En días
remotos, cuando el abuelito era todavía un niño y llevaba pantaloncito
encarnado y chaqueta de igual color, cinturón alrededor del cuerpo y una pluma
en la gorra -pues así vestían los pequeños cuando iban endomingados, muchas
cosas eran completamente distintas de como son ahora. Eran frecuentes las
procesiones y cabalgatas, ceremonias que hoy han caído en desuso, pues nos
parecen anticuadas. Pero da gusto oír contarlo al abuelito.
Realmente
debió de ser un bello espectáculo el solemne traslado del escudo de los
zapateros el día que cambiaron de casa gremial. Ondeaba su bandera de seda, en
la que aparecían representadas una gran bota y un águila bicéfala; los
oficiales más jóvenes llevaban la gran copa y el arca; cintas rojas y blancas
descendían, flotantes, de las mangas de sus camisas. Los mayores iban con la
espada desenvainada, con un limón en la punta. Lo dominaba todo la música, y el mayor de
los instrumentos era el «pájaro», como llamaba el abuelito a la alta percha con
la media luna y todos los sonajeros imaginables; una verdadera música turca.
Sonaba como mil demonios cuando la levantaban y sacudían, y a uno le dolían los
ojos cuando el sol daba sobre el oro, la plata o el latón.
A la cabeza
de la comitiva marchaba el arlequín, vestido de mil pedazos de tela de todos
los colores, con la cara negra y cascabeles en la cabeza, como caballo de
trineo. Vapuleaba a las gentes con su palmeta, y armaba gran alboroto, aunque
sin hacer daño a nadie; y la gente se apretujaba, retrocedía y volvía a
adelantarse. Los niños se metían de pies en el arroyo; viejas comadres se daban
codazos, poniendo caras agrias y echando pestes. El uno reía, el otro charlaba;
puertas y ventanas estaban llenas de curiosos, y los había incluso en lo alto
de los tejados. Lucía el sol, y cayó también un cha-parroncito; pero la lluvia
beneficiaba al campesino, y aunque muchos quedaron calados, fue una verdadera
bendición para el campo.
¡Qué bien
contaba el abuelito! De niño había visto aquellas fiestas en todo su esplendor.
El oficial más antiguo del gremio pronunciaba un discurso desde el tablado
donde había sido colgado el escudo; un discurso en verso, expresamente
compuesto por tres de los miembros, que, para inspirarse, se habían bebido una
buena jarra de ponche. Y la gente gritaba «¡hurra!», dando gracias por el
discurso, pero aún eran más sonoros los hurras cuando el arlequín, montando en
el tablado, imitaba a los demás. El bufón hacía sus payasadas y bebía hidromel
en vasitos de aguardiente, que luego arrojaba a la multitud, la cual los
pescaba al vuelo. El abuelito guardaba todavía uno, regalo de un oficial
albañil que lo había cogido. Era la mar de divertido. Y luego colgaban el
escudo en la nueva casa gremial, enmarcado en flores y follaje.
-Fiestas
como aquellas no se olvidan nunca, por viejo que llegue uno a ser - decía
abuelito; y, en efecto, él no las olvidaba, con haber visto tantos y tantos
espectáculos magníficos. Nos hablaba de todos ellos, pero el más divertido era
sin duda el de la comitiva de los rótulos por las calles de la gran ciudad.
De niño, el
abuelito había hecho con sus padres un viaje a la ciudad. Era la primera
vez que visitaba la
capital. Circulaba santísima gente por las calles, que él
creyó se trataba de una de aquellas procesiones del escudo. Había una cantidad
ingente de rótulos para trasladar; se hubieran cubierto las paredes de cien
salones, si en vez de colgarlos en el exterior se hubiesen guardado dentro. En
el del sastre aparecían pintados toda clase de trajes, pues cosía para toda
clase de gentes, bastas o finas; luego había los rótulos de los tabaqueros, con
lindísimos chiquillos fumando cigarros, como si fuesen de verdad. Se veían
rótulos con mantequilla y arenques ahumados, valonas para sacerdotes, ataúdes,
qué sé yo, así como las más variadas inscripciones y anuncios. Uno podía andar
por las calles durante un día entero contemplando rótulos y más rótulos;
además, se enteraban enseguida de la gente que habitaba en las casas, puesto
que tenían sus escudos colgados en el exterior; y, como decía abuelito, es muy
conveniente y aleccionador saber quiénes viven en una gran ciudad.
