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lunes, 31 de diciembre de 2012

Blancanieves

Era un día de invierno, y los copos de nieve caían del cielo como plumas blancas. Una Reina estaba sentada a su ventana, cuyo marco era de ébano, y cosía, mirando caer la nieve. De pronto, distraída, se pinchó un dedo, y cayeron tres gotas de sangre en la nieve. Hacía tan bonito lo rojo sobre lo blanco, que la Reina exclamó:
‑¡Me gustaría tener una niña tan blanca como la nieve, tan roja como la sangre, tan negra como el ébano del marco de la ventana!
Pasó algún tiempo, y la Reina tuvo una niña, cuyo cabello era tan negro como el ébano, mientras sus mejillas eran rojas como la sangre, y su tez blanca como la nieve. Por esto, y en recuerdo de aquella tarde de invierno, se llamó Blancanieves.
Mas la Reina murió al nacer la niña. Un año después, el Rey se volvió a casar. Su nueva esposa era una mujer muy bella, pero tan orgullosa y llena de vanidad, que no podía resistir la idea de que hubiese en el mundo otra más linda que ella. Poseía un espejo mágico, y todos los días, al mirarse en él le preguntaba:

‑ Espejito mágico,
‑ espejito de oro:
¿quién es la más bella
‑de todo el contorno?

y el espejito le contestaba:

‑ Bella entre las bellas,
‑ ¿por qué lo decís?
Sois la más hermosa
 ‑ de todo el país.

Y la Reina se sentía satisfecha, pues sabía que el espejito no podía decir más que la verdad.
Mas he aquí que Blancanieves creció, y se hizo más y más hermosa, y cuando llegó a cumplir siete años era tan linda que su belleza sobrepasaba a la de la misma Reina. Y una vez, cuando la soberana preguntó al espejo:

‑Espejito mágico,
‑espejito de oro:
¿quién es la más bella
‑de todo el contorno?

el espejito respondió:

‑De vuestra belleza
‑estáis orgullosa,
pero Blancanieves
‑ es aún más hermosa.

