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lunes, 31 de diciembre de 2012

Bribón

I

No pertenecía a nadie. No tenía nombre y na­die podía decir dónde pasaba el largo invierno ni de qué se alimentaba. Cuando quería aproximarse a las casas, otros perros, hambrientos como él pero orgullosos de pertenecer a aquellas casas, le expulsaban sin piedad. Cuando, empujado por el hambre o por la necesidad instintiva de encontrarse entre seres vivientes, hacía su aparición en la calle, los chicos le tiraban palos y piedras, y las personas mayores le perseguían con gritos de maldad y silbidos terribles. Presa de terror, co­rría de un lado para otro, tropezaba contra las vallas y contra los hombres; por fin, llegaba al extremo de la aldea y se escondía en un jardín desierto, en un rincón que él sólo conocía. Allí, lamía con su lengua las heridas recibidas, y su miedo, su desconfianza de los hombres, iba en aumento constante.
Una sola vez le habían demostrado piedad. Era un aldeano borracho que acababa de abandonar la taberna. Amaba y perdonaba a todo el inundo, y balbuceaba algo de las personas de buen corazón. Se apiadó de la suerte del pobre perro, sobre el cual había caído su mirada por casualidad.
-¡Chucho! -le llamó aplicándole el nombre que se da a todos los perros-. ¡Ven acá, chucho; no tengas miedo!
El perro tenía muchas ganas de acercarse; daba señales de cariño con su cola, pero no se atrevía.
-¡Ven acá, ea, tonto! ¡A fe mía que no te haré daño!
Pero en tanto que el perro, vacilante y ace­lerando el balanceo de su cola, se acercaba a pa­sitos cortos, el humor del borracho cambió súbi­tamente.. Recordó todo el mal que le habían hecho las personas de bien, y sintió disgusto y cólera. Y cuando el perro se prosternó ante él, sobre el lomo, le dió un fuerte puntapié en las costillas.
-¡Largo de aquí, cochino animal!
El perro lanzó un aullido, provocado más bien por la sorpresa y por la decepción que por el do­ler. El campesino, tambaleándose, se fué a su casa; allí pegó cruelmente, y por largo rato, a su mujer e hizo pedazos la toquilla nueva que le había regalado la semana pasada.
Desde aquel día, el perro desconfiaba de los hombres que manifestaban deseos de acariciarle, y con el rabo entre piernas huía a todo correr. A hasta intentaba morder, y había que echar­le a palos o a pedradas.
Durante el último invierno, se instaló bajo la terraza de una casa de campo desierta, que no tenía guarda, y él mismo se convirtió en guarda voluntario: por la noche, se ponía delante de la casa y ladraba con todas sus fuerzas. Luego se echaba bajo la terraza y gruñía furiosamente, pero en este gruñido se notaba satisfacción y orgullo del sí mismo.
La noche de invierno era terriblemente larga. Las ventanas de la casa desierta miraban tristemente al jardín, inmóvil, cubierto de nieve y de hielo. A veces, una lucecita azul se reflejaba en las ventanas: era una estrella descendente o un rayo de luna que caían sobre los cristales.

