I
No pertenecía a nadie. No tenía nombre y nadie podía
decir dónde pasaba el largo invierno ni de qué se alimentaba. Cuando quería
aproximarse a las casas, otros perros, hambrientos como él pero orgullosos de
pertenecer a aquellas casas, le expulsaban sin piedad. Cuando, empujado por el
hambre o por la necesidad instintiva de encontrarse entre seres vivientes,
hacía su aparición en la calle, los chicos le tiraban palos y piedras, y las
personas mayores le perseguían con gritos de maldad y silbidos terribles. Presa
de terror, corría de un lado para otro, tropezaba contra las vallas y contra
los hombres; por fin, llegaba al extremo de la aldea y se escondía en un jardín
desierto, en un rincón que él sólo conocía. Allí, lamía con su lengua las
heridas recibidas, y su miedo, su desconfianza de los hombres, iba en aumento
constante.
Una sola vez le habían demostrado piedad. Era un aldeano
borracho que acababa de abandonar la taberna. Amaba y perdonaba a todo el
inundo, y balbuceaba algo de las personas de buen corazón. Se apiadó de la
suerte del pobre perro, sobre el cual había caído su mirada por casualidad.
-¡Chucho! -le llamó aplicándole el nombre que se da a
todos los perros-. ¡Ven acá, chucho; no tengas miedo!
El perro tenía muchas ganas de acercarse; daba señales
de cariño con su cola, pero no se atrevía.
-¡Ven acá, ea, tonto! ¡A fe mía que no te haré daño!
Pero en tanto que el perro, vacilante y acelerando el
balanceo de su cola, se acercaba a pasitos cortos, el humor del borracho
cambió súbitamente.. Recordó todo el mal que le habían hecho las personas de
bien, y sintió disgusto y cólera. Y cuando el perro se prosternó ante él, sobre
el lomo, le dió un fuerte puntapié en las costillas.
-¡Largo de aquí, cochino animal!
El perro lanzó un aullido, provocado más bien por la
sorpresa y por la decepción que por el doler. El campesino, tambaleándose, se
fué a su casa; allí pegó cruelmente, y por largo rato, a su mujer e hizo
pedazos la toquilla nueva que le había regalado la semana pasada.
Desde aquel día, el perro desconfiaba de los hombres
que manifestaban deseos de acariciarle, y con el rabo entre piernas huía a todo
correr. A hasta intentaba morder, y había que echarle a palos o a pedradas.
Durante el último invierno, se instaló bajo la terraza
de una casa de campo desierta, que no tenía guarda, y él mismo se convirtió en
guarda voluntario: por la noche, se ponía delante de la casa y ladraba con
todas sus fuerzas. Luego se echaba bajo la terraza y gruñía furiosamente, pero
en este gruñido se notaba satisfacción y orgullo del sí mismo.
La noche de invierno era terriblemente larga. Las
ventanas de la casa desierta miraban tristemente al jardín, inmóvil, cubierto
de nieve y de hielo. A veces, una lucecita azul se reflejaba en las ventanas:
era una estrella descendente o un rayo de luna que caían sobre los cristales.
II
Cuando llegó la primavera, la casa desierta se llenó
de repente de ruidos, de crujir de pies. Unos hombres llevaron pesados muebles.
Una muche-dumbre de inquilinos, hombres, mujeres y niños, había venido de la
ciudad vecina para pasar allí el verano. Embriagados de aire, de calor y de
sol, gritaban, cantaban, reían.
La primera con quien hizo conocimiento el perro fué
una hermosa muchacha, vestida con traje de colegiala. Había venido a ver el
jardín. Llena de impaciencia y de alegría, con el deseo de besar ávidamente
todo lo que veía a su alrededor, admiró un instante el cielo azul, las ramas
rojizas de los cerezos, y se echó sobre la hierba, vuelta la cara al sol
ardiente. Después, saltó nuevamente sobre sus piernas, y, abrazándose a sí
misma, besando el aire primaveral, gritó extasiada:
-¡Dios mío, qué bello es esto!
