Estamos de
camino hacia París, para ver la Exposición. Ya llegamos. ¡Vaya viaje! Fue volar
sin arte de magia. Nos impulsó el vapor, lo mismo por mar que por tierra.
Sí, nos ha
tocado vivir en la época de los cuentos de hadas.
Nos
hallamos en el corazón de París, en un gran hotel. Flores adornan las paredes
de la escalera, mullidas alfombras cubren los peldaños.
Nuestra
habitación es cómoda. Por el balcón abierto se domina la perspectiva de una
gran plaza. Allí está la primavera, ha llegado a París al mismo tiempo que
nosotros. La vemos en figura de un joven y majestuoso castaño, con delicadas
hojas recién brotadas. ¡Qué bello está, con sus galas primaverales, eclipsando
todos los demás árboles de la plaza! Uno de ellos ha sido borrado del número de
los vivos; yace tendido en el suelo, arrancado de raíz. En su lugar será
trasplantado y prosperará el joven castaño.
Éste se
encuentra todavía en el pesado carro que, de madrugada, lo transportó desde el
campo, a varias millas de París. Durante varios años había crecido al lado de
un fornido roble, a cuya sombra solía sentarse el anciano y venerable párroco
para contar sus cuentos a los niños. El castaño escuchaba también: la dríade
que moraba en él era aún una niña. Se acordaba todavía del tiempo en que el
diminuto árbol sobresalía apenas de las hierbas y los helechos. Éstos habían
alcanzado ya el límite de su desarrollo, mas no el árbol, que seguía creciendo
año tras año, gozando del aire y del sol, bebiendo el rocío y la lluvia,
sacudido y agitado por los fuertes vientos. Todo esto forma parte de la
educación.
La dríade
gozaba de su existencia, del sol y del gorjear de los pájaros. Pero lo que más
le gustaba era la voz humana; comprendía su lenguaje, lo mismo que el de los
animales.
La
visitaban mariposas, libélulas y moscas, en una palabra, todos los insectos
voladores. Le contaban cosas del pueblo, de los viñedos y el bosque, del viejo
palacio y del parque, con sus canales y el estanque, en el fondo de cuyas aguas
moraban también seres vivos que, a su manera, volaban de un punto a otro por
debajo de la superficie; seres pensantes y muy ilustrados, y que siempre
estaban callados, de puro inteligentes.
Y la
golondrina que se había zambullido en el agua explicaba cosas de los lindos
peces dorados, los gordos sargos, las voluminosas tencas y las viejas y
musgosas carpas. La golondrina lo describía con mucha gracia, pero añadía que
uno tenía que verlo con los propios ojos, para hacerse cargo. Mas ¿cómo podía
esperar la dríade ver jamás aquellas maravillas? Tenía que contentarse con
contemplar la hermosa campiña y observar el ajetreo de los seres humanos.
Todo era
bello y espléndido, pero especialmente cuando el viejo sacerdote contaba cosas
de Francia, de las hazañas de sus hijos e hijas, cuyos nombres son pronunciados
con admiración en todos los tiempos.
Entonces
supo la dríade los hechos de la pastora Juana de Arco, de Carlota Corday, y
conoció tiempos antiquísimos, y los de Enrique IV y de Napoleón I, llegando
hasta los actuales. Oyó hablar de grandes genios y talentos; oyó nombres cuyo
eco resuena en el corazón del pueblo: Francia es un gran país, el suelo
nutricio del genio, con el cráter de la libertad.
Los niños
de la aldea escuchaban con unción, y la dríade también; era un escolar como
ellos. En las formas cambiantes de las nubes que desfilaban por el cielo veía,
una por una, todas las escenas que describía el párroco.
El cielo
con sus nubes era su libro de estampas.
Se sentía
feliz con su hermosa Francia, y, sin embargo, tenía la impresión de que el ave,
como todos los animales voladores, era más favorecida que ella. Hasta la mosca
podía darse una vueltecita por el mundo, volar lejos, mucho más lejos de lo que
alcanzaba a ver la dríade.
