La Alhambra es una
antigua fortaleza o palacio amurallado de los reyes moros de Granada, desde
donde ejercían dominio sobre este ensalzado paraíso terrenal, última posesión
de su imperio en España. El palacio árabe no ocupa sino una parte de la
fortaleza, cuyas murallas, guarnecidas de torres, circundan irregularmente toda
la cresta de una elevada colina que domina la ciudad y forma una estribación de
la Sierra Nevada.
En tiempo de los moros
era capaz la Alhambra de contener un ejército de cuarenta mil hombres dentro de
su recinto, y sirvió alguna que otra vez para librarse los soberanos del furor
de sus rebeldes súbditos. Después de que el reino pasó a manos de los
cristianos continuó la Alhambra siendo del patrimonio real, y también algunas
veces ha sido habitada por los monarcas castellanos. El emperador Carlos V
edificó un suntuoso palacio dentro de sus murallas, pero se suspendió la obra
por los continuos terremotos. El último rey que la vivió fue Felipe V y su
hermosa esposa Isabel de Parma, a principios del siglo XVIII. Hiciéronse grandes
preparativos para su recepción: el palacio y los jardines sufrieron notable
reforma y se agregaron algunas habitaciones, que fueron decoradas por artistas
traídos de Italia. La permanencia de estos soberanos fue efímera, y después de
su partida el palacio volvió de nuevo a su abandono.
El recinto fue en
adelante ocupado por fuerza militar; el gobernador de la Alhambra quedó bajo la
dependencia de la Corona, y su jurisdicción se extendía hasta los arrabales de
la ciudad. Su autoridad era del todo independiente de la del capitán general de
Granada. Se alojaba en el interior de la Alhambra una respetable guarnición; el
gobernador tenía sus habitaciones frente al viejo palacio morisco, y nunca
bajaba a Granada sin una escolta militar. La fortaleza, en resumen, era una
pequeña ciudadela independiente, con algunas calles y casas dentro de sus
muros, y además con un convento de franciscanos y una iglesia parroquial.
La retirada de la
Corte fue, en verdad, un golpe fatal para la Alhambra. Sus bellísimos salones
se desmantelaron y algunos de ellos quedaron en ruinas; los jardines se
destruyeron y las fuentes cesaron de correr. Poco a poco las viviendas se
fueron habitando por gentes de mala reputación: contrabandistas que se
aprovechaban de su exenta jurisdicción para emprender un vasto y atrevido
tráfico de contrabando, y ladrones y tunantes de todas clases, que hacían de
ella su guarida y su refugio, y desde donde a todas horas podían merodear por
Granada y sus inmediaciones. La energía del gobierno intervino al fin: expulsó,
por último, a esta gente y no se permitió el vivir allí sino al que probase que
era hombre honrado y que, por tanto, tenía justos títulos para habitar en aquel
recinto; se demolieron la mayor parte de las casas y solamente quedaron en pie
unas pocas, con la iglesia parroquial y el convento de San Francisco. Durante
las últimas guerras habidas en España, mientras Granada se halló en poder de los
franceses, la Alhambra estuvo guarnecida con sus tropas, y el general francés
habitó provisionalmente en el palacio. Con el ilustrado criterio que siempre ha
distinguido a la nación francesa en sus conquistas, se preservó este monumento
de elegancia y grandiosidad morisca de la inminente ruina que le amenazaba. Los
tejados fueron reparados, los salones y las galerías protegidos de los
temporales, los jardines cultivados, las cañerías restauradas, y se hicieron
saltar en las fuentes vistosos juegos de aguas. España, por lo tanto, debe
estar agradecida con sus invasores por haberle conservado el más bello e
interesante de sus históricos monumentos.
A la salida de los
franceses volaron éstos algunas torres de la muralla exterior y dejaron las
fortificaciones casi en ruinas. Desde este tiempo cesó la importancia militar
de la fortaleza. La guarnición consta de unos pocos soldados inválidos, cuya
misión principal consiste en guardar algunas de las torres exteriores que
sirven actualmente de prisiones de Estado; y el gobernador, habiendo abandonado
la elevada colina de la Alhambra, reside en Granada, para el más cómodo
despacho de los asuntos oficiales.
