Oleñka,
la hija del asesor de colegio [1]
retirado Plemiánnikov, estaba sentada, pensativa, en un peldaño del pórtico,
en el patio de su casa. Hacía calor, las moscas insistían en molestar y
resultaba agradable pensar que la noche ya estaba cerca. Desde el este
avanzaban oscuras nubes y, de vez en cuando, llegaba una brisa húmeda.
De pie,
en medio del patio, mirando al cielo, estaba Kukin, empresario del parque de
diversiones «Tívoli», quien se hospedaba en un pabellón de la casa.
-¡Otra
vez! -decía con desesperación. ¡Otra vez habrá lluvia! ¡Todos los días llueve,
todos los días! Como si fuera a propósito... ¡Es la muerte! ¡Es la ruina!
Todos los días tengo tremendas pérdidas!
Agitó los
brazos y prosiguió, dirigiéndose a Oleñka:
-Ya ve
usted, Olga Semiónovna, cómo es nuestra vida. ¡Es para llorar! Uno trabaja, se
afana, sufre, no duerme de noche, pensando en la manera de mejorar las cosas
y todo ¿para qué? Por un lado, es el público, ignorante y salvaje. Le doy la
mejor opereta, la magia, excelentes cupletistas, pero ¿le interesa eso acaso?
¿Lo entiende acaso? No, lo que el público necesita es un teatro de feria.
¡Quiere vulgaridades! Por otro lado, mire usted el tiempo. Casi todas las
noches llueve. Desde que empezó, el diez de mayo, siguió lloviendo sin parar
todo el mes de mayo y luego también en junio, ¡es algo terrible! El público no
viene, pero el arrendamiento ¿lo pago o no? A los actores ¿les pago o no?
Al
atardecer del día siguiente el cielo volvió a nublarse y Kukin decía con risa
histérica:
-¡Muy
bien!... ¡Que llueva! ¡Que se inunde todo el parque y que me ahogue allí mismo!
Ya sé que no voy a tener suerte en este mundo ni tampoco en el otro... ¡Que los
actores me demanden ante el juzgado! ¡Que me manden a Siberia a los trabajos
forzados! ¡Que me lleven al cadalso! ¡Ja–ja-já!
Al tercer
día sucedió lo mismo...
Oleñka
escuchaba a Kukin en silencio, con expresión seria, y a veces las lágrimas
asomaban a sus ojos. Al final, las
desgracias de Kukin la conmovieron y terminó enamorándose de él. Era flaco, de
baja estatura, con cara amarilla y el cabello peinado sobre las sienes; hablaba
con una débil vocecita de tenor y al hablar torcía la boca; en su cara siempre
estaba reflejada la desesperación; y a pesar de todo, suscitó en Oleñka un
sentimiento auténtico y profundo. Constante-mente ella amaba a alguien y no
podía vivir sin ello. Antes amaba a su papá, que ahora estaba enfermo y pasaba
el tiempo sentado en su sillón, a oscuras, respirando con dificultad; luego
amaba a su tía, que vivía en Briansk y los visitaba una vez cada dos años; y
antes aun, cuando era alumna del colegio, amaba a su profesor de francés. Era
una señorita apacible, bondadosa y compasiva, de mirada mansa y tierna; tenía
buena salud. Mirando sus llenas y sonrosadas mejillas, su blanco y suave
cuello, que tenía un lunar, su ingenua y bondadosa sonrisa, que aparecía en su
rostro cuando ella escuchaba algo agradable, los hombres pensaban: «Sí, no está
mal...» y sonreían también, mientras que las damas no podían contenerse y, en
plena conversación, la asían de la mano y exclamaban, contentas:
-¡Amorcito!
