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jueves, 18 de diciembre de 2014

El palacio de la alhambra

La Alhambra es una antigua fortaleza o palacio amurallado de los reyes moros de Granada, desde donde ejercían dominio sobre este ensalzado paraíso terrenal, última posesión de su imperio en España. El palacio árabe no ocupa sino una parte de la fortaleza, cuyas murallas, guarnecidas de torres, circundan irregularmente toda la cresta de una elevada colina que domina la ciudad y forma una estribación de la Sierra Nevada.
En tiempo de los moros era capaz la Alhambra de contener un ejército de cuarenta mil hombres dentro de su recinto, y sirvió alguna que otra vez para librarse los soberanos del furor de sus rebeldes súbditos. Después de que el reino pasó a manos de los cristianos continuó la Alhambra siendo del patrimonio real, y también algunas veces ha sido habitada por los monarcas castellanos. El emperador Carlos V edificó un suntuoso palacio dentro de sus murallas, pero se suspendió la obra por los continuos terremotos. El último rey que la vivió fue Felipe V y su hermosa esposa Isabel de Parma, a principios del siglo XVIII. Hiciéronse grandes preparativos para su recepción: el palacio y los jardines sufrieron notable reforma y se agregaron algunas habitaciones, que fueron decoradas por artistas traídos de Italia. La permanencia de estos soberanos fue efímera, y después de su partida el palacio volvió de nuevo a su abandono.
El recinto fue en adelante ocupado por fuerza militar; el gobernador de la Alhambra quedó bajo la dependencia de la Corona, y su jurisdicción se extendía hasta los arrabales de la ciudad. Su autoridad era del todo independiente de la del capitán general de Granada. Se alojaba en el interior de la Alhambra una respetable guarnición; el gobernador tenía sus habitaciones frente al viejo palacio morisco, y nunca bajaba a Granada sin una escolta militar. La fortaleza, en resumen, era una pequeña ciudadela independiente, con algunas calles y casas dentro de sus muros, y además con un convento de franciscanos y una iglesia parroquial.
La retirada de la Corte fue, en verdad, un golpe fatal para la Alhambra. Sus bellísimos salones se desmantelaron y algunos de ellos quedaron en ruinas; los jardines se destruyeron y las fuentes cesaron de correr. Poco a poco las viviendas se fueron habitando por gentes de mala reputación: contrabandistas que se aprovechaban de su exenta jurisdicción para emprender un vasto y atrevido tráfico de contrabando, y ladrones y tunantes de todas clases, que hacían de ella su guarida y su refugio, y desde donde a todas horas podían merodear por Granada y sus inmediaciones. La energía del gobierno intervino al fin: expulsó, por último, a esta gente y no se permitió el vivir allí sino al que probase que era hombre honrado y que, por tanto, tenía justos títulos para habitar en aquel recinto; se demolieron la mayor parte de las casas y solamente quedaron en pie unas pocas, con la iglesia parroquial y el convento de San Francisco. Durante las últimas guerras habidas en España, mientras Granada se halló en poder de los franceses, la Alhambra estuvo guarnecida con sus tropas, y el general francés habitó provisionalmente en el palacio. Con el ilustrado criterio que siempre ha distinguido a la nación francesa en sus conquistas, se preservó este monumento de elegancia y grandiosidad morisca de la inminente ruina que le amenazaba. Los tejados fueron reparados, los salones y las galerías protegidos de los temporales, los jardines cultivados, las cañerías restauradas, y se hicieron saltar en las fuentes vistosos juegos de aguas. España, por lo tanto, debe estar agradecida con sus invasores por haberle conservado el más bello e interesante de sus históricos monumentos.
A la salida de los franceses volaron éstos algunas torres de la muralla exterior y dejaron las fortificaciones casi en ruinas. Desde este tiempo cesó la importancia militar de la fortaleza. La guarnición consta de unos pocos soldados inválidos, cuya misión principal consiste en guardar algunas de las torres exteriores que sirven actualmente de prisiones de Estado; y el gobernador, habiendo abandonado la elevada colina de la Alhambra, reside en Granada, para el más cómodo despacho de los asuntos oficiales.