II

Cuando llegó la primavera, la casa desierta se llenó de repente de ruidos, de crujir de pies. Unos hombres llevaron pesados muebles. Una muche-dumbre de inquilinos, hombres, mujeres y niños, había venido de la ciudad vecina para pa­sar allí el verano. Embriagados de aire, de calor y de sol, gritaban, cantaban, reían.
La primera con quien hizo conocimiento el perro fué una hermosa muchacha, vestida con traje de colegiala. Había venido a ver el jardín. Llena de impaciencia y de alegría, con el deseo de besar ávidamente todo lo que veía a su alre­dedor, admiró un instante el cielo azul, las ramas rojizas de los cerezos, y se echó sobre la hierba, vuelta la cara al sol ardiente. Después, saltó nue­vamente sobre sus piernas, y, abrazándose a sí misma, besando el aire primaveral, gritó exta­siada:
-¡Dios mío, qué bello es esto!
Dicho esto, se puso a dar vueltas vertigi­nosas alrededor de sí misma. En el mismo ins­tante, el perro, que se había acercado sin ha­cer ruido a la muchacha, asió furiosamente el extremo de su vestido, le sacudió y, siempre sin hacer ruido, echó a correr por los espesos setos de frambuesa.
-¡Un perro malo! -gritó la muchacha hu­yendo.
Se oyeron aún largo rato sus gritos de es­panto:
-¿Mamá! ¡Niños, no vayáis al jardín! i Hay un perro muy gran-dísimo y muy malo!
Cuando cayó la noche, el perro se acercó sin hacer ruido a la casa dormida y se echó bajo la terraza. Allí olía a hombres. Por las ventanas abiertas se oía su respiración. Dormía, nada ha­bía que temer de ellos, y el perro hacía guardia ce­losamente, con un ojo abierto, estirando al menor ruido su cabeza, con dos ojos que brillaban como chispas en la noche negra. La noche primaveral estaba llena de ruidos inquietantes: algo se movía en la hierba, muy cerca del perro. Una rama se meneaba bajo el peso de un pájaro dor­mido. Por el camino, aplastando la arena, pasaban unas carretas. A su alrededor, en el aire inmóvil, se expandía el fuerte olor del heno fresco.
Las personas que se habían instalado en la casa eran muy buenas. El estar ahora lejos de la ciudad, respirando el aire del campo, viendo los colores vivos de la primavera, les hacía más buenas aún. El sol, al penetrar en ellos con su calor, salía convertido en risas y cariño para todos los seres vivientes.
Primeramente, quisieron echar de allí al perro que les había asustado tanto, y hasta ma­tarle de un tiro de revólver, si no se iba por su voluntad; pero pronto se habituaron a oír sus ladridos en la noche, y a veces, por la mañana, se preguntaban:
-¿Dónde está ese Bribón?
Este era ya su nombre. A veces veían, de día, al perro entre los setos; pero él corría con des­confianza huyendo de una mano que le echaba pan, como si en vez de pan fuera una piedra.
Poco a poco se acostumbraron a Bribón. Los hombres le llamaban "nuestro perro", y se reían de su carácter salvaje y de su miedo, que no tenía ninguna razón de ser. Cada día, Bribón disminuía un poco la distancia que le había se­parado de los hombres. Comenzó a reconocerlos. a distinguirlos unos de otros, y se adaptó a sus hábitos. Media hora antes de que se sen­taran a la mesa, se ponía de guardia cerca de la casa, esperando que se le echara algo de comer y meneando la cola. La colegiala Lelia le perdonó la injuria y le introdujo en el círculo de aquellas gentes felices que disfrutaban del descanso.
-¿Briboncito, ven aquí! -llamaba al perro-. ¿No tengas miedo, chiquitín mío, ven! ¡Pero ven, ea! ¿Quiéres azúcar? ¡Voy a dártela! ¡Vaya, ven!
Pero el perro no se atrevía: tenía miedo. Y con precauciones infinitas, pronunciando las pa­labias más dulces posibles en una bella mucha­cha de voz melodiosa, Lelia se acercaba al perro, con miedo de que la mordiera.
-¡Que te quiero, Briboncito, que te quiero mucho! Tienes una naricita bonita y ojos muy expresivos. Haces mal en desconfiar de mí, Bri-boncito.
Las cejas de Lelia se levantaron. También ella tenía una naricita bonita y ojos tan expresivos, que el sol había hecho muy bien en cubrir do cá­lidos besos todo su rostro, joven, resplandeciente de una belleza ingenua.
Y Bribón, por segunda vez en su vida, se echó sobre el lomo y cerró los ojos, no estando cierto de si le iban a acariciar o a pegar. Pero le aca­riciaron. Una manita cálida tocó ligeramente su cabeza y luego se puso a acariciar valerosamente todo su cuerpo.
-¿Mamá, niños, mirad, estoy acariciando a Bribón! -gritó Lelia.
Cuando los niños corrieron, alborotados, agi­tados y confiados, como gotas de mercurio, Bri­bón esperaba con angustia; sabía bien que si le pegaban no tendría ya fuerza para morder, por­que le habían despojado de su maldad irreconci­liable. Y cuando todos comenzaron a acariciarle, temblaba su cuerpo, y las caricias, a que no estaba habituado, le hacían casi tanto daño como lo hubieran hecho los golpes.