No concluiré esta
breve reseña sobre el estado de la fortaleza sin rendir el debido elogio a los
laudables esfuerzos de su actual gobernador, don Francisco de Serna, quien está
empleando los limitados recursos de que dispone para ir reparando el palacio, y
con sus acertadas precauciones ha impedido su inminente ruina. Si sus
predecesores hubieran cumplido los deberes de su cargo con igual esmero, la
Alhambra podría haber permanecido casi en su prístina belleza; y si este
gobierno le ayudara con medios iguales a su celo, este edificio podría
conservarse aún como la joya de la nación, y atraería a los curiosos e inteligentes
de todos los países durante largas generaciones.
La Alhambra ha sido
descrita tan minuciosamente y con tanta frecuencia por los viajeros, que un
ligero croquis será acaso suficiente para refrescar la memoria del lector; por
consiguiente, haré una breve relación de nuestra visita al otro día de llegar a
Granada.
Dejando la posada de
la Espada, atravesamos la famosa plaza de Bibarrambla, teatro en otros tiempos
de las moriscas justas y torneos, y ahora convertida en mercado principal.
Desde allí subimos por el Zacatín, que es la calle más importante, y que en
tiempo de los moros era el Gran Bazar: en él las tiendecillas y callejuelas
conservan todavía el carácter del oriente. Cruzando una plaza por frente del
palacio del capitán general, subimos por una estrecha y tortuosa calle, cuyo
nombre nos recordó los tiempos caballerescos de Granada. Se llama la Cuesta de
Gomeres, por una familia morisca, célebre en los romances y cantares. Esta
cuesta conduce a una maciza puerta de arquitectura griega, construida por
Carlos V, y que forma la entrada a los dominios de la Alhambra.
Había en la puerta
dos o tres mal vestidos soldados veteranos, dormitando en un asiento de piedra,
los sucesores de los Zegríes y los Abencerrajes; en tanto que un alto y
flacucho ganapán, con una mugrienta capa de color castaño, que tenía por
objeto, sin duda, el ocultar el andrajoso estado de su traje interior, se
hallaba holgazaneando al sol y charlando con un viejo veterano que estaba de
centinela. Se nos agregó el tal cuando hubimos pasado la puerta, y nos ofreció
sus servicios para enseñarnos la fortaleza.
Tengo repugnancia,
como viajero, a estos oficiosos cicerones, y no me agradó, en verdad, el
aspecto del que se me presentaba.
- ¿Supongo que
conocerá usted bien este sitio?
-Ninguno mejor,
señor, pues soy hijo de la Alhambra.
La generalidad de
los españoles emplea singulares giros poéticos para expresarse. ¡Hijo de la
Alhambra! La frase esta me sorprendió al pronto; pero el humildísimo traje de
mi nuevo conocido le daba un expresivo sentido ante mis ojos: era el emblema de
las vicisitudes de aquel lugar, y él representaba maravillosamente al
descendiente de tales ruinas.
Le hice algunas
preguntas, y me convencí de que era legítimo su título. Su familia se venía
sucediendo en la fortaleza de generación en generación, casi desde el tiempo de
la conquista, y su nombre era Mateo Jiménez.
-Entonces -le dije-
quizá será usted descendiente del gran cardenal Jiménez de Cisneros.
- ¡Dios sabe, señor!
Muy bien puede ser. Somos la familia más antigua de la Alhambra: cristianos
viejos, sin mezclas de moros ni judíos. Yo sé que pertenecemos a cierta familia
noble, pero no me acuerdo cuál. Mi padre sabe todo eso, y conserva el escudo de
nobleza colgado en la habitación, en lo alto de la fortaleza.
No hay español, por
pobre que sea, que no tenga sus pretensiones linajudas sobremanera, y acepté,
por lo tanto, los servicios del hijo de la Alhambra.
