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domingo, 18 de agosto de 2013

La vieja refunfuñona

La vieja aquélla se pasaba el día y la noche refunfuñando. ¿Có­mo no se le cansaría la lengua? Y todo contra su hijastra: que si era tonta, que si no tenía buen tipo... Ya fuera o viniera, estuviese de pie o sentada, nada hacía bien ni a su gusto. De la mañana a la noche, era como si le hubieran dado cuerda. Tenía harto al ma­rido, tenía hartos a todos. Daban ganas de escapar de aquella casa.
Un día que el marido estaba enganchando el caballo con la idea de ir a vender mijo a la ciudad, le gritó la vieja:
-Llévate a la hijastra y déjala en mitad del bosque o en mitad del camino; donde quieras con tal de quitármela de encima.
El viejo obedeció. El camino que debían recorrer era largo y difícil, todo. por bosques y pantanos. ¿Dónde dejar a la muchacha? De pronto vio una casita con patas de gallina, apuntalada por un pastelillo, con techo de oblea, y que además daba vueltas. «Siempre será mejor dejarla en una casa», pensó el viejo. Conque la hizo apearse, le dio mijo para hervir, arreó al caballo y desapareció.
La muchacha se quedó sola, trituró el mijo, lo hirvió, pero era mucho y no tenía con quien compartirlo. Llegó la noche, tan lar­ga, tan terrible. Si se echaba a dormir, se hartaría de estar acosta­da; si quería ver lo que había a su alrededor, se le cansaría la vista de tanto mirar... No tenía con quién hablar. Se aburría y sentía mie­do. Llegó al umbral, abrió la puerta que daba al bosque y gritó.
-¡Eh! Si hay alguien en el bosque oscuro, que venga a verme...
Un silvano que la oyó tomó la forma de un joven apuesto, de un mercader de Nóvgorod y acudió llevándole un presente. Iba un día a charlar con la muchacha, iba otro día y siempre le ofrecía un regalo. Así fue acostum-brándose a visitarla, y tantos presentes le hizo, que ya no quedaba sitio donde colocarlos.
Entre tanto, la vieja refunfuñona se aburría sin su hijastra. Sen­tía angustia de tanto silencio como había en la casa y notaba la len­gua reseca.
-Anda y tráeme a la hijastra -le dijo al marido. La sacas de donde esté: del fondo del mar o de las llamas. Soy vieja, estoy débil, y no tengo a nadie que me atienda.
Obedeció el marido y trajo a la hijastra. Cuando ésta abrió su baúl y co-Igó todo lo que traía en una cuerda que llegaba desde el muro hasta el portón, la vieja, que abría ya la boca para recibirla como siempre, volvió a cerrarla, hizo sentar a la muchacha en el si­tio de honor, debajo de los iconos, y le preguntó con mucho respeto:
-¿Qué puedo ofrecerte, señora mía?

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

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