La casa
que habitaba desde el día de su nacimiento y que en el testamento estaba
anotada a su nombre, se hallaba en un extremo de la ciudad, en el arrabal
Gitano, cerca del parque «Tívoli»; por las noches, al oír la música y el
estallido de los cohetes, ella imaginaba a Kukin desafiando a su destino y
acometiendo en un ataque frontal contra su principal enemigo: el indiferente
público; su corazón latía con dulce ansiedad, ahuyentando el sueño, y cuando
él, a la madrugada, regresaba a casa, ella, desde su dormitorio, golpeaba
suavemente en la ventana y le sonreía con cariño, sin mostrarle, a través de
las cortinas, más que la cara y un hombro...
Él pidió
su mano y se casaron. Y cuando vio mejor su cuello y sus hombros redondeados y
sanos, levantó los brazos y exclamó:
-¡Amorcito!
Era
dichoso, pero como llovió el día de la boda y también por la noche, su rostro
no cesaba de trasuntar un aire de desesperación.
Después
de la boda las cosas marcharon bien. Ella atendía la caja, vigilaba el orden en
el parque, anotaba los gastos, pagaba los sueldos, y sus mejillas rosadas,
junto con su ingenua y radiante sonrisa, aparecían fugazmente ya en la ventanilla
de la boletería, ya entre bastidores, ya en el buffet. Y ya decía a sus conocidos que lo más notable, lo más
importante y lo más necesario en el mundo era el teatro y que sólo en el teatro
uno podía obtener el gozo auténtico y llegar a ser culto y humano.
-Pero
¿acaso el público lo entiende? -decía ella. Lo que él necesita es teatro de
feria. Anoche dábamos «Fausto al revés» y casi todos los palcos estaban vacíos;
si Vánechka y yo hubiéramos ofrecido algunaa obra vulgar, créame, el teatro
habría estado repleto. Mañana Vánechka y yo damos «Orfeo en los infiernos».
¡Venga usted también!
Todo lo
que Kukin decía sobre el teatro y los actores, lo repetía ella también. Igual
que él, despreciaba al público por su indiferencia hacia el arte y por su
ignorancia; intervenía en los ensayos, dando indicaciones a los actores;
vigilaba la conducta de los músicos, y cuando el periódico local publicaba
alguna nota desfavorable al teatro, ella lloraba y más tarde iba a la redacción
a pedir explicaciones.
Los
actores la querían y la llamaban «Amorcito» y « Vánechka y yo»; a su vez ella
los compadecía y les daba pequeños préstamos, y cuando la engañaban a veces,
lloraba a escondidas, sin quejarse a su marido.
También
en invierno las cosas marchaban bien. Arrendaron el teatro de la ciudad por
toda la temporada y lo alquilaban por períodas breves ya al elenco ucranio, ya
al prestidigitador, ya a los aficionados locales. Oleñka engordaba y resplandecía
de satisfacción, mientras que Kukin se tornaba más flaco y más amarillo y se
quejaba de las tremendas pérdidas, aunque durante todo el invierno las cosas
iban bastante bien. Por las noches tosía y ella le hacía beber té de frambuesa
y de tilo, le frotaba el pecho con agua de colonia y lo envolvía en sus suaves
chales.
-¡Lindo
mío! -le decía con absoluta sinceridad, alisándole los cabellos-. ¡Lindito mío!
Durante la Cuaresma Kukin
viajó a Moscú para formar la compañía y ella no podía dormir sin él y pasaba
las noches junto a la ventana, mirando las estrellas. En aquellos momentos se
comparaba con las gallinas, que tampoco duermen de noche y se sienten
intranquilas, si el gallo no está en el gallinero. Kukin se demoró en Moscú, le
escribió que pensaba volver para la Semana Santa y en sus cartas ya hacía
disposiciones con respecto a «Tívoli». Pero en víspera del Lunes Santo, a
avanzadas horas de la noche, resonaron de repente lúgubres golpes en el portón;
alguien golpeaba el postigo y éste retumbaba como un tonel: ¡bum! ¡bum! ¡bum!
