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lunes, 31 de diciembre de 2012

Amorcito

Oleñka, la hija del asesor de colegio [1] retirado Plemián­nikov, estaba sentada, pensativa, en un peldaño del pór­tico, en el patio de su casa. Hacía calor, las moscas in­sistían en molestar y resultaba agradable pensar que la noche ya estaba cerca. Desde el este avanzaban oscu­ras nubes y, de vez en cuando, llegaba una brisa húmeda.
De pie, en medio del patio, mirando al cielo, estaba Kukin, empresario del parque de diversiones «Tívoli», quien se hospedaba en un pabellón de la casa.
-¡Otra vez! -decía con desesperación. ¡Otra vez habrá lluvia! ¡Todos los días llueve, todos los días! Co­mo si fuera a propósito... ¡Es la muerte! ¡Es la ruina! Todos los días tengo tremendas pérdidas!
Agitó los brazos y prosiguió, dirigiéndose a Oleñka:
-Ya ve usted, Olga Semiónovna, cómo es nuestra vi­da. ¡Es para llorar! Uno trabaja, se afana, sufre, no duer­me de noche, pensando en la manera de mejorar las co­sas y todo ¿para qué? Por un lado, es el público, igno­rante y salvaje. Le doy la mejor opereta, la magia, exce­lentes cupletistas, pero ¿le interesa eso acaso? ¿Lo en­tiende acaso? No, lo que el público necesita es un teatro de feria. ¡Quiere vulgaridades! Por otro lado, mire us­ted el tiempo. Casi todas las noches llueve. Desde que empezó, el diez de mayo, siguió lloviendo sin parar todo el mes de mayo y luego también en junio, ¡es algo terri­ble! El público no viene, pero el arrendamiento ¿lo pago o no? A los actores ¿les pago o no?
Al atardecer del día siguiente el cielo volvió a nublar­se y Kukin decía con risa histérica:
-¡Muy bien!... ¡Que llueva! ¡Que se inunde todo el parque y que me ahogue allí mismo! Ya sé que no voy a tener suerte en este mundo ni tampoco en el otro... ¡Que los actores me demanden ante el juzgado! ¡Que me manden a Siberia a los trabajos forzados! ¡Que me lleven al cadalso! ¡Ja–ja-já!
Al tercer día sucedió lo mismo...
Oleñka escuchaba a Kukin en silencio, con expresión seria, y a veces las lágrimas asomaban a sus ojos. Al  final, las desgracias de Kukin la conmovieron y terminó enamorándose de él. Era flaco, de baja estatura, con cara amarilla y el cabello peinado sobre las sienes; hablaba con una débil vocecita de tenor y al hablar torcía la boca; en su cara siempre estaba reflejada la desesperación; y a pesar de todo, suscitó en Oleñka un sentimiento autén­tico y profundo. Constante-mente ella amaba a alguien y no podía vivir sin ello. Antes amaba a su papá, que aho­ra estaba enfermo y pasaba el tiempo sentado en su si­llón, a oscuras, respirando con dificultad; luego amaba a su tía, que vivía en Briansk y los visitaba una vez cada dos años; y antes aun, cuando era alumna del colegio, amaba a su profesor de francés. Era una señorita apaci­ble, bondadosa y compasiva, de mirada mansa y tierna; tenía buena salud. Mirando sus llenas y sonrosadas me­jillas, su blanco y suave cuello, que tenía un lunar, su ingenua y bondadosa sonrisa, que aparecía en su rostro cuando ella escuchaba algo agradable, los hombres pensaban: «Sí, no está mal...» y sonreían también, mientras que las damas no podían contenerse y, en plena conver­sación, la asían de la mano y exclamaban, contentas:
-¡Amorcito!
La casa que habitaba desde el día de su nacimiento y que en el testamento estaba anotada a su nombre, se hallaba en un extremo de la ciudad, en el arrabal Gitano, cerca del parque «Tívoli»; por las noches, al oír la mú­sica y el estallido de los cohetes, ella imaginaba a Kukin desafiando a su destino y acometiendo en un ataque frontal contra su principal enemigo: el indiferente públi­co; su corazón latía con dulce ansiedad, ahuyentando el sueño, y cuando él, a la madrugada, regresaba a casa, ella, desde su dormitorio, golpeaba suavemente en la ventana y le sonreía con cariño, sin mostrarle, a través de las cortinas, más que la cara y un hombro...
