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lunes, 31 de diciembre de 2012

Cuento del hacendado

Prólogo del cuento del hacendado

-A fe, Escudero, que te has portado bien -dijo el hacendado, y francamente celebro tu ingenio, ha­bida cuenta de tu juventud, pues hablas con mucho sentido, señor. ¡Yo te aplaudo! A mi juicio, ninguno de los que están aquí llegará a igualarte en elocuen­cia, si vives. ¡Dios te dé buena suerte y te conceda perseverancia en la virtud! Porque recibo gran delei­te de tus palabras. Yo tengo un hijo y, por la Tri­nidad, más que un terreno de veinte libras esterlinas, aunque ahora mismo viniera a caer en mis manos, apreciaría que ese hijo fuese hombre tan discreto como tú. De nada sirven las riquezas si el hombre no es virtuoso al mismo tiempo. Yo he reprendido a mi hijo, y aun le he de reprender, porque no quiere aplicarse a la virtud, sino que tiene por costumbre jugar a los dados y gastar, perdiendo todo lo que tiene. Y prefiere charlar con un paje a conversar con alguna persona digna con quien pudiera aprender convenientemente buena crianza.
-¡Al cuerno tu buena crianza! -dijo el mesone­ro. ¿Qué es eso, hacendado? ¡Pardiez, señor! Bien sabes tú que cada cual de vosotros debe contar por lo menos un cuento o dos, so pena de quebrantar su promesa.
-Bien lo sé, hombre -respondió el hacendado. Ruégote no te enojes conmigo porque dirija a este doncel unas palabras.
-Di tu cuento, sin más razones.
-Con mucho placer, señor posadero, obedeceré tu deseo -contestó el hacendado. Ahora escucha lo que digo: no quiero contrariarte en manera alguna en tanto que mis luces me lo permitan. Pido a Dios que mi relato te plazca, y entonces no dudaré de que es bueno.


CUENTO DEL HACENDADO

Los antiguos y nobles bretones componían en su tiempo cantos sobre diversas aventuras, rimados en su primitiva lengua armoricana, los cuales cantos en­tonaban acompañados con sus instrumentos, o bien recitábanlos para su deleite. Uno de ellos tengo en la memoria, y voy a decirlo con buena voluntad, como mejor pueda.
Empero, señores, como soy hombre inculto, prime­ro y ante todo os suplico que disculpéis mi rudo len­guaje. Yo jamás aprendí retórica, ciertamente, y, por tanto, cosa que yo hable tiene que ser sencilla y corriente. Nunca dormí en el monte Parnaso, ni apren­dí a Marco Tulio Cicerón. Colores no conozco nin­guno, sino los que brotan en las flores de la pradera, o bien aquellos con que los hombres tiñen y pintan. Las galas retóricas son para mí extrañas y mi alma nada siente de semejante cosa. Mas, si queréis, vais a escuchar mi cuento.
En la Armórica, o Bretaña, había un caballero que amaba y se esforzaba en servir a una dama de la mejor manera que podía; por lo cual acometió nu­merosos trabajos y muchas grandes empresas antes de obtener a su señora. Porque ella no tenía amante, aun siendo la más hermosa debajo del Sol, y, por otra parte, procedía de tan alto linaje, que apenas se atrevía el caballero, por temor, a decirle su mal, su aflicción y sus angustias. Más al fin ella, en vista de la excelencia y humilde sumisión de su galán, sin­tió tal piedad de su dolor, que en secreto convino con el recibirle por su marido y señor, con el señorío que los hombres tienen sobre sus mujeres. Y para que transcurrieran sus vidas en la mayor dicha, juró él a la dama de su libre albedrío, y como caballero, que jamás en toda su existencia, ni de día ni de noche, tomaría ningún acuerdo contra su deseo, ni se mos­trarla celoso con ella, sino que la obedecería y eje­cutaría en todo su voluntad, cual un amante debe obrar con su dama, salvo el nombre de soberanía que él debía ostentar por decoro de su condición.
Dióle ella las gracias, y con mucha humildad dijo:
-Señor, ya que en vuestra cortesía me ofrecéis tener la rienda tan larga, jamás permita Dios que por mi culpa haya entre nosotros lucha ni penden­cia. Señor, aquí os doy mi fe de que yo seré vuestra sumisa y fiel esposa hasta que mi corazón se paralice.
Y así vivieron los dos en tranquilidad y sosiego.
Porque una cosa, señores, me atrevo a decir: que los amigos, si quieren permanecer en compañía mu­cho tiempo, deben obedecerse el uno al otro. El amor no gusta de ser obligado por el dominio; cuando la autoridad interviene, el dios del amor bate en se­guida sus alas y desaparece. El amor es cosa libre como un espíritu. Las mujeres, por naturaleza, desean la libertad, y no ser forzadas como un esclavo; y lo -mismo ocurre con los hombres. El que es más pa­ciente en amor, lleva ventaja sobre todos. Realmen­te, la paciencia es gran virtud, pues ella vence, como dicen los sabios, aquellas cosas que la severidad jamás lograría domeñar. No se debe reñir o quejarse por cada palabra. Aprended a tolerar, o, de lo contrario, por mi vida, habréis de aprenderlo queráis o no. Por­que en este mundo, verdaderamente, no hay persona que alguna vez no haga o diga mal. La ira, la en­fermedad, la influencia de los astros, el vino, el do­lor o el cambio de complexión son muy a menudo causa de que se obre o hable mal. El hombre no debe ser castigado por todas sus faltas; según las circuns­tancias, ha de haber moderación en toda persona que tenga conocimiento de la autoridad. Y por eso aquel prudente y digno caballero, para vivir tranquilo, pro­metió tolerancia a su amada, y ella le juró muy dis­cretamente que jamás encontraría defecto en su amor.
