¡Ding,
dang, ding, dang!, óyese el tañido de la campana
procedente del fondo de la selva cruzada por el río de Odense. ¿Qué río es ése?
Todos los niños de la ciudad de Odense lo conocen; corre abajo, rodeando los
jardines, desde la esclusa hasta el molino, pasando el puente de madera. Crecen
en él amarillos «botones de agua», cañaverales de hojas pardas y negras cañas
atercio-peladas, altas y esbeltas. Viejos sauces rajados, torcidos y contrahechos,
inclinan sus ramas sobre el « Pantano del monje » y junto al prado de Bleicher;
pero enfrente se alinean los jardines y huertos, todos distintos, ora
plantados de hermosas flores y con glorietas limpias y primorosas, como una
casita de muñecas, ora sembrados sólo de hortalizas. A veces ni siquiera se ve
el jardín, por los grandes saúcos que allí crecen, al borde mismo de la
corriente, que en algunos es más profunda de lo que el remo puede alcanzar. Más
lejos, frente al convento de señoritas nobles, está el lugar más profundo,
llamado la « Hoya
de la campana », y allí vive el genio de las aguas. De día, cuando los rayos
del sol hacen brillar las aguas, el genio duerme; pero sale a la superficie en
las noches estrelladas y de luna. Es muy viejo. Ya la abuela sabía de él por lo
que le había contado su abuela.
Dice que lleva una
existencia solitaria, sin nadie con quien hablar, aparte la antigua gran
campana. Ésta colgaba antaño del campanario, pero hoy no quedan rastros ni del
campanario ni de la iglesia de San Albani.
¡Ding, dang, ding, dang!,
sonaba la campana cuando la torre existía aún. Un anochecer, al ponerse el sol
y mientras la campana doblaba con todas sus fuerzas, soltóse y voló por los
aires. El bruñido bronce brillaba como carbón ardiente a los rojos rayos del
sol.
‑¡Ding, dang, ding,
dang! ¡Me voy a acostar! ‑cantó la campana saltando
al río y clavándose en el fondo de su cauce; por eso se ha dado al lugar el
nombre de «Hoya de la campana». Pero no encontró en él sueño ni reposo. En la
mansión del genio de las aguas sigue cantando y sonando. A veces se oye a
través del agua, y muchos dicen...que anuncia la próxima muerte de alguna
persona. Pero no es verdad; lo que hace es tocar y narrar historias para el
genio, el cual no se siente así tan solo.
¿Y qué cuenta la campana? Ya
dijimos que es muy vieja, muy vieja; tanto, que ya estaba allí antes de nacer
la abuela de la abuela.
Sin embargo, no es más que una niña en comparación con el
genio de las aguas, un individuo viejísimo, estrafalario y taciturno, que viste
calzones de piel de anguila y jubón de escamas de pez, con botones de agua
amarillos, juncos en el cabello y lentejas de agua en la barba, lo cual no
puede decirse que lo embellezca.
Reproducir aquí todo lo que
cuenta la campana nos llevaría muchísimo tiempo. Un año sí y otro también
relata las mismas cosas, de un modo ya conciso, ya prolijo, según el humor.
Habla siempre de los viejos tiempos, duros y tenebrosos.
‑En la iglesia de San
Albani, en la torre donde colgaba la campana, el monje subía al campanario. Era
joven y apuesto, pero soñador como ninguno. Miraba por el portillo más allá del
río, cuyo cauce era entonces ancho, y más allá del cenagal, que era un lago,
por encima del verde muro, hasta la
«Colina de las monjas», donde se levantaba el convento, y la
luz brillaba en la ventana de la religiosa. La había conocido mucho ‑pensaba en
ella, y su corazón palpitaba fuertemente recordándola, ¡ding, dang, ding,
dang!
Así cuenta la campana.
