No hallaré el descanso en mi posada Falstaff
Durante un viaje que hice cierta vez por los
Países Bajos, llegué una noche a la Pomme d'Or, el mejor hostal de una pequeña
villa flamenca. Lo hice pasada la hora convenida para la table d'hóte, por lo
que me vi obligado a cenar a solas los restos del menú que me sirvieron. Hacía
un frío espantoso. Tomé asiento al fondo de un amplio comedor a la sazón vacío;
acaso angustiado por aquella soledad, por aquel silencio que me hacía tener la
sensación de que había llegado a un lugar solitario, pedí al posadero algo que
leer, y el buen hombre, prestamente, me ofreció cuanto componía la biblioteca
de su casa y pensión: una Biblia familiar holandesa y un almanaque escrito en
la misma lengua, pero también unos cuantos periódicos parisinos atrasados... Me
entretenía en la lectura de alguno de aquellos periódicos atrasados cuando
llegaron hasta mis oídos unas risas que parecían originarse en la cocina del
hostal. Cualquiera que haya viajado por el continente sabe lo muy importante
que resulta para el viajero llegar a un lugar en el que las cocinas sean
alegres; sobre todo, en circunstancias como la mía, con un tiempo de perros,
cuando más necesario se hace el calor en todos los sentidos... Dejé a un lado,
pues, el periódico que leía, y me levanté con ánimo de hacer una incursión, más
o menos profunda, allá por donde estaba la cocina del hostal, pues la verdad es
que me hacía franca ilusión encontrarme con gente que riera con tantas ganas.
Vi allí, reunidos al amor del fuego de los fogones, a varios viajeros que
habían arribado al hostal antes que yo, a hora prudencial, pues, en una
diligencia; estaban en animada charla con las personas que se encargaban de
cocinar para la clientela del Pomme d'Or. Estaban, como he dicho, sentados
alrededor de uno de los fogones, que parecía un altar ante el que se hubiera
congregado una comunidad, aun pequeña, de fieles; había sobre el fogón, en la
pared, cacharros de cocina y una vajilla completa y reluciente, en la que
destacaba un juego de té presto para el servicio. Una lámpara de aceite, grande
y de cristal reluciente, daba luz a los que allí charlaban y reían, arrojando
sus sombras descomunales contra las paredes de la amplia cocina. Bajo aquella
amarillenta luz de la lámpara sólo aparecía bien iluminada la escena que
mostraba a esas personas, permaneciendo el resto de la cocina en una penumbra
atrayente, que sugería placidez e intimidad. Una hermosa flamenca, con largos
pendientes dorados en sus orejas y con un pequeño corazón, igualmente dorado,
pendiente de su cuello por una cadenita, parecía la sacerdotisa que oficiaba el
rito de la reunión ante aquel fogón como un altar, en la cocina del hostal.
Varios de los allí presentes fumaban plácida
y relajadamente sus pipas, con ese especial regusto con que se saborea un buen
tabaco aromático después de una excelente cena, cuando ya comienza a desearse
el caliente lecho para descansar. Ya he dicho que se contaban anécdotas, y
justo entré cuando uno de aquellos hombres concluía la suya y empezaba un
francés a referir otra... Era el francés un hombre de cara larga y magra pero
jovial, con enormes patillas, y comenzó a contar historias galantes de las que,
cómo no, había sido protagonista, entre el regocijo de las muchachas flamencas
de la cocina y las risas admiradas de los demás hombres allí reunidos... Lo
propio, en fin, de esos templos de la liberalidad y de la honesta diversión que
son las cocinas de los hostales cuando llega la noche.
Desde luego, no vi mejor ocasión de sacudirme
el tedio, y como en realidad aún no me apetecía irme a dormir, a despecho del
cansancio, tomé asiento junto a los allí congregados, procurando no hacer
ruido. Escuché así varias historias más que referían los viajeros, algunas de
una increíble extravagancia y otras más vero-símiles, como ocurre en estos
casos. Todas ellas, sin embargo, se me han borrado ya de la memoria, a
excepción de la que narró un hombre, que pido permiso para relatar... Lamento
no poder hacerlo con la vivacidad y convicción, empero, con que hizo su relato
aquel hombre, ni con su aire tan peculiar, ni con sus gestos tan apropiados...
Era un viejo suizo corpulento, que tenía la pinta del que ha viajado mucho.
Vestía decorosamente, muy pulcro y hasta elegante con su chaqueta verde de buen
paño, con sus calzones de cuero con peto igualmente de cuero protegiéndole el
pecho, y con sus medias de lana. Era muy corpulento, como ya he dicho, a pesar
de su edad proyecta, y gesticulante, con la mandíbula poderosa, de nariz
aquilina, de ojos grandes y chispeantes, rubios aún sus cabellos, a pesar de
las canas que lucía, que le caían crecidos sobre el cuello de un abrigo largo
de terciopelo e igualmente verde, esos abrigos que en realidad son una capa,
prenda tan típica entre los via-jeros que recorren en invierno el continente. A
veces lo interrumpían en su relato, bien las preguntas de quienes escuchaban,
sobre todo las preguntas de las muchachas, o bien la llegaba de algún huésped
aún más tardón que yo mismo, y él a todos atendía, cordial, deferente, para
seguir después a lo suyo con el mismo entusiasmo de antes... Y alguna vez se
interrumpía él mismo, con el pretexto de dar lumbre a su pipa, sin duda para
incrementar las ansias de quienes lo escuchábamos... Ni que decir tiene que las
muchachas, y en especial la flamenca rubicunda de los pendientes dorados, le
miraban con embeleso, como enamoradas.
Me gustaría que mis lectores se lo imaginaran
con su pipa genuina de écume de mer. con su mentón poderoso, sentado en un
sillón con todo su aire mundano mientras refería aventuras, como sin
importancia, que a todos sorprendían, con la cabeza siempre alta, más que la de
un gallo, y entornando a veces los ojos para reafirmar un aspecto
particularmente memorable de su relato, o mirando de reojo con ellos cuando el
misterio tenía que ser aprensivo; así, acaso, la última historia que contó, y
que a continuación paso a referirles, les toque en el alma tan profundamente
como a mí me llegara.