Dicho esto, se puso a dar vueltas vertiginosas
alrededor de sí misma. En el mismo instante, el perro, que se había acercado
sin hacer ruido a la muchacha, asió furiosamente el extremo de su vestido, le
sacudió y, siempre sin hacer ruido, echó a correr por los espesos setos de
frambuesa.
-¡Un perro malo! -gritó la muchacha huyendo.
Se oyeron aún largo rato sus gritos de espanto:
-¿Mamá! ¡Niños, no vayáis al jardín! i Hay un perro
muy gran-dísimo y muy malo!
Cuando cayó la noche, el perro se acercó sin hacer
ruido a la casa dormida y se echó bajo la terraza. Allí olía a hombres. Por las
ventanas abiertas se oía su respiración. Dormía, nada había que temer de
ellos, y el perro hacía guardia celosamente, con un ojo abierto, estirando al
menor ruido su cabeza, con dos ojos que brillaban como chispas en la noche
negra. La noche primaveral estaba llena de ruidos inquietantes: algo se movía
en la hierba, muy cerca del perro. Una rama se meneaba bajo el peso de un
pájaro dormido. Por el camino, aplastando la arena, pasaban unas carretas. A
su alrededor, en el aire inmóvil, se expandía el fuerte olor del heno fresco.
Las personas que se habían instalado en la casa eran muy
buenas. El estar ahora lejos de la ciudad, respirando el aire del campo, viendo
los colores vivos de la primavera, les hacía más buenas aún. El sol, al
penetrar en ellos con su calor, salía convertido en risas y cariño para todos
los seres vivientes.
Primeramente, quisieron echar de allí al perro que les
había asustado tanto, y hasta matarle de un tiro de revólver, si no se iba por
su voluntad; pero pronto se habituaron a oír sus ladridos en la noche, y a
veces, por la mañana, se preguntaban:
-¿Dónde está ese Bribón?
Este era ya su nombre. A veces veían, de día, al perro
entre los setos; pero él corría con desconfianza huyendo de una mano que le
echaba pan, como si en vez de pan fuera una piedra.
Poco a poco se acostumbraron a Bribón. Los hombres le
llamaban "nuestro perro", y se reían de su carácter salvaje y de su
miedo, que no tenía ninguna razón de ser. Cada día, Bribón disminuía un poco la
distancia que le había separado de los hombres. Comenzó a reconocerlos. a
distinguirlos unos de otros, y se adaptó a sus hábitos. Media hora antes de que
se sentaran a la mesa, se ponía de guardia cerca de la casa, esperando que se
le echara algo de comer y meneando la cola. La colegiala Lelia le perdonó la
injuria y le introdujo en el círculo de aquellas gentes felices que disfrutaban
del descanso.
-¿Briboncito, ven aquí! -llamaba al perro-. ¿No tengas
miedo, chiquitín mío, ven! ¡Pero ven, ea! ¿Quiéres azúcar? ¡Voy a dártela!
¡Vaya, ven!
Pero el perro no se atrevía: tenía miedo. Y con
precauciones infinitas, pronunciando las palabias más dulces posibles en una
bella muchacha de voz melodiosa, Lelia se acercaba al perro, con miedo de que
la mordiera.
-¡Que te quiero, Briboncito, que te quiero mucho!
Tienes una naricita bonita y ojos muy expresivos. Haces mal en desconfiar de
mí, Bri-boncito.
Las cejas de Lelia se levantaron. También ella tenía
una naricita bonita y ojos tan expresivos, que el sol había hecho muy bien en
cubrir do cálidos besos todo su rostro, joven, resplandeciente de una belleza
ingenua.
Y Bribón, por segunda vez en su vida, se echó sobre el
lomo y cerró los ojos, no estando cierto de si le iban a acariciar o a pegar.
Pero le acariciaron. Una manita cálida tocó ligeramente su cabeza y luego se
puso a acariciar valerosamente todo su cuerpo.
-¿Mamá, niños, mirad, estoy acariciando a Bribón! -gritó
Lelia.