Al oír esto, la Reina se encolerizó y se puso verde y amarilla de rabia y de envidia. Y desde aquel momento odió a Blancanieves con todo su corazón.
El orgullo y la envidia la atormentaban hasta el punto de no dejarla descansar ni de día ni de noche. Por fin, llamó a un Cazador de palacio y le dijo:
‑Llévate al bosque a Blancanieves, pues es preciso que no la vea más; mátala y tráeme su corazón y sus hígados en prueba de que has cumplido mis órdenes.
El Cazador obedeció y se llevó a Blancanieves al bosque, pero al prepararse a hundirle su cuchillo de monte en el inocente corazón, la niña empezó a llorar:
‑¡Ay, buen Cazador! Déjame la vida, y me esconderé en el bosque; nunca más volveré a palacio.
Como era tan bonita, el Cazador tuvo lástima de ella, y dijo:
‑Bien está; corre y adéntrate en el bosque, linda niña.
Pensaba el hombre que las fieras la devorarían, pero sentía que se le quitaba un peso del corazón no teniendo que matarla él, justamente en aquel momento pasaba por allí una cervatilla, brincando, y el Cazador la mató, le quitó los hígados y el corazón, llevándolos a la Reina. Ésta los dio al Cocinero de palacio para que los guisara, y después la pérfida Reina se los comió, muy satisfecha, creyendo que eran los de Blancanieves.
Cuando la pobre niña se encontró sola en la espesura del bosque, sin alma viviente que pudiera ayudarla, sintió tal terror que no supo qué hacer. Echó a correr, y corrió, corrió, sobre las piedras agudas y entre las zarzas, mientras los animales feroces pasaban por su lado sin hacerle daño. Corrió hasta donde sus piececitos pudieron llevarla, y era ya casi de noche cuando vio a lo lejos una casita, en la que entró para descansar.
Dentro de la casita todo era muy chiquito, pero tan limpio y tan pul­cro que daba gusto verlo. Una me­sita cubierta con blanco mantel estaba muy bien puesta con siete platitos, y delante de cada plato veíase cuchara, tenedor, cuchillo y vasito. También había siete camitas alinea­das, cubiertas con siete colchas blan­cas, como la nieve.
Blancanieves tenía hambre y sed, y comió un bocadito de pan y una cucharadita de sopa de cada plato; también bebió un sorbito de vino de cada vaso, pues no se atrevió a co­mer ni a beber una porción entera. Después, como estaba tan cansada, se echó en una de las camas. Prime­ro las probó todas: una era dema­siado chica, otra demasiado grande, y al fin la séptima era justa a su medida. En ella se quedó Blancanie­ves, rezó sus oraciones y se durmió.
Llegada la noche, volvieron los dueños de la casa. Eran siete enani­llos de largas barbas, que pasaban el día en el monte, buscando tesoros en las entrañas de la tierra. Encendieron sus lámparas, y no tardaron en darse cuenta de que alguien había estado allí, ya que las cosas no se hallaban como ellos las dejaran.
Dijo el primero: ‑¿Quién se ha sentado en mi sillita?
Dijo el segundo: ‑¿Quién ha comido en mi platito?
Dijo el tercero: ‑¿Quién ha pellizcado mi panecito?
Dijo el cuarto: ‑¿Quién ha tomado de mi sopita?
Dijo el quinto: ‑¿Quién ha usado mi cucharita?
Dijo el sexto: ‑¿Quién ha cortado con mi cuchillito?
Dijo el séptimo: ‑¿Quién ha bebido en mi vasito?
Entonces el primero notó algo extraño en su cama, y exclamó de pronto:
‑ ¿Quién se ha acostado en mi camita?
‑ ¡Y en la mía! ¡Y en la mía! ‑ gritaron los demás, que habían acudido corriendo.
El séptimo enanillo, al ir a mirar en su cama, vio a Blancanieves, que estaba dormida. Llamó a los demás, que iluminaron con sus lámparas, y, al ver a Blancanieves, exclamaron, admirados:
‑ ¡Dios mío! ¡Qué niña tan linda!
No se cansaban de contemplarla, pero no la despertaron, y la dejaron dormir en la camita. Y el séptimo enanillo durmió en las camas de sus compañeros, una hora en cada una.
Por la mañanita, Blancanieves se despertó y, al ver a los enanitos, sintió miedo. Pero ellos le preguntaron muy cariñosos cómo se llamaba.
Me llamo Blancanieves ‑ contestó la niña.
¿Cómo has llegado hasta nuestra casa? ‑ preguntaron los enanos. Entonces la niña les contó que su madrastra había querido deshacerse de ella, pero que el Cazador le salvó la vida. Les contó también como había corrido todo el día por el bosque hasta dar con la casita.
Y los enanos le dijeron:
‑ ¿Querrías cuidar nuestra casita, cocinar, hacer las camas, lavar, cosen, barrer y tener todo limpio y pulido? Entonces podrías quedarte con nosotros y no tendrías nada que temer.
‑ Sí ‑ contestó Blancanieves ‑; lo haré muy gustosa.
Y se quedó con ellos y cuidó de la casita, tal como habían pedido.
A la mañana siguiente, los enanillos se fueron a la montaña a buscar cobre y oro en las entrañas de la tierra. Y cuando por la noche volvieron se encontraron las camitas y la cena a punto y todo arreglado y listo. Como la niña estaba sola durante todo el día, los buenos enanos temían por ella y le dijeron:
‑Ten cuidado con tu madrastra, no vaya a saber que estás aquí y te juegue una mala pasada. No dejes que nadie entre en la casa.
Mas he aquí que la Reina, estando segura de que ahora era la más bella entre todas las bellas, se acercó al espejito mágico y de nuevo le preguntó:

‑Espejito mágico,
‑espejito de oro:
¿quién es la más bella
 ‑de todo el contorno?