Él pidió su mano y se casaron. Y cuando vio mejor su cuello y sus hombros redondeados y sanos, levantó los brazos y exclamó:
-¡Amorcito!
Era dichoso, pero como llovió el día de la boda y también por la noche, su rostro no cesaba de trasuntar un aire de desesperación.
Después de la boda las cosas marcharon bien. Ella atendía la caja, vigilaba el orden en el parque, anotaba los gastos, pagaba los sueldos, y sus mejillas rosadas, junto con su ingenua y radiante sonrisa, aparecían fugaz­mente ya en la ventanilla de la boletería, ya entre basti­dores, ya en el buffet. Y ya decía a sus conocidos que lo más notable, lo más importante y lo más necesario en el mundo era el teatro y que sólo en el teatro uno podía obtener el gozo auténtico y llegar a ser culto y humano.
-Pero ¿acaso el público lo entiende? -decía ella. Lo que él necesita es teatro de feria. Anoche dábamos «Fausto al revés» y casi todos los palcos estaban vacíos; si Vánechka y yo hubiéramos ofrecido algunaa obra vul­gar, créame, el teatro habría estado repleto. Mañana Vánechka y yo damos «Orfeo en los infiernos». ¡Venga usted también!
Todo lo que Kukin decía sobre el teatro y los actores, lo repetía ella también. Igual que él, despreciaba al pú­blico por su indiferencia hacia el arte y por su ignoran­cia; intervenía en los ensayos, dando indicaciones a los actores; vigilaba la conducta de los músicos, y cuando el periódico local publicaba alguna nota desfavorable al teatro, ella lloraba y más tarde iba a la redacción a pe­dir explicaciones.
Los actores la querían y la llamaban «Amorcito» y « Vánechka y yo»; a su vez ella los compadecía y les da­ba pequeños préstamos, y cuando la engañaban a veces, lloraba a escondidas, sin quejarse a su marido.
También en invierno las cosas marchaban bien. Arren­daron el teatro de la ciudad por toda la temporada y lo alquilaban por períodas breves ya al elenco ucranio, ya al prestidigitador, ya a los aficionados locales. Oleñka engordaba y resplandecía de satisfacción, mientras que Kukin se tornaba más flaco y más amarillo y se quejaba de las tremendas pérdidas, aunque durante todo el invier­no las cosas iban bastante bien. Por las noches tosía y ella le hacía beber té de frambuesa y de tilo, le frotaba el pecho con agua de colonia y lo envolvía en sus suaves chales.
-¡Lindo mío! -le decía con absoluta sinceridad, alisándole los cabellos-. ¡Lindito mío!
Durante la Cuaresma Kukin viajó a Moscú para for­mar la compañía y ella no podía dormir sin él y pasaba las noches junto a la ventana, mirando las estrellas. En aquellos momentos se comparaba con las gallinas, que tampoco duermen de noche y se sienten intranquilas, si el gallo no está en el gallinero. Kukin se demoró en Moscú, le escribió que pensaba volver para la Semana Santa y en sus cartas ya hacía disposiciones con respecto a «Tívoli». Pero en víspera del Lunes Santo, a avanzadas horas de la noche, resonaron de repente lúgubres golpes en el portón; alguien golpeaba el postigo y éste retum­baba como un tonel: ¡bum! ¡bum! ¡bum! La somnolienta cocinera corrió a abrir la puerta, chapaleando en los charcos con los pies descalzos.
-¡Abra, por favor! -decía del otro lado del portón una sorda voz de bajo. ¡Un telegrama!
También antes Oleñka recibía telegramas de su ma­rido, pero esta vez, sin saber por qué, se quedó atónita. Con manos temblorosas abrió el telegrama y leyó lo si­guiente:
«Iván Petróvich falleció hoy súbitamente coratán es­peramos disposiciones tepelio martes».
Así estaba en el telegrama: «tepelio» y una palabra incomprensible «coratán»; la firma era del director de la compañía de operetas.
-¡Palomito mío! -se puso a sollozar Oleñka. ¡Vá­nechka, querido mío! ¿Para qué te habré encontrado? ¿Para qué te habré conocido y amado? ¿Por qué dejaste sola a tu pobre y desgraciada Oleñka?
El sepelio de Kukin se realizó el martes, en Moscú, en el cementerio de Vagáñkovo; Oleñka regresó a casa el miércoles y apenas entró en su dormitorio cayó sobre la cama y comenzó a llorar en voz tan alta que se la oía en la calle y en las casas vecinas.
