sus funciones con una letárgica intuición.
Yo  advertía  el  terrible  cambio  que  ahora  se estaba operando en mi carne, y como a veces sucede en sueños, que se capta la presencia de alguien que se apoya sobre nosotros, así, dulce Una, yo aún sentí que tú estabas cerca de mí. Así también, cuando llegó el segundo mediodía  no  dejé  de  darme  cuenta  de  los movimientos que te apartaron de mi lado, de los que me encerraron en el ataúd y me depositaron en el coche fúnebre que me llevó a la tumba, de los que me hundieron en ella y que paletada a paletada amontonaron pesadamente el barro sobre mí, y que así me dejaron  en  la  oscuridad  y  en  la  corrupción, abandonado a mis tristes y solemnes sueños con los gusanos.
Y allí, en la prisión que tiene pocos secretos que revelar, rodaron los días, las semanas y los meses;  y el alma observaba estrechamente el paso de cada segundo que volaba y sin  esfuerzo  alguno  registraba  su  vuelo;  sin esfuerzo y sin objeto.
Pasó un año. La conciencia de ser se había ido tornando hora por hora más borrosa, y la de mera localización había, en gran medida, usurpado su puesto. La idea de entidad se iba confundiendo  con  la  de  lugar.  El  estrecho espacio que inmediatamente  rodeaba lo que había sido el cuerpo estaba entonces viniendo a  ser  el  cuerpo  mismo.  Al  fin,  como  ocurre frecuente-mente  a  los  que  están  durmiendo (pues con el sueño y su solo mundo la Muerte queda  representada),  al  fin,  como  a  veces sucede sobre la Tierra al que duerme profundamente, cuando alguna luz lo sobresalta en su  despertar  y,  sin  embargo,  lo  deja  medio envuelto en sueños, así llegó para mí, en el estrecho  abrazo  de  la  Sombra,  aquella  luz que sólo podía haber tenido el poder de despertarme:  la  luz  del  constante  amor.  Los hombres  se afanaban  en donde yo  yacía en tinieblas. Levantaron la húmeda tierra  y sobre mis huesos consumidos bajaron el ataúd de  Una.  Y  entonces  todo  volvió  al  vacío  de nuevo.  Aquella  nebulosa  luz  se  había  extinguido;  aquel  débil  estremecimiento  había vibrado en el reposo. Muchos lustros habían sobrevenido.  El  polvo  había  vuelto  al  polvo.
Los gusanos no tenían más alimento. El sentido  del  ser,  finalmente  había  desaparecido por completo y allí reinaban en su lugar -en lugar de todas las cosas, dominantes y perpetuos,  los  autócratas,  Espacio  y  Tiempo.
Porque  para  lo  que  no  era -para  lo  que  no tenía  forma,  para  lo  que  no  tenía  pensamiento -para lo que no tenía conciencia, para lo que no tenía alma y aun para aquello que ya  no  formaba  parte  de  la  materia  y  para aquella  inmortalidad,  la  tumba  todavía  era una morada, y las horas corrosivas, sus compañeras.

 1.011. Poe (Edgar Allan)

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