Francia era
grande y magnífica, pero ella veía sólo un pedacito insignifi-cante. El país se
extendía indefinidamente con sus viñedos, sus bosques y sus populosas ciudades,
entre las cuales era París la más grandiosa y soberbia. Las aves podían volar
hasta París, pero a ella le estaba vedado.
Entre los
niños de la aldea había una chiquilla muy pobre y vestida de andrajos, pero de
agradable aspecto. Cantaba y reía sin parar y llevaba siempre flores rojas en
el negro cabello.
-¡No vayas
a París! -le decía el viejo señor cura. Allí te perderías, pobre-cilla.
Pero ella
se fue a París.
La dríade
pensaba a menudo en aquella niña. Las dos habían sentido el mismo embrujo de la
gran ciudad.
Desfilaron
la primavera, el verano, el otoño y el invierno; transcurrieron varios años.
El árbol de
la dríade dio sus primeras flores, los pájaros gorjearon a su alrededor, bajo
el tibio sol. Por el camino se vio venir un lujoso coche ocupado por una
distinguida señora, que con su mano guiaba los ágiles caballos, mientras un
pequeño jockey, muy peripuesto, iba sentado en la parte posterior. La dríade la
reconoció, y la reconoció también el anciano sacerdote, quien, sacudiendo la
cabeza, dijo, afligido:
-¡Fuiste a
buscar tu perdición, pobre María!
«¿Pobre?
-pensó la dríade. ¡Qué ha de ser! ¡Si va vestida como una duquesa! ¡Cómo ha
cambiado, en la ciudad de los hechizos! ¡Ay, si yo pudiese estar allí, entre
tanta magnificencia! Su esplendor llega por la noche hasta las nubes; basta
mirar al cielo para saber dónde está la ciudad».
Noche tras
noche, miraba la dríade en aquella dirección. Veía la luminosa niebla en el
horizonte; en las claras noches de luna echaba de menos las nubes viajeras que
le ofrecían imágenes de la ciudad y de la Historia.
De igual
forma que el niño hojea su libro de estampas, así la dríade consultaba las
nubes.
El cielo de
verano, sereno y sin nubes, era para ella una hoja en blanco; y ya llevaba
varios días sin haber visto más que páginas vacías.
Era la
calurosa estación veraniega, con días ardorosos, sin un hálito de brisa. Cada
hoja, cada flor, vivía como aletargada, y los hombres también.
En esto se
levantaron nubes en el punto donde la neblina luminosa anun-ciaba la presencia
de París.
Las nubes
se amontonaron, formaron como una cadena montañosa y se extendieron por toda la
región, hasta donde alcanzaba la vista de la dríade.
Semejantes
a enormes peñascos negruzcos, los nubarrones se acumulaban en las alturas, capa
sobre capa. Empezaron a rasgarlas los relámpagos. «También ellos son servidores
de Dios», había dicho el anciano sacerdote. Y de pronto brilló un rayo
deslumbrante, vivísimo como el mismo sol, capaz de volar las rocas, y que al
caer hirió el venerable roble, hendiéndolo hasta la raíz. Se partió la copa,
se partió el tronco, que se desplomó en dos pedazos, como si extendiera los
brazos para recibir al mensajero de la luz.
No hay
cañones que, al nacer un príncipe real, puedan resonar con un fragor comparable
al del trueno que acompañó la muerte del viejo roble. La lluvia caía a
torrentes, empezó a soplar un viento fresco, y en un momento se calmó la
tormenta; el aire quedó limpio y sereno, como en una tarde de domingo. Los
aldeanos se congregaron en torno al roble abatido; el señor cura pronunció
sentidas palabras de recuerdo, y un pintor dibujó el árbol para que quedase de
él un testimonio duradero.
-Todo se va
-dijo la dríade-, se va como la nube, para no volver jamás.