Y el espejo le contestó:

‑ Sois bella, ¡oh Reina!, pero no tanto
cual Blancanieves, que en las colinas
de los enanos es dulce encanto.

La Reina se llevó un disgusto que por poco se muere, pero como sabía que el espejo no podía mentir, comprendió en seguida que el Cazador la había engañado y que Blancanieves vivía aún y era feliz. Por lo tanto, volvió a cavilar y a cavilar cómo se las arreglaría para matar a la niña, pues su vanidad y su presunción no la dejaban descansar sabiendo que había quien era más hermosa que ella. Por fin se trazó un maligno plan. Se pintó la cara y se disfrazó como una vieja buhonera, de modo que nadie pudiese reconocerla. De esta guisa cruzó las siete colinas, hasta llegar a la casita donde vivían los siete enanitos.
‑¡Vendo baratijas, baratijas vendo! ‑ gritó debajo de las ventanas.
Blancanieves no pudo resistir a la tentación de asomarse a la ventana y como hacía tiempo que no hablaba con nadie, preguntó a la vieja:
‑Buenos días. ¿Queréis decirme, buena mujer, qué es lo que vendéis?
‑Lindas baratijas ‑contestó la mujer‑. Cintas de todos colores y bonitas puntillas.
Y esto diciendo, mostraba a la niña un manojo de brillantes cintas de seda, que relucían al sol como la plata.
“Parece una buena mujer”, pensó Blancanieves; y abriendo la puerta, salió para ver de cerca los lindos encajes.
‑Siendo tan linda ‑dijo la vieja‑, debes permitir que te ponga el más bonito de mis lazos.
Blancanieves no se opuso y, colocándose delante de la buhonera, la dejó que le, atase un lazo nuevo en el pelo.
Pero la vieja se apresuró a echarle la cinta al cuello y tiró, tiró de ella con tal fuerza, que la pobrecita Blancanieves perdió el aliento y cayó al suelo como muerta.
‑Ahora yo soy la más hermosa ‑se dijo la Reina.
Y, echando a correr, se apresuró a volver a palacio.
Poco tiempo después, los siete enanos volvieron a la casita, donde, horrorizados, encontraron a la linda y querida Blancanieves tendida en el suelo, sin respirar y como muerta. El más pequeño de todos, que era el más listo, no tardó en ver que llevaba una cinta nueva y brillante al cuello; la cortó con su cuchillo y Blancanieves abrió los ojos y respiró de nuevo. Cuando los enanos supieron lo que había sucedido, no dudaron un momento de que la vieja buhonera no era otra que la pérfida Reina.
‑Ten mucho cuidado en no hablar con nadie ni dejar que nadie entre aquí ‑dijeron a la niña.
Nuevamente la maligna Reina, apenas llegó a su palacio, corrió ante el espejo y le preguntó:

‑ Espejito mágico,
 ‑ espejito de oro:
¿quién es la más bella
‑ de todo el contorno?

Y el espejo volvió a contestarle:

‑Sois bella, ioh Reina!, pero no tanto
cual Blancanieves, que en las colinas
de los enanos es dulce encanto.