‑Subía también a la torre el
bufón del obispo, y cuando yo, la campana, que soy de bronce, oscilaba dura y
pesadamente, podía haberle aplastado el cráneo. Él se sentaba debajo de mi,
casi tocándome, y se ponía a jugar con dos bastoncitos, como si tocase la lira,
y cantaba: «Aquí puedo cantar en voz alta lo que fuera de aquí sólo me es dado
susurrar. Cantar de todo lo que se encierra en la mazmorra. Allí
reina el frío y la
humedad. Las ratas devoran los cuerpos vivos. Nadie lo sabe.
Nadie lo oye. Ni ahora tampoco, pues la campana dobla con gran estruendo:
iding, dang, ding, dang!».
‑Hubo una vez un rey ‑Canuto
lo llamaban‑ que se inclinaba ante los obispos y los monjes, pero oprimía y
vejaba a sus vecinos con pesados tributos y duras palabras. Entonces ellos se
armaron de palos y otras armas y lo expulsaron como si fuese un animal de la selva. Buscó refugio
en el templo, cerrando puertas y portales. La multitud, airada, se había
reunido enfrente; yo la oía.
Las urracas, las cornejas y hasta los grajos se espantaron de
tanto griterío y estrépito; volaban a la torre y volvían a salir, mirando a la
muchedumbre del fondo, y por las ventanas de la iglesia veían también en su
interior y decían a voz en grito lo que veían. El rey Canuto estaba postrado
ante el altar, rogando; sus hermanos Erico y Benedicto montaban guardia con las
espadas desnudas, pero el criado del Rey, el falso Blake, traicionó a su señor.
Los de fuera supieron‑ dónde tenían que disparar: uno arrojó una piedra por la
ventana y mató al Rey. Gritos y clamores se elevaron de la muchedumbre
enfurecida y de las bandadas de aves, y yo uní mi voz a las otras, cantando y
tañendo: ¡ding, dang, ding, dang!
‑La campana de la iglesia
cuelga a gran altura y ve muy lejos en derredor. La visitan las aves, cuyo
lenguaje entiende. El viento penetra silbando hasta ella, a través de portillos
y huecos y grietas; y el viento lo sabe todo, lo sabe por el aire, el cual
envuelve todo lo que tiene vida, penetra en los pulmones de los seres humanos,
percibe cada sonido, cada palabra, cada suspiro. El aire lo sabe, el viento lo
cuenta, la campana de la iglesia comprende su lenguaje y lo esparce por el
mundo entero: ¡ding, dang, ding, dang!
‑Pero oía y sabía demasiadas
cosas. No alcanzaba a lanzarlas todas al espacio. Me fatigué tanto y me volví
tan pesada, que la viga que me sostenía se rompió, y salí volando por el aire
radiante, para precipitarme en el río, en su lugar más hondo, donde mora el
solitario genio de las aguas, y aquí le cuento, año tras año, las cosas que oí
y que sé: ¡ding, dang, ding, dang! ‑Todo eso dice la campana desde el fondo del
río; la abuela lo ha contado.
Pero nuestro maestro
replica:
‑No hay tal campana que
toque allá abajo; no es posible. Ni tampoco hay ningún genio de las aguas, pues
tales seres no existen. Y cuando todas las otras campanas doblan alegremente,
dice que no son las campanas, sino el aire que vibra, y que él es quien produce
los sonidos; lo curioso es que abuelita afirmaba también que así lo había dicho
la campana, de modo que en esto están de acuerdo; por consiguiente, no puede
caber duda alguna. ‑¡Cuidado, cuidado! ¡Fíjate bien en lo que haces! ‑decían
los dos.
El aire lo sabe todo. Nos
rodea, está dentro de nosotros, habla de nuestros pensamientos y de nuestras
acciones, y lo hace mucho más que la campana de la hoya, donde mora el genio de
las aguas, y lo esparce a lo lejos, muy lejos, hasta los grandes espacios
celestiales, siempre, eternamente, hasta que las campanas del cielo dan su
¡ding, dang, ding, dang!
1.003. Andersen (Hans Christian)
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