Tampoco
volvió el anciano sacerdote. El tejado de su escuela se había hundido, y
desaparecido la tarima desde la que él daba sus lecciones. Los niños no
volvieron, pero vino el otoño, y el invierno, y luego también la primavera. Al
cambiar la estación, la dríade dirigió la mirada hacia el punto del horizonte
donde, todas las tardes y noches, París brillaba como una niebla luminosa. De
allí salía locomotora tras locomotora.
Los trenes
se sucedían ininterrumpidamente, silbando, rugiendo, a todas las horas del día.
Llegaban trenes al anochecer, a medianoche, por la mañana y en pleno día, y en
cada uno de ellos viajaban hombres de todos los países del mundo. Una nueva
maravilla los llamaba a París.
¿En qué
consistía tal maravilla?
-Una
prodigiosa floración del Arte y de la Industria -decían ha brotado en la desierta arena
del Campo de Marte. Un girasol gigantesco, en cuyas hojas puede aprenderse
Geografía y Estadística, hasta llegar a ser docto como un decano, elevarse a
las alturas del Arte y la
Poesía , y reconocerse en ellas la grandeza y el poderío de
los países.
-Una flor
de leyenda -decían otros, una flor de loto multicolor que despliega sus verdes
hojas sobre la arena, a modo de alfombra de terciopelo; la temprana primavera
la ha hecho germinar, el verano la verá en todo su esplendor, las tormentas de
otoño se la llevarán y no dejarán de ella hojas ni raíces.
Frente a la Escuela Militar se
extiende, en tiempo de paz, la arena de la guerra, un campo sin hierba ni
planta alguna, un trozo de estepa arenosa arrancada al desierto de África,
donde el espejismo exhibe sus fantásticos castillos aéreos y jardines
colgantes. Pero en el Campo de Marte se alzaban éstos aún más hermosos y
maravillosos, pues la humana inteligencia ha sabido trocar en realidad las
mentidas imágenes atmosféricas.
Se ha
construido el palacio del Aladino de la
Era moderna -se decía. Día tras día, hora tras hora, va
desplegándose en toda su milagrosa magnificencia. Mármoles y colores realzan
sus espaciosos salones. El «maestro sin sangre» mueve aquí sus miembros de
hierro y acero en la gran sala circular de las máquinas. Verdaderas obras de
arte, hechas en metal, en piedra, en fibras textiles, pregonan la vida del
espíritu que anima todos los países del mundo. Salas de pinturas, el esplendor
de las flores, todo cuanto el talento y la habilidad pueden crear en el taller
del artesano, aparece aquí expuesto. Hasta los monumentos de la Antigüedad sacados de
los viejos palacios y de las turberas se han dado cita en París.
El
grandioso conjunto, abrumador en su riqueza, debe descomponerse en pequeños
fragmentos, reducirse a un juguete, para que pueda ser abrazado y captado en su
integridad.
Como una
gran mesa navideña, el Campo de Marte albergaba un mágico palacio de la Industria y del Arte, y
en torno a él se exponían envíos de todos los países; cada nación encontraba
allí un recuerdo de la patria.
Aparecía
aquí el palacio real de Egipto, y más allá la caravanera de las tierras
desérticas. El beduino había abandonado su soleado país y paseaba por París
montado en su camello. Las cuadras rusas cobijaban los fogosos y soberbios
caballos de las estepas. La casita de campo danesa, con el techo de paja y la
bandera de Danebrog, se alzaba junto a la casa de madera de Gustavo Wasa de
Dalarne, con sus primorosas tallas. Chozas americanas, «cottages» ingleses,
pabellones franceses, quioscos, iglesias y teatros estaban dispuestos en
derredor con arte y gracia exquisitos, y entre ellos había frescos céspedes,
claras aguas fluyentes, floridos setos, árboles raros, invernaderos en cuyo
interior creía uno hallarse en plena selva tropical; grandes rosaledas traídas
de Damasco florecían bajo un tejado. ¡Qué riqueza de colores y perfumes!
Grutas
artificiales con columnas estalactiticas encerraban aguas dulces y salobres,
ofreciendo una vista panorámica del reino de los peces; estaba uno como en el
fondo del mar, entre peces y pólipos.