Cuando los niños corrieron, alborotados, agitados y
confiados, como gotas de mercurio, Bribón esperaba con angustia; sabía bien
que si le pegaban no tendría ya fuerza para morder, porque le habían despojado
de su maldad irreconciliable. Y cuando todos comenzaron a acariciarle,
temblaba su cuerpo, y las caricias, a que no estaba habituado, le hacían casi
tanto daño como lo hubieran hecho los golpes.
III
Bribón estaba satisfecho con toda su alma de perro.
Tenía un nombre, al oír el cual corría a todo correr desde los setos.
Pertenecía a hombres, y podía servirles. ¿No era esto bastante para hacer
feliz a un perro?
Acostumbrado a la moderación, gracias a sus años de
vida vagabunda y llena de miserias, comía muy poco; pero aun así, pronto
estuvo desconocido; su polo largo, que antes le caía sobre el cuerpo en sucios
mechones, llenos de barro en el vientre, estaba ahora limpio, negro y liso como
el terciopelo. Y cuando se ponía delante de la casa, ezaminando gravemente la
calle con la mirada, a nadie se le ocurría hacerle rabiar o tirarle una
piedra.
Pero él no tenía aquel orgullo y aquel aire
independiente más que cuando se encontraba solo.
El fuego de las caricias no había conseguido aún
evaporar completamente el miedo de su corazón, y cerca de los hombres no se
sentía a gusto, y esperaba que le pegaran. Durante mucho tiempo, toda caricia
fué para él una sorpresa, un milagro que no podía comprender. El mismo no sabía
hacer caricias. Otros perros, para expresar tus sentimientos, sabían ponerse de
pie sobre las patas traseras, restregarse a las piernas de los hombres, hasta
sonreír; pero él no sabía.
Lo único que sabía era echarse sobre el lomo, cerrar
los ojos y lanzar pequeños gemidos. Pero esto era demasiado poco e insuficiente
para expresar su entusiasmo, su reconocimiento y su amor. Al fin tuvo una
inspiración: imitando quizá a otros perros, comenzó a saltar pesadamente, a dar
vueltas alrededor de sí mismo, y su cuerpo, siempre tan alerta e imnóvil, se
hizo pesado, torpe y chusco.
-¡Mamá, niños! ¡Mirad. Briboncito está jugando! -gritó
Lelia, y ahogándose de risa decía:
-iOtra vez, Briboncito! ¡Sigve! ¡Eso es, así!...
Todos acudieron corriendo y se retorcían de risa,
mientras Bribón daba vueltas como una peonza, caía y sus ojos conservaban la
expresión implorante. Los niños, para provocar aquellos risibles movimientos,
le acariciaban como antes se le pegaba para provocar su miedo. Alguno de los
niños, y aun de los mayores, le gritaba incesantemente:
-¡Bribón, ¡Briboncito! Juega otro poco, anda!
Y él jugaba con gran alegría de los espectadores que
reían ruidosamente. Estaban muy contentos con él y se quejaban solamente de
que Bribón no quisiera hacer valer sus talentos ante las otras personas que
acudían a la casa: cuando veía venir a alguien que no era de la familia, corría
al jardín o se escondía bajo la terraza.
Poco a poco se fué acostumbrando a no preocuparse del
alimento; estaba cierto de que, a la hora precisa, la cocinera le daría de
comer, y permanecía esperando en su sitio, bajo la terraza. Ahora, él mismo
buscaba las caricias. Se había puesto un poco pesado, no le gustaba hacer viajes
largos, y cuando los niños le invitaban a acompañarles al bosque, movía
diplomáticamente la cola y desaparecía sin que lo notaran. Pero por la noche
llenaba concienzudamente sus deberes de guardián y ladraba furiosamente.
IV
Pronto llegó el otoño. Lloraba el cielo con lluvias
frecuentes. Las casas de campo iban quedando desiertas, como extinguidas por
la lluvia y el viento.
-¿Qué hacer de Bribón?-preguntó pensativa Lelia.
Estaba sentada, teniendo enlazadas con sus manos las
rodillas, y miraba tristemente por la ventana, por la que corrían las gotas de
la lluvia que acaba de comenzar.
-¿Qué Postura es esa, Lelia? Siéntate como es debido -dijo
la madre, y añadió: En cuanto a Bribón, tendremos que dejarle aquí.
