En el hueco central
del Salón de Embajadores hay un balcón, que antes he mencionado, el cual semeja
en la pared de la torre una como jaula suspendida en medio del aire y por
encima de las copas de los árboles que crecen en la pendiente ladera de la
colina. Servíame este ajimez como una especie de observatorio, en donde solía
sentarme a contemplar ya el cielo por arriba y la tierra por debajo. Además del
magnífico paisaje que se ofrecía ante mis ojos, montaña, valle y vega,
contemplaba un cuadro, en pequeño, de la vida humana dibujado ante mi vista,
constantemente debajo. Al pie de la colina hay una alameda o paseo público,
que, aunque no tan de moda como el moderno y espléndido del Genil, atrae, sin
embargo, una varia y pintoresca concurrencia. Aquí acude la gente de los
barrios, y los curas y frailes que pasean para abrir el apetito o para hacer la
digestión, majos y majas (los guapos y guapas de las clases bajas, vestidos con
trajes andaluces), arrogantes contrabandistas, y tal cual vez algún tapado y
misterioso personaje de alto rango, que acude a alguna cita secreta.
Esto presenta una
viva pintura de la vida y del carácter español, que me deleitaba en estudiar; y
como el naturalista tiene su microscopio para ayudarse en sus investigaciones,
así yo tenía un anteojo de bolsillo, que me aproximaba los rostros de los
abigarrados grupos tan de cerca, que me creía algunas veces hasta adivinar su
conversación por el fuego y la expresión de sus facciones. Con lo cual era yo
un invisible observador que, sin dejar mi retiro, me encontraba a la vez y
prontamente en medio de la sociedad, ventaja rara para el que tiene carácter
reservado observar el drama de la vida sin desempeñar el papel de actor en la
escena.
Hay una considerable
barriada debajo de la Alhambra, que comprende la estrecha garganta del valle y
se extiende por el opuesto cerro del Albaicín. Muchas de estas casas están
construidas al estilo morisco, con patios alegres abiertos a cielo raso y
fuentes en medio que les prestan frescura; y como los habitantes se pasan la
mayor parte del día viviendo en estos patios o subidos en los terrados durante
la estación del verano, ocurre que se pueden observar muchos detalles de su
vida doméstica por un espectador aéreo como era yo, que podía mirarlos desde
las nubes.
Disfrutaba yo
maravillosamente las ventajas de aquel estudiante de la famosa y antigua novela
española que tenía todo Madrid sin tejados abierto a su vista; y mi locuaz
escudero Mateo Jiménez hacía el papel de Asmodeo con gran frecuencia,
contándome anécdotas. De las diferentes casas y de sus moradores.
Sin embargo,
prefería formarme yo mismo historias conjeturales, y de este modo me distraía
sentado horas enteras, deduciendo de incidentes casuales e indicaciones que
pasaban ante mis ojos un completo tejido de proyectos, intrigas y ocupaciones
de los afamados mortales de debajo. Difícilmente había lindo rostro o gentil
figura que yo viera más de un día, acerca de la cual no formase poco a poco
alguna historia dramática; hasta que alguno de los personajes hacía de pronto
algo en directa oposición con el papel que le había yo asignado y me
desconcertaba todo el drama. Uno de estos días en que me hallaba mirando con mi
anteojo las calles del Albaicín vi la procesión de una novicia que iba a tomar
el hábito, y noté varias circunstancias que me despertaron una gran simpatía
por la suerte de la tierna joven que iba a ser enterrada viva en una tumba. Me
cercioré a mi satisfacción de que era hermosa, y que, a juzgar por la palidez
de sus mejillas, era una víctima más bien que profesa voluntaria. Estaba
adornada con vestidos de novia y ceñida la cabeza con una guirnalda de flores,
pero evidentemente se resistía de su desposorio espiritual y se apartaba con
dolor de sus amores terrenales. Un hombre alto y de fruncido ceño iba junto a
la novicia en la procesión; era sin duda el tiránico padre, que por fanatismo o
sórdida avaricia la había compelido a este sacrificio. En medio de la multitud
había un joven moreno y de buen aspecto, que parecía dirigirle miradas de
desesperación. Éste debía ser, sin duda alguna, el secreto amante de quien le
separaban para siempre. Mi indignación creció de punto cuando noté la maligna
expresión pintada en los semblantes de los frailes y monjas que la acompañaban.