-Todo eso
-decían- contiene y exhibe el Campo de Marte, y en torno a la inmensa mesa del
banquete, opíparamente servida, se mueve el enorme gentío como laborioso
hormiguero, a pie o en diminutos carruajes, pues no todas las piernas resisten
la agotadora peregrinación.
Acude la
gente desde las primeras horas de la mañana hasta la noche cerrada. Un vapor
tras otro, abarrotados de público, bajan por el Sena, el número de vehículos
aumenta por momentos, los tranvías y ómnibus van hasta los topes. Todas esas
riadas de gente confluyen hacia un mismo punto: la exposición de París. Las
entradas del recinto están adornadas con banderas de Francia: alrededor del
bazar de los países ondean los colores de todas las naciones; de la sala de
maquinaria llega un fuerte zumbido, los campanarios envían las melodías de los
carillones, el órgano suena en los templos, y a sus notas se mezclan, gangosos
y enronquecidos, los cantos de los cafés orientales. Se diría un imperio
babilónico, una lengua cosmopolita, una maravilla del Universo.
Así era, en
efecto, decían las noticias que llegaban de allí. ¿Quién no las oía? La dríade
sabía todo lo que acabamos de contar acerca del nuevo milagro de la ciudad de
las ciudades.
-¡Vuelen,
aves! ¡Vuelen a verlo y vuelvan a contármelo! -suplicaba la dríade.
Su deseo se
convirtió en un anhelo ardiente, y he aquí que en la noche clara y silenciosa,
a la luz de la luna, la dríade vio cómo del luminoso astro de la noche salía
una chispa, que descendió como una estrella fugaz y se detuvo delante del
árbol, cuyas ramas se estremecieron como al embate de una brusca ventolera.
Apareció entonces una figura imponente y luminosa, y habló con voz suave y
recia a la vez, como las trompetas que el día del Juicio Final nos llamarán a
escuchar nuestra sentencia.
-Irás a la
ciudad hechizada, echarás raíces en ella, gozarás de su vida bulliciosa, de su
aire y de su sol. Pero tu vida se acortará, la serie de años que aquí en el
campo te estaban destinados, se reducirá a una pequeña fracción. ¡Pobre dríade!
¡Ésta será tu perdición! Vivirás con el alma en un hilo, tus deseos se volverán
tempestuosos. El árbol será para ti una cárcel, abandonarás tu envoltura,
renunciarás a tu naturaleza, te escaparás para mezclarte con los humanos.
Entonces tu vida se reducirá a la mitad de la de una efímera, pues vivirás una
sola noche. Tu luz vital se extinguirá, las hojas del árbol se marchitarán y
morirán, perdido el verdor para siempre.
Así dijo y
la luminosa aparición se esfumó, pero no el anhelo de la dríade, que quedó
temblando de expectación, dominada por la fiebre de tantas emociones. «¡Iré a
la ciudad de las ciudades! -exclamó. La vida empieza, crece como la nube,
nadie sabe adónde va».
Al
amanecer, cuando palideció la luna, y las nubes se tiñeron de grana, sonó la
hora de la realización y se cumplieron las palabras de la promesa.
Se
presentaron unos hombres provistos de palas y palancas. Cavaron hasta muy
hondo, en torno a las raíces del árbol; se adelantó un carro tirado por
caballos, levantaron el árbol con sus raíces y la tierra que las sujetaba y,
después de envolverlas con esteras de juncos a modo de caliente saco de viaje,
lo cargaron en el vehículo. Lo ataron sólidamente y emprendieron el viaje a
París, la noble capital de Francia, la ciudad de las ciudades, donde el árbol
debía crecer y medrar.
Las ramas y
las hojas del castaño temblaron al ponerse el carro en movimiento; la dríade
tembló a su vez de ardiente impaciencia.
-¡Adelante,
adelante! -decía a cada latido ¡Adelante! ¡adelante!- sonaba en palabras aladas
y vibrantes.
