Hühnergrete
era la única persona que vivía en la espléndida casa que en el cortijo se había
construido para habitación de los pollos y patos. Se alzaba en el lugar que
antaño ocupara el viejo castillo con sus torres, hastiales, fosos y puente
levadizo. Junto a ella había una verdadera selva de árboles y arbustos; allí
había estado el parque que se extendía hasta un gran lago, convertido hoy en
una turbera. Cuervos, cornejas y grajos volaban graznando y chillando por entre
los viejos árboles. Era un hervidero de aves, y la caza no hacía mella en sus
filas; antes bien su número crecía constantemente. Se oían desde el gallinero
donde residía Hühnergrete, y donde los patitos se le subían a los zuecos. Conocía
cada uno de los pollos y cada uno de los gansos a partir del día en que habían
roto el cascarón, y estaba orgullosa de sus pupilos, así como de la magnífica
casa que habían construido para ella. Su habitacioncita era limpia y bien
cuidada; así lo exigía la propietaria del gallinero, la cual se presentaba a
menudo en compañía de invitados de distinción, para enseñarles «el cuartel de
los pollos y los patos», como lo llamaba.
Había allí
un armario ropero y un sillón, e incluso una cómoda, y en lo alto se veía una
bruñida placa de latón que llevaba grabada la palabra «Grubbe». Era el apellido
de la antigua y noble familia que había vivido en el castillo señorial. La
placa la habían encontrado al excavar los cimientos, y, en opinión del
sacristán, no tenía más valor que el de un antiguo recuerdo. El sacristán
estaba muy bien informado en todo lo concerniente al lugar y a su pasado; lo
sabía por los libros, y guardaba muchos documentos en el cajón de su mesa.
Conocía muchas cosas del tiempo antiguo, pero más sabía aún la vieja corneja, y
las pregonaba en su lenguaje; sólo que el sacristán no lo entendía, con ser tan
inteligente e instruido.
En los
calurosos días estivales, el pantano exhalaba vapores como si fuese un
auténtico lago, frente a los viejos árboles visitados por cuervos, cornejas y
grajos. Así era cuando el hidalgo Grubbe residía en aquellos parajes, y se
alzaba aún el antiguo castillo de espesos muros rojos. La cadena del mastín
llegaba entonces hasta más allá de la puerta. Por la torre, un corredor empedrado
conducía a los aposentos. Las ventanas eran estrechas, y los cristales,
pequeños, incluso en el salón principal, donde se celebraban los bailes. Pero
ya en tiempos del último Grubbe, nadie recordaba que se hubiese bailado allí,
aun cuando se guardaba un viejo tambor que había formado parte de la orquesta. En un
armario ricamente esculpido se conservaban raras plantas bulbosas, pues la señora Grubbe era
muy aficionada a la
jardinería. Su esposo prefería salir a cazar lobos y
jabalíes, y su hijita María lo acompañaba siempre un buen trecho. A los cinco
años montaba orgullosamente en su propia jaquita, mirando arrogante a su
alrededor, con sus grandes ojos negros. Se divertía repartiendo latigazos entre
los perros de caza, aunque más le gustaba al padre que los propinara a los
hijos de los labriegos que se acercaban corriendo a ver a los señores.
El
campesino que vivía en la choza de las inmediaciones del castillo tenía un hijo
llamado Sören, de la misma edad que la noble muchacha. Sabía trepar ágilmente,
y lo hacía buscando nidos de pájaros para la niña. Los pájaros
chillaban alborotados, y uno ya bastante crecido le picó en un ojo con tal
violencia que le salió mucha sangre, y pareció que iba a perderlo; pero no
ocurrió nada, por suerte. María Grubbe lo llamaba «su» Sören, lo cual era una
gran distinción y redundó en beneficio de su padre, el pobre Jön, un día en que
habiendo cometido una falta por descuido, fue condenado al suplicio del potro.