-¡Amorcito! -decían las vecinas, persignándose. Amorcito, Olga Semiónovna, ¡cómo se desespera la pobre!
Tres meses después, Oleñka regresaba un día de misa, triste, vestida de riguroso luto. Por casualidad, caminaba a su lado un vecino suyo, Vasily Andréich Pustoválov, encargado del depósito de maderas del mercader Baba­kaiev. También él salía de la iglesia; llevaba un som­brero de paja y un chaleco blanco con cadenita de oro, y más parecía un terrateniente que un comerciante.
-Cada cosa tiene su orden, Olga Semiónovna -de­cía en tono reposado y con compasión en su voz. Si alguno de nuestros íntimos se muere es porque Dios lo desea así, y en estos casos debemos recordarlo y resig­narnos.
Después de acompañar a Oleñka hasta la puerta de su casa, él se despidió y siguió su camino. Durante el resto del día, su reposada voz resonó en los oídos de Oleñka y apenas cerraba ella los ojos se le aparecía su oscura barba. Por lo visto, ella a su vez le causó impre­sión, ya que poco tiempo después fue a visitarla una señora de edad, a quien ella apenas conocía y quien, na bien se había sentado a la mesa, se puso a hablar sin tardanza acerca de Pustovádov, en el sentido de que era una persona buena y seria y que cualquier mujer estaría muy contenta, casándose con él. Tres días más tarde el mismo Pustoválov le hizo una visita; se quedo poco tiempo, unos diez minutos, y habló poco, pero Oleñka lo quería ya, lo quería tanto, que no pudo pegar los ojos en toda la noche, ardía como si tuviera fiebre y a la mañana siguiente mandó llamar a la señora de edad. Al cabo de poco tiempo se comprometieron; luego celebra­ron la boda.
Después del casamiento las cosas marcharon bien. Co­múnmente él permanecía en el depósito de maderas hasta la hora de almorzar, luego iba a hacer diligencias y lo reemplazaba Oleñka, quien quedaba en la oficina hasta la noche, escribiendo las cuentas y despachando las mer­caderías.
-El precio de la madera sube ahora cada año en un veinte por ciento -decía ella a los compradores y a sus conocidos. Figúrese, antes vendíamos maderas lo­cales, pero ahora Vánechka tiene que viajar todos los años a la provincia de Moguilev para buscar madera. ¡Y qué tarifas! -exclamaba cubriéndose ambas mejillas con las manos, en señal de terror. ¡Qué tarifas!
Le parecía que desde tiempos remotos se dedicaba a comerciar en madera, que lo más importante y lo más necesario en la vida era la madera y que había algo íntimo y conmovedor en las palabras: viga, estaca, ta­bla, listón, alfarjía, rollizo, tirantillo, costero... Por las noches soñaba con montañas enteras de tablones y de tirantes; con interminables caravanas de carros que trans­portaban madera a largas distancias; soñaba que todo un regimiento de troncos, del tamaño de doce por cinco, atacaba el depósito de madera en una acción de guerra, y que los troncos, las vigas y los costeros se golpeaban, emitiendo el sonoro ruido de madera seca; todos caían y de nuevo se levantaban encaramándose unos sobre otros; Oleñka dejaba escapar, un grito y se despertaba, mientras Pustoválov le decía con ternura:
-Oleñka, ¿qué tienes, querida? ¡Persígnate!
Sus pensamientos eran los mismos que los de su ma­rido. Si él opinaba que en la habitación hacía calor o que los negocios marchaban con cierta lentitud, lo mismo pensaba ella. Su marido no era afecto a las diversiones y en los días feriados se quedaba en casa; ella hacía lo mismo.
-Ustedes siempre están en casa o en la oficina -les decían sus conocidos. ¿Por qué no van alguna vez al teatro o al circo?
-Vánechka y yo no tenemos tiempo para ir al teatro -respondía ella con dignidad-. Somos gente de tra­bajo y no estamos para estas cosas. Y además ¿qué hay de bueno en estos teatros?
