-¡Qué rosas
tan bellas! -dijo el Sol . Y todas
las yemas se abrirán, y serán tan hermosas como ellas. ¡Son hijas mías! Yo les
he dado el beso de la vida.
-Son hijas
mías -dijo a su vez el rocío. Les he dado a beber mis lágrimas.
-Pues yo
diría que su madre soy yo -exclamó el rosal. Ustedes no son sino los padrinos,
que les ofrecieron un regalo según sus posibilidades y su buena voluntad.
-¡Rosas,
hermosas hijas mías! -dijeron los tres, y les deseaban a todas la mayor
felicidad de que puede gozar una rosa. Sin embargo, una sola podía ser la más
feliz; y otra debía ser la menos feliz de todas. Era inevitable. Pero, ¿cuál
sería?
-Yo lo
averiguaré -dijo el viento. Voy volando hasta muy lejos y en todas direcciones,
me meto en las rendijas más estrechas, sé lo que pasa en todas partes.
Todas las
rosas abiertas oyeron la conversación, y los capullos henchidos, también.
En esto se
presentó en el jardín una madre amorosa vestida de luto, con semblante triste,
y cogió una rosa a medio abrir, fresca y lozana; la que le pareció más hermosa.
Se la llevó a su solitaria habitación, donde pocos días antes había estado
brincando su hijita, enamorada de la vida, y que ahora yacía en el negro ataúd,
dormida estatua de mármol. La madre besó a la muerta, y besando luego la rosa
semiabierta, la depositó sobre el pecho de la muchacha, como esperando que su
frescor y el beso de una madre pudieran hacer palpitar nuevamente el corazón.
Pareció
como si la rosa se hinchara; cada uno de sus pétalos temblaba de gozo:
-¡Qué
destino de amor me ha sido concedido! He llegado a ser como una criatura
humana, recibo el beso de una madre escucho palabras de bendición y me voy al
reino desconocido, soñando junto al pecho de la muerta. Indudable-mente
he sido la más feliz de todas las hermanas.
Apareció
luego en el jardín la vieja escardadera. Contempló a su vez la magnificencia
del rosal y sus ojos se clavaron en la rosa mas grande, abierta del todo. «Otra
gota de rocío y otro día ardoroso, y sus hojas caerán», pensó la mujer. La flor había
dado ya el beneficio de su belleza, y debía dar ahora el de su utilidad. La
cortó y guardó en un periódico; la pondría en casa junto a otras rosas
marchitas, y, mezclándolas con esas otras pequeñas flores azules llamadas
espliegos, las embalsamaría con sal. Hay que observar que sólo se embalsama a
las rosas y a los reyes.
-¡Qué honor
el mío! -dijo la rosa al sentirse cogida por la escardadera. Van
a embalsamarme. Yo seré la más feliz.
Se
presentaron luego en el jardín dos jóvenes; uno de ellos era poeta, el otro
pintor, y cada uno de ellos cogió una rosa bellísima.
El pintor
trasladó al lienzo una imagen de la flor abierta, con tal fidelidad que parecía
su reflejo.
-De este
modo -dijo el artista- viviré muchas generaciones, mientras millones y millones
de su especie se marchitarán y morirán.
-Yo habré
sido la más favorecida -dijo la rosa; la suerte mejor habrá sido para mí.
El poeta
contempló la flor que había cogido y compuso sobre ella un poema, en el que se
expresaban todos los misterios que había leído en sus pétalos. Le puso por
título «Libro de estampas del Amor» y pasó a la inmortalidad.
-¡Me han
hecho inmortal! -exclamó la rosa. ¡Yo soy la más feliz de todas!
Entre la
magnificencia del rosal florido había una rosa que quedaba casi oculta bajo las
restantes. Casualmente, y por suerte tal vez para ella, tenía un defecto:
estaba torcida en su tallo, y las hojas de un lado no eran simétricas a las del
opuesto. Del centro de la flor salía una hojita verde deformada. Son esas
miserias de las que no se libran ni las rosas.
-¡Pobrecilla!