La dríade
ni se acordó de decir adiós a la tierra natal, a las ondeantes hierbas y a las
candorosas margaritas que la habían mirado desde el nivel del suelo como a una
gran dama del jardín de Nuestro Señor, como a una princesita que jugaba a
pastora en el campo.
El castaño
yacía en el carro, saludando con las ramas. Si quería decir «adiós» o
«adelante», la dríade lo ignoraba; soñaba tan sólo en las mara-villosas
novedades, tan conocidas sin embargo, que iban a desplegarse ante ella. Ningún
corazón infantil, inocente y alegre, ninguna sangre ansiosa de placeres había
emprendido el viaje a Paris con tal exaltación.
Su
«¡adiós!» fue un «¡adelante, adelante!».
Giraban las
ruedas. La lejanía se aproximaba y pasaba, cambiaba el paisaje como las nubes;
aparecían nuevos viñedos, bosques, pueblos, torres y jardines; se acercaban,
desaparecían. El castaño seguía avanzando, y la dríade con él. Se sucedían las
estruendosas locomotoras y se cruzaban, enviando al aire nubes de humo que
hablaban de París, de dónde venían y adónde se dirigía la dríade.
En derredor
todos sabían o adivinaban su punto de destino; cada árbol del camino parecía
extender hacia ella sus ramas, rogándole: «¡Llévame contigo, llévame contigo!».
En cada uno moraba también una dríade anhelante.
¡Qué cambio!
¡Qué viaje! Parecía como si del suelo brotaran las casas, cada vez más
numerosas y más espesas. Se levantaban las chimeneas como tiestos de flores,
superpuestas o alineadas en los tejados; grandes letreros con letras
gigantescas y figuras multicolores, que cubrían las paredes desde el zócalo a
la cornisa, destacaban brillantes y luminosas.
-¿Dónde
empieza París? ¿Cuándo llegaré? -se preguntaba la dríade. El hormiguero
humano aumentaba, crecían el ruido y el ajetreo, se sucedían los carruajes,
peatones seguían a jinetes, y en torno se alineaban las tiendas y todo era
música, canto, griterío y discursos.
La dríade,
en el interior de su árbol, se encontraba en el centro de París.
El grande y
pesado carro se detuvo en una plaza plantada de otros árboles y rodeada de
altas casas que tenían balcones en vez de ventanas. La gente miraba desde ellos
al joven castaño verde que acababa de llegar y que iba a ser plantado en el
lugar del árbol muerto y arrancado, yacente en el suelo. Los transeúntes se
paraban en la plaza a mirar con gozosa sonrisa el hermoso presagio de la primavera. Los
árboles de más edad, cubiertos aún de yemas, saludaban con el murmullo de sus
ramas: «¡Bienvenido, bienvenido!». Y el surtidor proyectaba al aire sus chorros
de agua, que, al caer en la ancha pila, enviaban sus gotas al árbol recién
venido, como para saludar su llegada invitándolo a un refresco.
La dríade
sintió que descargaban su árbol del carro y lo colocaban en el hoyo que le
tenían destinado. Las raíces fueron recubiertas con tierra, y encima plantaron
fresco césped. Junto con el árbol fueron plantadas también matas y flores en
macetas, quedando un jardincito en el centro de la plaza. El árbol muerto,
víctima de las emanaciones del gas, de los vapores y del asfixiante aire ciudadano,
fue cargado en el carro y retirado. Los transeúntes miraban, niños y viejos se
sentaban en el banco, entre el verdor, alzando la vista para contemplar las
hojas del árbol. Y nosotros, que relatamos la historia, veíamos desde un balcón
aquel joven emisario de la primavera, venido de los puros aires campestres, y
repetíamos las palabras del anciano sacerdote. «¡Pobre dríade!».
-¡Qué feliz
soy, qué feliz! -exclamaba ésta, jubilosa-. Pero no logro comprender ni
expresar lo que siento. Todo es como me lo había imaginado, y al mismo tiempo
muy distinto.