En la cumbre de una de las alturas de
Odenwald, país salvaje y romántico de la Alta Germania, situado cerca de donde
confluyen el Mosa y el Rin, se alzaba hace muchos años el castillo del barón
Von Landshort. Ahora, por el tiempo en que transcurre mi historia, se hallaba
en ruinas y casi sepultado por un bosque de hayas y de negros abetos; no
obstante, la vieja torre que servía de punto de observación y vigilancia más
importante del castillo aún se elevaba por encima de los árboles, de igual
manera que el barón del que hablo se esforzaba en mantener su dominio sobre los
campesinos de la comarca.
El barón era un descendiente venido a menos
de la gran familia de los Katzenellenbogen y heredero de sus bienes y del orgullo que fue divisa de la estirpe.
Aunque el afán guerrero de sus antepasados había hecho que disminuyera el
número de sus propiedades, pretendía el barón, sin embargo, seguir dando
muestras de una opulencia infinita. Eran tiempos de paz y todos los nobles de
Alemania habían abandonado sus góticos torreones defensivos, colgados de las
montañas como nidos de águilas, para afincarse en los valles, lugares de común
más placenteros y que propician una existencia, por ello, más cómoda.
Tenía el barón una hija, su única
descendiente; pero la naturaleza compensó no haberle dado más que esa hija,
haciendo de ella, en cambio, un prodigio, un dechado de virtudes. Tanto sus
primas como todas las nodrizas y comadres de la comarca aseguraban al padre que
no había en toda Germania quien pudiera rivalizar con ella en belleza. ¿Quién
mejor que ellas para aseverarlo? Había recibido la educación más esmerada,
siempre bajo la vigilancia de dos de sus tías, unas viejas solteronas que,
habiendo pasado varios años de su juventud en uno de los pequeños principados
de Alemania, estaban, por ello, versadas más que cumplidamente en todas las
ramas del saber, en todos los conocimientos precisos para instruir
conveniente-mente a una joven de abolengo y belleza tan notables como los de su
sobrina. Por la virtud de los consejos recibidos de sus tías, así, la hija del
barón accedió a un grado sumo de perfección espiritual. Aún no había dejado
atrás sus maravillosos dieciocho años, y ya hacía encantadores bordados y
representaba escenas santas prodigiosas en los telares, tan expresivas que se
podía jurar al verlas que las ánimas del purgatorio habían vuelto a la vida.
Era capaz de leer, además, y sin mayores esfuerzos, lo mismo libros religiosos
que otros con las historias de caballeros andantes del Heldenbuch. Había hecho,
en fin, grandes progresos en la escritura, con lo que ya era capaz de escribir
su nombre sin olvidarse de una sola letra; lo hacía de manera muy pulcra, harto
legible, a tal punto que sus tías podían leerlo sin necesidad de ponerse las
antiparras para tratar de adivinar cuál sería una u otra letra... Más, muy
especialmente, sobresalía en artes tales como las de cuál era la danza del día,
tocar en el arpa distintos aires de la tierra, y también en el laúd, además de
saberse de memorias las más tiernas baladas de los Minnielieders.
Las tías de la bella joven, que en sus años
mozos habían sido, sin embargo, mujeres coquetas y de virtud más que en
entredicho, eran las personas más idóneas para vigilar como auténticas
cancerberas la conducta de su sobrina, pues no hay dueña de una virtud tan
rigurosa y de un decoro tan sobrio como una coqueta que se quedó soltera...
Raramente consentían que la bella se alejara de su vista y pocas veces le
permitían salir de las estancias del castillo sin que cayera sobre sus espaldas
su mirada. Sin cesar leían en voz alta, para que lo oyese bien la muchacha,
tratados sobre las conveniencias sociales y la obediencia pasiva. Y en lo que a
los hombres respecta, iah, caramba!, le decían que jamás habría de consentir en
mirarlos, salvo si se hallaba a gran distancia de ellos, y en cualquier caso
con tanta desconfianza y prevención, que sin una autorización especial de ellas mismas no se hubiera atrevido la
pobre, jamás, a recrearse la vista en la contemplación del más bello doncel del
mundo... Eso, pues, mirar a un hombre, no, nunca, jamás... Tal atrevimiento,
estaba segura, le hubiera supuesto morir de inmediato a sus pies.
Pronto dieron sus frutos los rigores de
aquella educación. La joven dama era un perfecto ejemplo de morigeración y
discreción. Mientras las demás muchachas de su edad, cual flores mundanas que
cada mano puede acariciar y tirar después, marchitaban el brillo de su
hermosura encantadora en los torbellinos del mundo y la vida, nuestra modesta y
encantadora virgen, tan hermosa, dirigida siempre por sus virtuosas cancerberas,
florecía como el botón de una rosa solitaria que se alza y abre magnífica en su
esplendor entre todas las espinas que la cercan. Sus tías, ni que decirlo, la
contemplaban más orgullosas de s í mismas que de su sobrina, y se decían que
aunque todas las demás jóvenes se alejaran del recto camino, gracias al cielo,
semejante baldón nunca caería sobre la hermosa heredera de los
Katzenellenbogen.
Sin embargo, era el caso que, aunque el barón
de Landshort no tenía más que aquella hija única, no por eso era menos numerosa
su familia, pues había querido darle la Providencia toda una legión de
parientes sin fortuna, que, cual es de común en todos aquellos parientes cuyo
afecto conviene poco, mostraban una clara disposición y hasta un cariño enorme
hacia el barón, al que se sentían muy apegados, y aprovechaban cualesquiera
circunstancias para dejarse caer como un enjambre sobre el castillo para darle
muestras de su amor. Cada fiesta familiar era celebrada por estas buenas gentes
a costa del barón, y cuando ya habían comido y bebido hasta reventar declaraban
enternecidos que nada había sobre la faz de la tierra, y aun en los cielos,
como las deliciosas reuniones de familia que tanto les alegraban los corazones.
El barón, a pesar de ser un hombre más bien
bajo, tenía un alma elevada, cabe decirlo así... Más aún, se tenía por el más
grande hombre del pequeño mundo en que vivía; tamaña convicción acerca de su
superioridad sobre los demás le colmaba de dicha. Por eso disfrutaba narrando
larguísimas historias sobre las virtudes y el valor de sus antepasados, cuyos
antañones retratos, en las paredes del castillo, parecían hacer guiños y
muecas, de burla las más de las veces, a quienes los contemplaban, y nadie le
escuchaba con mayor benevolencia que quienes se sentaban invitados a su mesa.