Puede verse aquí un humilde y sabio acuerdo. De este modo había recibido ella a su sirviente y su se­ñor: servidor en amor, y señor en matrimonio. Ha­llábase, pues, él en señorío y servidumbre a la vez. ¿En servidumbre? No, sino en alto señorío, puesto que tenía al mismo tiempo a su señora y a su amor: su señora, en verdad, y también su esposa, lo cual con­siente la ley del amor.
En fin, cuando él logró esta dicha, dirigióse con su esposa a su casa y país, no lejos de Penmarck, don­de tenía su residencia y donde vivió con felicidad y bienestar.
¿Quién podría expresar, sino el que haya sido ca­sado, la alegría, la tranquilidad y la satisfacción que reinan entre el marido y su mujer? Algo más de un ario duró aquella vida venturosa, hasta que el ca­ballero de quien así vengo hablando, y que se llama­ba Arverago de Kayrrud, determinó irse a vivir uno o dos años en Inglaterra, que también se llamaba Bretaña, para buscar en las armas dignidad y honor, pues todo su placer lo cifraba en tales afanes. Y allí residió, en efecto, dos años: la crónica lo dice así.
Dejemos ahora a Arverago, para hablar de su es­posa Dorigena, que ama a su marido como a la vida de su corazón. Por su ausencia llora y suspira, cual hacen las nobles esposas cuando les place. Se lamenta, pues, vela, gime, ayuna, se queja, y el deseo de la presencia de su marido de tal modo le aflige, que en nada estima todo este vasto mundo. Sus ami­gos, que conocían su triste pensamiento, la consuelan todo cuanto pueden, la amonestan, le dicen noche y día que ella se mata a sí misma sin motivo, y le pro­digan con la mayor solicitud todos los consuelos posibles en este caso, para conseguir que abandone su tristeza.
Con el curso del tiempo, como todos vosotros sa­béis, tanto se puede estar tallando por largo tiempo una piedra, que al fin queda así grabada alguna figu­ra. De tal modo consolaron sus amigos a la dama, que recibió, mediante la esperanza y la razón, algún alivio, por lo cual su inmenso dolor comenzó a mi­tigarse. Porque no era natural que permaneciere siem­pre en tan violenta pena.
Por otra parte, Arverago, en medio de toda esta ansiedad, enviaba a su esposa cartas que hablaban de su prosperidad y de que regresaría pronto; de otro modo, aquel dolor hubiera matado el corazón de Do­rigena.
Sus amigos vieron que la pena de la dama empe­zaba a moderarse, y de rodillas le suplicaron que fuese a pasear en su compañía para ahuyentar sus sombríos pensamientos. Finalmente, ella accedió a esa petición, pues bien veía que era lo mejor.
Hallábase su castillo cerca del mar, y para entre­tenerse paseábase a menudo con sus amigos por una altura que dominaba la orilla, desde la cual veía mu­chas barcas y navíos que se hacían a la vela, mas entonces aquello venía a ser parte de su dolor. Por­que con mucha frecuencia decíase a sí misma: «iAy de mí! ¿No hay ningún barco, entre tantos que veo, que traiga a su morada a mi señor? En tal caso, mi corazón estaría completamente curado de sus amar­gas y duras penas».
Otras veces prefería sentarse y meditar, y dirigía sus ojos hacia abajo, desde la orilla. Más cuando mi­raba las horribles rocas negras, poníase a temblar su corazón de verdadero miedo, de tal modo, que no po­día tenerse sobre sus pies. Entonces se sentaba en el césped y, mirando lastimeramente hacia el mar, decía así, entre dolorosos y helados suspiros:
«Eterno Dios, que en tu providencia conduces al mundo con dirección segura. Tú nada haces en vano, según se dice; pero, Señor, estas horribles e inferna­les rocas negras parecen más bien espantosa confusión que hermosa creación de un Dios tan perfecto, sabio y permanente. ¿Por qué has creado esta obra irrazonable? Pues con ella no se sostiene el hombre, ave ni bestia, ya vivan al sur, al norte, al este o al oeste, ni trae ningún bien, a mi juicio, sino que pro­duce daño. ¿No ves, Señor, cómo destruye al género humano? Cien mil cuerpos de hombres, aunque no estén en la memoria, han deshecho estas rocas, sien­do el linaje humano tan hermosa parte de tu obra, pues Tú lo has creado a tu propia imagen. Parecien­do que teníais gran amor a la humanidad, ¿cómo puede ser entonces que Tú crees tales medios para destruirla, medios que no causan beneficio, sino siem­pre mal? Bien sé yo que los sabios dirán con argu­mentos, cual acostumbran, que todo es para lo me­jor, aunque yo no pueda conocer las causas. ¡Empe­ro, el Dios que ordenó soplar al viento guarde a mi señor! Esta es mi conclusión, y dejo para los doctos toda disputa. ¡No obstante, así Dios hiciese que todas estas rocas negras se sumergieran en el infierno por consideración a Él! Estas rocas matan mi corazón de temor».
Así decía entre abundantes lágrimas, que movían a compasión. Sus amigos, pues, vieron que no le ser­vía de alivio el pasear a la orilla del mar, sino de desconsuelo, y determinaron distraerla en alguna otra parte. Lleváronla junto a los ríos y las fuentes, y asi­mismo a otros lugares deleitosos, donde bailaban y jugaban al ajedrez y a las tablas.