Al oír esto, toda la sangre de la Reina se agolpó en su corazón y la ‑rabia la puso de nuevo verde y amarilla, pues no podía resistir a la idea de que Blancanieves viviese todavía. Entonces se dijo: "Es preciso planear algo que acabe con mi enemiga para siempre." Valiéndose de artes de brujería, en las cuales era maestra, hizo un peine envenenado. Ahora se disfrazó de modo completamente distinto a la primera vez. Cruzó las montañas y de nuevo empezó a pregonar su mercancía delante de la casa de los siete enanos. Pero como nadie se asomara a la ventana, llamó a la puerta, diciendo:
‑ ¿Quién quiere comprar lindas baratijas?
Blancanieves se asomó entonces a la ventana y dijo:
‑Vaya usted con Dios, buena mujer, no necesito nada por hoy.
‑Por lo menos puedes mirar mi mercancía, que eso no cuesta dinero ‑respondió la viejecilla. Y, tomando en la mano el peine envenenado, lo hizo brillar al sol.
La niña quedó tan fascinada, y estaba tan cansada de pasar el día sola y sin hablar con nadie, que no pudo resistir a la tentación y abrió la puerta.
Entonces la vieja le dijo:
‑Una niña tan linda como tú, debe tener un peine tan lindo como éste.
La pobre Blancanieves, no sospechando nada, dejó que la vieja le pasara el peine por los negros cabellos, pero apenas el peine envenenado tocó su cabeza, cuando el veneno hizo su efecto y la niña cayó sin sentido al suelo.
‑Ahora no hay nadie que pueda compararse con mi hermosura ‑ dijo la pérfida Reina. Y corrió hacia palacio.
‑Afortunadamente, los enanillos no tardaron mucho en volver a la casita. Cuando vieron a Blancanieves tendida en el suelo, como muerta, sospecharon inmediatamente de la madrastra y buscaron, buscaron, hasta encontrar el peine envenenado. Apenas lo quitaron de la cabeza de la niña, cuando Blancanieves volvió en sí y les contó cuanto había sucedido. De nuevo ellos la amonestaron, diciéndole que debía tener más cuidado y no abrir la puerta a nadie, fuera quien fuera.
De regreso a palacio, la Reina se apresuró a mirar al espejo y preguntarle:

- Espejito mágico,
‑espejito de oro:
¿quién es la más bella
‑de todo el contorno?

Y otra vez el espejito le volvió a decir:

‑De vuestra belleza
‑estais orgullosa,
pero Blancanieves
‑es aún más hermosa.

Al oír estas palabras pronunciadas por el espejo, la Reina tembló y se estremeció de rabia.
‑Blancanieves debe morir ‑se dijo ahora‑, aunque me cueste la vida.
Entonces se metió en el cuarto secreto, donde no podía entrar nadie más que ella, y, después de pensar y pensar cómo podría matar a Blancanieves, cogió una manzana y le infiltró un veneno.
La manzana era preciosa por fuera, tan colorada, redonda y bonita que estaba diciendo "Comedme", pero el que escuchara esta solicitud y se la comiera, moriría en seguida. Cuando tuvo lista la manzana, la Reina se cambió el rostro y se disfrazó de vieja campesina; cruzando las siete colinas, se dirigió a la casa de los enanos y llamó a la puerta.
Blancanieves asomó apenas la cabeza por la ventana, y dijo:
‑No puedo abrir a nadie, que mis amos, los siete enanillos, me lo tienen prohibido.
‑Yo no quiero entrar ‑dijo la viejecita‑. Sólo quiero enseñarte mis manzanas. Toma; si quieres, te doy una.
‑No; no puedo tomar nada de nadie.
‑¿Temes, acaso, que esté envenenada? ‑dijo la mujer. Mira como yo misma me como la mitad, y dejo para ti la parte más bonita.
La pérfida Reina había envenenado la manzana de modo que solamente la mitad roja tuviese veneno, mientras que la pálida, que ella se comió, era ofensiva. Blancanieves tendió la mano y al ver que la viejecilla se comía la mitad de la manzana con tanto gusto, no pudo resistir a la tentación e hincó el diente en la mitad reluciente y colorada que la mujer le había dado.
Apenas probó un bocadito, cayó muerta al suelo.
La pérfida Reina la contempló satisfecha y, echándose a reír, murmuró bajito:
‑ Blanca como la nieve, roja como la sangre y negra como el ébano; esta vez los enanitos no podrán volverte la vida.
Y al llegar a su casa, preguntó al espejo:

‑Espejito mágico,
‑espejito de oro:
¿quién es la más bella
‑ de todo el contorno?

Y el espejito le contestó:

‑Bella entre las bellas,
‑¿por qué lo decis?
Sois la más hermosa
‑de todo el país.