Las casas
estaban allí, tan altas, tan cercanas. El sol brillaba solamente en una de las
paredes, la cual se hallaba cubierta de rótulos y carteles, ante los que la
gente se detenía, apretujándose. Circulaban carruajes, pesados y ligeros. Los
ómnibus, esas abarrotadas casas ambulantes, corrían a gran velocidad. Entre
ellos se deslizaban jinetes, y lo mismo trataban de hacer los carros y coches.
La dríade se preguntó si acaso aquellas altísimas casas tan apiñadas no se
esfumarían pronto como las nubes del cielo, cambiando de forma, apartándose
para dejarle ver mejor la ciudad de París. ¿Dónde estaba Notre Dame, la columna Vendóme y
aquella maravilla que había atraído y seguía atrayendo a tantos extranjeros?
Pero las
casas no se movían de su sitio.
Había aún
luz de día cuando encendieron los faroles; los mecheros de gas enviaban su
resplandor desde el interior de los comercios, alumbrando hasta las ramas de
los árboles; parecía el sol de verano. En lo alto fueron asomando las
estrellas, las mismas que la dríade conocía del campo. Creyó sentir que venía
de él una corriente de aire, puro y suave. Experimentó la sensación de ser
levantada y fortalecida; veía por cada hoja del árbol, sentía por cada fibra de
la raíz. En
medio de aquel mundo de los humanos sentía que la miraban unos ojos dulces,
mientras a su alrededor todo era confusión y ruido, colores y luz.
De las
calles adyacentes llegaban sones de instrumentos musicales y las melodías del
organillo que invitaban a la danza. ¡A bailar, a bailar! Convidaban a la
alegría, a gozar de la vida.
Era una música capaz de hacer danzar los caballos, coches,
árboles y casas, si hubiesen sabido bailar. El pecho de la dríade rebosaba de
entusiasmo y de júbilo.
-¡Cuánta
dicha y belleza! -exclamaba. ¡Estoy en París!
El día y la
noche que siguieron, y el otro día y la otra noche ofrecieron el mismo
espectáculo: aquel movimiento, aquella animación, siempre distintos y, sin
embargo, siempre iguales.
-Ya conozco
a todos los árboles y a todas las flores de la plaza. Y conozco también
las casas una por una, cada balcón y cada tienda de este retirado rincón donde
me han plantado, y que me oculta la enorme y populosa ciudad. ¿Dónde están los
arcos de triunfo, los bulevares, la maravilla del mundo? No veo nada. Estoy
como encerrada en una jaula en medio de las altas casas que conozco ya de
memoria, con sus letreros, rótulos y carteles; ya no me gusta este
abigarramiento. ¿Dónde está todo aquello que me contaron, que sé que existe, que
tanto anhelaba ver y que encendió en mí el deseo de venir a la ciudad? ¿Qué he
conseguido, qué he encontrado? Sigo sintiendo aquel ansia de antes, siento que
hay una vida que quisiera captar y vivir. Es necesario que salga de aquí y me
mezcle entre los vivos, que me mueva con ellos, vuele como las aves, vea y
sienta, me convierta en un ser humano, goce de la mitad de un día, en vez de
esta existencia que discurre durante años y años en un estado de embotamiento y
abulia, en el que me consumo y hundo, caigo como el rocío del prado y
desaparezco. Quiero brillar como la nube, brillar al sol de la vida, contemplar
el mundo como la nube, y, como ella, surcar el cielo sin rumbo conocido.
Así
suspiraba la dríade:
-¡Quítame
mis años de vida -suplicó al fin-, concédeme la mitad de la existencia de la
efímera! ¡Líbrame de mi prisión! Dame la vida humana, la dicha de los hombres,
aunque sea por breve plazo, por esta única noche si no puede ser más, y
castígame después por mi presunción, por mí anhelo de vivir. Extíngueme, seca
mi envoltura, este árbol joven y lozano, conviértelo en cenizas que el viento
dispersa.
