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jueves, 18 de diciembre de 2014

La habitacion del autor

Al alojarme en la Alhambra me arreglaron una serie de habitaciones de arquitectura moderna, destinadas para residencia del gobernador. Estaban enfrente del palacio mirando hacia la explanada: lo más apartado de ellas comunicaba con otros varios aposentos -parte moriscos, parte modernos- que ocupaban la tía Antonia y su familia, y terminaban en el salón grande antes mencionado, que servía a la buena de la anciana de gabinete de descanso, cocina y sala de recibo. Por estos sombríos departamentos se sale a un ángulo de la Torre de Comares, atravesando un estrecho corredor sin salida y una oscura escalera en caracol, pasando la cual, y abriendo una puertecilla en el fondo, queda el viajero sorprendido al salir a la brillante antecámara del Salón de Embajadores, con la fuente del Patio de la Alberca, que se destaca en primer término.
No estaba muy satisfecho con verme instalado en una habitación moderna, contigua al palacio, y deseé trasladarme al interior del edificio. Paseábame cierto día por los moriscos salones, cuando encontré junto a una apartada galería una puerta que no había notado anteriormente y que comunicaba -al parecer- con algún extenso departamento reservado. Aquí, pues, había misterio; era, sin duda, el sitio encantado de la fortaleza. Me procuré la llave, no sin gran dificultad; la puerta conducía a unas habitaciones vacías, de arquitectura europea, aunque edificadas sobre una galería árabe contigua al Jardín de Lindaraja. Eran dos soberbias habitaciones, cuyos techos, divididos formando casetones, tenían macizas ensambladuras de cedro figurando frutas y flores rica y hábilmente talladas y entremezcladas con grotescos mascarones. Las paredes habían estado, sin duda, en otros tiempos, tapizadas de damasco, pero ahora se encontraban desnudas y garabateadas con las firmas de los turistas noveles, sin nombre ni importancia; las ventanas, que se encontraban desmanteladas y abiertas al aire y la lluvia, daban al Jardín de Lindaraja, extendiéndose las ramas de los naranjos y limoneros por dentro de la habitación. Al lado de estos departamentos hay otros dos salones menos suntuosos, que caen también al jardín, y en los casetones de sus techos ensamblados hay canastillos de frutas y guirnaldas de flores, pintadas por no imperita mano, y en un estado regular de conservación. Las paredes estuvieron antes pintadas al fresco, al estilo italiano; pero las pinturas estaban casi borradas; y las ventanas destrozadas, como en las cámaras antedichas. Esta caprichosa serie de habitaciones termina en una galería con balaustradas que seguía en ángulos rectos los lados del jardín. Tal delicadeza y elegancia presenta esta habitacioncita en su decorado, y tiene tal carácter de rareza y soledad por su situación junto a este oculto jardincito, que tuve curiosidad por conocer su historia. Después de varias preguntas, supe que era un departamento decorado por artistas italianos a principios del siglo pasado, en la época de Felipe V y la hermosa Isabel de Parma, con motivo de su venida a Granada, y se le destinó a la reina y damas de su comitiva. Una de estas hermosas cámaras fue su dormitorio; la estrecha escalera que conduce a él -ahora tapiada- daba al delicioso pabellón, antes mirador de las sultanas moras, y posteriormente decorado para peinador de la bella Isabel, por lo cual conserva todavía el nombre de Tocador de la Reina. El dormitorio que he mencionado deja ver desde una ventana el panorama del Generalife y sus arqueadas azoteas y desde otra se contempla la fuente de alabastro del Jardín de Lindaraja. Este jardín transportó mis pensamientos a los tiempos antiguos del reinado de la hermosura: a los días de las sultanas y odaliscas.
"¡Qué bello es este jardín -dice una inscripción árabe- donde las flores de la tierra rivalizan con las estrellas del cielo! ¿Qué podrá compararse con la taza de la fuente de alabastro llena de agua cristalina? ¡Nada más que la luna en su apogeo, en medio del firmamento sin nubes!"