Entonces su vanidoso corazón descansó, satisfecho; todo lo satisfecho que puede quedarse un corazón vanidoso.
Y cuando los enanos volvieron por la noche, encontraron a Blancanieves tendida en el suelo, pálida y sin que el más leve aliento asomara a sus labios. La levantaron y buscaron en vano lo que podía haberla dañado; desataron su vestido, peinaron su cabello, lavaron su rostro con agua y vino, pero todo fue inútil; su querida Blancanieves estaba muerta y bien muerta. La tendieron en un ataúd, y los siete la velaron y lloraron a su alrededor durante tres largos días. Entonces, viendo que no volvía a la vida, se prepararon a enterrarla. Pero estaba tan bonita y sonrosada, con sus mejillas blancas y encarnadas, que se dijeron unos a otros:
‑No podemos enterrarla en la negra tierra.
Y construyeron un ataúd de cristal transparente, para poder verla todos los días, y la metieron dentro; encima escribieron en letras de oro su nombre y pusieron también que era hija del Rey. Después llevaron el ataúd a la montaña y cada día se quedaba uno de ellos velando y guardando a la muerta. Y los pájaros venían y cantaban para Blancanieves. Primero el mochuelo, después el cuervo, y por último la paloma.
Así, Blancanieves permaneció mucho, mucho tiempo en su ataúd, y los enanitos no desesperaban de que despertase un día, pues tenía la misma apariencia que si estuviese viva. Y sucedió que un Príncipe que fue a cazar al bosque, llegó a la casita de los siete enanos y pasó en ella la noche. Por la mañana vio el ataúd de la montaña y a la encantadora Blancanieves dentro y leyó las letras de oro escritas por los enanos.
Entonces dijo esto:
‑Quiero que me deis ese ataúd; os pagaré por él lo que me pidáis.
Pero los enanitos contestaron:
‑No lo daríamos por todo el oro del mundo.
Entonces dijo el Príncipe:
‑Dádmelo, pues, como un regalo; ya no podría vivir sin contemplar a Blancanieves, y os juro por mi honor que lo reverenciaré como al más preciado tesoro.
Al oír estas palabras, los buenos enanillos tuvieron lástima de él y le dieron el ataúd de cristal.
El Príncipe llamó a sus criados para que transportaran el ataúd en hombros, y he aquí que los criados tropezaron con unas matas y la niña se estremeció dentro del ataúd, con lo que el trocito de manzana que tenía en la boca saltó de entre sus dientes. En seguida Blancanieves abrió los ojos, se sentó en el ataúd y volvió completamente a la vida.
‑¡Dios mío! ¿Dónde estoy? ‑ preguntó.
El Príncipe, loco de alegría, contestó:
‑Estás conmigo, linda niña ‑y le contó lo que había sucedido, añadiendo estas palabras: ‑Te amo más que a nada en el mundo, y voy a llevarte al palacio de mi padre, para que seas mi esposa.
Blancanieves agradeció estas palabras y siguió al Príncipe, celebrándose su boda con gran magnificencia. La pérfida madrastra de Blancanieves fue invitada a la fiesta; por cierto que cuando se estaba poniendo sus más preciosos vestidos, se le ocurrió acercarse al espejo mágico y preguntar:

‑Espejito mágico,
‑espejito de oro:
¿quién es la más bella
‑de todo el contorno?

Y el espejito le contestó:

‑Sois bella, ¡oh Reina!, pero no tanto
cual la Princesa que, hoy desposada,
del joven Príncipe es dulce encanto.

Entonces la malvada Reina sintió tal impresión, tal espanto, que no supo qué hacer, mas no pudo resistir a la curiosidad y acabó de vestirse para ir a ver a la joven Princesa. Y cuando llegó al palacio y reconoció en la reinecita a Blancanieves, se quedó muda de terror, se escapó y nunca se volvió a saber de ella.

 1.018. Grimm (Jacob y Wilhelm)

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