La somnolienta cocinera corrió a abrir la puerta, chapaleando en los charcos
con los pies descalzos.
-¡Abra,
por favor! -decía del otro lado del portón una sorda voz de bajo. ¡Un
telegrama!
También
antes Oleñka recibía telegramas de su marido, pero esta vez, sin saber por
qué, se quedó atónita. Con manos temblorosas abrió el telegrama y leyó lo siguiente:
«Iván Petróvich
falleció hoy súbitamente coratán esperamos disposiciones tepelio martes».
Así
estaba en el telegrama: «tepelio» y una palabra incomprensible «coratán»; la
firma era del director de la compañía de operetas.
-¡Palomito
mío! -se puso a sollozar Oleñka. ¡Vánechka, querido mío! ¿Para qué te habré
encontrado? ¿Para qué te habré conocido y amado? ¿Por qué dejaste sola a tu
pobre y desgraciada Oleñka?
El sepelio
de Kukin se realizó el martes, en Moscú, en el cementerio de Vagáñkovo; Oleñka
regresó a casa el miércoles y apenas entró en su dormitorio cayó sobre la cama
y comenzó a llorar en voz tan alta que se la oía en la calle y en las casas
vecinas.
-¡Amorcito!
-decían las vecinas, persignándose. Amorcito, Olga Semiónovna, ¡cómo se desespera
la pobre!
Tres
meses después, Oleñka regresaba un día de misa, triste, vestida de riguroso
luto. Por casualidad, caminaba a su lado un vecino suyo, Vasily Andréich
Pustoválov, encargado del depósito de maderas del mercader Babakaiev. También
él salía de la iglesia; llevaba un sombrero de paja y un chaleco blanco con
cadenita de oro, y más parecía un terrateniente que un comerciante.
-Cada
cosa tiene su orden, Olga Semiónovna -decía en tono reposado y con compasión
en su voz. Si alguno de nuestros íntimos se muere es porque Dios lo desea así,
y en estos casos debemos recordarlo y resignarnos.
Después
de acompañar a Oleñka hasta la puerta de su casa, él se despidió y siguió su
camino. Durante el resto del día, su reposada voz resonó en los oídos de Oleñka
y apenas cerraba ella los ojos se le aparecía su oscura barba. Por lo visto,
ella a su vez le causó impresión, ya que poco tiempo después fue a visitarla
una señora de edad, a quien ella apenas conocía y quien, na bien se había
sentado a la mesa, se puso a hablar sin tardanza acerca de Pustovádov, en el
sentido de que era una persona buena y seria y que cualquier mujer estaría muy
contenta, casándose con él. Tres días más tarde el mismo Pustoválov le hizo una
visita; se quedo poco tiempo, unos diez minutos, y habló poco, pero Oleñka lo
quería ya, lo quería tanto, que no pudo pegar los ojos en toda la noche, ardía
como si tuviera fiebre y a la mañana siguiente mandó llamar a la señora de
edad. Al cabo de poco tiempo se comprometieron; luego celebraron la boda.
Después
del casamiento las cosas marcharon bien. Comúnmente él permanecía en el
depósito de maderas hasta la hora de almorzar, luego iba a hacer diligencias y
lo reemplazaba Oleñka, quien quedaba en la oficina hasta la noche, escribiendo
las cuentas y despachando las mercaderías.
-El
precio de la madera sube ahora cada año en un veinte por ciento -decía ella a
los compradores y a sus conocidos. Figúrese, antes vendíamos maderas locales,
pero ahora Vánechka tiene que viajar todos los años a la provincia de Moguilev
para buscar madera. ¡Y qué tarifas! -exclamaba cubriéndose ambas mejillas con
las manos, en señal de terror. ¡Qué tarifas!