Era además hombre muy dado a lo maravilloso y creía a pies juntillas en todos
esos cuentos fantásticos y hasta sobrenaturales que de común se refieren en las
montañas y en los valles de Germanía. La credulidad de sus huéspedes, sin
embargo, era aún más grande y sincera que la suya; oían cada historia
maravillosa con los ojos muy abiertos, tanto más que la boca, y nunca dejaban
de admirarse de lo escuchado, aunque fuese la centésima vez que se lo
repetían... Así de a gusto vivía el barón de Landshort, oráculo de su mesa,
monarca absoluto de su pequeño imperio; dichoso y feliz, sobre todo,
creyén-dose el hombre más sabio de su siglo.
Por el tiempo a que se refiere mi relato, se
celebró en el castillo una gran reunión de familia para tratar de un asunto de
la mayor importancia: buscar un marido conveniente a la hija del barón. A tales
efectos hab íase celebrado ya una reunión entre el barón de Landshort y un
viejo y noble caballero de Baviera, para negociar acerca de la unión de las casas
de ambos mediante el matrimonio de sus hijos; incluso se habían iniciado ya los
preparativos del casamiento con toda la escrupulosidad que la empresa requería,
aunque aún no se hubieran visto ni hablado los futuros contra-yentes... Se
designó hasta el día para la ceremonia, por lo que se cursó recado urgente al
joven conde Von Altenburg, el futuro esposo, que servía en los ejércitos
imperiales, a fin de que se pusiera en camino para recibir la blanca y pura
mano de la hija del barón. Desde Würtzburg, donde había hecho noche, llegaron
al castillo cartas suyas anunciando en una el día, y en la otra la hora
aproximada, en que llegaría.
Todo el castillo se dispuso a darle la
bienvenida adecuada. La novia se había vestido para la ocasión con especial
cuidado. Sus tías habían vigilado con minuciosidad máxima su tocado, escogiendo
cada adorno del vestido no sin discutirlo largo rato, cosa que aprovechó la
joven, dicho sea de paso, para seguir su propio gusto, que, por ventura, era
muy delicado.
Cabe decir que estaba todo lo hermosa que
podía desear un esposo en agraz, pues además la emoción de la espera hacía que
le brillasen los ojos, y que lucieran sus encantos todos, con un fulgor nuevo.
El rubor que cubría su cara; las palpitaciones de su seno, tibia y dulcemente
agitado; sus ojos, de tanto en tanto ensoñecidos, todo, en fin, proclamaba el
tumulto de emociones que se había despertado en su joven y tierno corazón. Sus
tías, siempre a su lado, le daban graves consejos sobre las maneras que debía
observar, sobre las cosas que debía decir, para dar al futuro esposo el
recibimiento más honesto.
El barón no era ajeno a todas aquellas
expectativas; aunque nada tenía que hacer, pues ya se encargaban los demás de
todo, su naturaleza de hombre inquieto le hacía ir y venir de aquí para allá,
entre criados y amas, exhortándoles a trabajar duramente aunque no se
concedieran un breve descanso, de forma tal que se le oía zumbar en las
habitaciones y en los patios, como esas moscas inclementes e inoportunas que no
hacen otra cosa que incomodarnos en los días del verano.
Mientras tanto, ya había sido sacrificada y
dispuesta para los pucheros la ternera más grande de cuantas tenía en la
granja; ya por los bosques habían resonado los gritos de alerta y victoria de
los cazadores dedicados a cobrar exquisitas piezas; ya estaba la cocina
atiborrada de viandas para preparar; ya las bodegas rebosaban de océanos de
RheinWein y hasta el gran tonel de Heidelberg prestó su contribución a la
fiesta... Todo, en fin, estaba dispuesto para recibir cual era debido hacerlo
al distinguido huésped, con tanto Sausy Braus como es propio de las normas de
la hospitalidad germana; pero el novio tan esperado no aparecía; pasaron horas
y más horas y no llegó.
El sol, cuyos rayos penetraban hasta lo más
profundo de los ricos bosques de Odenwald, acabó por derramar su luz sólo sobre
las cumbres de la montaña. El barón, desde la más alta torre de su castillo, se
fatigaba la vista inútilmente mirando en lontananza, ansioso por avistar al
conde y su séquito. Una vez creyó verlo al fin; el sonido de un cuerno,
prolongado en el aire por los ecos del valle, resonó en sus oídos y le alegró
el corazón.
Vio a lo lejos muchos hombres a caballo que
avanzaban por el camino... Mas apenas llegaron al pie de la montaña, tomaron de
pronto una dirección que desde luego no conducía al castillo.
Se ocultó al fin el sol lentamente. A la
tenue luz del crepúsculo, los murciélagos empezaron a revolotear girando
enloquecidos sobre su cabeza; el camino se hacía cada vez más oscuro; ya no se
veía ni oía a nadie; sólo, de vez en vez, a cualquier labriego fatigado por la
dura jornada que caminaba pesadamente hacia su choza.
Todos los que estaban en el castillo del
barón mostraban una perplejidad absoluta, cuando no gran inquietud... Mientras,
en otro lugar de Odenwald, acontecía en el mismo momento una escena al menos
curiosa.
El joven conde Von Altenburg marchaba
tranquilamente; iba al trote corto, sin prisa, con esa satisfacción propia de
un hombre que en breve tomará por esposa a una bella y joven dama, cuando ya
sus amistades lo han liberado de todas las trabas y han disipado todas sus
incertidumbres, propias, por lo de más, de quien se ve obligado a hacer la
corte. Estaba seguro el conde de que su futura esposa le esperaba para ofrecerle
una magnífica mesa con la que regalarse tras el largo camino. Mas ocurrió que
se había encontrado en Würtzburg con un compañero de armas, con el que había
servido algún tiempo atrás en la frontera. Herman Von Starkenfaust era uno de
los guerreros más fornidos, intrépidos y temibles de la caballería alemana.
Volvía ahora, ya licenciado, al castillo de su padre, no muy alejado del de
Landshort, aunque hay que mencionar que una antigua querella mantenía aún, por
aquel tiempo, la enemistad de las dos familias, a la que sin embargo eran
ajenos el conde y el caballero. En la alegría que a los dos embargó por su
encuentro, ambos se contaron sus últimas aventuras y avatares; el conde,
natural-mente, le dijo que iba a contraer matrimonio con una dama a la que
jamás había visto, pero de la que tenía las mejores nuevas, incluso las
referencias más maravillosas. Como iban en la misma dirección, convinieron en
hacer juntos el resto del viaje; a fin de hacerlo aún con mayor comodidad,
abandonaron Würtzburg a hora muy temprana de la mañana, ordenando el conde a su
séquito que saliera más tarde para darles alcance y reunirse de nuevo.