No concluiré esta breve reseña sobre el estado de la fortaleza sin rendir el debido elogio a los laudables esfuerzos de su actual gobernador, don Francisco de Serna, quien está empleando los limitados recursos de que dispone para ir reparando el palacio, y con sus acertadas precauciones ha impedido su inminente ruina. Si sus predecesores hubieran cumplido los deberes de su cargo con igual esmero, la Alhambra podría haber permanecido casi en su prístina belleza; y si este gobierno le ayudara con medios iguales a su celo, este edificio podría conservarse aún como la joya de la nación, y atraería a los curiosos e inteligentes de todos los países durante largas generaciones.
La Alhambra ha sido descrita tan minuciosamente y con tanta frecuencia por los viajeros, que un ligero croquis será acaso suficiente para refrescar la memoria del lector; por consiguiente, haré una breve relación de nuestra visita al otro día de llegar a Granada.
Dejando la posada de la Espada, atravesamos la famosa plaza de Bibarrambla, teatro en otros tiempos de las moriscas justas y torneos, y ahora convertida en mercado principal. Desde allí subimos por el Zacatín, que es la calle más importante, y que en tiempo de los moros era el Gran Bazar: en él las tiendecillas y callejuelas conservan todavía el carácter del oriente. Cruzando una plaza por frente del palacio del capitán general, subimos por una estrecha y tortuosa calle, cuyo nombre nos recordó los tiempos caballerescos de Granada. Se llama la Cuesta de Gomeres, por una familia morisca, célebre en los romances y cantares. Esta cuesta conduce a una maciza puerta de arquitectura griega, construida por Carlos V, y que forma la entrada a los dominios de la Alhambra.
Había en la puerta dos o tres mal vestidos soldados veteranos, dormitando en un asiento de piedra, los sucesores de los Zegríes y los Abencerrajes; en tanto que un alto y flacucho ganapán, con una mugrienta capa de color castaño, que tenía por objeto, sin duda, el ocultar el andrajoso estado de su traje interior, se hallaba holgazaneando al sol y charlando con un viejo veterano que estaba de centinela. Se nos agregó el tal cuando hubimos pasado la puerta, y nos ofreció sus servicios para enseñarnos la fortaleza.
Tengo repugnancia, como viajero, a estos oficiosos cicerones, y no me agradó, en verdad, el aspecto del que se me presentaba.
- ¿Supongo que conocerá usted bien este sitio?
-Ninguno mejor, señor, pues soy hijo de la Alhambra.
La generalidad de los españoles emplea singulares giros poéticos para expresarse. ¡Hijo de la Alhambra! La frase esta me sorprendió al pronto; pero el humildísimo traje de mi nuevo conocido le daba un expresivo sentido ante mis ojos: era el emblema de las vicisitudes de aquel lugar, y él representaba maravillosamente al descendiente de tales ruinas.
Le hice algunas preguntas, y me convencí de que era legítimo su título. Su familia se venía sucediendo en la fortaleza de generación en generación, casi desde el tiempo de la conquista, y su nombre era Mateo Jiménez.
-Entonces -le dije- quizá será usted descendiente del gran cardenal Jiménez de Cisneros.
- ¡Dios sabe, señor! Muy bien puede ser. Somos la familia más antigua de la Alhambra: cristianos viejos, sin mezclas de moros ni judíos. Yo sé que pertenecemos a cierta familia noble, pero no me acuerdo cuál. Mi padre sabe todo eso, y conserva el escudo de nobleza colgado en la habitación, en lo alto de la fortaleza.
No hay español, por pobre que sea, que no tenga sus pretensiones linajudas sobremanera, y acepté, por lo tanto, los servicios del hijo de la Alhambra.