Un rumor
llegó por entre las ramas del árbol, cuyas hojas temblaron como agitadas por
una corriente de fuego. Una ráfaga de viento azotó la copa, y de su centro
surgió una figura femenina: era la propia dríade. Apareció entre las frondosas
ramas alumbradas por el gas, joven y hermosa como aquella pobre María a quien
habían dicho: «La gran ciudad será tu perdición».
La dríade
se sentó al pie del árbol, a la puerta de su casa, que había cerrado, y luego
tiró la llave. ¡Tan joven y tan bella! Las estrellas la veían, centelleando;
las lámparas de gas la veían, brillando y haciéndole señas. ¡Qué delicada y, al
mismo tiempo, qué lozana era: una niña y, sin embargo, ya una mujer! Su vestido
era fino como la seda, verde como las hojas recién desplegadas de la copa del
árbol. En su cabello castaño había una flor semi-abierta; se habría dicho la
diosa de la primavera.
Sólo un
momento permaneció inmóvil. Enseguida se incorporó de un brinco, grácil y
ligera como una gacela echó a correr, volviendo la esquina. Corría y
saltaba como el reflejo que el sol envía a un cristal y que a cada movimiento
es proyectado en una dirección distinta. Quien la hubiera podido seguir fijamente
con la mirada, habría gozado de un maravilloso espectáculo: en cada lugar donde
se detenía, según fuera la luz y el ambiente, cambiaban su vestido y su figura.
Llegó al
bulevar, bañado por el río de luz que enviaban los faroles de gas y los
mecheros de tiendas y cafés. Se alineaban allí jóvenes y esbeltos árboles, cada
uno protegiendo a su propia dríade de los rayos de aquel sol artificial. Toda
la acera, interminable, era como una única y enorme sala de fiestas; había allí
mesas puestas con toda clase de refrescos, desde el champaña y los licores
hasta el café y la
cerveza. Había también una exposición de flores, estatuas,
libros y telas de todos los colores.
Por entre
la multitud congregada entre las altas casas miró al otro lado de la pavorosa
riada humana, más allá de las hileras de árboles. Avanzaba una oleada de
coches, cabriolés, carrozas, ómnibus, caballeros montados y tropas formadas.
Atravesar la calle suponía poner en peligro la vida. Ora lucían
antorchas, ora dominaban las llamas del gas. De repente salió disparado un
cohete. ¿De dónde salía? ¿Adónde iba?
Indudablemente
era la avenida principal de la gran urbe.
Resonaban
aquí suaves melodías italianas, allí canciones españolas con repiqueteo de
castañuelas; pero todo lo dominaba la música de moda, el excitante ritmo del
cancán, que jamás conoció Orfeo ni fue escuchada por la bella Elena. Hasta
la carretilla de mano habría bailado a su compás si la hubieran dejado. La
dríade danzaba, flotaba, volaba, cambiando de colores como el colibrí a los
rayos del sol; cada casa, cada grupo de gente le enviaba su reflejo.
Como la
radiante flor de loto arrancada de su raíz es arrastrada por el remolino de la
corriente, así también iba ella a la deriva, cambiando de figura cada vez que
se paraba; por eso nadie podía seguirla, reconocerla y contemplarla.
Tal como
hicieran las visiones ofrecidas por las nubes, todo volaba ante ella, rostro
tras rostro, pero no conocía ninguno, ni uno solo era de su tierra. En su
pensamiento brillaban dos ojos radiantes: pensaba en María, la pobre María , aquella
niña alegre y harapienta de la flor roja en el negro cabello. Allí estaba, en
la gran urbe, rica y radiante como aquél día que había pasado en coche frente a
la casa del señor cura y junto al árbol de la dríade y al viejo roble.
Seguramente
estaba entre aquel ensordecedor bullicio; tal vez acababa de apearse de una
magnífica carroza. Aparcaban en aquel lugar coches lujosísimos, de cocheros
ricamente galoneados y criados con medias de seda. De los vehículos descendían
damas brillantemente ataviadas. Entraban por la puerta de la verja y subían por
la alta y ancha escalinata que conducía a un edificio de blancas columnas de
mármol. ¿Sería aquello la maravilla universal? Seguramente allí estaba María.