Con el relato de sus aventuras, entre las que
no faltaban tales o cuales combates, fueron haciéndose más grato el viaje, de
común tedioso; el conde, por lo demás, en ocasiones se excedía al hablar de
aquella prometida a la que jamás había visto, diciendo por ejemplo que era la
mujer más hermosa del mundo y otras y muy felices cosas por el estilo... Sin
que se hiciera apenas un silencio entre ellos, se adentraron, pues, en las
montañas de Odenwald y atravesaron uno de los desfiladeros más oscuros y
peligrosos del viaje.
Es bien sabido que los bosques de Germania
albergaban por aquel tiempo muchos bandidos, casi tantos como castillos llenos
de fantasmas había, y en la época en que transcurre esta verídica narración,
eran muchos los desertores de la milicia a los que no les había quedado otro
remedio, a fin de evitar la muerte, que echarse a los caminos organizados en
bandas de salteadores. Nadie ha de sorprenderse, así las cosas, si digo que
nuestros dos caballeros fueron atacados al cabo por una banda de ladrones
cuando, atrás ya el desfiladero, se adentraron en el bosque. Se defendieron con
gran coraje, como es lógico; lucharon largo tiempo, y ya estaban a punto de
sucumbir, empero, cuando acudió el séquito del conde en su auxilio. Huyeron los
bandidos entonces; mas el conde había recibido una herida mortal y no tardaría
mucho en fallecer. Antes, sin embargo, se le llevó con cuidado a Würtzburg para
que fuese atendido por un sabio monje que lo mismo curaba las almas que los
cuerpos... En vano. La mitad de su talento, la que curaba los cuerpos, se
demostró incapaz de evitar que allí concluyesen los días del pobre conde Von
Altenburg.
En su lecho de muerte suplicó el conde a su
amigo que se dirigiese al castillo del barón de Landshort tan presto como
pudiera para comunicar la causa de que no hubiese estado junto a su prometida
en la hora anunciada; aunque no se tratase del amante más apasionado, s í hay que
hacer notar que era probablemente el hombre más cumplidor de sus obligaciones y
palabra, y se mostraba ciertamente dolido por no haber hecho acto de presencia
donde se le esperaba. También por la misma razón suplicaba al amigo que
cumpliese cuanto antes su encargo. «Si no se hace así -le dijo, no reposaré
tranquilo en mi tumba». Lo repitió hasta dos veces más, solemnemente.
Tan viva súplica no necesitaba más que ser
atendida, sin otras consideraciones; así, pues, el guerrero Starkenfaust calmó
a su amigo prometiéndole cumplir fielmente su última voluntad y le tendió su
mano para darle la prueba necesaria de la validez de su palabra. El moribundo
llevó la mano del amigo a su corazón, muy agradecido por su gesto noble, y
apenas unos pocos segundos después comen-zaba a delirar trágicamente. Habló, en
su sinrazón, de su prometida, de la felicidad que le aguardaba junto a ella;
dio órdenes para que se le preparase un caballo con el que dirigirse cuanto
antes hacia el castillo de Landshort... Y murió soñando que galopaba.
Starkenfaust exhaló entonces un suspiro y se
echó a llorar, lamentándose de tan trágica como prematura muerte; no obstante,
pronto pensó en el encargo hecho por su amigo antes de expirar; sentía una
opresión terrible en el pecho y tenía la cabeza atormentada por la inquietud y
la prisa de cumplir cuanto antes aquella última voluntad del conde, pues no en
vano tenía que presentarse en la casa de los enemigos históricos de su familia
sin haber sido invitado, y encima para acabar con las ilusiones y con la
alegría de los allí reunidos, comunicándoles tan triste nueva... Pero, al
tiempo, cobraba en él fuerza, paulatinamente, una cierta curiosidad por ver de
cerca a la bella Katzenellenbogen, cuya fama de hermosa se extendía ya más allá
de la comarca y a quien tan alejada del mundo habían tenido siempre... No en
vano era Starkenfaust un rendido, si no devoto, admirador del bello sexo, y se
daba en su carácter, además, una cierta tendencia a la originalidad en sus
comportamientos, que lo llevaba a emprender cualquier aventura con que sólo se
le pasara una vez por la cabeza. Antes de partir, cuidadoso como lo era con los
detalles, hizo los necesarios arreglos con los frailes del convento para la
celebración del funeral por su amigo, que sería enterrado posterior-mente en la
catedral de Würtzbug, en la cripta de sus antepasados, y los servidores del
conde, llenos de tristeza, cargaron con sus restos para hacer el trágico
traslado hasta la iglesia.
Mas, volvamos de nuevo a la familia de los
Katzenellenbogen... Esperaban todos impacientemente al novio, y no menos
impaciente-mente, que se sirviera la comida... Y volvamos al barón, al que
dejamos en su torre vigía... Desesperado el barón porque ya se había cerrado la
noche sin que diera señales de vida el futuro esposo de su hija, bajó de la
torre. El banquete, que se había retrasado ya más de lo necesario, no se podía
demorar por más tiempo pues comenzaban a secarse algunas de las viandas
preparadas; el jefe de los cocineros, muy apurado y nervioso, pero no sólo él,
sino la servidumbre toda, y los pinches de la cocina, y naturalmente los
parientes, todos, en fin, mostraban un hambre semejante al que pueda tener todo
un batallón de soldados tras días y días sin probar bocado. Muy a su pesar, no
le quedó al barón más remedio que dar su consentimiento para que todos ellos
recibieran la ración pertinente, aunque aún no hubiera hecho acto de presencia
el invitado de honor.
Tomaron todos asiento, al fin, ante su plato;
ya iban a dar cuenta del banquete, cuando se dejó sentir a poca distancia la
llamada de un cuerno, lo que inequívocamente anunciaba la presencia inminente
de un viajero... Sonaron más toques, prolongados por los ecos de los patios del
castillo, que fueron respondidos por los cuernos de la guardia para dar cuenta
de que se le franqueaba el paso al que llegaba. El barón salió apresuradamente
a dar la bienvenida a quien creía su futuro yerno.