Nos internamos en seguida en una honda y estrecha cañada cubierta de frondosa arboleda, con una alameda en pendiente y varios caminillos alrededor, provista de asientos de piedra y adornada de fuentes. A nuestra izquierda divisamos las torres de la Alhambra asomando por encima de nosotros; y a la derecha, en la falda opuesta de la cañada, estábamos dominados igualmente por otras torres contrarias, en lo alto de una roca. Éstas, según nos dijeron, eran las Torres Bermejas, llamadas así por su color rojo. No se sabe su origen; son de una época muy anterior a la Alhambra, y suponen que fueron edificadas por los romanos; y, según otros, por una errante colonia de fenicios. Subiendo la pendiente y sombría alameda, llegamos al pie de una gran torre morisca cuadrada, que forma una especie de barbacana, y que constituye la entrada principal de la fortaleza. Dentro de la barbacana había otro grupo de veteranos inválidos, uno haciendo la guardia en la puerta, mientras que los otros, envueltos en sus ya roídos capotes, dormían en los poyos de piedra. Esta puerta se llama la Puerta de la Justicia, por el tribunal establecido en aquel vestíbulo durante la dominación de los musulmanes, para los simples juicios y causas ordinarias; costumbre común en los pueblos orientales, y citada frecuentemente en las Sagradas Escrituras.
El gran vestíbulo o porche de entrada está formado por un inmenso arco árabe de forma de herradura, que se eleva a más de la mitad de la altura de la torre. En la clave de este arco hay grabada una gigantesca mano, y dentro del vestíbulo, en la del portal, hay esculpida del mismo modo una desmesurada llave. Los que pretenden ser peritos en los símbolos mahometanos afirman que esta mano es el emblema de la doctrina, y la llave el de la fe; otros sostienen que está significando el estandarte de los moros que dominaron la Andalucía, en oposición con el cristiano emblema de la cruz. Sin embargo, el hijo de la Alhambra le dio una diferente explicación, más en armonía con las creencias del vulgo, que atribuye algo misterioso y mágico a todo lo que es de moros, y cuenta toda clase de supersticiones referentes a estas viejas fortalezas.
 Según Mateo, era tradición admitida en general desde los primitivos habitantes, y que venía de padres a hijos, que la mano y la llave eran mágico amuleto del que dependía el hado de la Alhambra. El rey moro que la fundó era un gran nigromántico, o -según otros opinan- se había vendido al diablo y había levantado la colosal fortaleza por arte mágica. Por tal motivo se sostiene ésta desde tantos siglos, desafiando las tormentas y los terremotos, mientras que casi todos los otros edificios moriscos habían venido a tierra y desaparecido. Este privilegio, según cuenta la tradición, durará hasta que la mano del arco exterior baje y asga la llave, y entonces la fortaleza saltará en pedazos y quedarán descubiertos todos los tesoros escondidos en su seno por los moros.
Sin hacer caso de este fatídico vaticinio nos aventuramos a entrar por el estrecho y encantado paso de la puerta, poniendo cierta esperanza contra la magia en la protección de la Virgen, cuya escultura vimos sobre el portal.
Después de haber atravesado la barbacana subimos una angosta callejuela que da la vuelta entre murallas y conduce a una especie de explanada dentro de la fortaleza, llamada Placeta de los Aljibes, por unos grandes depósitos de agua que hay bajo ésta, cortados por los moros en la roca viva para el abastecimiento de la ciudadela. Hay también un pozo de gran profundidad, que da clara y fresquísima agua, y que es otro monumento del delicado gusto de los moros, los cuales fueron incansables en sus esfuerzos para obtener este elemento en su cristalina pureza.
Frente a esta explanada está el suntuoso palacio comenzado por Carlos V, y destinado según se dice a eclipsar la residencia de los reyes moros. Con toda su grandeza y mérito arquitectónico, nos pareció más bien una orgullosa intrusión, y, pisando por delante de él, entramos en su sencillo y severo portal, que conduce al interior del morisco palacio.