-dijo el viento besándola en la
mejilla. La rosa creyó que era un saludo, un homenaje; tuvo
la impresión de ser distinta de las demás rosas, y le pareció una distinción la
circunstancia de tener en el centro aquella hoja verde. Llegó volando una
mariposa y besó sus pétalos; era un pretendiente, y ella lo dejó marchar. Vino
después un saltamontes muy grandote, que se posó sobre otra rosa, se puso a
frotarse la falsa pata, lo cual, en los saltamontes, es señal de amor. La flor
en que se había posado no lo comprendió, pero la rosa deformada sí se dio
cuenta de que el insecto miraba con ojos que decían: «Te comería de puro amor».
¿Y qué mayor signo de amor que el quererse comer al ser amado? Pero la rosa no
quiso entregarse al saltamontes. El ruiseñor cantó en medio de la noche
estrellada.
-Estoy
segura de que lo hace para mí -dijo la rosa del defecto, o de la distinción. Por
qué me han distinguido así por encima de todas mis hermanas? ¿Por qué me dieron
esta cualidad, que hace de mí la más feliz?
A
continuación entraron en el jardín dos fumadores. Hablaban de rosas y de
tabaco. Se decía que las rosas no soportaban el humo del tabaco, y que a su
contacto la flor perdía su color y se volvía verde. Querían efectuar el
experimento, pero les dolió echar a perder una de aquellas rosas tan bellas, y
cortaron la defectuosa.
-¡Una nueva
distinción! -exclamó ésta. ¡Qué ventura la mía! Soy la más feliz de todas.
Y se puso
verde, de orgullo y del humo del tabaco.
Una rosa,
semicapullo todavía, acaso la más bella del rosal, obtuvo el puesto de honor en
un artístico ramillete que reunió el jardinero y que, llevado al señorito de la
casa, salió con él en coche. La rosa brillaba como una perla entre otras
flores, rodeadas de verdor. La llevaron a la esplendorosa fiesta, a la que
asistían elegantes caballeros y damas, a la luz de mil lámparas. Sonó la
música; sucedía aquello en el océano de luz del teatro, y cuando la joven y
celebrada bailarina apareció, vaporosa, en escena, saludada por el general
entusiasmo, los ramos volaron a sus pies como lluvia de flores. Entre ellos
cayó el ramillete, en cuyo centro brillaba como piedra preciosa la bella rosa
de nuestro jardín. Sintió la flor su inmensa e indecible felicidad, la gloria y
el esplendor que la rodeaban, y al tocar el suelo se lanzó también a bailar, a
saltar por las tablas, pues al caer se había quebrado su tallo. No fue a parar
a manos de la agasajada, sino que rodó detrás del bastidor, donde la recogió un
tramoyista. Vio éste que era bellísima y fragante, pero que carecía de tallo;
se la metió en el bolsillo, y al llegar a su casa por la noche, la puso en una
copita con agua. A la mañana siguiente la colocaron delante de la abuela, que,
vieja e inválida, ocupaba el sillón. La mujer estuvo contemplando la magnífica
rosa rota y recreándose en su aspecto y su perfume.
-No fuiste
a parar a la mesa de la rica y linda señorita, sino a la de esta pobre vieja;
pero aquí eres como un pomo de rosas. ¡Qué hermosa eres!
Y miraba la
flor con alegría infantil, pensando seguramente en su lejana juventud perdida.
-Entré por
un agujero que tenía el cristal -dijo el viento y vi los brillantes ojos
juveniles de la anciana y la bella rosa quebrada en la copita. ¡La más feliz de
todas! Lo sé. Puedo afirmarlo.
Cada una de
las rosas del rosal de aquel jardín tenía su historia. Cada una creía ser la
más feliz, y la fe da la
ventura. La última de las flores estaba persuadida de ser la
más dichosa de todas.
-He
sobrevivido a las demás. Soy la última, la única, la hija predilecta de nuestra
madre.
-Y yo soy
su madre -dijo el rosal.
-¡Yo lo
soy! -replicó el sol.
-¡Y yo!
-afirmaron el viento y el tiempo.
-Todos
tenemos nuestra parte -dijo el viento. Y cada uno de nosotros participará de
su belleza.
Y el viento
esparció las hojas sobre la planta, donde yacían las gotas del rocío y brillaba
el sol.
-También yo
he tenido mi parte -añadió el viento. Yo he visto la historia de todas las
rosas, y la contaré por todo el vasto mundo. Luego me dirás cuál de ellas fue
la más feliz, esto debes decirlo tú; yo he hablado ya bastante.
1.003. Andersen (Hans Christian)
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