Le
parecía que desde tiempos remotos se dedicaba a comerciar en madera, que lo más
importante y lo más necesario en la vida era la madera y que había algo íntimo
y conmovedor en las palabras: viga, estaca, tabla, listón, alfarjía, rollizo,
tirantillo, costero... Por las noches soñaba con montañas enteras de tablones y
de tirantes; con interminables caravanas de carros que transportaban madera a
largas distancias; soñaba que todo un regimiento de troncos, del tamaño de doce
por cinco, atacaba el depósito de madera en una acción de guerra, y que los
troncos, las vigas y los costeros se golpeaban, emitiendo el sonoro ruido de
madera seca; todos caían y de nuevo se levantaban encaramándose unos sobre
otros; Oleñka dejaba escapar, un grito y se despertaba, mientras Pustoválov le
decía con ternura:
-Oleñka,
¿qué tienes, querida? ¡Persígnate!
Sus pensamientos
eran los mismos que los de su marido. Si él opinaba que en la habitación hacía
calor o que los negocios marchaban con cierta lentitud, lo mismo pensaba ella.
Su marido no era afecto a las diversiones y en los días feriados se quedaba en
casa; ella hacía lo mismo.
-Ustedes
siempre están en casa o en la oficina -les decían sus conocidos. ¿Por qué no
van alguna vez al teatro o al circo?
-Vánechka
y yo no tenemos tiempo para ir al teatro -respondía ella con dignidad-. Somos
gente de trabajo y no estamos para estas cosas. Y además ¿qué hay de bueno en
estos teatros?
Los
sábados iban a oír Las Vísperas, los días de fiesta a misa y, regresando de la
iglesia, caminaban juntitos, con rostros enternecidos; los dos olían bien y el
vestido de seda de ella producía un agradable murmullo; en casa tomaban té con
pan de leche y con toda clase de dulces, luego comían, un pastel. Todos los
días, a mediodía, en el patio de la casa y aun en la calle flotaba un sabroso
olor a borsb [2],
cordero asado o pato; en los días de vigilia olía a pescado y no se podía pasar
cerca del portón sin sentir ganas de comer. El samovar en la oficina siempre estaba con agua hirviente y a los
clientes se les convidaba con té y rosquillas. Una vez por semana los esposos
iban a la casa de baños y volvían caminando juntitos, con rostros colorados los
dos.
-Estamos
bien, gracias a Dios -decía Oleñka a sus conocidos. ¡Ójalá que todos vivan
como nosotros!
Cuando
Pustoválov partía a la provincia de Moguilev para traer madera, ella lo
extrañaba mucho, no podía dormir por las noches, lloraba. A veces la visitaba
el veterinario militar Smirnin, hombre joven, que alquilaba un pabellón de su
casa. Le contaba alguna historia a jugaba con ella a los naipes y esto la
divertía. Especialmente interesantes resultaban los relatos de su propia vida
familiar; era casado y tenía un hijo, pero se hallaba separado de su mujer
porque ella lo había engañado; ahora la odiaba y le enviaba mensual-mente
cuarenta rublos para la manutención del hijo. Escuchándolo, Oleñka suspiraba y
meneaba la cabeza, y sentía lástima por él.
-¡Qué
Dios guarde a usted! -decía, despidiéndolo y acompañándolo con la bujía hasta
la escalera. Gracias por haber compartido mi aburrimiento y que la Rei na de los cielos le dé
mucha salud...
Imitando
a su marido, expresábase siempre en forma digna y juiciosa; el veterinario
desaparecía ya abajo detrás de la puerta, cuando ella lo llama-ba para decir:
-Sabe,
Vladímir Platónich, debería usted de hacer las paces con su mujer. Debería de
perdonarla, aunque sea por el hijo... El chico, segura-mente, ya entiende
todo.
Y cuando
regresaba Pustovállov, le contaba a media voz acerca del veterinario y de su
desdichada vida familiar, y los dos suspiraban, meneando la cabeza, y hablaban
sobre el chico, que, seguramente, extrañaba a su padre; luego, par un extraño
correr del pensamiento, ambos se colocaban ante los iconos y, haciendoo
profundas reverencias, rogaban a Dios que le mandara hijos.