La transición es casi mágica; parecía que habíamos sido transportados a otros tiempos y a otros reinos, y que estábamos presenciando las escenas de la historia árabe. Nos encontramos en un gran patio embaldosado de mármol y decorado a cada extremo con ligeros peristilos moriscos: se llama el Patio de la Alberca. En el centro hay un extenso estanque o vivero, de 130 pies de largo por 30 de ancho, poblado de dorados pececillos y adornado de vallados de rosas. Al otro lado del patio se eleva la gran Torre de Comares.
Por el costado de enfrente, sirviendo de entrada un arco morisco, entramos en el famoso Patio de los Leones. No hay un sitio del edificio que dé una idea más completa que éste de su original belleza y magnificencia, pues ninguno ha sufrido menos los deterioros del tiempo. En el centro se halla la fuente celebrada en los cantares e historias. La alabastrina taza derrama por todas partes sus gotas de diamantes, y los doce leones que la sostienen arrojan sus cristalinos caños de agua como en los tiempos de Boabdil. El patio está tapizado con un lecho de vegetación y rodeado de aéreas arcadas árabes de calados trabajos afiligranados, sostenidos por esbeltas columnas de mármol blanco. La arquitectura, semejante a toda la del palacio, está caracterizada por la elegancia más bien que por las dimensiones, poniendo de relieve cierto delicado, gracioso gusto y predisposición especial a los indolentes goces. Cuando se mira a través de la maravillosa tracería de los peristilos y de los -al parecer- frágiles festones de las paredes, se hace difícil el creer que haya sobrevivido a la destrucción y desmoronamiento de los siglos, a las sacudidas de los terremotos, a los asaltos de la guerra y a los pacíficos y no menos dañosos saqueos del entusiasta viajero; todo lo cual es bastante suficiente para disculpar la popular tradición de que está protegida por mágico encantamiento.
A un lado del patio hay un pórtico ricamente adornado, que abre paso a un hermoso salón embaldosado de mármol blanco, y que se llama la Sala de las Dos Hermanas. Una cúpula o tragaluz da entrada por la parte superior a una moderada claridad y a una fresca corriente de aire. La parte baja de las paredes hállase ornamentada con hermosos azulejos morunos, en algunos de los cuales se representan los escudos de los monarcas moros. La parte superior está adornada con delicados trajes en estuco, inventados en Damasco, y consisten en grandes placas vaciadas a molde y artificiosamente unidas, de tal modo, que parecen haber sido caprichosamente modeladas a mano en medio relieve, y elegantes arabescos entremezclados con textos del Corán y poéticas inscripciones en caracteres árabes y cúficos. Estos adornos de las paredes y cúpulas están ricamente dorados, y los intersticios pintados con lapislázuli y otros brillantes y persistentes colores. En cada lado de la sala hay departamentos para las otomanas y los lechos, y, encima de un pórtico interior, un balcón que comunica con el departamento de las mujeres. Existen todavía las celosías, desde donde las beldades de los ojos negros del harén podían mirar sin ser vistas los festines de la sala de abajo.
Es imposible el contemplar este departamento, que fue en otro tiempo la mansión favorita de los placeres orientales, sin sentir los primitivos recuerdos de la historia árabe y casi esperando ver el blanco brazo de alguna misteriosa princesa haciendo señas desde el balcón o algunos ojos negros brillando por detrás de la celosía. La morada de la belleza está allí, como si hubiese estado habitada recientemente; pero ¿dónde están las Zoraydas y Lindarajas?