De esta manera, cierto día por la mañana se enca­minaron hacia un jardín que cerca de allí estaba, y en el cual habían hecho preparativos de víveres y de­más provisiones para solazarse durante toda la jor­nada. Sucedía esto en la sexta mañana de mayo, el cual con sus dulces lluvias había pintado aquel jardín, cubriéndolo de hojas y de flores, y el arte de la mano del hombre habíalo todo arreglado, en verdad, tan primorosamente, que nunca hubo jardín de tal mérito, a no ser el propio paraíso. El aroma de las flores y el hermoso espectáculo hubieran llevado ale­gría a cualquier corazón, a menos que alguna dolen­cia muy grave o cualquier dolor en exceso profundo lo mantuvieran afligido. Y digo esto por lo lleno de belleza y de deleite que estaba aquel lugar.
Después de comer pusiéronse todos a danzar y can­tar, excepto solamente Dorigena, que exhalaba siem­pre quejas y lamentos, no viendo intervenir en el baile al que era su esposo y su amor. Pero, sin em­bargo, debía tranquilizarse alguna vez y entretener su dolor con buenas esperanzas.
Entre otros hombres, bailaba en la danza, ante Do­rigena, cierto hidalgo, el cual, a mi parecer, era más fresco y más galano en sus adornos que el mes de mayo. Cantaba y danzaba sobrepujando a cualquiera que exista o haya existido desde el principio del mun­do. Y ya puestos a describirle, diremos, además, que era uno de los hombres más perfectos: joven, fuerte, muy virtuoso, rico, sabio, bien armado y tenido en gran estima. Mas para ser breve, si he de decir la verdad, este alegre hidalgo, servidor de Venus, que se llamaba Aurelio, amaba a Dorigena sobre toda cria­tura hacía más de dos años, sin que ella supiese nada, pues nunca él se aventuró a declararle su pena y be­bió, solo y sin medida, todo su dolor. Estaba desespe­rado, no se atrevía a decir nada, y sólo en sus can­ciones manifestaba su angustia, cual en un lamento general, diciendo que amaba y no era amado. Sobre tal asunto componía muchos lais, coplas, baladas, ron­deles y virelayes, en los que decía no atreverse a re­velar su pena, sino que se consumía como Furia en el infierno, añadiendo que moriría como Eco por Nar­ciso, esto es, sin osar manifestar su aflicción. De otro modo que éste, del que vosotros me oís hablar, no osaba él descubrir a Dorigena su dolor, salvo que al­guna vez, por ventura, en las danzas, donde la gente joven guardábale las acostumbradas atenciones, bien puede ser que mirase su rostro como hombre que so­licita gracia. Por lo demás, nada sabía ella de sus in­tenciones.
Sin embargo, sucedió que antes de abandonar aquel lugar, por ser Aurelio su vecino y hombre respetable y de honor y por haberle conocido de tiempo atrás, entraron ambos en conversación. Cada vez se acerca­ba más Aurelio a sus propósitos, y cuando vio el mo­mento oportuno, dijo así:
-Señora, por el Dios que este mundo hizo, os afir­mo yo que, de haber sabido que ello podía causar ale­gría a vuestro corazón, el día en que vuestro Arverago se fue allende el mar, quisiera haberme marchado allá donde jamás volviera; porque bien comprendo que mi servicio es inútil. Mi única recompensa es que mi co­razón se destroce. Señora, tened piedad de mis agu­das penas, pues con una sola palabra podéis matarme o salvarme. ¡Aquí, a vuestros pies, desearía se abriese mi sepultura! No hallo ahora oportunidad para decir más. ¡Tened compasión, dulce señora, o me haréis morir!
Ella se quedó mirando a Aurelio.
-¿Es ese vuestro anhelo -dijo -y así habláis? Ja­más supe antes lo que ansiabais. Pero ahora, Aure­lio, que conozco vuestras intenciones, por el Dios que me dio el alma y la vida, sabed que no seré yo nunca esposa infiel, en palabra ni en obra, en tanto que tenga razón; yo he de ser de aquel a quien estoy unida. Recibid esto como mi respuesta definitiva.
Mas luego añadió, a modo de chanza:
-Aurelio, por el alto Dios que arriba está, os con­cederé, no obstante, ser vuestro amor, ya que os veo lamentaros tan lastimosamente. Mirad: el día que, a lo largo de toda Bretaña, quitéis las rocas todas, pie­dra por piedra, de suerte que no impidan navegar a los bajeles ni a las barcas; cuando vos, repito, ha­yáis dejado la costa tan limpia de rocas que no se vea en ella ninguna peña, entonces os amaré más que a hombre alguno. Recibid aquí mi fe de que haré todo lo que pueda.
-¿No hay más gracia en vos? -preguntó él.
-No -respondió ella; ¡no, por el Señor que me crió! Porque bien sé yo que nunca sucederá eso. Dejad que salgan de vuestro corazón semejantes locuras. ¿Qué gusto puede encontrar un hombre en su vida yendo a amar a la mujer de otro hombre, el cual po­see el cuerpo de ella cuando le place?
Afligido quedó Aurelio al escuchar esto, y suspiran­do lastimera-mente una y otra vez, respondió con tris­te corazón:
-¡Señora, lo que indicasteis es imposible! En con­secuencia, debo morir de horrible y repentina muerte.
