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jueves, 21 de marzo de 2013

El berrugo y el mono

¿Es en Sotileza? ¿En La Móntálvez? ¿En De tal palo, tal astilla? ¿En El Buey suelto...?¿En Peñas Arriba? ¿En El sabor de la tierruca? ¿En Nubes de estío? No lo recuerdo a punto fijo, pero en una de las inmortales novelas de José María de Pereda es donde se halla el repulsivo Berrugo (debe de ser en La Puchera). El inimitable escritor santaderino, cuyo per­sonaje, forjado a martillo y cincel, eclipsa casi al de Moliére, y compite con el de Ernesto Hello en "Ludovic" de Contes Extra­ordinaires, inflige al avaro miserable el merecido castigo.
En la fábula presente lo veremos bajo otros aspectos. Trá­tase de un avaro que vive en compañía de un mono, de quienes nos hablan Cento Novelle antiche, Nicolás de Pérgamo, Mor­lini, Straparole y Tristán l'Ermite. Pudo ser próximo pariente de aquellos otros atesoradores que conocemos por las narracio­nes de El Avaro robado, El Enterrador y su Compadre, El Cazador y el Puma, El Avara y sus Mozos, El Desesperado, el Avaro y el Tesoro, y algunas otras análogas.
Nuestro desdichado y repelente Berrugo acumulaba con furor onzas peluconas marengos, napoleones, luises, esterlinas, argen-tinos, cóndores, soles... y cobres.
Como el peñón que fascinaba al avaro de Pereda y fué el instrumento de su trágico fin, nuestro Berrugo había escogido la cueva de un islote desierto para confiarle su tesoro. La ca­leta era sólo frecuentada por el avaro y su mono que nunca despertaron sospechas en los cacos, por su astroso aspecto. Allí se pasaba las horas muertas el Harpagón de nuevo cuño a la lumbre incierta de una vela de sebo contando, calculando, haciendo sumas y restas que volvía a verificar a la luz del sol, restando, sumando, calculando, contando sin fin; a ratos go­zando con sonrisa ancha, rascándose otras precipitadamente con entrambas huesosas manos las dos docenas de pelos que le quedaban en el occipucio... De súbito se ponía de pie, daba un puñetazo en el tablón rústico que le servía de mostrador y bu­fete, corría al hueco de la roca, sacaba otra lata repleta de mo­nedas, y volvía a las cuatro operaciones. El resultado final era un bramido:
-"¿Quién me saca dinero ¡cascajo! Faltan dos esterlinas ¡recontra! Y el otro día desaparecieron también cuatro doblo­nes... !que desaparecidos vea yo en los profundos infiernos y nadando en sus llamas al criminal que así me mata!".
Es el caso que el Berrugo tenía la pueril costumbre de arrojar peladillas, galetes y guijarros al mar, para desentu­mecerse después de las sesiones largas en la húmeda y sombría caverna. El mono, viéndose alguna vez solo, lo imitaba, natu­ralmente, en tal ejercicio, pero más de cuatro veces se sirvió de las monedas confundiéndolas con guijarros. Razón por la cual el Berrugo, aunque más se despistojaba en sus cálculos, nunca, llegaba a la suma cabal.
Extremó entonces sus precauciones y, en las horas que él no podía estarse cabe su teroso, amarraba el macaco en la cue­va, e iba a sus menesteres.
Un buen día, el cuadrumano, sea que hubiese visto pasar a Anfitrite o a Neptuno, sea que alguna Nereida, o algún Del­fín, o alguna Oceánida ¡vaya usted a saber! lo hubiesen provo­cado, el caso es que comenzó a ejercitarse en el tiro a la palo­ma, digo, a la corvina, con las pilas de marengos, esterlinas, onzas y doblones. Comenzaron éstos a salir por la ventanilla, casi a rás del mar, silbando, rozaban en dos o tres puntos el agua haciéndola chispear, y se hundían hasta dar fondo a cua­renta brazas de la superficie. Entusismado con el cinegético ejercicio, el cuadrumano quiso probar hasta donde llegaban su destreza y vigor de brazos: tomó de a tres en cada mano an­terior las monedas y aquello fué una verdadera lluvia de oro en la ensenada.
Cuando, una hora más tarde, el ruído de la llave en la ce­rradura, le indicó la llegada del amo, arrojó de prisa los últi­mos cóñdores y argentinos que restaban aun del tesoro, y se tumbó sobre el bfete fingiendo dormir. Pero su maniobra ha­bía sido descubierta tres minutos antes por el avaro, que llega­ba enloquecido, aunque sin sospechar toda la magnitud del desastre.
Cuando comprobó que quedaban sólo algunos cobres de lo que, había sido una pingüe fortuna, soltó un alarido bestial y, arremetiendo al mono, no dudara en hacerlo pedazos, si éste no lo madrugara dándole tan feroz mordisco que le llevó la mitad del rostro.
Saltó fuera de la caverna el cuadrumano desapareciendo, y cayó de bruces el avaro, fulminado de una apoplejía.

1.087.1 Daimiles (Ham) - 017

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