Y así
vivieron los Pustoválov en paz, en amor y en completa concordia durante seis
años. Pero una vez, en invierno, Vasily Andréich, después de beber té caliente
en el depósito, salió sin la gorra a despachar madera, tomó frío y cayó
enfermo. Lo atendían los mejores médicos de la ciudad, pero la enfermedad se
impuso y él murió al cabo de cuatro meses. Y de nuevo Oleñka quedó viuda.
-¿Por qué
me has abandonado, palomito mío? -sollozaba después del entierro. ¿Cómo voy a
vivir ahora sin ti, sola y desgraciada? Buena gente, tengan piedad de mí que
soy una huérfana...
Llevaba
vestido negro con crespones y desechó para siempre el sombrerito y los guantes;
salía pocas veces y sólo lo hacía para ir a la iglesia o a visitar la tumba de
su marido; vivía en su casa como una monja. Y sólo al transcurrir seis meses,
se quitó los crespones y comenzó a abrir los postigos de las ventanas. A veces
se la veía ya ir al mercado con su cocinera, pero cómo vivía ahora en su casa y
qué pasaba ahora allí, de eso sólo podían hacerse conjeturas. Algunos, por
ejemplo, adivinaban algo porque la habían visto tomar el té en su pequeño
jardín, en compañía del veterinarío, quien le leía el periódico en voz alta, y
aun porque, al encontrarse en el correo con una dama conocida, Oleñka le había
dicho:
-Nuestra
ciudad carece de un adecuado control veterinario y ésta es la causa de muchas
enfermedades. En todo momento se oye hablar de que la gente se enferma por
causa de la leche y porque se contagian de los caballos y de las vacas. En
realidad, hay que cuidar la salud de los animales domésticos de la misma manera
como se cuida la de las personas.
Repetía
las ideas del veterinario y sobre cualquier asunto tenía ahora la misma opinión
que tenía él. Era evidente que no podía pasar ni siquiera un año sin cariño y
que encontró su nueva dicha en una ala de su propia casa. A otra mujer en su
lugar la hubieran juzgado con seve-ridad, pero nadie podía pensar mal de
Oleñka, pues todo era muy claro en su vida. Ni ella ni el veterinario revelaban
a nadie el cambio que se había operado en sus relaciones; más aun, trataban de
ocultarlo, pero no lo lograban, ya que Oleñka no podía tener secretos. Cuando
lo visitaban los colegas del regimiento, ella, sirviéndoles el té o la cena,
se ponía a hablar de la peste de los vacunos, de la perlesía, de los mataderos
de la ciudad, mientras que él sentíase terriblemente confundido y, una vez
retirados los visitantes, la cogía por la mano y le susurraba, enojado:
-¡Te he
pedido ya que no hables de lo que no entiendes! Cuando los veterinarios
conversamos entre nosotros, hazme el favor de no entrometerte. ¡Al final, esto
ya resulta tedioso!
Ella lo
miraba, sorprendida y alarmada, y le preguntaba:
-Volódechka
¿y de qué quieres que hable?
Y lo
abrazaba, con lágrimas en los ojos, suplicándole que no se enojara, y ambos
eran dichosos.
Empero,
esta dicha no fue larga. El veterinario se había ido junto con su regimiento,
se había ido para siempre, ya que el regimiento había sido trasladado muy
lejos, poco menos que a Siberia. Y Oleñka quedó sola.
Esta vez
estaba ya completamente sola. Su padre hacía tiempo ya que había muerto y su
sillón se hallaba tirado en el desván, cubierto de polvo y con una pata menos.