Y con estas palabras marchose. Llegaron entonces muchos de sus otros amigos, y pusiéronse a pasear de arriba abajo por las avenidas, sin que supiesen nada de este resultado. Muy al contrario, tornaron en bre­ve a divertirse, hasta que el resplandeciente Sol per­dió su color, pues el horizonte había privado al astro de su luz, lo que equivale a decir que era de noche. Y hacia casa se encaminaron, alegres y contentos, salvo el desventurado Aurelio. Este se dirigió a su morada, con afligido corazón, y, viendo que no podía librarse de la muerte, parecióle sentir su corazón helado. Le­vantaba sus manos hacia el cielo, caía sobre sus des­nudas rodillas, y, en su delirio, decía extrañas ple­garias. Su mente desvariaba en fuerza de dolor. No sabía lo que hablaba, sino que, con lastimado cora­zón, así reveló sus quejas a los dioses, comenzando por el Sol:
«Apolo, dios y árbitro de todos los planetas, hier­bas, árboles, que das a cada uno de ellos su sazón y su tiempo, según tu declinación, a medida que tu mo­rada cambia en alto o en bajo; señor Febo, dirige tus ojos misericor-diosos al infortunado Aurelio, pues, de lo contrario, soy perdido. Mira, señor, mi dama ha ju­rado mi muerte sin delito, a menos que tu bondad tenga alguna lástima de mi corazón agonizante. Por­que bien se me alcanza, señor Febo, que, si tú quieres, puedes favorecerme mejor que nadie, excepto mi da­ma. Permíteme ahora que yo te indique cómo y de qué manera puedo ser ayudado.
»Bien sabes, señor, que tu feliz hermana, la bri­llante Lucina, es la suprema diosa y reina del mar, pues aunque Neptuno ejerza su divinidad en el océa­no, ella es, sin embargo, emperatriz superior a él. Y así como ella desea ser vivificada y alumbrada con tu fuego, por lo cual te sigue con suma diligencia, de la misma manera el mar desea seguirla naturalmente, como a diosa que es a la vez de mares y de ríos gran­des y pequeños. Por tanto, señor Febo, he aquí mi súplica: obra el prodigio que te pido, o haz que mi corazón estalle. Y el prodigio es que ahora, en esta próxima oposición que en el signo de León se veri­ficará, ruegues a tu hermana que produzca tan gran marea, que cubra por lo menos en cinco brazas las rocas más altas de la Armórica bretona, y haga que este flujo dure dos años. Entonces podré decir a mi dama: «Cumplid vuestra promesa; las rocas han des­aparecido».
»Señor Febo, haz este milagro por mí; ruega a tu hermana que no camine en su curso más de prisa que tú; suplícale, repito, que no siga más rápida ca­rrera que la tuya durante estos dos años. Entonces estará siempre igual en el lleno, y la pleamar durará noche y día. Mas si ella no se digna concederme de tal modo a mi soberana y querida señora, ruégale que hunda todas las rocas en su propia sombría re­gión, bajo el suelo, allí donde Plutón habita, o nunca jamás obtendré a mi dama. Visitaré tu templo de Delfos con los pies descalzos. Mira, señor Febo, las lágrimas de mis mejillas, y ten alguna compasión de mi cuita».
Y pronunciando estas palabras, cayó desmayado, permaneciendo mucho tiempo en su deliquio, hasta que su hermano, que conocía su pena, le alzó y le condujo al lecho. Dejo a esta desgraciada criatura que continúe deses-perada en medio de este tormento y estos pensamientos. Por lo que a mi hace, escoja él si desea vivir o morir.
Arverago, con salud y grande honor, como quien era la flor de la caballería, volvió a su casa con otros hombres respetables. Feliz eres tú ahora, ¡oh, Dori­gena!, ya que en tus brazos tienes a tu valeroso ma­rido, el joven caballero, el guerrero digno, que te ama como a la propia vida de su corazón. El no se cuida de pensar si alguna persona ha hablado contigo de amor mientras estuvo fuera, pues no tenía recelo. No sabiendo de tal cosa, danza, combate en justas, y te pone buena cara. Y yo los dejo permanecer en su gozo y felicidad, para hablar del doliente Aurelio.
Con enfermedad y crueles sufrimientos estuvo más de dos años el infortunado Aurelio antes que pudiera salir del lecho. Ningún consuelo tuvo en este tiempo sino el de su hermano, que era docto y conocía todo su dolor y todo este asunto. Porque Aurelio no se atrevía, ciertamente, a decir palabra sobre el parti­cular a ninguna otra persona y llevaba su amor más oculto en su seno que Pánfilo lo llevó por Galatea. Su pecho estaba intacto visto por fuera; mas siempre su corazón tenía una aguda flecha incrustada. Y bien sabéis que en cirugía es peligrosa la cura de una he­rida cicatrizada superficialmente, si no se puede tocar la flecha y arrancarla.
