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jueves, 18 de diciembre de 2014

Las cruzadas y los primeros reyes de granada

No pueden leerse las maravillosas y graciosas leyendas de la Alhambra sin recordar a los reyes que tuvieron la virtud de fundar y construir esta joya arquitectónica, sublime demostración del genio de los artífices árabes, monumento imperece­dero de la gloria de España.
Para conocer tan interesantes hechos, debió el autor estudiar las numerosas crónicas que se conser­van en la Biblioteca de la Universidad de Granada.
Según la historia, el primero de estos reyes, llama­do Mohamed Abu -Alhamar, nació en Arjona en el año 1195 de la Era Cristiana. Descendiente de la noble rama de los Beni-Nasar, sus padres no escati­maron medios para educarlo de acuerdo con el ele­vado rango que ocupaba la familia.
La civilización árabe había alcanzado en aquel entonces gran adelanto. En las principales ciudades existían escuelas y sabios maestros de artes y ciencias, donde los más ricos y distinguidos personajes edu­caban a sus hijos.
Al llegar Abu-Alhamar a la mayoría de edad, de­mostraba gran inteligencia y perspicacia, tanto en las ciencias como en los negocios públicos, por lo que fue nombrado alcaide de las ciudades de Arjona y Jaén. Pronto se distinguió por su bondad y justicia, lo que le proporcionó enorme popularidad y mere­cido respeto.
A la muerte del rey Abou Hud, el pueblo musul­mán se dividió en varios bandos. Muchos nobles se manifestaron a favor del justiciero Abu-Alhamar. Sus partidarios aumentaron en tal forma que, después de ser aclamado en numerosas ciudades, llegó a Gra­nada, donde fu é proclamado soberano.
Su gobierno dio a sus entusiastas súbditos nuevos motivos de alegría y bienestar. Creó un admirable sistema de policía y dictó estrictas leyes para la ad­ministración de justicia. Atendía personal-mente a los necesitados, fundando numerosos hospitales para ciegos, ancianos y enfermos; escuelas para instruir los niños, carnicerías, hornos públicos y un sistema de irrigación que beneficiaba a la ciudad y los campos vecinos.
Por su sabia administración y sus inteligentes ini­ciativas, Granada se había convertido en un centro de cultura y comercio que traía la prosperidad a sus habitantes.
Como no hay felicidad duradera, y cuando menos se sospechaba, sobre el reino se elevaron amenaza­dores nubarrones que presagia-ban sangrienta guerra.
Los ejércitos cristianos, aprovechando las divisio­nes y rivalidades de los príncipes moros, habían em­pezado a recobrar el territorio que permanecía en manos de los árabes.
Jaime el Conquistador se había apoderado de Va­lencia y Fernando el Santo de Andalucía, llegando a sitiar, hasta que consiguiera tomarla, la ciudad de Jaén.
Abu-Alhamar comprendió bien pronto la imposi­bilidad de resistir las poderosas fuerzas de Castilla. Después de profunda meditación resolvió presentar­se, en forma secreta, al rey Fernando.
Cuando llegó a su presencia, besando la mano del monarca español, dijo:
-Soy Mohamed Abu-Alhamar, rey de Granada; vengo a ponerme bajo vuestro mando. Aceptadme como vasallo y disponed de mis pobres dominios co­mo mejor os plazca.
Fernando, que tenía buen corazón, apreció como se debía este gesto y, abrazando a su rival, lo admitió con los derechos y prerrogativas de su más noble vasallo, con la condición de pagarle cierto tributo anual y ayudarlo en sus campañas militares.
El rey Fernando pronto necesitó el auxilio de Abu-Alhamar, quien acudió al frente de quinientos guerreros para combatir contra los de su raza y re­ligión.
El valor que demostró el moro en la conquista de la ciudad de Sevilla, sus solicitudes a Fernando para que tuviese clemencia con los vencidos, no vencieron su triste fama ni su amargura al darse cuenta que a su reino le amenazaban graves peligros.
Los habitantes de Granada esperaban a su rey con grandes festejos y arcos de triunfo, en homenaje a su bravura y bondad. La multitud delirante lo acla­mó como "El Ghalib", o sea "El Victorioso", pero el apenado rey exclamó: "¡Sólo Dios es vencedor!", palabras que adoptó por divisa, haciéndolas grabar en su escudo.
Mohamed tenía presente que la paz que había comprado a tan duro-precio no podía ser duradera. Siguiendo el viejo refrán "Ármate en tiempo de paz y abrígate aun en verano", empezó a construir obras de defensa, aumentando sus arsenales y estimulando en toda forma las artes e industrias que dieran ma­yor poderío a Granada.