Ella estaba más delgada y menos bella, y en la calle los transeún-tes ya no la
miraban coma antes ni le sonreían; por lo visto, sus mejores años habían pasado
ya, se habían quedado atrás, y comenzaba ahora una nueva vida desconocida, en
la cual mejor era no pensar. Al anochecer Oleñka se sentaba en el pórtico y
desde el «Tívoli» llegaba a sus oídos la música y el estallido de los cohetes,
pero eso ya no suscitaba en ella ninguna clase de ideas. Paseaba su mirada
indiferente por el patio vacío, sin pensar ni desear nada, y luego, al llegar
la noche; iba a dormir; en los sueños se le aparecía su patio desierto. Comía y
bebía como por obligación.
Pero lo
fundamental, y lo peor, era no tener ninguna opinión. Ella veía los objetos que
la rodeaban y comprendía todo lo que pasaba alrededor de ella, pero no podía
formar su opinión sobre ningún asunto ni sabía tampoco de qué hablar. ¡Y qué
terrible resulta no tener ninguna opinión! Se ve, por ejemplo, una botella en
pie, o si está lloviendo, o bien un mujik
está viajando en su carro, pero para qué está allí la botella o la lluvia, o el
mujik y qué sentido tienen, eso no se
sabe ni se sabría explicar, aunque le dieran a uno mil rublos. En las tiempos
de Kukin y de Pustová-lov y más tarde con el veterinario Oleñka podía
explicarlo todo y hubiera podido dar su opinión sobre cualquier asunto, ahora,
en cambio, sus pensamientos y su corazón, estaban tan desier-tos, como su
patio. Y sentía miedo y amargura, como si hubiera comido ajenjo hasta hartarse.
Poco a
poco, la ciudad se ensanchaba en todas direcciones; el arrabal Gitano era una
calle, y en el sitio donde antes tenían ubicación el parque «Tívoli» y los
depósitos de madera, crecieron edificios y se formó una red de callejuelas.
¡Cuán rápido corre el tiempo! La casa de Oleñka se tornó más oscura, el techo
está oxidado, el cobertizo tiende a inclinarse hacia un costado y todo él patio
exterior se halla cubierto de maleza y de ortigas. La misma Oleñka está más
vieja y más fea; en verano permanece sentada en él pórtico, y su alma, igual
que antes, está vacía; sólo hay en ella un tedio y un leve sabor a ajenjo. En
invierno ella se queda sentada junto a la ventana, contemplando la nieve. Y
cuando llega un soplo de primavera, cuando el viento trae el tañido de las
campanas de la catedral, y los recuerdos del pasado de golpe invaden su mente,
su corazón se oprime con dulzura y le hace derramar abundan-tes lágrimas, pero
sólo por un instante; luego vuelve al vacío y uno no sabe para qué vive.
Bryska, la gatita negra, buscando mimos, ronro-nea suavemente, pero estas
caricias gatunas no conmueven a Oleñka. ¿Acaso es esto lo que ella necesita?
Si tuviera un amor que se apoderara de todo su ser, su alma, su mente; que le
diera ideas, dirección a su vida; que calentara su sangre aletargada... Y ella
echa a la negra Brysla de sus rodillas, diciéndole con fastidio:
-Vete,
vete... ¡Nada tienes que hacer aquí!
Y así día
tras día, año tras año, sin ninguna alegría y sin ninguna opinión. Con lo que
decía Mavra, la cocinera, estaba ya todo dicho.
Al
anochecer de un caluroso día de julio, cuando por la calle arreaban un rebaño y
nubes de polvo llenaban el patio, de pronto alguien golpeó en el portón. Oleñka
misma fue a abrir y apenas miró al visitante quedó atónita; en la calle estaba
el veterinario Smirnin, ya canoso y vestido de civil. De repente ella recordó
todo y, sin poder contenerse, rompió a llorar y apoyó la cabeza sobre el pecho
de él; sin decir una palabra, presa de una fuerte agitación, no se dio cuenta
cómo habían entrado en la casa y cómo se habían sentado a la mesa para tomar el
té.