Su hermano lloraba y se lamentaba en secreto, has­ta que por fin le vino a la memoria un hecho que .se remontaba a cuando estuvo en Orleáns de Francia, como ocurre con los jóvenes aplicados que, ansiosos por penetrar las artes de la magia, buscan en todos los rincones y recodos ciencias particulares que apren­der. Y era que cierto día había visto en la sala de estudio de Orleáns un libro de magia natural, que un su compañero (que era en aquella sazón bachiller en leyes, aun cuando estuviese allí para aprender otros conocimientos) había dejado secretamente en su pu­pitre, el cual libro hablaba mucho de las operaciones referentes a las veintiocho mansiones que pertenecen a la Luna, y otras locuras semejantes, que en nues­tros días no tienen el valor de una mosca, porque la fe de la santa Iglesia que profesamos no permite que ninguna ilusión nos aflija. Y cuando este libro acu­dió a su memoria, comenzó en seguida a bailarle de gozo el corazón, y se dijo a sí mismo calladamente:
«Mi hermano curará pronto, pues estoy seguro que hay ciencias mediante las cuales los hombres pro­ducen diversas visiones, tales como practican los es­camoteadores hábiles. Porque bien a menudo he oído decir que en las fiestas los prestidigitadores han he­cho entrar en un amplio salón agua y una barca, y han remado en esa sala de arriba abajo. Algunas veces simulaban venir un horrible león; otras brota­ban flores como en un prado; en ocasiones, una viña con uvas blancas y negras; a veces, un castillo, todo de cal y canto, y cuando les parecía, lo disipaban todo al instante. Así se manifestaba ello a la vista de to­dos. Yo concluyo, pues, que si lograse encontrar en Orleáns algún antiguo compañero que conservara en la memoria esas mansiones de la Luna u otra magia sobrenatural, él haría que mi hermano obtuviera fá­cilmente su amor. Porque con cualquier falsa aparien­cia una persona entendida puede hacer que a la vista del hombre todas las negras rocas de Bretaña desapa­rezcan, y vayan y vengan los barcos por la orilla, per­maneciendo en forma tal uno o dos días. Entonces mi hermano sanaría de su mal, y ella habría de cum­plir necesariamente su promesa, o si no él la pondría en bochorno»,
¿Para qué prolongar este cuento? Dirigióse al lecho de su hermano, y tanto le animó a que fuese a Or­leáns, que Aurelio se levantó en seguida y se puso luego en camino con la esperanza de ver aliviado su dolor.
Casi estaban para llegar a aquella ciudad (tanto que no les separarían de ella más de dos o tres estadios), cuando toparon con un joven estudiante que pasea­ba solo, el cual les saludó expresivamente en latín y después dijo esta cosa maravillosa:
-Yo sé la causa de vuestra venida.
Y antes que los hermanos avanzaran un paso más, les reveló todo cuanto encerraban sus propósitos.
Preguntóle el estudiante bretón por los compañeros a quienes había conocido en los antiguos tiempos, y aquél le respondió que habían muerto, por lo cual derramó muchas lágrimas el interrogador. Aurelio bajó al momento de su caballo y siguió adelante con el mago hacia su casa, en la que se instalaron con toda comodidad. No les faltó provisión que pudieran apetecer; morada tan bien dispuesta como aquélla no la vio Aurelio en su vida.
Antes de cenar, el hechicero le mostró selvas y par­ques llenos de animales salvajes, donde vio el bretón ciervos con su alta cornamenta, los más grandes que jamás fueron vistos por ojos algunos. Contempló un centenar de ellos muertos por los perros, y algunos con flechas, sangrando por crueles heridas. Cuando hubieron desaparecido estos animales salvajes, perci­bió halconeros que con sus halcones mataban garzas junto a un hermoso río. Luego vio caballeros justando en una explanada; y después de esto tuvo el placer de contemplar a su dama en una danza, en la que él mismo bailaba, según le parecía. Y cuando el maestro que obraba este encantamiento vio que era tiempo, batió palmas y se acabó toda diversión. Y, sin em­bargo, jamás se apartaron ellos de la casa mientras presenciaban todo aquel espectáculo maravilloso, sino que permanecían sentados en silencio los tres solos en un cuarto de estudio, allí donde el mago tenía sus libros.
El maestro llamó luego a su escudero y le dijo así: 
-¿Está lista nuestra cena? Creo que hace casi una hora que te mandé prepararla, cuando estos dignos señores vinieron conmigo a mi aposento, donde están mis libros.
-Señor -contestó el escudero, cuando gustéis, tengo dispuesto el yantar.
-Vamos, pues, a cenar -dijo el mago. Eso será lo mejor, pues la gente enamorada debe tomar des­canso alguna vez.
Después de cenar entraron en discusión sobre la suma con que había de ser recompensado el maestro por alejar todas las rocas de Bretaña, con las que hay desde el Gironda hasta la boca del Sena. Parecía mos­trarse descontentadizo, y juraba que, así Dios le sal­vara, menos de mil libras no quería percibir, y ni aun por esa cantidad iría con gusto.
Aurelio, con gozoso corazón, respondió así al punto:
-¡Mil libras! Este vasto mundo, que los hombres dicen que es redondo, os daría yo sí fuese dueño de él. Hagamos luego el contrato, pues estamos confor­mes. ¡Seréis fielmente pagado, por mi fe! Pero ahora mirad que por ninguna negligencia o pereza nos de­tengáis aquí más que hasta mañana.
-No -dijo el sabio; recibid aquí mi fe como prenda.
Aurelio se fue a dormir cuando le pareció, y des­cansó casi toda aquella noche, porque la fatiga y la esperanza de felicidad hicieron sentir a su afligido corazón algún alivio en su pena.
Por la mañana, apenas fue de día, tomaron Au­relio y el mago el camino de Bretaña y llegaron allí donde habían de permanecer. Esto ocurría, según re­cuerdan los libros, en la fría y helada estación de diciembre.
Febo, que en su ardiente declinación resplandecía con sus brillantes rayos cual oro bruñidos, tornóse viejo y se coloró como el latón; y ya descendía en Capricornio, donde bien puedo decir que lucía muy pálido. Los punzantes hielos, con el granizo y la llu­via, habían destruido el verdor en todos los jardines. Jano se había sentado junto al fuego con su doble barba, y bebía el vino en su cuerno. Delante de él estaba la carne del colmilludo jabalí, y todo hombre clamaba satisfecho: «¡Navidad!»