Siglos han pasado y, sin embargo, resta mucho todavía de esta incomparable aunque frágil belleza. El Jardín de Lindaraja hállase aún engalanado de flores y luce la fuente todavía su espejo cristalino. Es verdad que el alabastro ha perdido su blancura, y que el tazón inferior, cubierto de hierbas, se ha convertido en nido de lagartos; pero aun este mísero estado aumenta el interés de semejante sitio, pregonando la inestabilidad, el inevitable fin de las obras humanas. También la desolación de los regios aposentos; residencia en otros días de la altiva y espléndida Isabel, ofrecían mayor encanto ante mis ojos que si los hubiera visto en su posterior suntuosidad, brillando con la pompa de la Corte. Determiné, pues, fijar mis reales en este departamento.
Mi determinación causó gran sorpresa a la familia, que no podía imaginar ningún aliciente racional para haber elegido un sitio tan apartado, solitario y abandonado. La buena de doña Antonia creyó esto altamente peligroso.
-La vecindad -decía- está infestada de perdidos; las cuevas de los cercanos montes son nidos de gitanos; el palacio está ruinoso y es de fácil escalo por muchas partes. Por otro lado, el rumor de un extranjero alojado solo, en un sitio semejante, lejos de la defensa de los restantes individuos de la casa, podría despertar la codicia de algunos de los mismos entrantes y salientes, sobre todo durante la noche, porque a los extranjeros se les supone siempre bien provistos de dinero.
Dolores, por su parte, me hizo pensar en la espantosa soledad del palacio a tales horas, sin más que murciélagos y mochuelos revoloteando alrededor de él, diciéndome, además, que había una zorra y un gato garduño que andaban por las bóvedas y merodeaban durante la noche.
No quise, a pesar de todo, desistir de mi propósito, por lo cual llamé a un carpintero y al siempre servicial Mateo Jiménez, los que me pusieron las puertas y ventanas en un estado regular de seguridad. A pesar de todas estas precauciones, confieso que la primera noche que pasé en estos alojamientos fue inexplicablemente triste. Acompáñame hasta mi cuarto toda la familia; y cuando se despidieron de mí, volviéndose por las extensas antecámaras y resonantes galerías, me acordé de aquellas mágicas historias en que el héroe es abandonado para llevar a cabo la aventura de algún castillo encantado.
Hasta los recuerdos de la hermosa Isabel y las bellezas de su corte, que en otros tiempos adornaron aquellas estancias, les añadían entonces, por una aberración tal vez del gusto, cierto bello tinte melancólico. Éste fue el teatro de su transitoria alegría y hermosura, y allí estaban las huellas de su elegancia y regocijo. ¿Que ha sido de ellos y dónde están? ¡Polvo y cenizas!... ¡Habitantes de las tumbas!... ¡Fantasmas del recuerdo!...
Un vago e indescriptible terror se apoderó de mí, tal vez infundido por la conversación nocturna de los ladrones, aun comprendiendo que todo era vana ilusión y absurdo. Es decir, que sentí revivir en mi imaginación las olvidadas impresiones terroríficas de la nodriza; con tal poder arraigan en ella. Todas las cosas, los objetos todos, tomaban el ser y forma que les daba mi quimérica fantasía: el rumor del siniestro gemido: los árboles que veía en el Jardín de Lindaraja me presentaban un aspecto amenazador, y la espesura, confusas y horribles formas. Me apresuré a cerrar la ventana de mi alcoba, pero en todas partes veía las imágenes fantásticas: un murciélago se metió dentro de mi aposento y vertiginosamente revoloteaba alrededor mío y en torno de mi lámpara, en tanto que los grotescos mascarones tallados en el artesonado de cedro parecía que me miraban mofándose de mí.
Levantándome pues, y casi sonriéndome por esta flaqueza momentánea, resolví arrostrar el peligro, y, lámpara en mano, salí a hacer un reconocimiento por el antiguo palacio. Pero, a pesar de todo el poder y esfuerzos de mi razón, la empresa parecíame arriesgada. Los resplandores de mi lámpara no se extendían más que a una limitada distancia a mí alrededor, andaba como en una aureola de luz, y fuera de ella todo era oscuridad. Los embovedados corredores parecían cavernas, y las bóvedas de los salones se perdían en las tinieblas: ¿qué invisible enemigo me estaría acechando por un lado o por otro? Mi propia sombra, dibujándose en las paredes de alrededor, y el eco de mis pisadas mismas me hacían temblar de miedo.