Pero quiso
el azar que cuando el abuelito fue a la ciudad, ocurriera algo extraordinario
con los rótulos; él mismo me lo contó, con aquellos ojos de pícaro que ponía
cuando quería hacerme creer algo. ¡Lo explicaba tan serio!
La primera
noche que pasó en la ciudad hizo un tiempo tan horrible, que hasta salió en los
periódicos; un tiempo como nadie recordaba otro igual. Las tejas volaban por el
aire; viejas planchas se venían al suelo; hasta una carretilla se echó a correr
sola, calle abajo, para salvarse. El aire bramaba, mugía y lo sacudía todo; era
una tempestad desatada. El agua de los canales se desbordó por encima de la
muralla, pues no sabía ya por dónde correr. El huracán rugía sobre la ciudad,
llevándose las chimeneas; más de un viejo y altivo remate de campanario hubo de
inclinarse, y desde entonces no ha vuelto a enderezarse.
Junto a la
casa del viejo jefe de bomberos, un buen hombre que llegaba siempre con la
última bomba, había una garita. La tempestad se encaprichó de ella, la arrancó
de cuajo y la lanzó calle abajo, rodando. Y, ¡fíjate qué cosa más rara! Se
quedó plantada frente a la casa del pobre oficial carpintero que había salvado
tres vidas humanas en el último incendio. Pero la garita no pensaba en ello.
El rótulo
del barbero -aquella gran bacía de latón- fue arrancado y disparado contra el
hueco de la ventana del consejero judicial, cosa que todo el vecindario
consideró poco menos que ofensiva, pues todo el mundo y hasta las amigas más
íntimas llamaban a la esposa del consejero la «navaja». Era listísima, y
conocía la vida de todas las personas más que ellas mismas.
Un rótulo
con un bacalao fue a dar sobre la puerta de un individuo que escribía un
periódico. Resultó una pesada broma del viento, que no pensó que un periodista
no tolera bromas, pues es rey en su propio periódico y en su opinión personal.
La veleta
voló al tejado de enfrente, en el que se quedó como la más negra de las
maldades, dijeron los vecinos.
El tonel
del tonelero quedó colgado bajo el letrero de «Modas de señora».
La minuta
de la fonda, puesta en un pesado marco a la puerta del establecimiento, fue
llevada por el viento hasta la entrada del teatro, al que la gente no acudía
nunca; era un cartel ridículo: «Rábanos picantes y repollo relleno». ¡Y
entonces le dio a la gente por ir al teatro!
La piel de
zorro del peletero, su honroso escudo, apareció pegada al cordón de la
campanilla de un joven que asistía regularmente al primer sermón, parecía un
paraguas cerrado, andaba en busca de la verdad y, según su tía, era un modelo.
El letrero
«Academia de estudios superiores» fue encontrado en el club de billar, y
recibió a cambio otro que ponía: «Aquí se crían niños con biberón». No tenía la
menor gracia, y resultaba muy descortés. Pero lo había hecho la tormenta, y
vaya usted a pedirle cuentas.
Fue una
noche espantosa. Imagínate que por la mañana casi todos los rótulos habían
cambiado de sitio, en algunos casos con tan mala idea, que abuelito se negaba a
contarlo, limitándose a reírse por dentro, bien lo observaba yo. Y como pícaro,
lo era, desde luego.
Las pobres
gentes de la gran ciudad, especialmente los forasteros, andaban de cabeza, y
no podía ser de otro modo si se guiaban por los carteles.
A lo mejor
uno pensaba asistir a una grave asamblea de ancianos, donde habrían de
debatirse cuestiones de la mayor trascendencia, e iba a parar a una bulliciosa
escuela, donde los niños saltaban por encima de mesas y bancos.
Hubo quien
confundió la iglesia con el teatro, y esto sí que es penoso.
Una
tempestad como aquella no se ha visto jamás en nuestros días. Aquélla la vio
sólo el abuelito, y aun siendo un chiquillo. Tal vez no la veamos nosotros,
sino nuestros nietos. Lo esperemos, y roguemos que se estén quietecitos en casa
cuando el vendaval cambie los rótulos.
1.003. Andersen (Hans Christian)
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