Aurelio hacía en todo momento cuanto podía para mostrar buen rostro a su maestro y reverenciarle, ro­gándole practicara diligencias a fin de sacarle de sus agudas penas, o le atravesase con una espada el co­razón.
El astuto sabio tenía tal lástima de aquel hombre, que noche y día se dio cuanta prisa pudo, esperando la ocasión para obrar, es decir, para producir cierta ilusión con tales apariencias o engaños (pues yo no sé los términos de la astrología), que la dama y todos creyeran y dijeran que los escollos de Bretaña habían desaparecido, o bien que se habían hundido en el abis­mo. Por fin, vio llegada la hora de llevar a cabo sus trampas y su supersticiosa acción. Trajo sus Tablas Toledanas muy bien corregidas, sin que en ellas fal­tase nada: ni sus años agrupados o separados, ni sus raíces, ni sus demás combinaciones, como son sus centros, sus argumentos y sus convenientes partes proporcionales para sus ecuaciones con respecto a to­das las cosas. Y merced a sus cálculos con la octava esfera, conoció muy bien a qué distancia se había alejado Alnath por encima de la cabeza del fijo Aries, a quien se le considera dentro de la novena esfera. Todo esto calculó el mago muy hábilmente.
Cuando hubo encontrado la primera mansión, co­noció, mediante proporción, las restantes, y supo con exactitud la altura de la Luna, su fase, su término y todo lo demás. Apreció perfectamente asimismo la posición de la Luna, de acuerdo con su operación, y precisó también sus demás reglas referentes a tales ilusiones y a semejantes sortilegios, que los paganos practicaban en aquellos tiempos. Por lo cual no lo demoró más, sino que, en virtud de su magia, pareció durante una semana o dos que todas las rocas se habían desvanecido.
Aurelio, que se hallaba todavía desesperado, no sa­biendo si obtendría su amor o le avendría mal, espe­raba noche y día el prodigio; mas cuando vio que allí no existía ningún obstáculo y que habían desapareci­do todas las rocas, cayó a los pies de su maestro, diciendo:
-Yo, triste y desventurado Aurelio, os doy las gra­cias señor, y a mi señora Venus, que me ha ayudado en mi grave cuita.
Y tomó el camino del templo, donde sabía que ha­bía de contemplar a su dama. Y cuando vio el ins­tante oportuno, inmediatamente, con temeroso cora­zón y con muy humilde semblante, saludó así a su soberana y amada:
-Mi verdadera señora, a quien quiero temer y amar como mejor pueda y a quien el desagradar sería lo más abominable de todo este mundo: si no fuese por­que siento por vuestra causa tal desconsuelo que estoy a punto de morir a vuestros pies, no os diría cuánto dolor me embarga; pero en verdad debo morir o ha­blaros. Vos me matáis, sin culpa, de pena. Más, aunque no tengáis compasión de mi muerte, reflexionad antes de quebrantar vuestra promesa. Doleos, por el Dios de las alturas, antes de matarme, pues os amo. Porque bien sabéis, señora, lo que habéis prometido. No es que yo reclame cosa alguna de vos por derecho, mi soberana señora, sino vuestra gracia; pero allá en un jardín, en cierto lugar, vos sabéis perfectamente lo que me prometisteis, y en mi mano empeñasteis vues­tra fe de amarme más que a nadie. Dios sabe que dijisteis así, aunque yo sea indigno de ello. Señora, más que para salvar ahora la vida de mi corazón, lo digo por vuestro honor; yo he hecho lo que vos me mandasteis, y podéis ir a verlo si os dignáis. Obrad como os plazca; mas recordad vuestra promesa, pues vivo o muerto, allí me hallaréis. De vos depende todo; hacedme vivir o morir; pero lo que yo sé bien es que las rocas han desaparecido.
Ella quedó asombrada y lívida. Nunca imaginó que había de ser cogida en semejante lazo.
-¡Ay de mí! -exclamó-. ¡Que esto hubiera de suceder! ¡Porque yo nunca pensé que tal prodigio o maravilla pudiera caer dentro de lo posible! Ello va contra el modo de obrar de la Naturaleza.
Y hacia su casa se dirigió la afligida criatura. Ape­nas podía andar, en su congoja. Durante uno o dos días enteros lloró, se lamentó, desmayóse, de modo que daba lástima verla; mas a nadie reveló la causa, pues Arverago se había ausentado de la ciudad. Pero hablaba consigo misma y, con el rostro pálido y con muy afligido semblante, así decía en su querella:
«iAy! De ti, Fortuna, me quejo, que, sin esperarlo, me has envuelto con tu cadena, para escapar de la cual no veo auxilio alguno, sino sólo la muerte o la deshonra. Menester es que yo elija una de estas dos cosas. Mas, no obstante, prefiero perder mi vida antes que deshonrar mi cuerpo, o reconocerme como desleal, o perder mi fama, puesto que puedo, en verdad, quedar libre con mi muerte. ¿No han existido antes de ahora muchas mujeres dignas e infinidad de doncellas que se mataron antes que cometer culpa con su cuerpo? Ciertamente que sí: las historias lo atestiguan.
Cuando los treinta tiranos, llenos de maldad, hu­bieron asesinado en Atenas a Fedón en el festín, mandaron prender a sus hijas y traerlas delante de ellos completamente desnudas en señal de desprecio, para satisfacer su impuro deseo, obligándolas a dan­zar en el pavimento sobre la sangre de sus padres. (iDios mande desventura a aquellos malditos tira­nos!). En vista de lo cual, las afligidas doncellas, llenas de temor, antes de perder su virginidad, se arrojaron secretamente a un pozo y se ahogaron, según dicen los libros.