Estaba éste en el patio del castillo, con cuatro estacas por patas y una única
y estrecha tabla por lomo. Sobre él debía montar Jön a horcajadas, con una
pesada piedra en cada pie para que no le resultase tan ligera la montura. El hombre
hacía muecas horribles; Sören, llorando, acudió suplicante a la niña María. Ésta
ordenó que se liberara inmediatamente al padre del muchacho, y, al no ser
obedecida, se puso a patalear en el puente de piedra y a tirar con tanta fuerza
de la manga de su padre, que la desgarró. Estaba resuelta a salirse con la suya y
lo consiguió: el padre de Sören fue soltado.
Gustaba de
ir con los perros de caza, mas no con su madre, que bajaba al jardín y al lago,
donde florecían los nenúfares y se mecían espadañas y juncos. Ella contemplaba
la exuberante lozanía, y exclamaba: «¡Qué bonito!». En el jardín crecía un
árbol entonces raro, que ella misma había plantado, al que llamaban haya roja,
una especie de moro entre los demás árboles, tan negruzcas eran sus hojas.
Necesitaba mucho sol, pues a la sombra se habría vuelto verde como los demás,
perdiendo su cualidad característica. En los altos castaños abundaban los
nidos, lo mismo que en los arbustos y las altas hierbas. Parecía como si estos
animales supieran que allí estaban protegidos, que nadie podía disparar allí su
escopeta.
-¿Qué
hacéis, niños? -les dijo un día la dama. Estáis cometiendo una acción impía.
Sören se
detuvo con aire compungido, la noble niña miró también un poco de soslayo, pero
luego replicó, tajante y resuelta:
-En casa de
mi padre puedo hacerlo.
-¡Fuera,
fuera! -gritaban las grandes aves negras, echando a volar; pero regresaron al
día siguiente, pues aquélla era su casa.
No
permaneció mucho tiempo en la suya la apacible y bondadosa señora. Nuestro
Señor la llamó a su seno, donde encontró un hogar mejor que el del castillo.
Las campanas de la iglesia doblaron solemnemente, cuando su cuerpo fue
conducido al templo; en los ojos de los pobres brillaron las lágrimas, pues la
castellana había sido siempre buena para ellos.
Desaparecida
la señora, nadie se preocupó ya de sus plantas, y el jardín decayó.
El señor
Grubbe era un hombre duro, pero su hija, aunque tan joven, sabía amansarlo; lo
hacía reír y conseguía sus propósitos. No contaba más que doce años, pero era
muy talludita; miraba a las gentes con sus ojos negros penetrantes, cabalgaba
como un hombre y disparaba la escopeta como el más consumado cazador.
Un día
llegaron a la comarca nobles visitantes: el joven Rey y su hermanastro y
compañero, el señor Ulrico Federico Gyldenlöve. Iban a la caza del jabalí y
querían pasar un día en el castillo de Grubbe.
Gyldenlöve
se sentó a la mesa, al lado de María Grubbe. Cogiéndole la cabeza, le dio un
beso, como si fuesen parientes; mas ella le respondió con un bofetón y le dijo
que no lo podía soportar. El incidente provocó grandes risas, como si fuese muy
divertido.
Tal vez sí
lo fuera, pues cinco años más tarde, al cumplir María los diecisiete, llegó un
mensajero con una carta: el señor de Gyldenlöve pedía la mano de la noble
doncella. ¡Como si nada!
-Es el caballero
más distinguido y galante de todo el reino -dijo el señor de Grubbe-. No es
cosa de despreciarlo.
-¡No me
gusta! -dijo María. Pero no despreció al hombre más distinguido del país, que
ocupaba el primer lugar al lado del Rey.
Platería,
lanas y telas fueron embarcados con destino a Copenhague; ella efectuó el viaje
por tierra, en diez días. El barco que conducía el ajuar no tuvo suerte con los
vientos, y tardó cuatro meses en llegar a puerto; y cuando llegó, la señora de
Gyldenlöve se había marchado.
-¡Prefiero
dormir sobre estopa a hacerlo en su cama de seda! -dijo. ¡Antes iré a pie y
descalza, que con él en carroza!
