La vieja
aquélla se pasaba el día y la noche refunfuñando. ¿Cómo no se le cansaría la
lengua? Y todo contra su hijastra: que si era tonta, que si no tenía buen
tipo... Ya fuera o viniera, estuviese de pie o sentada, nada hacía bien ni a su
gusto. De la mañana a la noche, era como si le hubieran dado cuerda. Tenía
harto al marido, tenía hartos a todos. Daban ganas de escapar de aquella casa.
Un día que
el marido estaba enganchando el caballo con la idea de ir a vender mijo a la
ciudad, le gritó la vieja:
-Llévate a
la hijastra y déjala en mitad del bosque o en mitad del camino; donde quieras
con tal de quitármela de encima.
El viejo
obedeció. El camino que debían recorrer era largo y difícil, todo. por bosques
y pantanos. ¿Dónde dejar a la muchacha? De pronto vio una casita con patas de
gallina, apuntalada por un pastelillo, con techo de oblea, y que además daba
vueltas. «Siempre será mejor dejarla en una casa», pensó el viejo. Conque la
hizo apearse, le dio mijo para hervir, arreó al caballo y desapareció.
La muchacha
se quedó sola, trituró el mijo, lo hirvió, pero era mucho y no tenía con quien
compartirlo. Llegó la noche, tan larga, tan terrible. Si se echaba a dormir,
se hartaría de estar acostada; si quería ver lo que había a su alrededor, se
le cansaría la vista de tanto mirar... No tenía con quién hablar. Se aburría y
sentía miedo. Llegó al umbral, abrió la puerta que daba al bosque y gritó.
-¡Eh! Si
hay alguien en el bosque oscuro, que venga a verme...
Un silvano
que la oyó tomó la forma de un joven apuesto, de un mercader de Nóvgorod y
acudió llevándole un presente. Iba un día a charlar con la muchacha, iba otro
día y siempre le ofrecía un regalo. Así fue acostum-brándose a visitarla, y
tantos presentes le hizo, que ya no quedaba sitio donde colocarlos.
Entre
tanto, la vieja refunfuñona se aburría sin su hijastra. Sentía angustia de
tanto silencio como había en la casa y notaba la lengua reseca.
-Anda y
tráeme a la hijastra -le dijo al marido. La sacas de donde esté: del fondo del
mar o de las llamas. Soy vieja, estoy débil, y no tengo a nadie que me atienda.
Obedeció el
marido y trajo a la hijastra. Cuando ésta abrió su baúl y co-Igó todo lo que
traía en una cuerda que llegaba desde el muro hasta el portón, la vieja, que
abría ya la boca para recibirla como siempre, volvió a cerrarla, hizo sentar a
la muchacha en el sitio de honor, debajo de los iconos, y le preguntó con
mucho respeto:
-¿Qué puedo
ofrecerte, señora mía?
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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