La procesión llegó a la iglesia del convento; el sol derramaba sus pálidos
reflejos por vez postrera sobre la guirnalda de la pobre novicia, la cual cruzó
el fatal atrio, desapareciendo dentro del edificio. La multitud entró detrás
del estandarte, la cruz y el coro; pero el amante se detuvo un momento en la
puerta. Adiviné el tropel de ideas que le asaltaron; pero se dominó al cabo y
entró. Pasó un largo intervalo, durante el cual me imaginé lo que pasaba
dentro: la pobre novicia fue despojada de sus transitorias galas y vestida con
los hábitos conventuales; la guirnalda de novia arrancada de su frente, y su
hermosa cabeza despojada de sus largas y sedosas trenzas; la oí murmurar el
irrevocable voto; la vi tendida en el féretro cubierta con el paño mortuorio;
vi hacer sus funerales, que la proclamaban muerta para el mundo, y sentí
ahogarse sus sollozos con el grave sonido del órgano y con el plañidero Requiem de las monjas; todo lo cual
presenció el padre sin conmoverse y sin derramar una sola lágrima. El
amante..., ¡no!, mi imaginación no quiso figurarse la agonía del desdichado
amante; aquí la pintura quedó desvanecida.
Al poco tiempo la
multitud salía otra vez, dispersándose en todas direcciones para gozar de los
rayos del sol y mezclarse en las bulliciosas escenas de la vida; pero la
víctima, la de la guirnalda de novia, no estaba ya allí. La puerta del convento
que la separaba del mundo se le había cerrado para siempre.
Vi al padre y al
amante que se retiraban sosteniendo una animada conversación. Este último
hablaba acaloradamente, y estuve esperando de un momento a otro algún fin
desagradable del drama; pero un ángulo del edificio se interpuso, y terminó la
escena. Desde entonces volvía los ojos frecuentemente hacia aquel convento con
cierto penoso interés, y noté a deshora de la noche una solitaria luz que
fulguraba en la apartada celosía de una de sus torres. Allí -me dije- la
desdichada monja estará sentada en su celda, llorando, en tanto que, quizá, su
amante paseará la calle contigua entregado a un horrible tormento.
El oficioso Mateo
interrumpió mis meditaciones y destruyó en un segundo la tela de araña tejida
en mi fantasía. Con su celo acostum-brado, había reunido todos los datos
concernientes a este episodio, echando por tierra mis ficciones. La heroína de
mi novela no era joven, ni hermosa, ni mucho menos tenía amante; había entrado
en el convento por su voluntad, buscando un asilo responsable, y era una de las
más felices que había dentro de sus paredes.
Pasó largo tiempo
para que yo pudiera perdonar a la monja el chasco que me había dado, viviendo
perfectamente dichosa en su celda, en contradicción con todas las reglas de la
novela.
Pero calmé mi
disgusto muy en breve, observando uno o dos días las lindas coqueterías de una
morena de ojos negros que, desde un balcón cubierto de flores y oculto por una
cortina de seda, sostenía misteriosa correspondencia con un gentil mancebo con
patillas, que paseaba a menudo por la calle debajo de su ventana. Unas veces lo
veía rondando por la mañana temprano, embozado hasta los ojos en una manta;
otras se ocultaba en una esquina, con diferentes disfraces, aguardando -al
parecer- alguna seña particular para entrar en la casa. Después se oía el
sonido de una guitarra por la noche, y un farol que cambiaba a cada instante de
sitio en el balcón, imaginé que sería alguna intriga como la de Almaviva; pero
me quedé desconcertado otra vez en todas mis suposiciones cuando me informaron
que el imaginado amante era el marido de la joven, y un famoso contrabandista;
y que todas aquellas misteriosas señales y movimientos obedecían, sin duda, a
algún plan ya concertado.
Solía entretenerme
también observando desde mi balcón los cambios graduales que se verificaban en
la vida de aquel vecindario, según las diferentes horas del día.
