No pueden leerse las maravillosas y
graciosas leyendas de la Alhambra sin recordar a los reyes que tuvieron la
virtud de fundar y construir esta joya arquitectónica, sublime demostración del
genio de los artífices árabes, monumento imperecedero de la gloria de España.
Para conocer tan interesantes
hechos, debió el autor estudiar las numerosas crónicas que se conservan en la
Biblioteca de la Universidad de Granada.
Según la historia, el primero de
estos reyes, llamado Mohamed Abu -Alhamar, nació en Arjona en el año 1195 de
la Era Cristiana. Descendiente de la noble rama de los Beni-Nasar, sus padres
no escatimaron medios para educarlo de acuerdo con el elevado rango que
ocupaba la familia.
La civilización árabe había
alcanzado en aquel entonces gran adelanto. En las principales ciudades existían
escuelas y sabios maestros de artes y ciencias, donde los más ricos y
distinguidos personajes educaban a sus hijos.
Al llegar Abu-Alhamar a la mayoría
de edad, demostraba gran inteligencia y perspicacia, tanto en las ciencias
como en los negocios públicos, por lo que fue nombrado alcaide de las ciudades
de Arjona y Jaén. Pronto se distinguió por su bondad y justicia, lo que le proporcionó
enorme popularidad y merecido respeto.
A la muerte del rey Abou Hud, el
pueblo musulmán se dividió en varios bandos. Muchos nobles se manifestaron a
favor del justiciero Abu-Alhamar. Sus partidarios aumentaron en tal forma que,
después de ser aclamado en numerosas ciudades, llegó a Granada, donde fu é
proclamado soberano.
Su gobierno dio a sus entusiastas
súbditos nuevos motivos de alegría y bienestar. Creó un admirable sistema de
policía y dictó estrictas leyes para la administración de justicia. Atendía
personal-mente a los necesitados, fundando numerosos hospitales para ciegos,
ancianos y enfermos; escuelas para instruir los niños, carnicerías, hornos
públicos y un sistema de irrigación que beneficiaba a la ciudad y los campos
vecinos.
Por su sabia administración y sus
inteligentes iniciativas, Granada se había convertido en un centro de cultura
y comercio que traía la prosperidad a sus habitantes.
Como no hay felicidad duradera, y
cuando menos se sospechaba, sobre el reino se elevaron amenazadores nubarrones
que presagia-ban sangrienta guerra.
Los ejércitos cristianos,
aprovechando las divisiones y rivalidades de los príncipes moros, habían empezado
a recobrar el territorio que permanecía en manos de los árabes.
Jaime el Conquistador se había
apoderado de Valencia y Fernando el Santo de Andalucía, llegando a sitiar,
hasta que consiguiera tomarla, la ciudad de Jaén.
Abu-Alhamar comprendió bien pronto
la imposibilidad de resistir las poderosas fuerzas de Castilla. Después de
profunda meditación resolvió presentarse, en forma secreta, al rey Fernando.
Cuando llegó a su presencia,
besando la mano del monarca español, dijo:
-Soy Mohamed Abu-Alhamar, rey de
Granada; vengo a ponerme bajo vuestro mando. Aceptadme como vasallo y disponed
de mis pobres dominios como mejor os plazca.
Fernando, que tenía buen corazón,
apreció como se debía este gesto y, abrazando a su rival, lo admitió con los
derechos y prerrogativas de su más noble vasallo, con la condición de pagarle
cierto tributo anual y ayudarlo en sus campañas militares.
El rey Fernando pronto necesitó el
auxilio de Abu-Alhamar, quien acudió al frente de quinientos guerreros para
combatir contra los de su raza y religión.
El valor que demostró el moro en la
conquista de la ciudad de Sevilla, sus solicitudes a Fernando para que tuviese
clemencia con los vencidos, no vencieron su triste fama ni su amargura al darse
cuenta que a su reino le amenazaban graves peligros.
Los habitantes de Granada esperaban
a su rey con grandes festejos y arcos de triunfo, en homenaje a su bravura y
bondad. La multitud delirante lo aclamó como "El Ghalib", o sea
"El Victorioso", pero el apenado rey exclamó: "¡Sólo Dios es
vencedor!", palabras que adoptó por divisa, haciéndolas grabar en su
escudo.
Mohamed tenía presente que la paz
que había comprado a tan duro-precio no podía ser duradera. Siguiendo el viejo
refrán "Ármate en tiempo de paz y abrígate aun en verano", empezó a
construir obras de defensa, aumentando sus arsenales y estimulando en toda
forma las artes e industrias que dieran mayor poderío a Granada.
