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domingo, 18 de agosto de 2013

La zarevna sinsonrisa

¡Parece mentira lo grande que es el mundo de Dios! En él viven ricos y viven pobres, y para todos hay sitio, a todos los contempla y los juzga el Señor. Los ricos se pasan la vida en la holganza; los pobres, trabajando. Cada cual según su destino.
En unos regios salones, en unos aposentos reales, en una preciosa estancia habitaba una zarevna a la que llamaban Sinsonrisa. ¡Qué vida fastuosa la suya! ¡Qué abundancia y qué lujo la rodeaban! Tenía de sobra todo cuanto se puede desear. Sin embargo, nunca sonreía, nunca se la veía reír, como si nada pudiera alegrar su corazón.
Para el zar, su padre, era una amargura ver tan triste a su hija. Tenía abiertos sus regios salones para todo el que deseara ser huésped suyo.
-Que intenten alegrar a la zarevna Sinsonrisa -dijo-. A quien lo consiga, se la daré por esposa.
Nada más pronunciar estas palabras se agolpó la gente a las puertas de palacio. De todas partes acudían zaréviches y príncipes, boyardos y nobles, militares y burgueses. Todo eran banquetes, el vino corría a mares, pero la princesa seguía sin reír.
En el otro extremo del país vivía en su pueblo un honrado bracero: por las mañanas limpiaba el corral, por las tardes llevaba a pastar al ganado... Siempre estaba trabajando. Su amo, hombre rico y justo, no le regateó la paga. Al cumplirse el año, puso una bolsa de dinero sobre la mesa.
-Coge lo que quieras -le dijo, y le dejó solo.
El bracero se acercó a la mesa y, preocupado por la idea de ofender a Dios si cogía más de lo debido por su trabajo, tomó sólo una moneda pequeña. Iba con ella en el puño cuando sintió sed y se inclinó sobre el pozo para beber. La moneda se le escapó y cayó al fondo.
El pobre se quedó sin nada. Otro, en su lugar, habría llorado, se habría afligido o cruzado de brazos. Pero él no. «Todo se hace por voluntad de Dios -pensó-. El Señor sabe lo que corresponde a cada cual: a uno le da dinero y a otro le quita lo último. Será que he puesto poco celo, que he trabajado mal. Ahora me afanaré más.»
De nuevo se puso a trabajar. Todo lo hacía en un santiamén. Al cabo de un año se cumplió otro plazo. El amo puso una bolsa de dinero encima de la mesa y le dejó solo diciendo:
-Coge lo que quieras.
Preocupado otra vez por la idea de no ofender a Dios y de no coger, más de lo debido por su trabajo, tomó una moneda pequeña, fue a beber y la dejó escapar sin querer: la moneda cayó al fondo del pozo.
Reanudó su trabajo con más afán todavía; robándole horas al sueño, quitándose la comida de la boca. Si a otros se les secaban las mieses y amarilleaban antes de tiempo, las de su amo estaban cada día más hermosas; si el ganado de otros amos andaba cojitranco, el del suyo retozaba por la calle; si a otros caballos había que ayudarlos incluso a bajar las cuestas, a los de su amo costaba trabajo retenerlos aunque fueran enganchados a un carro. El amo sabía muy bien a quién debía darle las gracias. Terminado el tercer año, puso un montón de dinero sobre la mesa y le dejó solo diciendo:
-Coge lo que quieras, muchacho. Tuyo ha sido el trabajo, tuyo es el dinero.
Tampoco esa vez tomó el bracero más que una moneda pequeña. Fue a beber al pozo y observó que conservaba la última moneda, y las dos anteriores habían subido a la superficie. Las recogió, comprendiendo que Dios recompensaba sus esfuerzos, y muy contento se dijo: «Es hora de que vaya a recorrer mundo y a conocer gente.»
Conforme lo pensó, así lo hizo. Echó a andar a la buena de Dios. Caminaba por un campo cuando llegó corriendo un ratón.
-Hola, compadre, buen hombre. Dame una moneda, que algún día te devolveré el favor.
El bracero le dio una moneda. Caminaba por un bosque cuando vio un escarabajo.
-Hola, compadre, buen hombre -le dijo-. Dame una moneda, que algún día te devolveré el favor.
También al escarabajo le dio una moneda. Iba cruzando un río cuando se le acercó un siluro.
-Hola, compadre, buen hombre -le dijo. Dame una moneda, que algún día te devolveré el favor.
Y al siluro le dio su última moneda.
Llegó por fin el bracero a la ciudad. ¡Cuánta gente, cuántas puertas...! Admirado, daba vueltas y más vueltas sin saber hacia dónde ir. Precisamente se encontraba frente al palacio real, todo adornado de plata y oro, y la zarevna Sinsonrisa estaba mirándole, asomada a su ventana. ¿Adónde ir? En esto se le nubló la vista, le embargó un sueño profundo y se desplomó allí mismo en el fango. De pronto aparecieron el siluro bigotudo, el escarabajo tan majo y el ratón juguetón. Todos acudieron al bracero para atenderle, para ayudarle: el ratón le sacudía la casaca, el escarabajo le limpiaba las botas, el siluro espantaba las moscas...
Contemplando tanto ajetreo, tantas idas y venidas, la zarevna Sinsonrisa no pudo contener una carcajada.
-¿Quién ha sido? ¿Quién ha logrado que riera mi hija? -preguntó el zar.
-Yo -dijo uno.
-Yo -dijo otro.
-¡No! -exclamó la zarevna Sinsonrisa. Ha sido aquel hombre -y señaló al bracero.
En seguida le hicieron entrar en palacio y se presentó, tan apuesto, ante el zar. Cumpliendo su real palabra, el zar hizo lo que había prometido.
Yo me pregunto si no soñaría todo eso el bracero.
Pero dicen que no, que esa fue la pura verdad. Conque hay que creérselo.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

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