III

Bribón estaba satisfecho con toda su alma de perro. Tenía un nombre, al oír el cual corría a todo correr desde los setos. Pertenecía a hombres, y podía servirles. ¿No era esto bastante para ha­cer feliz a un perro?
Acostumbrado a la moderación, gracias a sus años de vida vagabunda y llena de miserias, co­mía muy poco; pero aun así, pronto estuvo des­conocido; su polo largo, que antes le caía so­bre el cuerpo en sucios mechones, llenos de barro en el vientre, estaba ahora limpio, negro y liso como el terciopelo. Y cuando se ponía de­lante de la casa, ezaminando gravemente la calle con la mirada, a nadie se le ocurría hacerle ra­biar o tirarle una piedra.
Pero él no tenía aquel orgullo y aquel aire independiente más que cuando se encontraba solo.
El fuego de las caricias no había conseguido aún evaporar completamente el miedo de su co­razón, y cerca de los hombres no se sentía a gusto, y esperaba que le pegaran. Durante mucho tiem­po, toda caricia fué para él una sorpresa, un mi­lagro que no podía comprender. El mismo no sa­bía hacer caricias. Otros perros, para expresar tus sentimientos, sabían ponerse de pie sobre las patas traseras, restregarse a las piernas de los hombres, hasta sonreír; pero él no sabía.
Lo único que sabía era echarse sobre el lomo, cerrar los ojos y lanzar pequeños gemidos. Pero esto era demasiado poco e insuficiente para expre­sar su entusiasmo, su reconocimiento y su amor. Al fin tuvo una inspiración: imitando quizá a otros perros, comenzó a saltar pesadamente, a dar vuel­tas alrededor de sí mismo, y su cuerpo, siempre tan alerta e imnóvil, se hizo pesado, torpe y chusco.
-¡Mamá, niños! ¡Mirad. Briboncito está ju­gando! -gritó Lelia, y ahogándose de risa decía:
-iOtra vez, Briboncito! ¡Sigve! ¡Eso es, así!...
Todos acudieron corriendo y se retorcían de risa, mientras Bribón daba vueltas como una peon­za, caía y sus ojos conservaban la expresión im­plorante. Los niños, para provocar aquellos ri­sibles movimientos, le acariciaban como antes se le pegaba para provocar su miedo. Alguno de los niños, y aun de los mayores, le gritaba incesantemente:
-¡Bribón, ¡Briboncito! Juega otro poco, anda!
Y él jugaba con gran alegría de los espectado­res que reían ruidosamente. Estaban muy conten­tos con él y se quejaban solamente de que Bribón no quisiera hacer valer sus talentos ante las otras personas que acudían a la casa: cuando veía venir a alguien que no era de la familia, corría al jar­dín o se escondía bajo la terraza.
Poco a poco se fué acostumbrando a no pre­ocuparse del alimento; estaba cierto de que, a la hora precisa, la cocinera le daría de comer, y per­manecía esperando en su sitio, bajo la terraza. Ahora, él mismo buscaba las caricias. Se había puesto un poco pesado, no le gustaba hacer via­jes largos, y cuando los niños le invitaban a acom­pañarles al bosque, movía diplomáticamente la cola y desaparecía sin que lo notaran. Pero por la noche llenaba concienzudamente sus deberes de guardián y ladraba furiosamente.