En este estado de excitación, y conforme iba atravesando el Salón de Embajadores, oí rumores verdaderos que no eran ya imaginaria ilusión mía. Sordos quejidos y confusas articulaciones parecían salir como de debajo de mis pies. Me paré y escuché. Entonces me figuré que resonaban por fuera de la torre. Unas veces semejaban aullidos de un animal; otras, gritos ahogados mezclados con sofocados ruidos. El mágico efecto de estos gemidos a tal hora y en sitio tan extraño destruyeron todo deseo de seguir mi solitario paseo. Volví a mi cuarto con más prisa de la que había salido, y respiré con más libertad cuando me vi dentro de sus paredes, cerrando la puerta detrás de mí. Cuando desperté por la mañana y percibí los resplandores del sol en mi ventana e iluminado todo el edificio con sus alegres y vívidos rayos, empecé a recordar las sombras e ilusiones conjuradas en la oscuridad de la pasada noche, y me parecía imposible que aquellos objetos que me rodeaban y que entonces veía en su sencilla realidad pudieran haber estado velados con tan imaginarios horrores.
Sin embargo los lastimeros quejidos y sollozos que había oído no fueron fantásticos, pues pronto tuve de ellos explicación con el relato que me hizo mi ayuda de cámara Dolores. Eran los gritos de un pobre maniático, hermano de su tía, que padecía de violentos paroxismos, durante los cuales lo encerraban en un cuarto abovedado que se hallaba debajo del Salón de Embajadores.
Ya he descrito mi departamento cuando tomé posesión de él por primera vez, pero unas cuantas noches más produjeron un cambio total en el sitio de mis sueños. La luna, que había estado invisible hasta entonces, fue apareciendo poco a poco por la noche y después brillaba con todo su esplendor sobre las torres, derramando torrentes de suave luz en los patios y salones. El jardín de debajo de mi ventana se iluminó dulcemente; los naranjos y limoneros se bañaron del color de la plata, y la fuente reflejó en sus aguas los pálidos rayos de la luna, haciéndose casi perceptible el carmín de la rosa.
Pasábame largas horas en mi ventana aspirando los aromas del jardín y meditando en la adversa fortuna de todos aquellos cuya historia está débilmente retratada en los elegantes testimonios que me rodeaban. Algunas veces me salía a medianoche, cuando todo estaba en silencio, y me paseaba por todo el edificio. ¿Quién se figurará tal como es una noche al resplandor de la luna en este clima y en este sitio? La temperatura de una noche de verano en Andalucía es enteramente etérea. Parecíame elevado a una atmósfera más pura; se siente tal serenidad de corazón, tal ligereza de espíritu y tal agilidad de cuerpo, que la existencia es un puro goce. Además, el efecto del resplandor de la luna en la Alhambra tiene cierto mágico encantamiento. Todas las injurias del tiempo, todas las tintas apagadas y todas las manchas de las aguas desaparecen por completo; el mármol recobra su primitiva blancura; las largas filas de columnas brillan a la luz del astro de la noche; los salones se bañan de una suave claridad, y todo el edificio semeja un encantado palacio de los cuentos árabes.
En una de estas noches subí al pabelloncito denominado el Tocador de la Reina para gozar del extenso y variado panorama. A la derecha veía los nevados picos de la Sierra Nevada, que brillaban como plateadas nubes sobre el oscuro firmamento, percibiéndose, delicadamente delineado, el perfil de la montaña. ¡Qué delicia tan inefable sentía apoyado sobre aquel murallón del Tocador, contemplando abajo la hermosa Granada, extendida como un plano bajo mis pies, sumida en profundo reposo y viendo el efecto que hacían a la blanca luz de la luna sus blancos palacios y conventos!
Ya oía el ruido de castañuelas de los que bailaban y se esparcía en la alameda; otras veces llegaban hasta mí los débiles acordes de una guitarra y la voz de algún trovador que cantaba en solitaria calle, y me figuraba que era un gentil caballero que daba una serenata bajo la reja de su dama; bizarra costumbre de los tiempos antiguos, ahora desgraciadamente en desuso, excepto en las remotas ciudades y aldeas de la poética España. Con tales escenas me entretenía largas horas vagando por los patios o asomado a los balcones de la fortaleza, y gozando esa mezcla de ensueños y sensaciones que enervan la existencia en los países del Mediodía, sorprendiéndome muchas veces la alborada de la mañana antes de haberme retirado a mi lecho, plácidamente adormecido con el susurro del agua de la fuente de Lindaraja.

Cuento de la alhambra

1.025. Irving (Washington) - 058

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