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lunes, 31 de diciembre de 2012

Bolita

Tenía un perro dogo llamado Bolita. Era negro, y tenía las patas delanteras blancas. Todos los dogos tienen la mandíbula inferior más saliente que la su­perior y los dientes de abajo montan sobre los de arriba. Pero Bolita tenía la mandíbula inferior tan saliente que se le podía introducir un dedo entre las dos hileras de dientes. Tenía el ho­cico muy ancho, los ojos grandes y bri­llantes, y sus dientes y colmillos asoma­ban siempre. Parecía un árabe. Era muy manso y no mordía, a pesar de ser fuerte, y muy terco. Cuando engan­chaba algo con los dientes, los apre­taba mucho y quedaba colgado como un guiñapo. No había manera de des­prenderlo; parecía enteramente una ga­rrapata. Una vez que lo azuzaron con­tra un oso, lo agarró por una oreja y quedó prendido como una sanguijue­la. El oso pataleó y zarandeó a Bolita de una lado para otro, pero no pudo desprenderlo. Entonces, se tiró al suelo de cabeza con objeto de aplastarlo, pero Bolita no soltó la oreja del oso hasta que dieron una ducha de agua fría.
Lo adquirí cuando era un cachorrito y lo cuidé yo mismo. Como no quería llevármelo al Cáucaso, me marché con gran sigilo, después de haber mandado que lo encerraran. Al llegar a la primera estación de postas, cuando me disponía a cambiar de coche, de pronto vi un bulto negro y brillante que avanzaba por la carretera. Era Bolita, con su co­llar de cobre. Venía a galope tendido hacia la estación. Se abalanzó sobre mí, me lamió las manos y luego fué a ten­derse a la sombra de un carro. Tan pron­to sacaba la lengua, y tan pronto la metía y tragaba saliva, como volvía a sacarla. Estaba sin aliento. Respiraba fa­tigado y se le estremecían los flancos. Volvía la cabeza de un lado para otro, moviendo el rabo.
Posteriormente me enteré que Bolita había roto los cristales y había saltado por la ventana para seguirme. Había recorrido más de veinte verstas con un calor sofocante.

Cuento para niños

1.013. Tolstoi (Leon)










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