Aún no había teñido
el cielo la purpurina aurora, ni se había oído el canto de los madrugadores
gallos de las casas del vecindario, cuando ya por aquellos alrededores se
empezaban a dar señales de vida, pues las frescas horas del amanecer son muy
agradables en el verano en los climas cálidos. Todos deseaban levantarse antes
de salir el sol para desempeñar las faenas del día. El arriero hacía salir su
cargada recua para emprender su camino; el viajero ponía su escopeta detrás de
la silla, y montaba a caballo en la puerta de la posada; el tostado campesino
arreaba sus perezosas bestias cargadas de hermosas frutas y frescas legumbres,
mientras que su hacendosa mujer iba ya camino del mercado.
El sol salía y
brillaba en el valle, atravesando el transparente follaje de los árboles; las
campanas resonaban melodiosamente al toque del alba en la pura y fresca
atmósfera, anunciando la hora de la devoción; el trajinero detenía su cargado
ganado delante de alguna ermita, metía su vara por detrás de la faja y entraba,
sombrero en mano, arreglándose su cabellera negra como el ébano, a oír misa y a
rezar una plegaria para que su viaje fuese próspero por el corazón de la
sierra. Luego salía una señora, con lindos pies de hada, vestida de preciosa
basquiña y con el inquieto abanico en la mano, con unos ojos de azabache que
fulguraban por debajo de su mantilla graciosamente plegada; iba en pos de una
iglesia bien concurrida para rezar sus oraciones matinales; pero, ¡ay!, el
gracioso y ajustado vestido, el bien calzado pie, con medias como la tela de la
araña, sus negras trenzas elegantemente peinadas, la fresca rosa cogida hacía
un momento y que lucía entre sus cabellos, demostraban que la tierra compartía
con el cielo la posesión de sus pensamientos.
¡Ojo! ¡alerta,
celosa madre, solterona tía, vigilante dueña, o quienquiera que seas tú, la que
va detrás de la linda dama!
Conforme avanzaba la
mañana se acrecentaba por todos lados el ruido del trabajo; las calles se
llenaban de gente, caballos y bestias de carga, y se notaba un clamor o
murmullo como el de las olas del mar. Cuando el sol estaba sobre el meridiano
este rumoroso movimiento iba cesando, y al mediodía todo quedaba en calma. La
cansada ciudad se entregaba al reposo, y durante algunas horas había un rato de
siesta general; se cerraban las ventanas, se corrían las cortinas, los
habitantes se retiraban a las habitaciones más frescas de sus casas. El rollizo
fraile roncaba en su celda, el robusto mozo de cordel se acostaba en el suelo
junto a la carga, el campesino y el labrador dormían debajo de los árboles del
paseo arrullados por el monótono chirrido de la cigarra; las calles quedaban
desiertas, transitando sólo por ellas los aguadores, que a voces pregonaban las
excelencias de la cristalina agua "más fresca que la nieve de la
Sierra". Cuando el sol declinaba la animación empezaba otra vez,
pareciendo como que al lento toque de la oración de nuevo se regocijaba la
naturaleza porque había desaparecido el tirano del día. Entonces principiaba el
bullicio y la alegría; y los habitantes de la ciudad salían a respirar la brisa
de la tarde y a esparcirse en el breve rato que duraba el crepúsculo en los
paseos y jardines del Darro y del Genil.
Cuando cerraba la
noche las caprichosas escenas tomaban nuevas formas. Una luz tras otra iban
centelleando poco a poco; aquí un farol en el balcón; más allá una votiva
lámpara alumbrando la imagen de algún santo. Así, por grados, salía la ciudad
de su tenebrosa oscuridad y brillaba salpicada de luces como el estrellado
firmamento. Entonces se oían en los patios y jardines, calles y callejuelas, el
sonido de innumerables guitarras y el ruido de castañuelas, mezclándose en esta
gran altura en un imperceptible pero general concierto. "¡Disfrutar un
rato!" Tal es el credo del alegre y enamorado andaluz, y nunca lo practica
con más devoción que en las plácidas noches de verano, cortejando a su amada en
el baile con coplas amorosas y con apasionadas serenatas.
Una de las noches en
que me hallaba sentado en el balcón, disfrutando de la suave brisa que venía de
la colina por entre las copas de los árboles, mi humilde historiógrafo Mateo,
que estaba a mi lado, me señaló una espaciosa casa en una oscura calle del
Albaicín, acerca de la cual me relató -con poca diferencia de como yo la
recuerdo- la siguiente tradición.
Cuento de la alhambra
1.025. Irving (Washington) - 058
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