La mariposa
iba en busca de novia, y, naturalmente, pensaba en una linda florecilla. Las
estuvo examinando. Todas permanecían calladas y discretas en su tallo, como es
propio de las doncellas no prometidas. Pero había tantas, que la elección
resultaba difícil, y no sabiendo la mariposa qué partido tomar, voló hacia la margarita. Los
franceses han descubierto que esta flor posee el don de profecía; por eso la
consultan los novios, arrancándole hoja tras hoja y dirigiéndole cada vez una
pregunta relativa a la persona amada: «¿De corazón?», «¿Por encima de todo?»,
«¿Un poquito?», «¿Nada en absoluto?», etc. Cada cual pregunta en su lengua, y
la mariposa acudió a interrogar a su vez, pero en vez de arrancar las hojas las
besaba, creyendo que como se llega más lejos es con el empleo de buenos
modales.
-¡Dulce
Margarita! -dijo. Es usted la señora más inteligente de todas las flores, y
puede predecirme lo por venir. Dígame, por favor, ¿cuál será mi novia? ¿Cuál me
querrá? Cuando lo sepa, podré volar directamente a ella y solicitarla.
Pero
Margarita no respondió. Se había molestado al oírse tratar de «señora», cuando
era una joven doncella, y entonces no se es señora. La mariposa repitió su
pregunta por segunda y tercera vez, pero viendo que obtenía la callada por
respuesta, emprendió el vuelo, resuelta a buscar novia por su cuenta.
La
primavera se hallaba en sus comienzos; en gran profusión florecían las
campanillas blancas y los azafranes. «Son muy lindas -dijo la mariposa, unas
pequeñas preciosas, pero demasiado pollitas». Se había fijado en que los mozos
las preferían mayores.
Voló
entonces a las anémonas, pero las encontró un tanto secas, y luego a las
violetas, que le resultaron demasiado románticas. Los tulipanes eran
orgullosos; los narcisos, plebeyos; las flores del tilo, demasiado pequeñas y
con excesiva parentela. Las del manzano, si bien es cierto que parecían rosas,
florecían hoy y se caían mañana, según soplara el viento; sería un matrimonio
muy breve, pensó. La flor del guisante fue la que estimó más apropiada; era
roja y blanca, fina y delicada, y pertenecía a la clase de las doncellas
caseras, que son guapetonas y, al mismo tiempo, saben desenvolverse en la cocina. Iba ya a
declarársele, cuando de pronto vio a su lado una vaina con una flor marchita en
la punta.
-¿Quién es
esa? -preguntó.
-Es mi
hermana -respondió la flor de guisante.
-¡Caramba,
así es como será usted más tarde!
La mariposa
se asustó y siguió volando.
La
madreselva florida colgaba sobre la valla. Eran muchas señoritas de caras largas y
piel amarilla; no le gustó la especie. ¿Qué le gustaba, pues? Pregún-taselo a
ella.
Pasó la
primavera, pasó el verano y vino el otoño, y la mariposa seguía sin decidirse.
Las flores
llevaban entonces magníficos ropajes; pero, ¿qué se sacaba con eso? Les faltaba
el espíritu juvenil, fresco y fragante. El corazón, cuando envejece, quiere
aroma, y ésta no se encuentra precisamente en las dalias y las alteas. Por eso
la mariposa se dirigió a la menta crespa.
-Verdad es
que no tiene flores, pero en realidad toda ella es una flor, huele de pies a
cabeza, hay fragancia en cada una de sus hojas. ¡Me quedaré con ella!
Y,
finalmente, la solicitó.
Pero la
menta permanecía tiesa y callada, hasta que, al fin, dijo: -Amigos, bueno,
pero nada más. Yo soy vieja, y usted también; podemos perfecta-mente vivir el
uno para el otro, pero casarnos, de ningún modo. No cometamos sandeces a
nuestra edad.
Y así fue
cómo la mariposa se quedó sin mujer. Se había pasado demasiado tiempo buscando,
y esto no debe hacerse. Acabó siendo lo que se dice un solterón.
Otoño
estaba muy avanzado, con lluvias y tiempo turbio. Un viento frío soplaba sobre
los viejos sauces, cuyo interior crujía. No daba ya gusto salir de paseo en
traje de verano; pronto se le quitaban a uno las ganas. Pero la mariposa no
revoloteaba ya por el campo; por casualidad había encontrado un refugio, con
estufa encendida. Reinaba allí una temperatura veraniega, y se podía vivir muy
bien. «Pero no basta con vivir -decía. ¡Hacen falta el sol, la libertad y una
florecilla!».
Y de un
vuelo se fue al cristal de la
ventana. La vieron, la admiraron y, traspasándola con una
aguja, la depositaron en el cajón de las cosas raras. Más no habrían podido
hacer por ella.
-Ahora estoy
en un tallo, como una flor -dijo la mariposa aunque, bien mirado, no resulta
muy agradable. Viene a ser como el matrimonio, uno está bien asentado.
Y con esto
se consoló.
-¡Pobre
consuelo! -observaron las flores de la maceta del cuarto.
-No hay que
fiarse mucho de las flores de tiesto -dijo la mariposa; alternan demasiado con
las personas.
1.003. Andersen (Hans Christian)
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