Una tarde
de noviembre llegaron dos mujeres a la ciudad de Aarhuus. Iban a caballo, y
eran la esposa de Gyldenlöve, María Grubbe, y su doncella. Venían de Veile,
adonde habían llegado en barco desde Copenhague. Se dirigieron al castillo del
señor de Grubbe, al cual gustó muy poco la visita. La joven tuvo
que escuchar palabras duras, pero le dieron una habitación donde dormir, y por
la mañana le sirvieron la sopa de cerveza, aunque amenizada con un discurso
lleno de reproches. El padre volvió contra ella su mal humor, cosa a la que la
muchacha no estaba acostumbrada. Tampoco ella se dejaba achicar, y, según le
hablan a uno, así replica. María habló de su marido con acrimonia y odio; se
negaba a vivir con él, pues era demasiado honrada y decente para tolerarlo.
Pasó un
año, nada agradable por cierto. Entre padre e hija se cruzaron muchas palabras
rencorosas y esto es de mal augurio. Malas palabras dan malos frutos. ¿Cómo
acabaría todo aquello?
-No podemos
seguir los dos bajo un mismo techo -le dijo un día su padre. Vete a vivir a
nuestra vieja casa, pero muérdete la lengua antes de propagar mentiras entre la
gente.
Y se
separaron. Ella se retiró con su doncella a la vieja casa donde había nacido y
crecido, y en la cripta de cuya capilla estaba enterrada su madre, aquella
mujer piadosa y apacible. Residía en el edificio un viejo pastor; era toda la servidumbre. En
las habitaciones colgaban telarañas, que el polvo había ennegrecido; en el
jardín, todas las plantas crecían a su antojo; los lúpulos y las enredaderas
formaban una red entre los árboles y las matas; la cicuta y las ortigas crecían
sin estorbo. El haya roja estaba invadida de plantas parásitas, y ya no le daba
el sol; sus hojas eran verdes como las de los restantes árboles y nada quedaba
de su antigua belleza.
Cuervos,
grajos y cornejas volaban en grandes bandadas encima de los altos castaños, con
enorme griterío, como si tuviesen alguna gran novedad que contar. Había vuelto
la pequeña que hacía robar sus huevos y sus crías; por su parte, el ladrón que
se los llevaba estaba encaramado a un árbol sin hojas, al alto poste, donde
recibía fuertes latigazos cuando se negaba a obedecer.
Todo esto
relataba en nuestros tiempos el sacristán; lo había sacado de libros y dibujos,
que había reunido y guardado, junto con muchos otros papeles escritos, en el
cajón de su mesa.
-En el
mundo todo son altibajos -decía. ¡Maravilla oírlo!
Y nosotros
queremos saber qué fue de María Grubbe, sin olvidarnos por esto de Hühnergrete,
que en nuestros tiempos reside en el espléndido corral donde estuvo María
Grubbe, aunque con pensamientos muy distintos de los de la vieja Hühnergrete.
Pasó el
invierno, pasaron la primavera y el verano, y volvió la época tormentosa de
otoño, con sus nieblas marinas, húmedas y frías. Era una vida solitaria y
monótona la del cortijo.
María
Grubbe, armada de su escopeta, salía al erial a cazar liebres y zorros y todas
las aves que se ponían a tiro. Más de una vez se encontró con un señor de
familia noble, Palle Dyre de Nörrebäk, que solía también ir de caza, con su
escopeta y sus perros. Era hombre alto y fornido, y se jactaba de ello cada vez
que se paraban a hablar. Había podido medirse con el difunto señor de
Brockenhuus de Egeskov, en Fionia, de cuya fuerza se hacía cruces la gente. Siguiendo
su ejemplo, Palle Dyre había mandado colgar en su puerta una cadena de hierro
con un cuerno de caza, y, cuando regresaba, cogía la cadena y, levantándose del
suelo con el caballo, tocaba el cuerno.
-Vengan a
verlo, doña María -le dijo. En Nörrebäk soplan aires puros. Las crónicas no
nos dicen cuándo fue ella a la casa señorial, pero en los candelabros de la
iglesia de Nörrebäk puede leerse que fueron donativo de Palle Dyre y de María
Grubbe, del castillo de Nörrebäk.
Fuerte y
vigoroso era Palle Dyre; bebía como una esponja, y era un tonel sin fondo.