Ya habían bajado los guardias el puente
levadizo, ya se encon-traba el viajero ante la reja de la puerta... Era un caballero
alto y muy fuerte, a lomos de un poderoso caballo negro; llegaba muy pálido,
pero tenía brillantes los ojos; una muy honda melancolía parecía haber
impresionado su semblante y le daba un aspecto más que notable de héroe
romántico... El barón se lamentó de verle llegar solo y sin equipaje; por un
momento se sintió herido en su dignidad, pues aquel a quien tenía por el
prometido de su hija se presentaba con tales y tan lamentables trazas ante la
familia, de rancio abolengo y gran distinción, a la que iba a unirse... En
suma, se dijo que su futuro yerno era un tanto descortés, no importaba lo muy
duro que le hubiera resultado el viaje... Así y todo, se calmó pronto el barón,
diciendo para sus adentros que a buen seguro había procedido así debido a la ansiedad
que tenía por conocer a su hija, lo que le llevó a ponerse en camino sin
aguardar a su servidumbre y sin acicalarse siquiera.
-Lo siento -dijo el recién llegado; no quería
llegar a vuestra casa a hora tan intempestiva...
El barón lo interrumpió entonces con un
auténtico chaparrón de cumplidos, que acompañaba de miles de salutaciones
cordiales, ya que, olvidada su desazón y su resentimiento anteriores, el
caballero se había expresado de manera tan elocuente y diplomática. Quiso el
extraño detener aquel torrente de palabras, un par de veces, alzando la mano;
pero viendo que era imposible hacer que el barón callase para escucharle, se
resignó, bajó la cabeza y esperó a que acabara.
Así llegaron al último patio del castillo. Al
fin hizo el barón una pausa; mas en cuanto el caballero intentó abrir la boca
para explicarse, de nuevo fue interrumpido, ahora por la irrupción de las
mujeres de la familia, que llevaban de las manos a la novia, modosa ésta,
pugnando vergonzosa por esconderse tras ellas, ruborizada dulcemente en su
sonrisa... No pudo por menos que contemplarla arrebatado el caballero, como en
éxtasis; tal parecía que se hubiera enajenado su alma al con-templar a tan
bella damita. Una de las tías solteronas murmuró entonces unas palabras al oído
de la hermosa v virginal muchacha, que hizo un gran esfuerzo para hablar,
alzando tímidamente sus ojos de un azul profundo, húmedos por las alegres
lágrimas que intentaba reprimir. Miró al caballero, pero fue sólo un segundo,
pues de inmediato bajó los ojos otra vez. No le brotó una sola palabra de entre
los labios, pero una graciosa sonrisa que vagaba por su boca le marcó dos no
menos lindos hoyuelos en sus mejillas de rosa, como si hubiera querido
demostrarle que nada le placía más que su presencia. Era imposible,
ciertamente, que una damita en la tierna y feliz edad de los dieciocho años,
dispuesta a entregarse al amor y al matrimonio en cuerpo y en alma, no quedase
encantada ante la presencia de un caballero como aquél, de porte tan
impresionante y de nobleza más que evidente.
El caballero se presentaba muy tarde, por lo
que no había tiempo para más preámbulos, ni mucho menos para seguir hablando.
El barón era hombre que se distinguía por adoptar decisiones rápida-mente, así
que, dejando para el día siguiente cualquier explicación, hizo que todos
tomaran asiento a la mesa para que se diera inicio, de una vez por todas, al
banquete de bienvenida, aún intacto.
La mesa estaba servida en el gran salón del
castillo. Los muros, cubiertos de retratos de los héroes de la familia
Katzenellenbogen, alguno de los cuales, por cierto, era incluso bien parecido,
y de incontables trofeos de caza, y otros obtenidos en justas memorables a lo
largo de los tiempos. Había también, en tan severa decoración, petos y cotas
destrozados, lanzas rotas, pendones desgarrados, estandartes pisoteados por los
caballos, salpicado todo ello con los despojos de los animales cazados: la
quijada de algún lobo, los colmillos de un jabalí, algunos de aspecto tan
amenazador como las ballestas y las flechas junto a las que eran exhibidos, al
lado de mazas, hachas y espadas cruzadas. Aquel a quien tenían por el novio
prestó poca atención, sin embargo, a la sociedad que lo rodeaba y al mismísimo
festín que se le ofrecía, con ser extraordinario; por el contrario, no hacía
más que mirar a la hermosa novia. Hablaba tan bajo que los convidados no podían
oírle, pues téngase en cuenta que los enamorados apenas tienen voz, de tan
arrebatados; el amor murmura suave y dulcemente su lenguaje. Sólo esperaba el
caballero una palabra de la novia, pues ¿qué amante es tan poco sutil como para
no estremecerse de gozo con el más leve sonido de la voz de su amada?
Aquella ternura y aquella gravedad que se
daban en el recién llegado, la exquisitez de sus modales en contraste con su
aspecto fiero, impresionaron profundamente a la virginal damita, que le
prestaba una atención máxima mientras cambiaba del suave arrebol al rubor
intenso; de vez en vez balbucía una respuesta, y cuando los ojos del caballero
dejaban de mirarla, le lanzaba ella una mirada, de reojo y a hurtadillas, para
saciarse con su romántica apostura... Naturalmente, exhalaba entonces un
suspiro encantador. Era más que evidente que ambos habían sucumbido ya a la más
ardorosa pasión. Las tías solteronas de la damita, harto versadas ellas en los
secretos del corazón, se decían por lo bajo que ambos se habían enamorado nada
más verse, cosa de la que se congratulaban.
Así transcurrió el festín, pues, entre el
beneplácito de los invitados; mas acabó un poco salvajemente, pues ida la
morigeración primera los parientes del barón dieron cuenta de las viandas con
ese apetito depredador que es propio de quien anda de común con la bolsa vacía
y encima respirando de continuo el sano aire de las montañas. Como no podía ser
de otra forma, narró el barón lo más granado de sus historias y anecdotario,
pero hay que decir que pocas veces lo había hecho tan bien como entonces. Si en
una de sus narraciones había algún acontecimiento maravilloso, quienes lo
escuchaban quedaban aún más encantados que los personajes de la historia; si
decía alguna jocosidad, sabían cuándo reírse en el momento oportuno. Cabe
añadir que el barón, como la gran mayoría de los señores de su tiempo, poseía
una dignidad enorme y no era, por ello, hombre dado a las excentricidades y a
los chascarrillos groseros, por lo que pocos eran los que tenían por una
tontería plena sus historias; y si creía haber consentido en cualquier cosa
chocarrera, bien que a su pesar, y aunque los demás no lo hubiesen advertido,
acudía presto al vino el barón para llenarles las copas, forzar un brindis y
dejar que cayera el velo del vino así de gratamente bebido sobre su desliz
anterior. Naturalmente, una gracia, por muy absurda e involuntaria que sea,
siempre es bien recibida cuando el dueño de la casa la acompaña con una
invitación a beber un caldo excelente.
