Eranse un
zar y una zarina que tenían un hijo y una hija. Le ordenaron al hijo que,
cuando ellos murieran, se casara con la hermana. Algún tiempo después de
haberle ordenado al hijo que se casara con la hermana -no sé si poco o mucho-
murieron los padres.
El
hermano le dijo entonces a la hermana que se preparase para la ceremonia y él
fue a pedirle al pope que los desposara. Cuando iba a vestirse para el
casamiento, la hermana tomó tres muñecas, las colocó en las ventanas, ella se
plantó en medio de la habitación y dijo:
-¡Cucú,
muñequitas!
La
primera preguntó:
-¿Qué
ocurre?
-El
hermano quiere desposar a la hermana -dijo la segunda.
-Abrete,
tierra, y trágatela -pronunció la tercera.
Lo mismo
dijeron todas otra vez, y luego otra.
Vino el
hermano a preguntarle a la hermana:
-¿Estás
ya vestida?
-Todavía
no he terminado -contestó la hermana.
El volvió
a sus aposentos a esperar que se vistiera la hermana.
La
hermana dijo otra vez:
-¡Cucú,
muñequitas!
La
primera preguntó:
-¿Qué
ocurre?
-El
hermano quiere desposar a la hermana -dijo la segunda.
-Abrete,
tierra, y trágatela -pronunció la tercera.
Efectivamente,
se la tragó la tierra y fue a parar al otro mundo. Cuando el hermano volvió a
buscarla no la encontró, y así se quedó.
Ya en el
otro mundo, la zarevna, anda que te anda, llegó a un sitio donde se alzaba un
roble. Se acercó al roble y se desnudó. El roble se abrió. Ella colocó su ropa
en aquel agujero y, vestida de viejecita, continuó su camino. Anda que te anda,
se encontró ante un palacio y pidió que la admitieran de sirvienta. Y la
admitieron para encender las estufas.
El zar,
en cuyo palacio servía la zarevna, tenía un hijo soltero. El domingo, cuando el
hijo del zar se disponía a ir a la iglesia, le mandó a aquella sirvienta que le
diera un peine. Ella tardó un poco en cumplir su orden; el zarévich se enfadó y
la pegó con el peine en la mejilla. Luego terminó de arreglarse y fue a la
iglesia.
La
zarevna, vestida de viejecita, se encaminó hacia el roble, donde había
escondido su ropa, y el roble se abrió. Ella se vistió, convirtiéndose en una
preciosa zarevna y fue a la iglesia también.
Al verla
en la iglesia, el zarévich le preguntó a su lacayo de dónde era. Y el lacayo, a
sabiendas de que era la viejecita dedicada a encender las estufas en los
aposentos de palacio y de que el zarévich la había pegado con el peine,
contestó:
-Es de la
ciudad de Pegapeinetazos.
El
zarévich volvió a palacio y se puso a indagar dónde se encontraba esa ciudad en
su reino, pero no la encontró.
Sucedió
otra vez que, estando enfadado, el zarévich pegó a aquella sirvienta con una
bota y luego se fue a la iglesia. Allí estaba ella también, con el vestido que
guardaba en el roble. Al ver nuevamente a aquella hermosa desconocida, el
zarévich le preguntó a su lacayo si sabía de dónde era.
-Es de
Pegabotazos.
El
zarévich estuvo buscando aquella ciudad por su reino, pero no la encontró. Se
puso entonces a pensar y cavilar en el modo de hablar con aquella hermosa
doncella, pues se había enamorado y deseaba desposarla. Hasta que se le ocurrió
ordenar que untaran resina en el lugar de la iglesia donde ella solía
colocarse.
El
domingo acudió la zarevna a la iglesia, vestida con su traje, y fue a ocupar el
sitio de siempre. Terminado el oficio, en cuanto dio un paso para volver al
palacio, uno de sus zapatos se quedó allí pegado. De modo que volvió con un
zapato solo.
Dio el
zarévich orden de que despegaran el zapato, lo llevó a palacio y luego hizo que
se lo probaran todas las muchachas del reino. Pero a nadie le sirvió más que a
la viejecita encargada de encender las estufas. El zarévich empezó a hacerle
preguntas, y ella le confesó quién era y de dónde.
Entonces
él la desposó. Yo estuve allí también. Bebí vino, bebí hidromiel, que por las
barbas me chorreó, pero en la boca no me entró.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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