Roncaba como una pocilga entera, y tenía la cara encarnada e hinchada.
-Es taimado
y socarrón como un campesino -decía la señora Palle Dyre ,
la hija de Grubbe. No tardó en cansarse de aquella vida, pero no por ello
mejoraron las cosas.
Estaba un
día la mesa puesta, y los platos se enfriaban; Palle Dyre había salido a la
caza del zorro, y la señora no aparecía por ninguna parte. Palle Dyre regresó a
medianoche, mas la señora
Dyre no compareció ni a medianoche ni a la mañana siguiente.
Había vuelto la espalda a Nörrebäk, despidiéndose a la francesa.
El tiempo
era gris y húmedo, con viento frío. Una bandada de chillonas aves negras pasó
volando sobre su cabeza. Aquellos pájaros estaban menos desamparados que ella.
Primero se
dirigió hacia el Sur, hacia Alemania. Unas sortijas de oro con piedras
preciosas le procuraron dinero. Luego tomó el camino del Este, para torcer
después al Oeste. Iba sin rumbo fijo y se sentía descontenta de todo, incluso
de Dios; a tal extremo de miseria moral había descendido. Pronto le fallaron
también las fuerzas físicas; apenas podía arrastrar los pies. El avefría escapó
de su nido en el suelo, al caer ella encima; el pájaro gritaba, como suele:
«¡Du Dieb! ¡Du Dieb!», que significa: «¡Ladrón, ladrón!». Jamás la mujer había
robado los bienes ajenos, pero de niña había hecho que le trajesen los huevos y
los polluelos de los nidos; ahora se acordaba.
Desde el
lugar donde yacía se veían las dunas. En la orilla habitaban pescadores, pero
estaba tan extenuada, que nunca podría llegar hasta allí. Las grandes gaviotas
blancas describían círculos encima de su cabeza, chillando como lo hicieran los
cuervos, grajos y cornejas por sobre el jardín del castillo paterno. Las aves
pasaban volando a muy poca distancia, y al fin parecieron volverse negras; pero
también se hizo la noche ante sus ojos.
Al abrirlos
nuevamente, sintió que alguien la levantaba y la llevaba a cuestas. Un hombre
alto y robusto la había cogido en brazos. Ella miró su cara barbuda; tenía una
cicatriz encima de un ojo, que le partía la ceja en dos. El hombre la condujo
al barco, donde el patrón le recibió con palabras brutales.
Al día
siguiente zarpó el barco. María Grubbe no bajó a tierra, sino que partió en la
nave. ¿Regresaría tal vez? ¡Ah! ¿Cuándo y dónde?
Pues
también lo sabía el sacristán, y conste que no era un cuento que se hubiera
inventado. Conocía toda la historia por un viejo libro que nosotros podemos
también leer. El poeta danés Ludvig Holberg, autor de tantos y tantos libros
interesantes y alegres comedias, por los cuales conocemos bien su época y sus
hombres, habla en sus cartas de María Grubbe, dónde y cómo se encontró con ella
en el mundo. Merece la pena escucharlo, aunque no por eso nos olvidamos de
Hühnergrete, instalada en su magnífico corral, contenta y bonachona.
Estábamos
en el momento de zarpar el barco, con María Grubbe a bordo. Pasaron años y
años.
La peste
hacía estragos en Copenhague; corría el año 1711. La reina de Dinamarca se
retiró a su patria alemana, el Rey abandonó la capital. Todos los
que pudieron se marcharon, hasta los estudiantes que gozaban de pensión
gratuita. Uno de ellos, el último, que había permanecido en el llamado
«Borchs-Kollegium», contiguo a la residencia estudiantil de Regentsen, partió a
su vez. Eran las dos de la madrugada cuando emprendió el camino, cargado con su
mochila, más llena de libros y manuscritos que de prendas de vestir. Flotaba
sobre la ciudad una niebla, y en la calle no se veía un alma. Por todas partes
había cruces pintadas en puertas y portales, señal de que en el interior
reinaba la peste o de que sus moradores habían muerto de ella. Tampoco paraba
nadie por la calle
Ködmangergade , que iba de la Torre Redonda al
palacio real. Pasó traqueteando una gran carreta fúnebre; el carretero chasqueó
el látigo, y los caballos se lanzaron al galope; el carro iba cargado de
cadáveres. El estudiante se cubrió el rostro con la mano, aspirando el fuerte
alcohol que llevaba en una esponja, dentro de un estuche de latón. De una
taberna situada en un callejón llegaban ruidosos cantos y lúgubres carcajadas;
eran gentes que se pasaban la noche bebiendo para olvidarse de que el cólera
llamaba a la puerta y los quería cargar en la carreta, junto con los muertos.