Nos internamos en
seguida en una honda y estrecha cañada cubierta de frondosa arboleda, con una
alameda en pendiente y varios caminillos alrededor, provista de asientos de
piedra y adornada de fuentes. A nuestra izquierda divisamos las torres de la
Alhambra asomando por encima de nosotros; y a la derecha, en la falda opuesta
de la cañada, estábamos dominados igualmente por otras torres contrarias, en lo
alto de una roca. Éstas, según nos dijeron, eran las Torres Bermejas, llamadas
así por su color rojo. No se sabe su origen; son de una época muy anterior a la
Alhambra, y suponen que fueron edificadas por los romanos; y, según otros, por
una errante colonia de fenicios. Subiendo la pendiente y sombría alameda,
llegamos al pie de una gran torre morisca cuadrada, que forma una especie de
barbacana, y que constituye la entrada principal de la fortaleza. Dentro de la
barbacana había otro grupo de veteranos inválidos, uno haciendo la guardia en
la puerta, mientras que los otros, envueltos en sus ya roídos capotes, dormían
en los poyos de piedra. Esta puerta se llama la Puerta de la Justicia, por el
tribunal establecido en aquel vestíbulo durante la dominación de los
musulmanes, para los simples juicios y causas ordinarias; costumbre común en
los pueblos orientales, y citada frecuentemente en las Sagradas Escrituras.
El gran vestíbulo o
porche de entrada está formado por un inmenso arco árabe de forma de herradura,
que se eleva a más de la mitad de la altura de la torre. En la clave de este
arco hay grabada una gigantesca mano, y dentro del vestíbulo, en la del portal,
hay esculpida del mismo modo una desmesurada llave. Los que pretenden ser
peritos en los símbolos mahometanos afirman que esta mano es el emblema de la
doctrina, y la llave el de la fe; otros sostienen que está significando el
estandarte de los moros que dominaron la Andalucía, en oposición con el
cristiano emblema de la cruz. Sin embargo, el hijo de la Alhambra le dio una
diferente explicación, más en armonía con las creencias del vulgo, que atribuye
algo misterioso y mágico a todo lo que es de moros, y cuenta toda clase de
supersticiones referentes a estas viejas fortalezas.
Según Mateo,
era tradición admitida en general desde los primitivos habitantes, y que venía
de padres a hijos, que la mano y la llave eran mágico amuleto del que dependía
el hado de la Alhambra. El rey moro que la fundó era un gran nigromántico, o
-según otros opinan- se había vendido al diablo y había levantado la colosal
fortaleza por arte mágica. Por tal motivo se sostiene ésta desde tantos siglos,
desafiando las tormentas y los terremotos, mientras que casi todos los otros
edificios moriscos habían venido a tierra y desaparecido. Este privilegio,
según cuenta la tradición, durará hasta que la mano del arco exterior baje y
asga la llave, y entonces la fortaleza saltará en pedazos y quedarán
descubiertos todos los tesoros escondidos en su seno por los moros.
Sin hacer caso de
este fatídico vaticinio nos aventuramos a entrar por el estrecho y encantado
paso de la puerta, poniendo cierta esperanza contra la magia en la protección
de la Virgen, cuya escultura vimos sobre el portal.
Después de haber
atravesado la barbacana subimos una angosta callejuela que da la vuelta entre
murallas y conduce a una especie de explanada dentro de la fortaleza, llamada
Placeta de los Aljibes, por unos grandes depósitos de agua que hay bajo ésta,
cortados por los moros en la roca viva para el abastecimiento de la ciudadela.
Hay también un pozo de gran profundidad, que da clara y fresquísima agua, y que
es otro monumento del delicado gusto de los moros, los cuales fueron
incansables en sus esfuerzos para obtener este elemento en su cristalina
pureza.
Frente a esta
explanada está el suntuoso palacio comenzado por Carlos V, y destinado según se
dice a eclipsar la residencia de los reyes moros. Con toda su grandeza y mérito
arquitectónico, nos pareció más bien una orgullosa intrusión, y, pisando por
delante de él, entramos en su sencillo y severo portal, que conduce al interior
del morisco palacio.