De estas iniciativas surge la que más brillo y re­nombre ha de dar a su reino: el maravilloso palacio de la Alhambra.
Su construcción empezó en el año 1250 y fue dirigida y vigilada por Abu-Alhamar, cuyas sencillas costumbres lo llevaban a mantener largas conversa­ciones con los obreros y dirigir los trabajos de los artistas y maestros de obra.
Pasaba la mayor parte del tiempo en los jardines, donde se cultivaban las plantas y flores más exóticas y hermosas de España, leyendo o completando la educación de sus tres hijos.
Permaneció fiel a su promesa de lealtad, y a la muerte de Fernando el Santo envió, con su pésame al nuevo rey Alfonso X, un séquito de cien caballe­ros que velasen sus restos en la Catedral.
Mohamed Abu -Alhamar llegó a vivir muchísimos años. Un día, al salir al frente de las tropas para rechazar un ataque de sus enemigos, uno de sus jefes, por casualidad, rompió la lanza contra el arco de la puerta. Sus acompañantes vieron en ello una se­ñal de mal augurio y rogaron al anciano rey que desistiera de sus propósitos y confiara las tropas a otro jefe. Pero Abu -Alhamar no hizo caso y ordenó continuar la marcha. Al atardecer, un súbito males­tar casi lo derriba del caballo. La extraña enferme­dad tuvo un trágico desenlace frente al cual se de­clararon impotentes los médicos de la Corte, falle­ciendo el soberano.
Su cuerpo fue embalsamado y colocado en un sun­tuoso féretro de plata labrada, que se depositó, acom­pañado por el dolor de sus súbditos, en un magní­fico mausoleo de mármol.
La Alhambra guarda, con sus restos, imperecedero recuerdo de su esclarecido fundador. Pero la magna empresa lleva asociado otro no menos ilustre hom­bre: el que continuó y dio fin a la construcción de tan suntuoso palacio.
No puede quedar en el olvido el célebre príncipe Yusef Abul Hagig, que ocupó el trono de Granada en el año 1333.
Sus condiciones morales eran muy semejantes a las de su antecesor Mohamed Abu -Alhamar, pero su fí­sico mucho más agraciado, causaba admiración. De alta estatura y prodigiosa fuerza, aumentaba su pre­sencia y nobleza con una larga barba negra. Su cul­tura y sus conocimientos se extendían a todas las ciencias y artes de aquel entonces. Alcanzaba gran fama como poeta y conquistaba a su pueblo por su cortesía y humanidad. Si bien de mucho valor y coraje, aborrecía la guerra por sus inútiles matanzas, por lo que llegó a prohibir a sus guerreros todo acto de crueldad, y mandó respetar y proteger a las inocentes víctimas, es decir, las mujeres, los niños, y los enfermos.
¡Tan nobles sentimientos no podían consagrarlo como un gran guerrero! Derrotado por las fuerzas de los reyes de Castilla y Portugal, se retiró a Gra­nada, dedicándose enteramente a la educación y bienestar de su pueblo.
Inició la construcción de diversas obras, entre las que se cuentan la terminación de la Alhambra, ini­ciada por Abu-Alhamar, la Puerta de la justicia y el Alcázar de Málaga. Agregó nuevos ornamentos y obras de arte a patios y salones del palacio, revis­tiendo a su conjunto de la gracia y elegancia que lo han hecho tan famoso y visitado.
Los nobles de la ciudad no tardaron en seguir el ejemplo del rey, y pronto la ciudad se vio rodeada de hermosos palacios, verdaderas obras de arte que llevaron a decir a un escritor que "Granada era en aquella época un vaso de plata cubierto de esme­raldas y jacintos".
La nobleza de Yusef se manifestó cuando su peor enemigo, Alfonso XI de Castilla, murió a raíz de una cruel epidemia mientras sitiaba la ciudad de Gibraltar. En vez de alegría sólo manifestó pesar, diciendo que aquella desgracia privaba al inundo de uno de los más ilustres príncipes.
Sus tropas suspendieron la lucha y abrieron ca­mino a las fuerzas que trasladaban hasta Sevilla al difunto rey.
El destino proporcionó al generoso Yusef un trá­gico fin. Un día, mientras permanecía en la Mezquita Real, un demente lo atacó con un puñal infi­riéndole una herida mortal. El pueblo, indignado, vengó su muerte destrozando al asesino.
Sobre su tumba de mármol fueron grabadas sen­tidas oraciones. Su nombre flota imperecedero so­bre la Alhambra, maravilla que eterniza su recuerdo.

Cuento de la alhambra

1.025. Irving (Washington) - 058

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