Los sábados iban a oír Las Vísperas, los días de fiesta a misa y, regresando de la iglesia, caminaban juntitos, con rostros enternecidos; los dos olían bien y el vestido de seda de ella producía un agradable murmullo; en casa tomaban té con pan de leche y con toda clase de dulces, luego comían, un pastel. Todos los días, a mediodía, en el patio de la casa y aun en la calle flotaba un sabroso olor a borsb [2], cordero asado o pato; en los días de vigilia olía a pescado y no se podía pasar cerca del portón sin sentir ganas de comer. El samovar en la oficina siempre estaba con agua hirviente y a los clientes se les convidaba con té y rosquillas. Una vez por semana los esposos iban a la casa de baños y volvían caminando juntitos, con rostros colorados los dos.
-Estamos bien, gracias a Dios -decía Oleñka a sus conocidos. ¡Ójalá que todos vivan como nosotros!
Cuando Pustoválov partía a la provincia de Moguilev para traer madera, ella lo extrañaba mucho, no podía dormir por las noches, lloraba. A veces la visitaba el veterinario militar Smirnin, hombre joven, que alquilaba un pabellón de su casa. Le contaba alguna historia a jugaba con ella a los naipes y esto la divertía. Especial­mente interesantes resultaban los relatos de su propia vida familiar; era casado y tenía un hijo, pero se hallaba separado de su mujer porque ella lo había engañado; ahora la odiaba y le enviaba mensual-mente cuarenta ru­blos para la manutención del hijo. Escuchándolo, Oleñka suspiraba y meneaba la cabeza, y sentía lástima por él.
-¡Qué Dios guarde a usted! -decía, despidiéndolo y acompañándolo con la bujía hasta la escalera. Gra­cias por haber compartido mi aburrimiento y que la Rei­na de los cielos le dé mucha salud...
Imitando a su marido, expresábase siempre en forma digna y juiciosa; el veterinario desaparecía ya abajo de­trás de la puerta, cuando ella lo llama-ba para decir:
-Sabe, Vladímir Platónich, debería usted de hacer las paces con su mujer. Debería de perdonarla, aunque sea por el hijo... El chico, segura-mente, ya entiende todo.
Y cuando regresaba Pustovállov, le contaba a media voz acerca del veterinario y de su desdichada vida fami­liar, y los dos suspiraban, meneando la cabeza, y habla­ban sobre el chico, que, seguramente, extrañaba a su padre; luego, par un extraño correr del pensamiento, am­bos se colocaban ante los iconos y, haciendoo profundas reverencias, rogaban a Dios que le mandara hijos.
Y así vivieron los Pustoválov en paz, en amor y en completa concordia durante seis años. Pero una vez, en invierno, Vasily Andréich, después de beber té caliente en el depósito, salió sin la gorra a despachar madera, tomó frío y cayó enfermo. Lo atendían los mejores mé­dicos de la ciudad, pero la enfermedad se impuso y él murió al cabo de cuatro meses. Y de nuevo Oleñka que­dó viuda.
-¿Por qué me has abandonado, palomito mío? -so­llozaba después del entierro. ¿Cómo voy a vivir aho­ra sin ti, sola y desgraciada? Buena gente, tengan pie­dad de mí que soy una huérfana...
Llevaba vestido negro con crespones y desechó para siempre el sombrerito y los guantes; salía pocas veces y sólo lo hacía para ir a la iglesia o a visitar la tumba de su marido; vivía en su casa como una monja. Y sólo al transcurrir seis meses, se quitó los crespones y co­menzó a abrir los postigos de las ventanas. A veces se la veía ya ir al mercado con su cocinera, pero cómo vivía ahora en su casa y qué pasaba ahora allí, de eso sólo podían hacerse conjeturas. Algunos, por ejemplo, adi­vinaban algo porque la habían visto tomar el té en su pequeño jardín, en compañía del veterinarío, quien le leía el periódico en voz alta, y aun porque, al encontrar­se en el correo con una dama conocida, Oleñka le había dicho:
-Nuestra ciudad carece de un adecuado control ve­terinario y ésta es la causa de muchas enfermedades. En todo momento se oye hablar de que la gente se enferma por causa de la leche y porque se contagian de los ca­ballos y de las vacas. En realidad, hay que cuidar la salud de los animales domésticos de la misma manera como se cuida la de las personas.