-¡Palomito
mío! -murmuraba, temblando de alegría. ¡Vladímir Platónich! ¿De dónde lo trae
Dios?
-Quiero,
radicarme aquí definitivamente -contaba él. Pasé a retiro y quiero probar
suerte aquí; anhelo una vida libre y estable. Además, ya es tiempo de mandar a
mi hijo al colegio secundario. Ha crecido. Me he reconciliado con mi mujer ¿sabe?
-¿Y dónde
está ella? -preguntó Oleñka.
-Está en
una hostería, junto con mi hijo, mientras yo ando buscando un apartamento.
-Dios
mío, ¿y por qué no toma mi casa? ¿Acaso no sirve para vivir? Ay Dios, si yo no
pienso cobrarles... -agitóse Oleñka y volvió a llorar. Ustedes vivirán aquí...
para mí es suficiente el pabellón. ¡Qué alegría, Dios mío!
Al día
siguiente ya estaban pintando el techo y blanqueando las paredes de la casa y
Oleñka, en jarras, andaba por el patio dando órdenes. Su rostro estaba iluminado
por su antigua sonrisa, y toda ella parecía animada y remozada, como si se
hubiera despertado de un largo sueño. Llegó la mujer del veterinario, una dama
flaca y fea, de cabellos cortos y cara caprichosa, acompañada de Sasha, un niño
regordete, de claros ojos azules, con hoyuelos en lás mejillas, y cuya poca
estatura no correspondía a su edad (tenía nueve años cumplidos). Y apenas entró
en el patio, el chicuelo se puso a correr tras la gata y no tardó en oírse su
risa alegre.
-¡Tía!...
¿Es suya esta gata? -preguntó a Oleñka.
Cuando
tenga cría, regálenos, por favor, un gatito. Mamá tiene mucho miedo a los
ratones.
Oleñka
conversó con él, le hizo tomar el té y sintió de repente que entraba un calor
agradable en su pecho y que su corazón se oprimía dulcemente como si el chiquillo
fuese su hijo. Y cuando, por la tarde, él estaba haciendo los deberes en el
comedor, ella lo miraba con ternura, susurrando:
-Palomito
mío... lindito... ¡Chiquillo mío, qué inteligente que eres, qué blanquito!
-Se llama
isla una porción de tierra -leyó el chico- rodeada de agua por todas partes.
-Se llama
isla una porción de tierra... -repitió ella, y era ésta la primera opinión suya
expresada con seguridad, después de tantos años de silencio y de vacío en la
mente.
Y ya
tenía sus opiniones y durante la cena conversaba con los padres de Sasha acerca
de la dificultades que los niños tenían ahora para estudiar en los colegios, recalcando
que, a pesar de todo, la instrucción clásica era mejor que la profesional, por
cuanto el colegio ofrecía todas las perspectivas: uno podía estudiar luego lo
mismo para médico que para ingeniero.
Sasha
empezó a ir al colegio. Su madre había ido a Karkov, para visitar a su hermana
y no volvía; su padre partía todos los días a inspeccio-nar rebaños y solía
pasar afuera varios días, y le parecía a Oleñka que Sasha quedaba completa-mente
abandonado, que era un extraño en casa de sus padres y que moría de hambre; y
ella lo trasladó a su pabellón y (lo acomodó allí en una pequeña habitación.
Hace ya
medio año que Sasha vive en su casa. Todas las mañanas Oleñka entra en su
cuarto, el niño duerme profundamente, sin respirar, apoyando la mejilla en una
mano. Le da lástima despertarlo.
-¡Sasheñka!
-le dice tristemente. ¡Levántate, palomito! Es hora de ir al colegio.
El
muchacho se levanta, se viste, dice una oración y se sienta a tomar el té; bebe
tres vasos de té y come dos rosquillas y la mitad de un pan francés con
manteca. Aún no se ha despertado del todo y está de mal humor.