El estudiante se encaminó al puente del palacio, donde se hallaban fondeadas
algunas pequeñas embarcaciones; una de ellas estaba levando anclas para huir de
la apestada ciudad.
-Si Dios
nos conserva la vida y nos da viento favorable, iremos a Grönsund, cerca de
Falster -dijo el patrón, preguntando su nombre al estudiante que solicitaba
embarcar.
-Luis
Holberg -respondió el joven, y su nombre sonó como otro cualquiera; hoy es uno
de los más ilustres de Dinamarca, pero en aquellos días el que lo llevaba era
un joven estudiante desconocido.
El barco se
deslizó por delante del palacio, y salió a alta mar cuando aún no había
amanecido. Soplaba una fresca brisa, se hincharon las velas, y el estudiante,
tendiéndose cara al viento, se durmió, lo cual no era precisamente lo más
aconsejable.
A la
tercera mañana ancló el barco frente a Falster.
-¿No saben
de algún lugar en el que pudiese hospedarme por poco dinero? -preguntó Holberg
al patrón.
-Tal vez le
conviene ver a la esposa de Möller, el barquero -le respondió el marino-. Si
quiere ser cortés, puede llamarla madre Sören Sörensen Möller. Pero a lo mejor
se enfada, si se muestra demasiado fino. Su marido está en la cárcel, purgando
un delito, y ella guía la barca. ¡Tiene buenos puños!
El
estudiante se cargó la mochila y se dirigió a la casa del barquero. La puerta
estaba entornada, el picaporte cedió, y nuestro amigo entró en una habitación
empedrada, cuyo mueble principal era un camastro cubierto con una manta de
piel. Una gallina blanca con polluelos estaba atada al camastro y había volcado
el bebedero, por lo que el agua corría por el suelo. No había allí nadie, ni
tampoco en la habitación contigua, aparte una criaturita en una cuna. Volvió la
barca con una sola persona en ella. Habría sido difícil decir si hombre o
mujer: iba envuelta en una amplia capa y se cubría la cabeza con una capucha.
La barca atracó.
Entró en la
casa una mujer. Al erguirse se notaba de porte distinguido; dos altivos ojos
brillaban bajo las negras cejas. Era la madre Sören , la mujer del barquero, aunque los
cuervos, grajos y cornejas le habrían dado otro nombre, que nosotros conocemos
muy bien.
Parecía
malhumorada y no gastó muchas palabras, pero concertaron que el estudiante se
quedaría a pensión en la casa por tiempo inde-terminado, en espera de que
mejorasen las cosas en Copenhague.
A la choza
del barquero venía a menudo algún honrado ciudadano de la ciudad cercana. Se
presen-taron Franz, el cuchillero, y Sivert, el recaudador de aduanas, los
cuales bebieron un jarro de cerveza y charlaron con el estudiante. Era éste un
joven muy listo, que sabía muy bien su oficio, como ellos decían; leía en
griego y en latín y conocía muchas cosas elevadas.
-Cuanto
menos se sabe, menos oprimido se siente uno -dijo madre Sören.
-¡Llevan
una vida bien dura! -le dijo Holberg un día que ella hacía colada y luego se
puso a cortar un montón de leña.
-Eso es
cosa mía! -replicó la mujer.
-¿Desde
niña has ido siempre tan arrastrada?
-Eso
puedes leerlo en mis puños -dijo ella mostrándole dos manos pequeñas, pero
recias y endurecidas, con las uñas raídas. Eres instruido y puedes leerlo.