-¡Pobrecito!
-¡Qué se va a hacer! En la ciudad no tenemos patio y
no se puede tener al perro en las habita-ciones.
-¡Pobrecito! -repitió Lelia, a punto de llorar.
Sus cejas negras se levantaron como las alas de una
golondrina que va a echar a volar. Mamá dijo:
-Nuestros amigos los Dogayev me han prometido hace mucho
tiempo un perrito precioso que sabe hacer una porción de juegos, mientras que
Bribón no sabe nada.
-¡Pobrecito! -repitió Lelia, pero renunció a la idea
de llorar.
De nuevo llegaron hombres desconocidos y llenaron de ruidos
numerosos la casa. Se hablaba muy poco y no se reía en absoluto. Asustado de
aquellos hombres, presintiendo alguna desgracia, Bribón huyó a la extremidad
del jardín y desde allí, a través de los setos, miraba fijamente lo que pasaba
sobre la terraza y junto a la casa.
-¿Estás aquí, mi pobre Bribón? -dijo Lelia acercándose
a él.
Estaba vestida de viaje, con el vestido obscuro que el
había desgarrado por un extremo, y con una blusa negra.
-¡Ven conmigo!
Llegaron al camino. La lluvia tan pronto cesaba como
volvía a empezar, y todo el espacio entre la tierra ennegrecida y el cielo,
estaba lleno de nubes flotantes. Desde abajo se veía bien hasta qué punto eran
esas nubes pesadas, e impene-trables a la luz, por el agua de que estaban
henchidas. El pobre sol debía aburrirse mucho detrás aquel espeso muro.
A la izquierda del camino se extendía un campo negro.
En el horizonte, que parecía tocarse, se veían grupos de árboles y breñas. A
poca distancia, había una taberna cubierta con un techo de hierro. Cerca de la
taberna, un grupo de hombres hacía rabiar al idiota del pueblo.
-¡Dadme un copek! -pedía con voz lastimera.
-¿Y no quieres partir leña? le respondían burlándose
de él.
Se enfadaba, y los otros se reían sin gana.
Un rayo de sol atravesó las nubes; era un rayo
amarillo y anémico, como si el sol estuviera gravemente enfermo. Todo lo
envolvía la tristeza de otoño.
-¡Esto es aburrido, mi pobre Bribón! -dijo Lelia, y sin
mirar atrás, volvió sobre sus pasos.
Hasta que estuvo en la estación, no se acordó de que
no se había despedido de Bribón.
V
Bribón corrió mucho tiempo en busca de la gente, llegó
hasta la estación, y sucio y mojado, volvió a la casa desierta. Allí hizo un
nuevo juego que no pudo ver nadie: subió por primera vez a la terraza y
enderezándose sobre sus patas traseras, miró la casa por la puerta de
cristales, y aun la arañó con su pata. Pero la casa estaba vacía y nadie le
respondió.
Caía una fuerte lluvia. Las tinieblas de otoño
descendían sobre la tierra. Llenaron rápidamente la casa desierta, saliendo
sin ruido de la maleza y cayendo con la lluvia del cielo sombrío. En la
terraza, de donde se había quitado el toldo, lo que la hacía más vasta y
extrañamente vacía, la luz se resistió algún tiempo en su lucha contra las
tinieblas, iluminando las huellas de los pies sucios; pero pronto la luz cedió.
Llegó la noche.
Y cuando ya no quedaba duda de que todo estaba negro y
desierto, el perro lanzó un largo gemido, quejumbroso. Añadió una nota lúgubre
y desesperada en el ruido monótono y melancólico de la lluvia, que penetró en
las tinieblas y se extendió por el campo negro y desnudo.
El perro aullaba metódicamente, con insistencia, con
la tranquilidad de la desesperación. Quien le hubiera oído, hubiera podido
creer que era la negra noche misma quien lloraba la luz extinguida, y hubiera
sentido un profundo deseo de estar al calor, cerca del fuego, teniendo
estrechamente abrazada contra su corazón a una mujer amada.
El perro seguía ladrando.
1.004 Andreiev (Leonidas)
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