Entre los invitados, por lo demás, los
espíritus más pobres y mezquinos de la parentela del barón aprovechaban el
contento general para decir cosas que en otra ocasión jamás se hubieran
atrevido a proclamar. Susurraban al oído de las mujeres mil cuentos festivos,
algunos incluso procaces, que atacaban de risa convulsa a quienes los oían... y
a quienes los contaban, claro... Un primo carnal del barón, por ejemplo, un
hombre muy pobre pero que no por ello era malhumorado y sombrío, sino todo lo
contrario, un hombre sanote v de cara muy colorada, se puso a aullar en un
momento dado, más que a cantar, varias de esas cancioncillas populares que las
púdicas tías solteronas de la novia oyeron a través del abanico abierto con el
que se tapaban la cara.
En medio de tan tumultuosa como alegre
reunión, el recién llegado, empero, mantenía una extraña gravedad que
contrastaba, no obstante su delicada educación, de la que hacía gala en todo
momento, con la algarabía reinante a su alrededor. A medida que avanzaba la
noche, sin embargo, se le vio más triste y pensativo, y cosa aún más
sorprendente, las historias del barón, en vez de divertirle, como a los demás,
le hacían sentirse más melancólico y evocador... A veces parecía sumido en una
honda meditación; otras, un vistazo huraño, inquieto y furtivo que echase a los
demás, denotaba la turbación en que se debatían sus pensamientos v el sentir de
su alma. No obstante, conversaba con la novia; mas eran sus palabras, con ella,
tan animadas como misteriosas. Aquel misterio que había en algunas de las cosas
que decía el caballero, hizo que la frente antes serena de la doncella
comenzara a oscure-cerse con nubes negras de pena; su corazón comenzaba a
palpitar sobresaltado, no por el entusiasmo del amor, sino por el temor de una
pena muy grande.
Aquello, naturalmente, no pudo escapar a la
atención de varios de los allí presentes. La inexplicable y súbita tristeza de
la novia, y la rigidez del caballero, llenó de inquietud a quienes les
observaban, al punto de que, poco después, todos hablaban en voz baja, habían
cesado los cánticos y las bromas, se miraban acongojados... Se testimoniaban,
en fin, su sorpresa ante aquella melancolía de los amantes, cuya causa ignoraban.
Poco a poco fue haciéndose el silencio en el gran salón del castillo. Se
entrecortaban las conversa-ciones, aun las que se hacían en voz más baja, con
un lúgubre silencio... Y donde antes hubo algarabía, fiesta, relatos jocosos y
hasta indecentes, comenzaron a producirse narraciones trágicas, de aventuras
sobrenaturales las más... A un cuento realmente pavoroso sucedía otro aún más
terrible. El barón hizo que más de una dama estuviera a punto de sufrir un
síncope, con el relato sobre un espectro que llevaba a la grupa de su caballo a
la bella Leonora... Una historia espantosa, es cierto, pero real; una historia
que después de sucedida apareció en versos magníficos que en el presente admira
el mundo entero
El caballero al que todos tenían por el prometido
de la hija del barón escuchó aquella historia atentamente y quedó impresionado
a tal punto, que hubo de levantarse de su silla, haciendo mucho ruido, antes de
que el anfitrión la concluyera. Al hacerlo, destacó sobremanera su gran
estatura; el barón, que era hombre de corta talla, como ya se ha señalado,
creyó hallarse entonces ante la presencia de un gigante, o de algún otro ser
nacido de las historias fantásticas a las que tanto propendía. Oyó el caballero
de pie, pues, el final de la narración del padre de la novia; lanzó entonces un
hondo suspiro y se despidió de los allí presentes con educación y mucha
solemnidad, dejándolos perplejos. Miraron todos al barón, entonces, que además
de atónito parecía haber sido tocado por un rayo.
-iNo podéis abandonar el castillo a estas
horas! -le dijo el barón, rehaciéndose. Es la recepción que os brindamos... Y
ya os hemos dispuesto aposentos para que descanséis...
Pero el caballero movió la cabeza triste y
misteriosamente.
-Debo -dijo al fin- pasar esta noche en otros
aposentos, bien distintos de los que me ofrecéis.
Algo en su tono hizo que el barón se
conmoviera, mas, como era hombre orgulloso, repitió su hospitalario
ofrecimiento. El caballero, no obstante, se limitaba a negar con la cabeza, sin
decir palabra, mirando al suelo. Al fin alzó la mano, en señal de despedida, y
abandonó el salón. Las tías solteronas de la bella novia se quedaron de piedra;
la hermosa virgen escondió sus ojos a la mirada de los demás para que no viesen
que lloraba.
El barón, no obstante, y por hacer que
prevaleciera su dignidad, se levantó para ir tras el caballero, alcanzándole
cuando llegaba al patio donde su poderoso caballo negro golpeaba
impacientemente el suelo de piedra con sus cascos. El caballero, entonces, y
como no quería mostrar descortesía para con su anfitrión, se volvió y dijo con
voz ahogada, casi sepulcral:
-Ahora que nadie nos oye puedo deciros el
secreto de mi marcha... He hecho una promesa solemne y he de cumplirla...
-¿Cómo? -dijo el barón. ¿Y no os puede
reemplazar alguien de vuestra confianza para cumplir ese compromiso?
-Nadie puede reemplazarme. Estoy obligado por
mi palabra a ir a la catedral de Würtzburg.
-Bien, de acuerdo -aceptó el barón. Id
presto, pero tendréis que regresar mañana en busca de mi hija.
-No -dijo muy lúgubre el caballero; no he
dado mi palabra de llevar a vuestra hija al altar de la catedral de Wützburg.
Me esperan los gusanos de la sepultura... Estoy muerto...
Me asesinaron unos salteadores de caminos...
Mi cuerpo yace ahora en la catedral de Wützburg y seré enterrado a
medianoche... Mi tumba, pues, me aguarda abierta; es preciso que cumpla mi
palabra.