Igualmente los de Mesenia mandaron inquirir y buscar a cincuenta muchachas de Lacedemonia, con las cuales querían satisfacer su lujuria; mas no hubo ninguna entre todas ellas que no se matara y que con buen acuerdo no eligiese morir mejor que consentir en ser despojada de su doncellez. ¿Por qué he de te­ner yo entonces miedo a la muerte?
Ved también al tirano Aristóclides, que amaba a una doncella llamada Estinfalida. Cuando el padre de ésta fue muerto cierta noche, encaminóse ella al tem­plo de Diana y sacó la imagen con sus dos manos, de la cual imagen no quiso separarse jamás. Nadie pudo desprender sus manos de ella, hasta que la mataron en aquel mismo punto. Y puesto que esas doncellas te­nían tal horror a ser violadas por el impuro deleite del hombre, bien debe una esposa matarse antes que ser deshonrada.
¿Qué diré de la mujer de Asdrúbal, que en Carta­go se quitó la vida? Porque cuando ella vio que los romanos conquistaron la ciudad, cogió a todos sus hijos y los arrojó al fuego, prefiriendo morir a que romano alguno le hiciera, ofensa.
¿No se mató Lucrecia en Roma, luego que fue vio­lada por Tarquino, pensando que era vergüenza vivir una vez que había perdido su honra?
Las siete vírgenes de Mileto también se mataron por temor y dolor, antes que las gentes de Galacia las violasen. Más de mil historias, según yo pienso, po­dría referir ahora tocante a esta materia.
Cuando fue muerto Abradato, se suicidó su amada esposa y, dejando que su sangre se deslizara en las extensas y profundas heridas de Abradato, dijo: «A lo menos, nadie deshonrará mi cuerpo, mientras yo pueda»,
¿Para qué he de citar más ejemplos acerca del par­ticular, puesto que tantas se han matado antes que ser atropelladas? Concluyo que es mejor que yo me mate que ser deshonrada de ese modo. Yo seré fiel a Arverago o, de lo contrario, me mataré de alguna manera, como hizo la amada hija de Democión por no querer verse deshonrada.
¡Oh, Cedaso! Grandísima compasión produce leer cómo murieron tus hijas, que se suicidaron en caso parecido. Y tan gran piedad, sino mucha más, ins­pira la doncella tebana que, a causa de Nicanor, se mató por eludir desgracia análoga.
Otra doncella tebana se condujo enteramente lo mismo porque cierto macedonio la violó, vindicando ella con su muerte su virginidad.
¿Qué diré de la mujer de Nicerato, que por caso semejante se quitó la vida?
¡Cuán fiel asimismo fue para Alcibíades su amante, que primero eligió morir que permitir que su cuerpo quedara insepulto! Ved qué mujer fue Alcestes.
¿Qué dice Homero de la buena Penélope? Toda Gre­cia conoce su castidad.
A propósito de Laodamia hay escrito esto: que cuando fue muerto en Troya Protesilao, no quiso ella sobrevivirle más tiempo. Lo mismo puedo decir de la noble Porcia, que no podía vivir sin Bruto, a quien había entregado por completo su corazón. Y la per­fecta condición de esposa de Artemisa, honrada es por toda la Barbaria.
¡Oh, reina Teuta! Tu castidad de esposa puede ser­vir de espejo a todas las mujeres. Lo propio digo de Billa, de Rodoguna y también de Valeria».
Así se lamentó Dorigena uno o dos días, determi­nando siempre que había de morir.
Pero, no obstante, la tercera noche volvió a casa Arverago, el digno caballero, y le preguntó por qué lloraba tan amargamente, Y ella tornó a llorar más aún,
-¡Ay de mí! -decía. ¿Para qué habré nacido? Esto he dicho; así he jurado yo -insistía.
Y refirióle todo lo que habéis oído antes.
El marido, con expresión alegre, de modo benévo­lo, respondió y dijo como os voy a declarar:
-¿No hay ninguna otra cosa más que esto, Do­rigena?
-No, no -repuso ella. Así me ayude Dios como cierto es. Demasiado es esto; pero sería la voluntad de Dios que ocurriese.
-Sí, mujer -dijo él; deja dormir lo que está tranquilo. Tal vez hoy mismo se arreglará todo. Tú debes mantener tu promesa. ¡Sí, por mi fe! Porque yo preferiría mucho ser apuñalado, a causa del ver­dadero amor que te tengo, a que tú no guardases y observaras tu lealtad; tan ciertamente lo afirmo como pido que tenga Dios misericordia de mí. La fidelidad es la cosa más grande que el hombre puede guardar.
Mas dichas estas palabras, rompió a llorar y añadió: 
-Yo te prohíbo, bajo pena de muerte, que jamás, mientras tengas vida y aliento, hables a nadie de esta aventura. Soportaré mi desgracia como mejor pueda, y no mostraré aspecto de tristeza, para evitar que la gente juzgue o piense mal de ti.
Y en seguida llamó a un escudero y a una doncella. 
-Id al instante con Dorigena -ordenó, y lle­vadla inmediatamente al lugar que os diga.
Pidieron ellos licencia y emprendieron su caminó; mas no sabían por qué ella se dirigía allí, pues él no quiso descubrir a nadie su intención.
Por casualidad sucedió que el hidalgo Aurelio, que tan enamorado estaba de Dorigena, la encontró en mitad de la ciudad, precisamente en la calle de más tránsito, cuando ella se disponía a tomar el camino más corto en dirección al jardín, adonde había pro­metido ir. Hacia el jardín iba él también, pues vigi­laba con atención el momento en que ella saliera de su casa para cualquier sitio. De este modo se encontraron, por azar o providencia. Saludóla él con alegre continente, y le preguntó hacia dónde se dirigía. Ella, como medio loca, respondió:
-Al jardín, según mi esposo me ha ordenado, para cumplir mi promesa. ¡Ay, ay de mí!
