¡Parece
mentira lo grande que es el mundo de Dios! En él viven ricos y viven pobres, y
para todos hay sitio, a todos los contempla y los juzga el Señor. Los ricos se
pasan la vida en la holganza; los pobres, trabajando. Cada cual según su
destino.
En unos
regios salones, en unos aposentos reales, en una preciosa estancia habitaba una
zarevna a la que llamaban Sinsonrisa. ¡Qué vida fastuosa la suya! ¡Qué
abundancia y qué lujo la rodeaban! Tenía de sobra todo cuanto se puede desear.
Sin embargo, nunca sonreía, nunca se la veía reír, como si nada pudiera alegrar
su corazón.
Para el
zar, su padre, era una amargura ver tan triste a su hija. Tenía abiertos sus
regios salones para todo el que deseara ser huésped suyo.
-Que
intenten alegrar a la zarevna Sinsonrisa -dijo-. A quien lo consiga, se la daré
por esposa.
Nada más
pronunciar estas palabras se agolpó la gente a las puertas de palacio. De todas
partes acudían zaréviches y príncipes, boyardos y nobles, militares y
burgueses. Todo eran banquetes, el vino corría a mares, pero la princesa seguía
sin reír.
En el
otro extremo del país vivía en su pueblo un honrado bracero: por las mañanas
limpiaba el corral, por las tardes llevaba a pastar al ganado... Siempre estaba
trabajando. Su amo, hombre rico y justo, no le regateó la paga. Al cumplirse el
año, puso una bolsa de dinero sobre la mesa.
-Coge lo
que quieras -le dijo, y le dejó solo.
El
bracero se acercó a la mesa y, preocupado por la idea de ofender a Dios si
cogía más de lo debido por su trabajo, tomó sólo una moneda pequeña. Iba con
ella en el puño cuando sintió sed y se inclinó sobre el pozo para beber. La
moneda se le escapó y cayó al fondo.
El pobre
se quedó sin nada. Otro, en su lugar, habría llorado, se habría afligido o
cruzado de brazos. Pero él no. «Todo se hace por voluntad de Dios -pensó-. El
Señor sabe lo que corresponde a cada cual: a uno le da dinero y a otro le quita
lo último. Será que he puesto poco celo, que he trabajado mal. Ahora me afanaré
más.»
De nuevo
se puso a trabajar. Todo lo hacía en un santiamén. Al cabo de un año se cumplió
otro plazo. El amo puso una bolsa de dinero encima de la mesa y le dejó solo
diciendo:
-Coge lo
que quieras.
Preocupado
otra vez por la idea de no ofender a Dios y de no coger, más de lo debido por
su trabajo, tomó una moneda pequeña, fue a beber y la dejó escapar sin querer:
la moneda cayó al fondo del pozo.
Reanudó
su trabajo con más afán todavía; robándole horas al sueño, quitándose la comida
de la boca. Si a otros se les secaban las mieses y amarilleaban antes de
tiempo, las de su amo estaban cada día más hermosas; si el ganado de otros amos
andaba cojitranco, el del suyo retozaba por la calle; si a otros caballos había
que ayudarlos incluso a bajar las cuestas, a los de su amo costaba trabajo
retenerlos aunque fueran enganchados a un carro. El amo sabía muy bien a quién
debía darle las gracias. Terminado el tercer año, puso un montón de dinero
sobre la mesa y le dejó solo diciendo:
-Coge lo que
quieras, muchacho. Tuyo ha sido el trabajo, tuyo es el dinero.
Tampoco
esa vez tomó el bracero más que una moneda pequeña. Fue a beber al pozo y
observó que conservaba la última moneda, y las dos anteriores habían subido a
la superficie. Las recogió, comprendiendo que Dios recompensaba sus esfuerzos,
y muy contento se dijo: «Es hora de que vaya a recorrer mundo y a conocer
gente.»
Conforme
lo pensó, así lo hizo. Echó a andar a la buena de Dios. Caminaba por un campo
cuando llegó corriendo un ratón.
-Hola,
compadre, buen hombre. Dame una moneda, que algún día te devolveré el favor.
El
bracero le dio una moneda. Caminaba por un bosque cuando vio un escarabajo.
-Hola,
compadre, buen hombre -le dijo-. Dame una moneda, que algún día te devolveré el
favor.
También
al escarabajo le dio una moneda. Iba cruzando un río cuando se le acercó un
siluro.
-Hola,
compadre, buen hombre -le dijo. Dame una moneda, que algún día te devolveré el
favor.
Y al
siluro le dio su última moneda.
Llegó por
fin el bracero a la ciudad. ¡Cuánta gente, cuántas puertas...! Admirado, daba
vueltas y más vueltas sin saber hacia dónde ir. Precisamente se encontraba
frente al palacio real, todo adornado de plata y oro, y la zarevna Sinsonrisa
estaba mirándole, asomada a su ventana. ¿Adónde ir? En esto se le nubló la
vista, le embargó un sueño profundo y se desplomó allí mismo en el fango. De
pronto aparecieron el siluro bigotudo, el escarabajo tan majo y el ratón
juguetón. Todos acudieron al bracero para atenderle, para ayudarle: el ratón le
sacudía la casaca, el escarabajo le limpiaba las botas, el siluro espantaba las
moscas...
Contemplando
tanto ajetreo, tantas idas y venidas, la zarevna Sinsonrisa no pudo contener
una carcajada.
-¿Quién
ha sido? ¿Quién ha logrado que riera mi hija? -preguntó el zar.
-Yo -dijo
uno.
-Yo -dijo
otro.
-¡No!
-exclamó la zarevna Sinsonrisa. Ha sido aquel hombre -y señaló al bracero.
En
seguida le hicieron entrar en palacio y se presentó, tan apuesto, ante el zar.
Cumpliendo su real palabra, el zar hizo lo que había prometido.
Yo me
pregunto si no soñaría todo eso el bracero.
Pero
dicen que no, que esa fue la pura verdad. Conque hay que creérselo.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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