Montó rápidamente a caballo, cruzó como una
flecha el puente levadizo y pronto se perdió el eco de los cascos de su
montura, barridos por un súbito viento feroz y la oscuridad de la noche.
El barón, profundamente consternado, volvió
al salón del castillo donde se había celebrado el festín y contó lo que acababa
de pasarle... Dos damas de las allí presentes se desmayaron de golpe. Otras se
pusieron enfermas sólo de pensar que habían compartido mesa con un espectro.
Varios de los parientes del barón creyeron que aquel caballero fantasmagórico
podía ser el cazador al que aluden tantas leyendas alemanas. Otros hablaron de
los espíritus de las montañas, de los duendes y demonios de los bosques, en
fin, de una buena cantidad de seres sobrenaturales, cuyas historias han
espan-tado desde tiempo inmemorial a las buenas gentes de Germania. Uno de los
parientes más pobres del barón incluso supuso, y así lo proclamó, que acaso
aquello no fuera más que una broma del novio, una disculpa para retirarse,
añadiendo que su sombría apariencia, y hasta su clara extravagancia, no hacían
presagiar nada bueno, a pesar de sus modales. Ni que decir tiene que de
inmediato mostraron su indignación ante aquellas palabras los allí presentes, y
sobre todo el barón, que lo miró como si fuera un renegado de la fe
verdadera... El pobre incrédulo no tuvo más remedio que abjurar de inmediato de
su herejía y abrazar con fervor la fe de los verdaderos creyentes, aun en los
espectros.
Mas, cualesquiera que hubieran sido las
dudas, quedaron disipa-das por completo a la mañana siguiente, cuando llegaron
al castillo heraldos con la mala nueva de la muerte del joven conde y de su
entierro en la catedral de Wützburg... Es fácil imaginar la consternación que
aquellas noticias causaron en el castillo.
El barón se encerró en su cuarto para llorar
sin ser visto; los invitados que la noche anterior tanto regocijo mostraran no
querían, empero, dejarle solo con su dolor y vagaban por los patios, o se
reunían en los salones, para lamentarse, más que por el fallecimiento del
novio, por la tristeza de tan gran hombre como era el barón, valedor de muchos
de ellos. Acaso por afán de cobrar fuerza y valor ante la desgracia fue por lo
que comieron y bebieron abundante-mente a lo largo del día.
La pobre y virginal doncella, viuda antes de
casarse, era quien más lástima daba... ¡Había perdido a su esposo antes de
haberlo abrazado siquiera! iY qué esposo! Si era así de agraciado e imponente
como espectro, ¿cómo habría sido en vida? Lloraba y se lamentaba llenando las
estancias todas del castillo con su dolor, salvo el comedor donde se hartaban
los parientes.
Pasó la segunda noche de su viudez en su
cuarto, acompañada de una de sus tías, que tenía el decidido empeño de dormir
junto a ella. Esta mujer, su tía, a la que conmocionaban especialmente las
historias de fantasmas y aparecidos en general, y que además sabía narrarlas
muy bien, contó uno de aquellos cuentos a su sobrina, para que se quedase
dormida, mas la que se durmió al cabo fue ella misma, aun sin terminarla, pero
hay que decir que escogió para la ocasión una de las historias más largas de
cuantas se sabía... Aquella habitación estaba bastante apartada de las demás y
daba a un pequeño jardín; la hija del barón, dormida ya su tía, sumida en sus
recuerdos y en las expectativas frustradas, la virginal y contrita muchacha,
contemplaba la pálida claridad de la luna en cuarto creciente, que parecía
tremolar entre las hojas de las ramas de un álamo que se alzaba frente a la
ventana. El reloj del castillo había dado ya las doce cundo se dejó sentir en
el jardín una dulce música de laúd, muy melodiosa y grata. La joven se tiró de
inmediato del lecho y acudió para asomarse a la ventana. Oculto entre las
sombras de los árboles apenas se divisaba un fantasma; mas la luna le prestó su
luz para que pudiera verlo... iEra el espectro de su novio! Más que de la
visión espectral, se asustó entonces la donce lla por el grito de terror que
escuchó justo tras ella... Su tía, a la que había despertado aquella música,
también acudió a la ventana; gritó al contemplar al fantasma y se desmayó.
Cuando recuperó el sentido, la visión ya se había esfumado.
De las dos, fue la tía quien requirió más
atenciones, pues el terror experimentado ante aquello acabó por trastornarla
durante un tiempo.
La muchacha, por el contrario, hasta en el
espectro de su novio encontraba dulzura y encantamiento placentero; a fin de
cuentas, siempre que se le aparecía conservaba su apostura y su belleza
varonil, y aunque el fantasma de un hombre sea cosa poco propicia para
satisfacer los más ardientes deseos de una joven dama enferma de amor, pues no
es un fantasma, en el fondo, otra cosa que una sombra leve y fugaz, sólo verlo
le daba el necesario consuelo. La tía había declarado que jamás volvería a
dormir en aquella habitación e intentó que tampoco su sobrina lo hiciera, pero
en esta ocasión la joven fue tenaz en su porfía y se negó a dormir en otros
aposentos del castillo. Quería, como es lógico pensarlo, dormir sola en su
habitación para recibir tranquilamente la visita del espectro de su novio.
Antes, empero, rogó a su tía que no contara la historia del fantasma, si no
quería arrebatarle el único placer melancólico que le quedaba sobre la tierra,
cual lo era el de dormir en una habitación guardada durante la noche por la
sombra expectante de su amado. No sé cuánto tiempo hubiera podido mantener la
tía solterona su secreto, pues era dada a hablar apasionadamente de prodigios y
contar aquello le podía haber supuesto un auténtico triunfo; seguro que ninguna
otra solterona, en toda la comarca, tenía una historia tan pavorosa como la
suya. Aún hoy se dice por aquellos pagos, con admiración, que guardó silencio durante
una semana entera... Pero pronto quedó libre del tormento de seguir haciéndolo,
pues comprobó una mañana, cuando se disponía a bajar de sus aposentos para
desayunar, la mala nueva de que la joven había desaparecido. No estaba en su
cuarto, ni había dormido en su lecho; tenía la ventana abierta; la tierna
palomita, pues, parecía haber volado.