La transición es
casi mágica; parecía que habíamos sido transportados a otros tiempos y a otros
reinos, y que estábamos presenciando las escenas de la historia árabe. Nos
encontramos en un gran patio embaldosado de mármol y decorado a cada extremo
con ligeros peristilos moriscos: se llama el Patio de la Alberca. En el centro
hay un extenso estanque o vivero, de 130 pies de largo por 30 de ancho, poblado
de dorados pececillos y adornado de vallados de rosas. Al otro lado del patio
se eleva la gran Torre de Comares.
Por el costado de
enfrente, sirviendo de entrada un arco morisco, entramos en el famoso Patio de
los Leones. No hay un sitio del edificio que dé una idea más completa que éste
de su original belleza y magnificencia, pues ninguno ha sufrido menos los
deterioros del tiempo. En el centro se halla la fuente celebrada en los
cantares e historias. La alabastrina taza derrama por todas partes sus gotas de
diamantes, y los doce leones que la sostienen arrojan sus cristalinos caños de
agua como en los tiempos de Boabdil. El patio está tapizado con un lecho de
vegetación y rodeado de aéreas arcadas árabes de calados trabajos
afiligranados, sostenidos por esbeltas columnas de mármol blanco. La
arquitectura, semejante a toda la del palacio, está caracterizada por la
elegancia más bien que por las dimensiones, poniendo de relieve cierto
delicado, gracioso gusto y predisposición especial a los indolentes goces.
Cuando se mira a través de la maravillosa tracería de los peristilos y de los
-al parecer- frágiles festones de las paredes, se hace difícil el creer que
haya sobrevivido a la destrucción y desmoronamiento de los siglos, a las
sacudidas de los terremotos, a los asaltos de la guerra y a los pacíficos y no
menos dañosos saqueos del entusiasta viajero; todo lo cual es bastante
suficiente para disculpar la popular tradición de que está protegida por mágico
encantamiento.
A un lado del patio
hay un pórtico ricamente adornado, que abre paso a un hermoso salón embaldosado
de mármol blanco, y que se llama la Sala de las Dos Hermanas. Una cúpula o
tragaluz da entrada por la parte superior a una moderada claridad y a una
fresca corriente de aire. La parte baja de las paredes hállase ornamentada con
hermosos azulejos morunos, en algunos de los cuales se representan los escudos
de los monarcas moros. La parte superior está adornada con delicados trajes en
estuco, inventados en Damasco, y consisten en grandes placas vaciadas a molde y
artificiosamente unidas, de tal modo, que parecen haber sido caprichosamente
modeladas a mano en medio relieve, y elegantes arabescos entremezclados con
textos del Corán y poéticas inscripciones en caracteres árabes y cúficos. Estos
adornos de las paredes y cúpulas están ricamente dorados, y los intersticios
pintados con lapislázuli y otros brillantes y persistentes colores. En cada
lado de la sala hay departamentos para las otomanas y los lechos, y, encima de
un pórtico interior, un balcón que comunica con el departamento de las mujeres.
Existen todavía las celosías, desde donde las beldades de los ojos negros del
harén podían mirar sin ser vistas los festines de la sala de abajo.
Es imposible el
contemplar este departamento, que fue en otro tiempo la mansión favorita de los
placeres orientales, sin sentir los primitivos recuerdos de la historia árabe y
casi esperando ver el blanco brazo de alguna misteriosa princesa haciendo señas
desde el balcón o algunos ojos negros brillando por detrás de la celosía. La
morada de la belleza está allí, como si hubiese estado habitada recientemente;
pero ¿dónde están las Zoraydas y Lindarajas?