Repetía las ideas del veterinario y sobre cualquier asunto tenía ahora la misma opinión que tenía él. Era evidente que no podía pasar ni siquiera un año sin cari­ño y que encontró su nueva dicha en una ala de su propia casa. A otra mujer en su lugar la hubieran juzgado con seve-ridad, pero nadie podía pensar mal de Oleñka, pues todo era muy claro en su vida. Ni ella ni el veterinario revelaban a nadie el cambio que se había operado en sus relaciones; más aun, trataban de ocultarlo, pero no lo lograban, ya que Oleñka no podía tener secretos. Cuando lo visitaban los colegas del regimiento, ella, sirviéndoles el té o la cena, se ponía a hablar de la peste de los vacunos, de la perlesía, de los mataderos de la ciudad, mientras que él sentíase terriblemente confundido y, una vez retirados los visitantes, la cogía por la mano y le susurraba, enojado:
-¡Te he pedido ya que no hables de lo que no entien­des! Cuando los veterinarios conversamos entre nosotros, hazme el favor de no entrometerte. ¡Al final, esto ya resulta tedioso!
Ella lo miraba, sorprendida y alarmada, y le pregun­taba:
-Volódechka ¿y de qué quieres que hable?
Y lo abrazaba, con lágrimas en los ojos, suplicándole que no se enojara, y ambos eran dichosos.
Empero, esta dicha no fue larga. El veterinario se había ido junto con su regimiento, se había ido para siempre, ya que el regimiento había sido trasladado muy lejos, poco menos que a Siberia. Y Oleñka quedó sola.
Esta vez estaba ya completamente sola. Su padre hacía tiempo ya que había muerto y su sillón se hallaba ti­rado en el desván, cubierto de polvo y con una pata menos. Ella estaba más delgada y menos bella, y en la calle los transeún-tes ya no la miraban coma antes ni le sonreían; por lo visto, sus mejores años habían pa­sado ya, se habían quedado atrás, y comenzaba ahora una nueva vida desconocida, en la cual mejor era no pensar. Al anochecer Oleñka se sentaba en el pórtico y desde el «Tívoli» llegaba a sus oídos la música y el estallido de los cohetes, pero eso ya no suscitaba en ella ninguna clase de ideas. Paseaba su mirada indiferente por el pa­tio vacío, sin pensar ni desear nada, y luego, al llegar la noche; iba a dormir; en los sueños se le aparecía su patio desierto. Comía y bebía como por obligación.
Pero lo fundamental, y lo peor, era no tener ninguna opinión. Ella veía los objetos que la rodeaban y com­prendía todo lo que pasaba alrededor de ella, pero no podía formar su opinión sobre ningún asunto ni sabía tampoco de qué hablar. ¡Y qué terrible resulta no tener ninguna opinión! Se ve, por ejemplo, una botella en pie, o si está lloviendo, o bien un mujik está viajando en su carro, pero para qué está allí la botella o la lluvia, o el mujik y qué sentido tienen, eso no se sabe ni se sabría explicar, aunque le dieran a uno mil rublos. En las tiem­pos de Kukin y de Pustová-lov y más tarde con el vete­rinario Oleñka podía explicarlo todo y hubiera podido dar su opinión sobre cualquier asunto, ahora, en cambio, sus pensamientos y su corazón, estaban tan desier-tos, co­mo su patio. Y sentía miedo y amargura, como si hubiera comido ajenjo hasta hartarse.
Poco a poco, la ciudad se ensanchaba en todas direc­ciones; el arrabal Gitano era una calle, y en el sitio donde antes tenían ubicación el parque «Tívoli» y los depósitos de madera, crecieron edificios y se formó una red de callejuelas. ¡Cuán rápido corre el tiempo! La casa de Oleñka se tornó más oscura, el techo está oxidado, el cobertizo tiende a inclinarse hacia un costado y todo él patio exterior se halla cubierto de maleza y de ortigas. La misma Oleñka está más vieja y más fea; en verano permanece sentada en él pórtico, y su alma, igual que antes, está vacía; sólo hay en ella un tedio y un leve sabor a ajenjo. En invierno ella se queda sentada junto a la ventana, contemplando la nieve. Y cuando llega un soplo de primavera, cuando el viento trae el tañido de las campanas de la catedral, y los recuerdos del pasado de golpe invaden su mente, su corazón se oprime con dulzura y le hace derramar abundan-tes lágrimas, pero sólo por un instante; luego vuelve al vacío y uno no sabe para qué vive. Bryska, la gatita negra, buscando mimos, ronro-nea suavemente, pero estas caricias gatunas no conmueven a Oleñka. ¿Acaso es esto lo que ella ne­cesita? Si tuviera un amor que se apoderara de todo su ser, su alma, su mente; que le diera ideas, dirección a su vida; que calentara su sangre aletargada... Y ella echa a la negra Brysla de sus rodillas, diciéndole con fastidio:
-Vete, vete... ¡Nada tienes que hacer aquí!