En el lado opuesto del Patio de los Leones está la Sala de los Abencerrajes, llamada así por los galantes caballeros de este ilustre linaje que fueron allí pérfidamente asesinados. Hay algunos que dudan de la completa veracidad de esta historia; pero nuestro humilde guía, Mateo, nos señaló el verdadero postigo de la puerta por donde se dice que fueron introducidos uno a uno, y la fuente de mármol blanco, en el centro de la sala, donde fueron degollados. Nos enseñó también unas grandes manchas rojizas en el pavimento, señales de su sangre, que, según la tradición popular, nunca se borrarán. Notando que lo escuchábamos con credulidad, añadió que se oía a menudo durante la noche, en el Patio de los Leones, cierto débil y confuso ruido que parecía murmullo de gente, y alguna que otra vez, un estridente sonido, como lejano rechinar de cadenas. Este rumor es debido, sin duda, a las espumosas corrientes y a la estrepitosa caída de agua que va por bajo del pavimento para surtir las fuentes; pero, siguiendo la leyenda del hijo de la Alhambra, era producido por los espíritus de los asesinados Abencerrajes que frecuentaban de noche el sitio de su tormento e invocaban contra sus verdugos la venganza del cielo.
Desde el Patio de los Leones volvimos pie atrás hacia el de la Alberca, cruzando el cual entramos en la Torre de Comares, así llamada por el nombre del arquitecto árabe. Es de maciza solidez e inmensa elevación, y sobresale del resto del edificio, dominando el precipicio del lado de la colina que desciende agrestemente hasta el cauce del Darro. Un arco morisco da entrada al vasto y elevado salón que ocupa el interior de la torre, y que fue la gran Sala de Audiencia de los monarcas musulmanes, y por tanto llamada Salón de Embajadores. Conserva todavía restos de su antigua magnificencia: sus paredes están ricamente estucadas y decoradas de arabescos, y su abovedado techo construido de madera de cedro; aunque confuso en la oscuridad a causa de su gran elevación, brilla todavía con los más ricos dorados y las más hermosas tintas del pincel árabe. En tres lados del salón hay grandes huecos abiertos a través del inmenso espesor del muro cuyos balcones dan vista al verde valle del Darro, a las calles y conventos del Albaicín, y dominan el panorama de la lejana vega.
Descubriré brevemente los demás deliciosos departamentos de esta parte del palacio: el Tocador de la Reina, que es una especie de mirador en lo alto de una torre, desde donde las sultanas moriscas gozaban los puros ambientes de las montañas y la vista del paraíso que hay alrededor; el apartado y pequeño patio o Jardín de Lindaraja, con su fuente de alabastro y sus plantaciones de rosales y mirtos, naranjos y limoneros; los frescos salones y bóvedas de los baños, en cuyo interior se atemperan el resplandor y los colores del día con cierta misteriosa luz y corriente de frescura.
Me abstengo, pues, de insistir, aunque someramente, en estas consideraciones; el objeto que me propongo es dar solamente al lector una idea general del interior de esta mansión, que, si gusta, puede recorrer conmigo a su sabor en las páginas de esta obra, familiarizándose poco a poco con todos sus departamentos.

Un abundante caudal de agua traído desde las montañas por viejos acueductos moriscos corre por el interior del palacio, surtiendo sus baños y estanques, brotando en surtidores en medio de las habitaciones y jugueteando en atarjeas a lo largo del marmóreo pavimento. Cuando ha pagado su tributo al real edificio y visitado sus jardines y parterres, se desliza a lo largo de la extensa alameda, precipitándose hasta la ciudad, ya corriendo en arroyuelos, ya esparciéndose en fuentes que mantienen en perpetuo verdor los bosques que cubren y hermosean toda la colina de la Alhambra. Solamente el que habita en los ardientes climas del sur puede apreciar las delicias de esta mansión, en que se combinan las apacibles brisas de la montaña con la frescura y verdor del valle. Mientras que la ciudad baja se siente molestada con el calor del mediodía y la seca vega hace confundirse la vista, los delicados aires de Sierra Nevada circulan en el interior de estos hermosos salones, arrastrando con ellos el aroma de los jardines que los rodean. A cada instante convida al indolente reposo la exuberancia de los climas meridionales; y mientras que los ojos, a medio entornar, se recrean desde los umbrosos balcones con el brillante paisaje, el oído se siente acariciado por el susurro de las hojas de los árboles y el murmullo de las cascadas.  

Cuento de la alhambra

1.025. Irving (Washington) - 058

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