IV

Pronto llegó el otoño. Lloraba el cielo con llu­vias frecuentes. Las casas de campo iban que­dando desiertas, como extinguidas por la lluvia y el viento.
-¿Qué hacer de Bribón?-preguntó pensati­va Lelia.
Estaba sentada, teniendo enlazadas con sus manos las rodillas, y miraba tristemente por la ventana, por la que corrían las gotas de la lluvia que acaba de comenzar.
-¿Qué Postura es esa, Lelia? Siéntate como es debido -dijo la madre, y añadió: En cuan­to a Bribón, tendremos que dejarle aquí.
-¡Pobrecito!
-¡Qué se va a hacer! En la ciudad no tene­mos patio y no se puede tener al perro en las habita-ciones.
-¡Pobrecito! -repitió Lelia, a punto de llorar.
Sus cejas negras se levantaron como las alas de una golondrina que va a echar a volar. Mamá dijo:
-Nuestros amigos los Dogayev me han pro­metido hace mucho tiempo un perrito precioso que sabe hacer una porción de juegos, mientras que Bribón no sabe nada.
-¡Pobrecito! -repitió Lelia, pero renunció a la idea de llorar.
De nuevo llegaron hombres desconocidos y llenaron de ruidos numerosos la casa. Se hablaba muy poco y no se reía en absoluto. Asustado de aquellos hombres, presintiendo alguna desgracia, Bribón huyó a la extremidad del jardín y desde allí, a través de los setos, miraba fijamente lo que pasaba sobre la terraza y junto a la casa.
-¿Estás aquí, mi pobre Bribón? -dijo Lelia acercándose a él.
Estaba vestida de viaje, con el vestido obscuro que el había desgarrado por un extremo, y con una blusa negra.
-¡Ven conmigo!
Llegaron al camino. La lluvia tan pronto ce­saba como volvía a empezar, y todo el espacio entre la tierra ennegrecida y el cielo, estaba lleno de nubes flotantes. Desde abajo se veía bien hasta qué punto eran esas nubes pesadas, e impene-trables a la luz, por el agua de que esta­ban henchidas. El pobre sol debía aburrirse mu­cho detrás aquel espeso muro.
A la izquierda del camino se extendía un campo negro. En el horizonte, que parecía tocarse, se veían grupos de árboles y breñas. A poca distancia, había una taberna cubierta con un techo de hierro. Cerca de la taberna, un gru­po de hombres hacía rabiar al idiota del pueblo.
-¡Dadme un copek! -pedía con voz lastimera.
-¿Y no quieres partir leña? le respondían burlándose de él.
Se enfadaba, y los otros se reían sin gana.
Un rayo de sol atravesó las nubes; era un rayo amarillo y anémico, como si el sol estuviera gravemente enfermo. Todo lo envolvía la tris­teza de otoño.
-¡Esto es aburrido, mi pobre Bribón! -dijo Lelia, y sin mirar atrás, volvió sobre sus pasos.
Hasta que estuvo en la estación, no se acor­dó de que no se había despedido de Bribón.

V

Bribón corrió mucho tiempo en busca de la gente, llegó hasta la estación, y sucio y mojado, volvió a la casa desierta. Allí hizo un nuevo juego que no pudo ver nadie: subió por pri­mera vez a la terraza y enderezándose sobre sus patas traseras, miró la casa por la puerta de cristales, y aun la arañó con su pata. Pero la casa estaba vacía y nadie le respondió.
Caía una fuerte lluvia. Las tinieblas de otoño descendían sobre la tierra. Llenaron rápidamen­te la casa desierta, saliendo sin ruido de la ma­leza y cayendo con la lluvia del cielo sombrío. En la terraza, de donde se había quitado el toldo, lo que la hacía más vasta y extrañamente vacía, la luz se resistió algún tiempo en su lucha con­tra las tinieblas, iluminando las huellas de los pies sucios; pero pronto la luz cedió.
Llegó la noche.
Y cuando ya no quedaba duda de que todo estaba negro y desierto, el perro lanzó un largo gemido, quejumbroso. Añadió una nota lúgubre y desesperada en el ruido monótono y melan­cólico de la lluvia, que penetró en las tinieblas y se extendió por el campo negro y desnudo.
El perro aullaba metódicamente, con insisten­cia, con la tranquilidad de la desesperación. Quien le hubiera oído, hubiera podido creer que era la negra noche misma quien lloraba la luz extingui­da, y hubiera sentido un profundo deseo de estar al calor, cerca del fuego, teniendo estrechamente abrazada contra su corazón a una mujer amada.
El perro seguía ladrando.

1.004 Andreiev (Leonidas)

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