Es difícil hacerse una idea de la
estupefacción en que se sumieron los moradores del castillo ante la ausencia de
la hija del barón. Hasta los parientes del barón que comían a dos carrillos
hicieron una pausa y cesaron en su voraz apetito, cuando la tía solterona,
llevándose las manos a la cabeza, recorrió todas las estancias del castillo
diciendo con un hilo de voz: «El fantasma, el fantasma... Se la ha llevado el fantasma».
Con muy pocas y acongojadas palabras refirió
entonces la pavorosa escena del jardín, de la que ella mismo había sido
testigo. Y repetía una y otra vez que el espectro había raptado a su sobrina,
opinión secundada por dos jóvenes criadas, además, que aseguraron haber oído
trotar a un caballo hacia la medianoche; no cupieron dudas a los allí presentes
de que era el brioso corcel negro del caballero, que así se había llevado a su
tumba a la virginal doncella. Tan cruel acontecimiento consternó pronto a los
moradores de la región toda, aunque tales sucesos, según lo atestiguan las
historias que por allí se refieren, son tristemente habituales en Alemania.
Mas, ¡cuán lamentable era el estado del
barón! ¡Cuán dura la puñalada que había atravesado su corazón de padre y
miembro de la muy digna estirpe de los Katzenellenbogen! Una de dos: o su hija
había sido arrastrada a la tumba, o tenía por yerno a un espectro... Y hasta
podía darse la circunstancia, se decía lloroso, de que tuviera por nietos a una
banda de duendecillos... El pobre hombre perdió la cabeza, por lo que todo el
castillo, como suele decirse, anduvo en lo sucesivo patas arriba... Dio el
barón, en su dolor, órdenes tales como la de que su guardia recorriera a
caballo todos los rincones, senderos y grutas de Odenwald, y él mismo llegó a
ceñir su espada y a capitanear alguna partida durante muchas y largas jornadas
de infructuosa búsqueda, bien ceñidos los estribos a sus pies, para dar con la
hija desaparecida... Mas, en tales afanes estaba un día cuando una nueva visión
lo dejó petrificado a las puertas de su castillo: era una dama montada en un
palafrén, que se dirigía al castillo acompañada de un caballero... Puso la dama
su caballo al galope hasta llegar a las mismas puertas del castillo, y desmontando
allí cayó a los pies del barón y se abrazó a sus rodillas: era la hija a la que
creía perdida para siempre; el caballero, claro está, el espectro del novio.
Confuso, el barón miraba alternativamente a
su hija y al espectro, y difícil le resultaba dar crédito a lo que sus ojos le
mostraban. El espectro tenía mucho mejor aspecto que cuando lo conoció, como si
el reino de las sombras le sentara estupendamente; vestía de maravilla, con lo
que su imponente estampa se realzaba. Ya no estaba pálido ni parecía
melancólico; por el contrario, su apostura parecía fogosa, juvenil, y le
brillaban sus grandes ojos negros de tanta alegría.
Bien, digamos que muy pronto se aclaró todo
aquel misterio... El caballero en cuestión no era otro que Herman Von
Starkenfaust, que muy pronto pasó a referir al dueño del castillo aquella
trágica aventura que viviera con el malogrado conde Von Altenburg. Confesó,
así, que fue él quien se presentó aquella noche en el castillo, cuando todos
aguardaban al novio; que como el barón no le dejaba decir una palabra, cada vez
que quiso transmitirle la mala nueva que llevaba, nada pudo contarle antes de
que le fuera presentada la novia y antes de que lo sentaran a la mesa; y que,
como al ver a la bella novia su corazón le dio un vuelco y quedó prendido de
ella al instante, dejó que se le tomara por el pretendiente verdadero, quien
ya estaba muerto, añadiendo que fueron las historias de aparecidos que contó el
barón aquella noche lo que le sugirió la idea que puso en práctica, deseoso de irse
de allí de una vez por todas para atender a la promesa hecha al buen amigo en
su lecho de muerte.
El caballero, por lo demás, había seguido
visitando a la muchacha furtivamente, presentándose en el jardín como si fuera
un fantasma, porque, según dijo, temía no ser aceptado como quien en realidad
era a causa del histórico enfrentamiento de sus familias, pues también con la
de los Katzenellenbogen, además de con los Altenburg, estaba enfrentada la
suya. El caballero y la dama Areguraron que ya se habían desposado.
El barón, en cualquier otra circunstancia, se
hubiera mostrado inflexible y duro, pues tenía en muy alta estima los fueros de
la autoridad paterna, mas adoraba a su hija, había llorado largamente su
ausencia, y se regocijaba de verla aún viva y si cabe más hermosa, aunque
tuviera por esposo a un caballero de una casa enemiga. Pero, al menos, y
gracias a los cielos, no era un espectro.
Es preciso señalar, sin embargo, que la
añagaza del caballero, haciéndose pasar por un muerto, no se avenía rigurosamente
con sus principios, de una observación absoluta de la verdad; pero algunos
viejos amigos que estaban allí presentes y que habían guerreado más que
ampliamente, dijeron al barón que toda estratagema es lícita tanto en el amor
como en la guerra, y que el caballero Von Starkenfaust tenía derecho a un
privilegio especial después de haber servido en la caballería, fuerza obligada
a librar encarnizados combates por aquellos tiempos. Así, dichosamente,
concluyó todo, pues... El barón perdonó su fuga a los amantes y el castillo
vivió festejos y celebraciones varios, en los que los parientes del barón
abrumaban al caballero con sus lisonjas y atenciones, pues no en vano era
galante, generoso... y muy rico, de muy buena casa, aunque históricamente
enemiga.
De las tías solteronas, digamos que se
escandalizaron un poco ante todo lo acontecido, y que se dolieron algo más pues
con ello resultó evidente que su rígido sistema educativo, basado en la
reclusión y en la obediencia pasiva, había fracasado con su sobrina... Eso sí,
de lo que más se lamentaron fue de no haber puesto una celosía bien forjada en
la ventana de la habitación de la entonces doncella. Una de ellas, ya sabemos
quién, se sentía mortificada pues al cabo su maravillosa historia del rapto de
la joven a manos del espectro, al que juraba haber visto, además, no era sino
causa de burla de los otros. Así y todo, trataba de consolarse diciéndose que
su sobrina, por lo menos, había encontrado un hombre de carne y hueso con el
que amar, para no verse obligada a hacerlo con una vana y fugaz sombra.
Relato de un viajero
1.025. Irving (Washington) - 058
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