«¡Santa
María!», cantaban en el interior, mientras nubes de perfumado incienso salían
por las altas arcadas, pintadas y doradas, debajo de las cuales reinaba la
penumbra.
Era la
iglesia de Santa Magdalena.
Las
distinguidas damas vestidas con telas precio-sas, confeccionadas a la última
moda, avanzaban por el brillante pavimento. Los blasones lucían en los broches
de plata de los devocionarios y en los finísimos pañuelos, perfumados y orlados
con bellísimos encajes de Bruselas. Algunas se arrodillaban ante los altares y
permanecían en silenciosa oración, mientras otras se encaminaban a los
confesonarios.
La dríade
sentía una especie de inquietud, una angustia, como si hubiese entrado en un
lugar que le estaba vedado. Aquélla era la mansión del silencio, el recinto de
los misterios; no se hablaba sino en susurros, en voz queda.
La dríade
se vio a sí misma vestida de seda y cubierta con un velo, semejante, por su
exterior, a las demás señoras de alta cuna y opulenta familia. ¿Serían todas,
como ella, hijas del deseo?
Se oyó un
suspiro, hondo y doloroso. ¿Vino de un confesionario o del pecho de la dríade?
Ésta se cubrió mejor con el velo. Respiraba perfume de incienso y no aire puro.
No era aquél el lugar de su anhelo.
¡Adelante,
adelante sin descanso! La efímera no conoce la quietud; volar es su vida.
Volvió a
encontrarse fuera, bajo los luminosos faroles de gas, junto a un surtidor
magnífico. «Toda el agua que brota no podrá nunca lavar la sangre inocente que
aquí se vertió».
Alguien
pronunció estas palabras.
Unos
extranjeros hablaban en voz alta, como nadie hubiera osado hacer en aquella
gran sala de los misterios de donde la dríade acababa de salir.
Una gran
losa de piedra giró y fue levantada. Ella no lo comprendía; vio un pasadizo
abierto que conducía a las profundidades. Bajaron, dejando a sus espaldas la
vivísima luz, la llama refulgente del gas y la vida al aire libre,
-¡Tengo
miedo! -exclamó una de las señoras que allí estaban. No me atrevo a bajar. No
me importan las maravillas que pueda haber allá abajo. ¡Quédate conmigo!
-¿Volvernos
a casa? -protestó el marido. ¿Marcharnos de París sin haber visto lo más
notable de la ciudad, la gran maravilla de nuestra época, obra de la
inteligencia y la voluntad de un solo hombre?
-¡Yo no
bajo! -fue la respuesta.
-La maravilla
de nuestra época -habían dicho. La dríade lo oyó y comprendió. Había alcanzado
el objeto de su más ardiente deseo; por allí se iba a las regiones profundas,
al subsuelo de París. Nunca se le habría ocurrido, pero viendo cómo los
forasteros descendían, los siguió.
La escalera
era de hierro fundido, de caracol, ancha y cómoda. Abajo brillaba una lámpara,
y más al fondo, otra.
Se hallaron
en un laberinto de salas y arcadas interminables que se cruzaban entre sí.
Todas las calles y callejones de París se veían como en un espejo empañado; se
leían los nombres, cada casa de la superficie tenía allá abajo su
correspondiente número y extendía sus raíces por debajo de las aceras
empedradas y desiertas, que se abrían a lo largo de un ancho canal por el que
corría un agua fangosa. Encima, el agua pura fluía por sobre unas arcadas, y en
la parte más alta pendía la red de las cañerías de gas y de hilos telegráficos.
De distancia en distancia ardían lámparas, como un reflejo de la urbe que
quedaba allá arriba. A intervalos se oía un ruido sordo; eran los pesados
carruajes que circulaban por los puentes de la entrada. ¿Dónde se había metido
la dríade?
1.003. Andersen (Hans Christian)
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