-Sásheñka,
no conoces la fábula de memoria; no la has aprendido bien -dice Oleñka y lo
mira de tal manera, como si lo despidiera para un largo camino-. Estoy
preocupada por ti. Trata de estudiar bien, palomito... Hay que obedecer a los
profesores.
-¡Ya lo
sé, ya lo sé! -dice Sasha.
Luego él
va por la calle al colegio, pequeñito, pero con una gorra grande y con un
cartapacio a la espalda. Tras él camina sigilosamente Oleñka.
-¡Sásheñka-a!
-lo llama.
Él se
vuelve y ella le pone en la mano un dátil o un caramelo. Al doblar por el
callejón en que está el colegio, el chico siente vergüenza de ser acompañado
por una mujer alta y corpulenta; vuelve la cabeza y dice:
-Vuelve a
casa, tía; ahora ya llegaré solo.
Ella se
detiene y lo sigue cón la mirada, sin pestañear hasta que el chicuelo
desaparece en la entrada del colegio. ¡Ah, cómo lo quiere! Entre sus cariños
anteriores ninguno había sido tan profundo; nunca su alma se había sometido de
manera tan desisteresada, tan abnegada y tan placentera como ahora, al tomar
cada vez más incremento su sentimiento maternal. Por este chiquillo, que le
era extraño, por los hoyuelos de sus mejillas, por su gorra, ella daría su
vida, la daría con satisfacción, con lágrimas de alegría. ¿Porqué? Vaya uno a
saber por qué...
Después
de acompañar a Sasha al colegio, regresa a casa, sin apresurarse, satisfecha,
sosegada, llena de amor; su rostro, rejuvenecido en el último año y medio,
sonríe, radiante; los transeúntes, mirándola, sienten satisfacción y le dicen:
-¡Buenas
días, Olga Serniónovnal ¿Cómo le va, amorcito?
-Ahora ya
no es tan fácil estudiar en el colegio -cuenta ella en el mercado. Figúrese,
ayer, en primer año mandaron tantos deberes: una traducción del latín, un
problema y una fábula de memoria... ¿Acaso es fácil para un chico?
Y ella se
pone a hablar de los deberes, de los profesores, de las manuales, diciendo lo
mismo que dice Sasha.
Después
de las dos almuerzan juntos; al anochecer, juntos hacen los deberes y lloran.
Acostándolo en la cama, lo santigua largamente y susurra una oración; luego,
acostada ella misma, piensa en aquel lejano y nebuloso futuro en que Sasha,
terminados sus estudios, será médico o ingeniero, tendrá una gran casa propia,
caballos y carruajes; se casará y tendrá hijos... Ella se duerme, pensando
siempre en lo mismo, y de sus ojos cerrados se asoman las lágrimas y se
deslizan por las mejillas. Y la gatita negra está recostada cerca de ella y
ronronea:
-Mur..,
mur... mur...
De
repente se oyen fuertes golpes en el portón. Oleñka se despierta y el miedo le
corta la respiración; su corazón late con fuerza. Pasa medio minuto y vuelven
a resonar los golpes.
«Debe ser
un telegrama de Karkov -piensa ella y todo su cuerpo empieza a temblar. La
madre quiere que Sasha vaya a vivir con ella, en Karkov... ¡Dios mío!
Está
presa de desesperación; la cabeza, los pies y las manos se le ponen fríos y, al
parecer, en todo el mundo no hay persona más desdichada que ella. Pero transcurre
un minuto más, se oyen voces: es el veterinario que regresó del club.
«Ah
bueno, no es nada, gracias a Dios» -piensa ella.
Poco a
poco cae el peso de su corazón y vuelve a sentirse bien; se acuesta y piensa
en Sasha, quien duerme profundamente en la habitación vecina y, de vez en cuando,
dice en sueños:
-¡Te voy
a dar! ¡Véte! ¡No me toques!
1.014. Chejov (Anton)
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