En la fábula presente lo veremos bajo otros aspectos.
Trátase de un avaro que vive en compañía de un mono, de quienes nos hablan Cento Novelle antiche, Nicolás de
Pérgamo, Morlini, Straparole y Tristán l'Ermite. Pudo ser próximo pariente de
aquellos otros atesoradores que conocemos por las narraciones de El Avaro robado, El Enterrador y su
Compadre, El Cazador y el Puma, El Avara y sus Mozos, El Desesperado, el Avaro
y el Tesoro, y algunas otras análogas.
Nuestro desdichado y repelente Berrugo acumulaba con
furor onzas peluconas marengos, napoleones, luises, esterlinas, argen-tinos,
cóndores, soles... y cobres.
Como el peñón que fascinaba al avaro de Pereda y fué
el instrumento de su trágico fin, nuestro Berrugo había escogido la cueva de un
islote desierto para confiarle su tesoro. La caleta era sólo frecuentada por
el avaro y su mono que nunca despertaron sospechas en los cacos, por su astroso
aspecto. Allí se pasaba las horas muertas el Harpagón de nuevo cuño a la lumbre
incierta de una vela de sebo contando, calculando, haciendo sumas y restas que
volvía a verificar a la luz del sol, restando, sumando, calculando, contando
sin fin; a ratos gozando con sonrisa ancha, rascándose otras precipitadamente
con entrambas huesosas manos las dos docenas de pelos que le quedaban en el
occipucio... De súbito se ponía de pie, daba un puñetazo en el tablón rústico
que le servía de mostrador y bufete, corría al hueco de la roca, sacaba otra
lata repleta de monedas, y volvía a las cuatro operaciones. El resultado final
era un bramido:
-"¿Quién me saca dinero ¡cascajo! Faltan dos
esterlinas ¡recontra! Y el otro día desaparecieron también cuatro doblones...
!que desaparecidos vea yo en los profundos infiernos y nadando en sus llamas al
criminal que así me mata!".
Es el caso que el Berrugo tenía la pueril costumbre de
arrojar peladillas, galetes y guijarros al mar, para desentumecerse después de
las sesiones largas en la húmeda y sombría caverna. El mono, viéndose alguna
vez solo, lo imitaba, naturalmente, en tal ejercicio, pero más de cuatro veces
se sirvió de las monedas confundiéndolas con guijarros. Razón por la cual el
Berrugo, aunque más se despistojaba en sus cálculos, nunca, llegaba a la suma
cabal.
Extremó entonces sus precauciones y, en las horas que
él no podía estarse cabe su teroso, amarraba el macaco en la cueva, e iba a
sus menesteres.
Un buen día, el cuadrumano, sea que hubiese visto
pasar a Anfitrite o a Neptuno, sea que alguna Nereida, o algún Delfín, o alguna
Oceánida ¡vaya usted a saber! lo hubiesen provocado, el caso es que comenzó a
ejercitarse en el tiro a la paloma, digo, a la corvina, con las pilas de
marengos, esterlinas, onzas y doblones. Comenzaron éstos a salir por la
ventanilla, casi a rás del mar, silbando, rozaban en dos o tres puntos el agua
haciéndola chispear, y se hundían hasta dar fondo a cuarenta brazas de la
superficie. Entusismado con el cinegético ejercicio, el cuadrumano quiso probar
hasta donde llegaban su destreza y vigor de brazos: tomó de a tres en cada mano
anterior las monedas y aquello fué una verdadera lluvia de oro en la ensenada.
Cuando, una hora más tarde, el ruído de la llave en la
cerradura, le indicó la llegada del amo, arrojó de prisa los últimos cóñdores
y argentinos que restaban aun del tesoro, y se tumbó sobre el bfete fingiendo
dormir. Pero su maniobra había sido descubierta tres minutos antes por el
avaro, que llegaba enloquecido, aunque sin sospechar toda la magnitud del desastre.
Cuando comprobó que quedaban sólo algunos cobres de lo
que, había sido una pingüe fortuna, soltó un alarido bestial y, arremetiendo al
mono, no dudara en hacerlo pedazos, si éste no lo madrugara dándole tan feroz
mordisco que le llevó la mitad del rostro.
Saltó fuera de la caverna el cuadrumano
desapareciendo, y cayó de bruces el avaro, fulminado de una apoplejía.
1.087.1 Daimiles
(Ham) - 017
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