Al
acercarse Navidad empezó a nevar intensamente; el frío era vivo, y el viento,
cortante, como si quisiera lavar la cara de la gente con aguafuerte. Madre
Sören no se arredró por eso; se arrebujó la capa y se caló la capucha. Ya a primeras
horas de la tarde estaba oscuro en la casa; la mujer echó leña y turba al hogar
y se sentó a zurcir las medias: no tenía a nadie que lo hiciera. Al atardecer
dirigió al estudiante unas palabras, contra su costumbre; le habló de su
marido.
-Sin
querer, mató a un marino de Dragör. Por eso tiene que pasarse tres años
encadenado a la barra, condenado a trabajos forzados. Como es un simple
marinero, la Ley
debe seguir su curso.
-La Ley alcanza también a las
personas de alta clase -dijo Holberg.
-Eso crees
tú -replicó madre Sören, fijando la mirada en el fuego. Luego prosiguió: ¿Has
oído hablar de Kai Lykke, que mandó derribar una de sus iglesias? Cuando el
párroco Mads protestó desde el púlpito, él lo hizo encadenar, lo sometió a
juicio, lo condenó él mismo a muerte y lo mandó decapitar. No era una falta por
imprudencia, y, sin embargo, Kai Lykke salió libre de costas.
-En aquella
época estaba en su derecho -dijo Holberg. Pero aquellos tiempos han pasado.
-Esto es lo
que decís los bobos -replicó madre Sören, y, levantándose, fue a la habitación
donde yacía su hijita, una niña de poca edad. La levantó y la acomodó,
preparando luego el camastro del estudiante, al cual dio la manta de piel, pues
era más friolero que ella, a pesar de haber nacido en Noruega.
El día de
Año Nuevo amaneció soleado y magnífico. La helada había sido muy intensa, la
nieve acumulada formaba una capa dura, por la que se podía andar sin hundirse.
Las campanas de la ciudad llamaban a la iglesia; el estudiante Holberg se
envolvió en su abrigo de lana y se dispuso a ir a la población.
Por sobre
la casa del barquero volaban cuervos, grajos y cornejas con un griterío de
todos los demonios, que ahogaba el son de las campanas. Madre Sören, en la
calle, llenaba de nieve un caldero de latón para ponerlo al fuego y obtener
agua. Levantó la mirada a las bandadas de aves y se sumió en sus pensamientos.
El
estudiante Holberg fue a la iglesia, y tanto a la ida como a la vuelta pasó
frente a la casa del aduanero Sivert, situada en la puerta de la ciudad. Lo invitaron a
tomar un vaso de cerveza caliente con jarabe y jengibre, y la conversación
recayó sobre madre Sören. Pero el perceptor de aduanas no sabía gran cosa sobre
ella; eran muy pocos los que conocían su historia. No era de Falster, dijo;
segura-mente en tiempo pasado poseyó algunos bienes. Su marido era un sencillo
marinero de genio vivo, y había matado a un patrón de Dragör.
-Zurra a su
mujer, y, sin embargo, ella lo defiende.
-Yo no
aguantaría semejante trato -dijo la esposa del aduanero. También yo soy de
buena casa. Mi padre fue calcetero real.
-Por eso os
casasteis con un funcionario del Rey -contestó Holberg, haciendo una reverencia
al matrimonio.
Era la
noche de los Reyes Magos. Madre Sören encendió para Holberg las tres velas de
sebo típicas de la fiesta, fabricadas por ella misma.
-Una luz
para cada uno -dijo Holberg.
-¿Cada uno?
-preguntó ella lanzándole una mirada penetrante.
-Cada uno
de los Magos de Oriente -dijo Holberg.
-¡Eso
piensas tú! -replicó ella, y permaneció callada durante largo rato. Pero
aquella noche su huésped se enteró de muchas cosas que hasta entonces ignoraba.
-Tú quieres
a su marido -dijo Holberg-, y, no obstante, la gente dice que te maltrata.