En el lado opuesto
del Patio de los Leones está la Sala de los Abencerrajes, llamada así por los
galantes caballeros de este ilustre linaje que fueron allí pérfidamente
asesinados. Hay algunos que dudan de la completa veracidad de esta historia;
pero nuestro humilde guía, Mateo, nos señaló el verdadero postigo de la puerta
por donde se dice que fueron introducidos uno a uno, y la fuente de mármol
blanco, en el centro de la sala, donde fueron degollados. Nos enseñó también
unas grandes manchas rojizas en el pavimento, señales de su sangre, que, según
la tradición popular, nunca se borrarán. Notando que lo escuchábamos con
credulidad, añadió que se oía a menudo durante la noche, en el Patio de los
Leones, cierto débil y confuso ruido que parecía murmullo de gente, y alguna
que otra vez, un estridente sonido, como lejano rechinar de cadenas. Este rumor
es debido, sin duda, a las espumosas corrientes y a la estrepitosa caída de
agua que va por bajo del pavimento para surtir las fuentes; pero, siguiendo la
leyenda del hijo de la Alhambra, era producido por los espíritus de los
asesinados Abencerrajes que frecuentaban de noche el sitio de su tormento e
invocaban contra sus verdugos la venganza del cielo.
Desde el Patio de
los Leones volvimos pie atrás hacia el de la Alberca, cruzando el cual entramos
en la Torre de Comares, así llamada por el nombre del arquitecto árabe. Es de
maciza solidez e inmensa elevación, y sobresale del resto del edificio,
dominando el precipicio del lado de la colina que desciende agrestemente hasta
el cauce del Darro. Un arco morisco da entrada al vasto y elevado salón que
ocupa el interior de la torre, y que fue la gran Sala de Audiencia de los
monarcas musulmanes, y por tanto llamada Salón de Embajadores. Conserva todavía
restos de su antigua magnificencia: sus paredes están ricamente estucadas y decoradas
de arabescos, y su abovedado techo construido de madera de cedro; aunque
confuso en la oscuridad a causa de su gran elevación, brilla todavía con los
más ricos dorados y las más hermosas tintas del pincel árabe. En tres lados del
salón hay grandes huecos abiertos a través del inmenso espesor del muro cuyos
balcones dan vista al verde valle del Darro, a las calles y conventos del
Albaicín, y dominan el panorama de la lejana vega.
Descubriré
brevemente los demás deliciosos departamentos de esta parte del palacio: el
Tocador de la Reina, que es una especie de mirador en lo alto de una torre,
desde donde las sultanas moriscas gozaban los puros ambientes de las montañas y
la vista del paraíso que hay alrededor; el apartado y pequeño patio o Jardín de
Lindaraja, con su fuente de alabastro y sus plantaciones de rosales y mirtos,
naranjos y limoneros; los frescos salones y bóvedas de los baños, en cuyo
interior se atemperan el resplandor y los colores del día con cierta misteriosa
luz y corriente de frescura.
Me abstengo, pues,
de insistir, aunque someramente, en estas consideraciones; el objeto que me
propongo es dar solamente al lector una idea general del interior de esta
mansión, que, si gusta, puede recorrer conmigo a su sabor en las páginas de
esta obra, familiarizándose poco a poco con todos sus departamentos.
Un abundante caudal de agua traído
desde las montañas por viejos acueductos moriscos corre por el interior del
palacio, surtiendo sus baños y estanques, brotando en surtidores en medio de
las habitaciones y jugueteando en atarjeas a lo largo del marmóreo pavimento.
Cuando ha pagado su tributo al real edificio y visitado sus jardines y
parterres, se desliza a lo largo de la extensa alameda, precipitándose hasta la
ciudad, ya corriendo en arroyuelos, ya esparciéndose en fuentes que mantienen
en perpetuo verdor los bosques que cubren y hermosean toda la colina de la
Alhambra. Solamente el que habita en los ardientes climas del sur puede
apreciar las delicias de esta mansión, en que se combinan las apacibles brisas
de la montaña con la frescura y verdor del valle. Mientras que la ciudad baja
se siente molestada con el calor del mediodía y la seca vega hace confundirse
la vista, los delicados aires de Sierra Nevada circulan en el interior de estos
hermosos salones, arrastrando con ellos el aroma de los jardines que los
rodean. A cada instante convida al indolente reposo la exuberancia de los
climas meridionales; y mientras que los ojos, a medio entornar, se recrean
desde los umbrosos balcones con el brillante paisaje, el oído se siente
acariciado por el susurro de las hojas de los árboles y el murmullo de las
cascadas.
Cuento de la alhambra
1.025. Irving (Washington) - 058
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