Tenía un perro dogo
llamado Bolita. Era negro, y tenía las patas delanteras blancas. Todos los
dogos tienen la mandíbula inferior más saliente que la superior y los dientes
de abajo montan sobre los de arriba. Pero Bolita tenía la mandíbula inferior
tan saliente que se le podía introducir un dedo entre las dos hileras de
dientes. Tenía el hocico muy ancho, los ojos grandes y brillantes, y sus
dientes y colmillos asomaban siempre. Parecía un árabe. Era muy manso y no
mordía, a pesar de ser fuerte, y muy terco. Cuando enganchaba algo con los
dientes, los apretaba mucho y quedaba colgado como un guiñapo. No había manera
de desprenderlo; parecía enteramente una garrapata. Una vez que lo azuzaron
contra un oso, lo agarró por una oreja y quedó prendido como una sanguijuela.
El oso pataleó y zarandeó a Bolita de
una lado para otro, pero no pudo desprenderlo. Entonces, se tiró al suelo de
cabeza con objeto de aplastarlo, pero Bolita
no soltó la oreja del oso hasta que dieron una ducha de agua fría.
Lo adquirí cuando era un
cachorrito y lo cuidé yo mismo. Como no quería llevármelo al Cáucaso, me marché
con gran sigilo, después de haber mandado que lo encerraran. Al llegar a la
primera estación de postas, cuando me disponía a cambiar de coche, de pronto vi
un bulto negro y brillante que avanzaba por la carretera. Era Bolita, con su collar de cobre. Venía a
galope tendido hacia la estación. Se abalanzó sobre mí, me lamió las manos y
luego fué a tenderse a la sombra de un carro. Tan pronto sacaba la lengua, y
tan pronto la metía y tragaba saliva, como volvía a sacarla. Estaba sin
aliento. Respiraba fatigado y se le estremecían los flancos. Volvía la cabeza
de un lado para otro, moviendo el rabo.
Posteriormente me enteré
que Bolita había roto los cristales y
había saltado por la ventana para seguirme. Había recorrido más de veinte verstas con un calor sofocante.
Cuento para niños
1.013. Tolstoi (Leon)
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