Aurelio comenzó a maravillarse de este caso, y sintió en su corazón gran piedad de ella y de sus lamentos, así como del digno caballero Arverago, que la había mandado cumplir todo cuanto había prometido, por lo odioso que le parecía que su esposa quebrantara su promesa. Y recibió su corazón gran pena de ello, con­siderando en uno y otro caso lo mejor y diciéndose que seria preferible renunciar a su placer antes que cometer tan grande y grosera indignidad, contra toda nobleza y cortesía. Por todo lo cual se expresó así en pocas palabras:
-Señora, decid a vuestro Arverago que yo admiro su gran nobleza para con vos, puesto que él preferiría soportar su vergüenza a que vos quebrantarais vues­tra promesa conmigo. Igualmente decidle que, viendo por otra parte, vuestra aflicción, tengo por mejor en todo caso sufrir angustias yo que desunir el amor en­tre vosotros dos. Yo os devuelvo, señora, todo jura­mento y toda obligación que vos me hayáis hecho hasta ahora desde el momento en que nacisteis. Em­peño mi fe de que nunca os reprocharé por ninguna promesa, y aquí me despido de la más fiel y mejor esposa que jamás he conocido en toda mi vida. Pero guárdese toda mujer en sus promesas y acuérdese a lo menos de Dorigena. Y sépase que puede, sin duda, realizar un hidalgo una acción noble tan bien como un caballero.
Ella le dio las gracias, hincándose sobre sus des­nudas rodillas, y se encaminó hacia la casa de su esposo, refiriéndole todo lo que vosotros me habéis oído decir. Y estad seguros de que Arverago quedó satisfecho de tal manera, que me sería imposible des­cribirlo. ¿Para qué he de hablar más de este asunto?
Arverago y su esposa Dorigena pasaron su vida en suprema felicidad, y nunca más hubo disgusto entre ellos: él la apreciaba como si fuese una reina y ella se mostró fiel para con él por siempre jamás. Acerca de estos dos personajes nada más conseguiréis saber de mí.
Mas Aurelio, que había perdido todo su dinero, mal­decía la hora en que había nacido.
-¡Ay de mí! -decía. ¡Ay de mí, que he prome­tido el peso de mil libras de oro puro a ese filósofo! ¿Qué haré yo? No veo más sino que estoy arruinado. Debo vender necesariamente mi herencia y quedarme hecho un mendigo. Yo no puedo permanecer aquí y exponer a la vergüenza a todos mis parientes de este lugar, a no ser que pudiera conseguir del mago más indulgencia. Pero, sin embargo, probaré a pagarle en determinados días, año tras año, y le daré las gracias por su gran favor. Yo quiero mantener mi palabra: no quiero mentir.
Con el corazón oprimido dirigióse a su arca y llevó al filósofo el valor de quinientas libras de oro, si mal no recuerdo, suplicándole que le concediera, en su bondad, un plazo fijo para lo restante, y añadió:
-Maestro, bien me atrevo a jactarme de que yo nunca he faltado a mi palabra todavía. Seguramente, pues, os pagaré mi deuda, aunque tenga que ir a men­digar envuelto en mi capa. Pero si quisierais conce­derme, dandoos garantías, dos o tres años de plazo, entonces iríame bien. De lo contrario, tendré que ven­der mi herencia. No hay más que decir.
El filósofo, cuando oyó estas palabras, respondió gravemente, diciendo así:
-¿No he cumplido yo mi pacto contigo?
-Sí, y bien y con fidelidad -dijo el hidalgo.
-¿No has poseído a tu dama como querías?
-No, no -contestó Aurelio. Y suspiró tristemente.
-¿Cuál fue la causa? Dímelo, si puedes,
Aurelio comenzó su narración y le contó todo lo que vosotros habéis oído primero y no es preciso repetir.
-Arverago, en su nobleza -añadió, hubiera que­rido morir de dolor y angustia antes que su esposa fuese infiel a su palabra.
Refirióle también la aflicción de Dorigena; cuán aborrecible le parecía ser mala esposa; cómo ella hu­biera preferido perder su vida aquel día, y cómo hizo su promesa incautamente.
-Ella -terminó -nunca había oído hablar antes de visiones; eso fue lo que me hizo sentir tan gran compasión. Y con la misma generosidad con que Ar­verago me la envió, tan liberalmente se la remití yo de nuevo. Esto es todo.
El filósofo respondió:
-Querido hermano, cada uno de vosotros obró no­blemente para con el otro. Tú eres hidalgo y él un caballero; pero Dios no permita, por su bendito po­der, que un letrado no pueda practicar una acción noble tan bien como cualquiera de vosotros, pues si puede, sin duda alguna. Señor mío, yo te condono tus mil libras, como si ahora mismo hubieses salido de la tierra y jamás hasta el presente me hubieras co­nocido. Porque, señor, yo no he de tomar un penique de ti por todo mi arte, ni nada por mi trabajo. Tú has pagado bien con mi sustento; bastante es ello. Queda con Dios.
Y, cogiendo su caballo, emprendió su camino.
Señores, esta pregunta voy a dirigiros: ¿quién pen­sáis que fue más generoso? Decídmelo antes de seguir adelante. Yo no sé más; mi cuento se ha acabado.

1.008. Chaucer (Geoffrey),

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