De estas iniciativas surge la que
más brillo y renombre ha de dar a su reino: el maravilloso palacio de la
Alhambra.
Su construcción empezó en el año
1250 y fue dirigida y vigilada por Abu-Alhamar, cuyas sencillas costumbres lo
llevaban a mantener largas conversaciones con los obreros y dirigir los
trabajos de los artistas y maestros de obra.
Pasaba la mayor parte del tiempo en
los jardines, donde se cultivaban las plantas y flores más exóticas y hermosas
de España, leyendo o completando la educación de sus tres hijos.
Permaneció fiel a su promesa de
lealtad, y a la muerte de Fernando el Santo envió, con su pésame al nuevo rey
Alfonso X, un séquito de cien caballeros que velasen sus restos en la
Catedral.
Mohamed Abu -Alhamar llegó a vivir
muchísimos años. Un día, al salir al frente de las tropas para rechazar un
ataque de sus enemigos, uno de sus jefes, por casualidad, rompió la lanza
contra el arco de la puerta. Sus acompañantes vieron en ello una señal de mal
augurio y rogaron al anciano rey que desistiera de sus propósitos y confiara
las tropas a otro jefe. Pero Abu -Alhamar no hizo caso y ordenó continuar la
marcha. Al atardecer, un súbito malestar casi lo derriba del caballo. La
extraña enfermedad tuvo un trágico desenlace frente al cual se declararon
impotentes los médicos de la Corte, falleciendo el soberano.
Su cuerpo fue embalsamado y
colocado en un suntuoso féretro de plata labrada, que se depositó, acompañado
por el dolor de sus súbditos, en un magnífico mausoleo de mármol.
La Alhambra guarda, con sus restos,
imperecedero recuerdo de su esclarecido fundador. Pero la magna empresa lleva
asociado otro no menos ilustre hombre: el que continuó y dio fin a la
construcción de tan suntuoso palacio.
No puede quedar en el olvido el
célebre príncipe Yusef Abul Hagig, que ocupó el trono de Granada en el año
1333.
Sus condiciones morales eran muy
semejantes a las de su antecesor Mohamed Abu -Alhamar, pero su físico mucho
más agraciado, causaba admiración. De alta estatura y prodigiosa fuerza,
aumentaba su presencia y nobleza con una larga barba negra. Su cultura y sus
conocimientos se extendían a todas las ciencias y artes de aquel entonces.
Alcanzaba gran fama como poeta y conquistaba a su pueblo por su cortesía y
humanidad. Si bien de mucho valor y coraje, aborrecía la guerra por sus
inútiles matanzas, por lo que llegó a prohibir a sus guerreros todo acto de
crueldad, y mandó respetar y proteger a las inocentes víctimas, es decir, las
mujeres, los niños, y los enfermos.
¡Tan nobles sentimientos no podían
consagrarlo como un gran guerrero! Derrotado por las fuerzas de los reyes de
Castilla y Portugal, se retiró a Granada, dedicándose enteramente a la
educación y bienestar de su pueblo.
Inició la construcción de diversas
obras, entre las que se cuentan la terminación de la Alhambra, iniciada por
Abu-Alhamar, la Puerta de la justicia y el Alcázar de Málaga. Agregó nuevos
ornamentos y obras de arte a patios y salones del palacio, revistiendo a su
conjunto de la gracia y elegancia que lo han hecho tan famoso y visitado.
Los nobles de la ciudad no tardaron
en seguir el ejemplo del rey, y pronto la ciudad se vio rodeada de hermosos
palacios, verdaderas obras de arte que llevaron a decir a un escritor que
"Granada era en aquella época un vaso de plata cubierto de esmeraldas y
jacintos".
La nobleza de Yusef se manifestó
cuando su peor enemigo, Alfonso XI de Castilla, murió a raíz de una cruel
epidemia mientras sitiaba la ciudad de Gibraltar. En vez de alegría sólo
manifestó pesar, diciendo que aquella desgracia privaba al inundo de uno de los
más ilustres príncipes.
Sus tropas suspendieron la lucha y
abrieron camino a las fuerzas que trasladaban hasta Sevilla al difunto rey.
El destino proporcionó al generoso
Yusef un trágico fin. Un día, mientras permanecía en la Mezquita Real, un
demente lo atacó con un puñal infiriéndole una herida mortal. El pueblo,
indignado, vengó su muerte destrozando al asesino.
Sobre su tumba de mármol fueron
grabadas sentidas oraciones. Su nombre flota imperecedero sobre la Alhambra,
maravilla que eterniza su recuerdo.
Cuento de la alhambra
1.025. Irving (Washington) - 058
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