Y así día tras día, año tras año, sin ninguna alegría y sin ninguna opinión. Con lo que decía Mavra, la coci­nera, estaba ya todo dicho.
Al anochecer de un caluroso día de julio, cuando por la calle arreaban un rebaño y nubes de polvo llenaban el patio, de pronto alguien golpeó en el portón. Oleñka misma fue a abrir y apenas miró al visitante quedó ató­nita; en la calle estaba el veterinario Smirnin, ya canoso y vestido de civil. De repente ella recordó todo y, sin poder contenerse, rompió a llorar y apoyó la cabeza so­bre el pecho de él; sin decir una palabra, presa de una fuerte agitación, no se dio cuenta cómo habían entrado en la casa y cómo se habían sentado a la mesa para tomar el té.
-¡Palomito mío! -murmuraba, temblando de ale­gría. ¡Vladímir Platónich! ¿De dónde lo trae Dios?
-Quiero, radicarme aquí definitivamente -contaba él. Pasé a retiro y quiero probar suerte aquí; anhelo una vida libre y estable. Además, ya es tiempo de mandar a mi hijo al colegio secundario. Ha crecido. Me he recon­ciliado con mi mujer ¿sabe?
-¿Y dónde está ella? -preguntó Oleñka.
-Está en una hostería, junto con mi hijo, mientras yo ando buscando un apartamento.
-Dios mío, ¿y por qué no toma mi casa? ¿Acaso no sirve para vivir? Ay Dios, si yo no pienso cobrarles... -agitóse Oleñka y volvió a llorar. Ustedes vivirán aquí... para mí es suficiente el pabellón. ¡Qué alegría, Dios mío!
Al día siguiente ya estaban pintando el techo y blan­queando las paredes de la casa y Oleñka, en jarras, an­daba por el patio dando órdenes. Su rostro estaba ilu­minado por su antigua sonrisa, y toda ella parecía ani­mada y remozada, como si se hubiera despertado de un largo sueño. Llegó la mujer del veterinario, una dama flaca y fea, de cabellos cortos y cara caprichosa, acom­pañada de Sasha, un niño regordete, de claros ojos azu­les, con hoyuelos en lás mejillas, y cuya poca estatura no correspondía a su edad (tenía nueve años cumplidos). Y apenas entró en el patio, el chicuelo se puso a correr tras la gata y no tardó en oírse su risa alegre.
-¡Tía!... ¿Es suya esta gata? -preguntó a Oleñka.
Cuando tenga cría, regálenos, por favor, un gatito. Ma­má tiene mucho miedo a los ratones.
Oleñka conversó con él, le hizo tomar el té y sintió de repente que entraba un calor agradable en su pecho y que su corazón se oprimía dulcemente como si el chi­quillo fuese su hijo. Y cuando, por la tarde, él estaba haciendo los deberes en el comedor, ella lo miraba con ternura, susurrando:
-Palomito mío... lindito... ¡Chiquillo mío, qué inteli­gente que eres, qué blanquito!
-Se llama isla una porción de tierra -leyó el chico-­ rodeada de agua por todas partes.
-Se llama isla una porción de tierra... -repitió ella, y era ésta la primera opinión suya expresada con segu­ridad, después de tantos años de silencio y de vacío en la mente.
Y ya tenía sus opiniones y durante la cena conversaba con los padres de Sasha acerca de la dificultades que los niños tenían ahora para estudiar en los colegios, re­calcando que, a pesar de todo, la instrucción clásica era mejor que la profesional, por cuanto el colegio ofrecía todas las perspectivas: uno podía estudiar luego lo mis­mo para médico que para ingeniero.
Sasha empezó a ir al colegio. Su madre había ido a Karkov, para visitar a su hermana y no volvía; su padre partía todos los días a inspeccio-nar rebaños y solía pasar afuera varios días, y le parecía a Oleñka que Sasha que­daba completa-mente abandonado, que era un extraño en casa de sus padres y que moría de hambre; y ella lo trasladó a su pabellón y (lo acomodó allí en una pequeña habitación.
Hace ya medio año que Sasha vive en su casa. Todas las mañanas Oleñka entra en su cuarto, el niño duerme profundamente, sin respirar, apoyando la mejilla en una mano. Le da lástima despertarlo.