-¡Eso no le
importa a nadie más que a mí! -protestó ella-. Los golpes me hubieran sido de
provecho cuando niña; ahora los recibo por mis pecados. Pero el bien que él me
ha hecho es cosa que yo me sé. -Y se levantó-. Cuando yacía enferma en el
erial, sin nadie que se preocupara de mí, a excepción tal vez de los cuervos y
cornejas que esperaban devorarme, él me llevó en sus brazos y tuvo que oírse palabras
duras por el botín que traía a bordo. Yo me repuse, pues no he nacido para
estar enferma. Cada cual tiene su modo de obrar, y Sören también; no se debe
juzgar el caballo por el cabestro. Con él lo he pasado mucho mejor que al lado
del que llamaban al más galante y distinguido de los súbditos del Rey. Fue mi
marido el Gobernador Gyldenlöve, hermanastro del Rey: y más tarde lo fue Palle
Dyre. Tanto valía el uno como el otro, cada cual a su modo, y yo al mío. He
hablado mucho, pero ahora lo sabes todo.
Y salió del
cuarto.
¡Era María
Grubbe! ¡De qué extraña manera la había tratado el destino! Ya no vio muchas
más veladas de los Reyes Magos; Holberg ha consignado que murió en junio de
1716, pero lo que no escribió, porque no lo supo, fue que una gran bandada de
negras aves describía sus círculos en el aire el día en que madre Sören yacía
de cuerpo presente en la casa del barquero. Mas los pajarracos no gritaban,
como si supiesen que el silencio es propio de las ceremonias fúnebres. Tan
pronto como la hubieron enterrado, desaparecieron las aves, pero aquella misma
noche fue visto en Jutlandia, en las inmediaciones de la casa señorial, una
enorme cantidad de cuervos, cornejas y grajos que grazna-ban excitados, como si
tuvieran algo que comunicarse; tal vez hablaban del hombre que de niño había
robado sus huevos y pollos, el hijo del labrador que había pasado tres años
condenado en el presidio del Rey, y de la noble señora que acababa de morir en
Grönsund siendo mujer del barquero. «¡Bravo, bravo!», gritaban.
Y toda la
familia repitió. «¡Bravo, bravo!» cuando derribaron la vieja mansión señorial.
-Y todavía
siguen gritando, a pesar de que ningún motivo tienen para hacerlo -dijo el
sacristán al terminar su narración. La familia se ha extinguido, el castillo
fue derribado, y el lugar donde se levantó está hoy ocupado por la magnífica
granja avícola con la dorada veleta, donde reside la vieja Hühnergrete. La
mujer está muy contenta con su linda casita; si no hubiera venido aquí, hoy
estaría en el hospicio.
Las palomas
arrullaban sobre su cabeza, los pavos glogloteaban, y los patos graznaban.
-Nadie la
conocía -decían, no tiene familia. Está aquí por pura lástima. No tiene un
pato padre ni una gallina madre; no tiene descendencia.
Familia la
tuvo seguramente, sólo que no la conoció, ni tampoco el sacristán, a despecho
de todos los papelotes escritos que guardaba en el cajón de la mesa. Pero una de las
viejas cornejas la conocía y hablaba de ella. Habla oído cosas relativas a la
madre y la abuela de Hühnergrete; también la conocemos nosotros, pues su abuela
era la que de niña pasaba a caballo por el puente levadizo, mirando orgullosa a
su alrededor como si fuese señora del mundo entero y de todos los nidos de
aves; la encontramos en el erial cerca de las dunas, y, finalmente, en la casa
del barquero. Su nieta, la última de la familia, había vuelto a la tierra de
sus ascendientes, donde se había levantado el antiguo castillo y gritaban las
aves salvajes. Mas ahora estaba entre otras aves domésticas, las conocía y era
de ellas conocida. ¡Qué más podía desear Hühnergrete! No la asustaba la muerte,
y era ya lo bastante vieja para esperarla.
-¡Grab,
grab!, es decir, ¡tumba!, ¡tumba! -gritaban las cornejas.
Y le dieron
una buena sepultura, que nadie conoce, aparte la vieja corneja, suponiendo que
no haya muerto también.
Y ahora ya
sabéis la historia de la antigua mansión señorial, el antiguo linaje de los
Grubbe y toda la familia de Hühnergrete.
1.003. Andersen (Hans Christian)
No hay comentarios:
Publicar un comentario