-¡Sasheñka! -le dice tristemente. ¡Levántate, palo­mito! Es hora de ir al colegio.
El muchacho se levanta, se viste, dice una oración y se sienta a tomar el té; bebe tres vasos de té y come dos rosquillas y la mitad de un pan francés con manteca. Aún no se ha despertado del todo y está de mal humor.
-Sásheñka, no conoces la fábula de memoria; no la has aprendido bien -dice Oleñka y lo mira de tal ma­nera, como si lo despidiera para un largo camino-. Estoy preocupada por ti. Trata de estudiar bien, palomi­to... Hay que obedecer a los profesores.
-¡Ya lo sé, ya lo sé! -dice Sasha.
Luego él va por la calle al colegio, pequeñito, pero con una gorra grande y con un cartapacio a la espalda. Tras él camina sigilosamente Oleñka.
-¡Sásheñka-a! -lo llama.
Él se vuelve y ella le pone en la mano un dátil o un caramelo. Al doblar por el callejón en que está el cole­gio, el chico siente vergüenza de ser acompañado por una mujer alta y corpulenta; vuelve la cabeza y dice:
-Vuelve a casa, tía; ahora ya llegaré solo.
Ella se detiene y lo sigue cón la mirada, sin pesta­ñear hasta que el chicuelo desaparece en la entrada del colegio. ¡Ah, cómo lo quiere! Entre sus cariños anterio­res ninguno había sido tan profundo; nunca su alma se había sometido de manera tan desisteresada, tan abne­gada y tan placentera como ahora, al tomar cada vez más incremento su sentimiento maternal. Por este chi­quillo, que le era extraño, por los hoyuelos de sus me­jillas, por su gorra, ella daría su vida, la daría con satis­facción, con lágrimas de alegría. ¿Porqué? Vaya uno a saber por qué...
Después de acompañar a Sasha al colegio, regresa a casa, sin apresurarse, satisfecha, sosegada, llena de amor; su rostro, rejuvenecido en el último año y medio, sonríe, radiante; los transeúntes, mirándola, sienten satisfacción y le dicen:
-¡Buenas días, Olga Serniónovnal ¿Cómo le va, amorcito?
-Ahora ya no es tan fácil estudiar en el colegio -cuenta ella en el mercado. Figúrese, ayer, en primer año mandaron tantos deberes: una traducción del latín, un problema y una fábula de memoria... ¿Acaso es fácil para un chico?
Y ella se pone a hablar de los deberes, de los profe­sores, de las manuales, diciendo lo mismo que dice Sasha.
Después de las dos almuerzan juntos; al anochecer, juntos hacen los deberes y lloran. Acostándolo en la cama, lo santigua largamente y susurra una oración; luego, acostada ella misma, piensa en aquel lejano y nebuloso futuro en que Sasha, terminados sus estudios, será médico o ingeniero, tendrá una gran casa propia, caballos y carruajes; se casará y tendrá hijos... Ella se duerme, pensando siempre en lo mismo, y de sus ojos cerrados se asoman las lágrimas y se deslizan por las mejillas. Y la gatita negra está recostada cerca de ella y ronronea:
-Mur.., mur... mur...
De repente se oyen fuertes golpes en el portón. Oleñka se despierta y el miedo le corta la respiración; su cora­zón late con fuerza. Pasa medio minuto y vuelven a re­sonar los golpes.
«Debe ser un telegrama de Karkov -piensa ella y todo su cuerpo empieza a temblar. La madre quiere que Sasha vaya a vivir con ella, en Karkov... ¡Dios mío!
Está presa de desesperación; la cabeza, los pies y las manos se le ponen fríos y, al parecer, en todo el mundo no hay persona más desdichada que ella. Pero transcurre un minuto más, se oyen voces: es el veterinario que re­gresó del club.
«Ah bueno, no es nada, gracias a Dios» -piensa ella.
Poco a poco cae el peso de su corazón y vuelve a sen­tirse bien; se acuesta y piensa en Sasha, quien duerme profundamente en la habitación vecina y, de vez en cuan­do, dice en sueños:
-¡Te voy a dar! ¡Véte! ¡No me toques!

1.014. Chejov (Anton)





[1] Octaba clase en la escala jerárquica civil rusa.

[2] Sopa de remolacha, col y otras verduras.

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