Al alojarme en la
Alhambra me arreglaron una serie de habitaciones de arquitectura moderna,
destinadas para residencia del gobernador. Estaban enfrente del palacio
mirando hacia la explanada: lo más apartado de ellas comunicaba con otros
varios aposentos -parte moriscos, parte modernos- que ocupaban la tía Antonia y
su familia, y terminaban en el salón grande antes mencionado, que servía a la
buena de la anciana de gabinete de descanso, cocina y sala de recibo. Por estos
sombríos departamentos se sale a un ángulo de la Torre de Comares, atravesando
un estrecho corredor sin salida y una oscura escalera en caracol, pasando la
cual, y abriendo una puertecilla en el fondo, queda el viajero sorprendido al
salir a la brillante antecámara del Salón de Embajadores, con la fuente del
Patio de la Alberca, que se destaca en primer término.
No estaba muy
satisfecho con verme instalado en una habitación moderna, contigua al palacio,
y deseé trasladarme al interior del edificio. Paseábame cierto día por los
moriscos salones, cuando encontré junto a una apartada galería una puerta que
no había notado anteriormente y que comunicaba -al parecer- con algún extenso
departamento reservado. Aquí, pues, había misterio; era, sin duda, el sitio
encantado de la fortaleza. Me procuré la llave, no sin gran dificultad; la
puerta conducía a unas habitaciones vacías, de arquitectura europea, aunque
edificadas sobre una galería árabe contigua al Jardín de Lindaraja. Eran dos
soberbias habitaciones, cuyos techos, divididos formando casetones, tenían
macizas ensambladuras de cedro figurando frutas y flores rica y hábilmente
talladas y entremezcladas con grotescos mascarones. Las paredes habían estado,
sin duda, en otros tiempos, tapizadas de damasco, pero ahora se encontraban
desnudas y garabateadas con las firmas de los turistas noveles, sin nombre ni
importancia; las ventanas, que se encontraban desmanteladas y abiertas al aire
y la lluvia, daban al Jardín de Lindaraja, extendiéndose las ramas de los
naranjos y limoneros por dentro de la habitación. Al lado de estos
departamentos hay otros dos salones menos suntuosos, que caen también al
jardín, y en los casetones de sus techos ensamblados hay canastillos de frutas
y guirnaldas de flores, pintadas por no imperita mano, y en un estado regular
de conservación. Las paredes estuvieron antes pintadas al fresco, al estilo
italiano; pero las pinturas estaban casi borradas; y las ventanas destrozadas,
como en las cámaras antedichas. Esta caprichosa serie de habitaciones termina
en una galería con balaustradas que seguía en ángulos rectos los lados del
jardín. Tal delicadeza y elegancia presenta esta habitacioncita en su decorado,
y tiene tal carácter de rareza y soledad por su situación junto a este oculto
jardincito, que tuve curiosidad por conocer su historia. Después de varias
preguntas, supe que era un departamento decorado por artistas italianos a
principios del siglo pasado, en la época de Felipe V y la hermosa Isabel de
Parma, con motivo de su venida a Granada, y se le destinó a la reina y damas de
su comitiva. Una de estas hermosas cámaras fue su dormitorio; la estrecha
escalera que conduce a él -ahora tapiada- daba al delicioso pabellón, antes
mirador de las sultanas moras, y posteriormente decorado para peinador de la
bella Isabel, por lo cual conserva todavía el nombre de Tocador de la Reina. El
dormitorio que he mencionado deja ver desde una ventana el panorama del
Generalife y sus arqueadas azoteas y desde otra se contempla la fuente de
alabastro del Jardín de Lindaraja. Este jardín transportó mis pensamientos a
los tiempos antiguos del reinado de la hermosura: a los días de las sultanas y
odaliscas.
"¡Qué bello es
este jardín -dice una inscripción árabe- donde las flores de la tierra
rivalizan con las estrellas del cielo! ¿Qué podrá compararse con la taza de la
fuente de alabastro llena de agua cristalina? ¡Nada más que la luna en su
apogeo, en medio del firmamento sin nubes!"
Siglos han pasado y,
sin embargo, resta mucho todavía de esta incomparable aunque frágil belleza. El
Jardín de Lindaraja hállase aún engalanado de flores y luce la fuente todavía
su espejo cristalino. Es verdad que el alabastro ha perdido su blancura, y que
el tazón inferior, cubierto de hierbas, se ha convertido en nido de lagartos;
pero aun este mísero estado aumenta el interés de semejante sitio, pregonando
la inestabilidad, el inevitable fin de las obras humanas. También la desolación
de los regios aposentos; residencia en otros días de la altiva y espléndida
Isabel, ofrecían mayor encanto ante mis ojos que si los hubiera visto en su
posterior suntuosidad, brillando con la pompa de la Corte. Determiné, pues,
fijar mis reales en este departamento.
Mi determinación
causó gran sorpresa a la familia, que no podía imaginar ningún aliciente
racional para haber elegido un sitio tan apartado, solitario y abandonado. La
buena de doña Antonia creyó esto altamente peligroso.
-La vecindad -decía- está infestada de perdidos; las cuevas de los cercanos montes son nidos de
gitanos; el palacio está ruinoso y es de fácil escalo por muchas partes. Por
otro lado, el rumor de un extranjero alojado solo, en un sitio semejante, lejos
de la defensa de los restantes individuos de la casa, podría despertar la
codicia de algunos de los mismos entrantes y salientes, sobre todo durante la
noche, porque a los extranjeros se les supone siempre bien provistos de dinero.
Dolores, por su
parte, me hizo pensar en la espantosa soledad del palacio a tales horas, sin
más que murciélagos y mochuelos revoloteando alrededor de él, diciéndome,
además, que había una zorra y un gato garduño que andaban por las bóvedas y
merodeaban durante la noche.
No quise, a pesar de
todo, desistir de mi propósito, por lo cual llamé a un carpintero y al siempre
servicial Mateo Jiménez, los que me pusieron las puertas y ventanas en un
estado regular de seguridad. A pesar de todas estas precauciones, confieso que
la primera noche que pasé en estos alojamientos fue inexplicablemente triste.
Acompáñame hasta mi cuarto toda la familia; y cuando se despidieron de mí,
volviéndose por las extensas antecámaras y resonantes galerías, me acordé de
aquellas mágicas historias en que el héroe es abandonado para llevar a cabo la
aventura de algún castillo encantado.
Hasta los recuerdos
de la hermosa Isabel y las bellezas de su corte, que en otros tiempos adornaron
aquellas estancias, les añadían entonces, por una aberración tal vez del gusto,
cierto bello tinte melancólico. Éste fue el teatro de su transitoria alegría y
hermosura, y allí estaban las huellas de su elegancia y regocijo. ¿Que ha sido
de ellos y dónde están? ¡Polvo y cenizas!... ¡Habitantes de las tumbas!...
¡Fantasmas del recuerdo!...
Un vago e
indescriptible terror se apoderó de mí, tal vez infundido por la conversación
nocturna de los ladrones, aun comprendiendo que todo era vana ilusión y
absurdo. Es decir, que sentí revivir en mi imaginación las olvidadas
impresiones terroríficas de la nodriza; con tal poder arraigan en ella. Todas
las cosas, los objetos todos, tomaban el ser y forma que les daba mi quimérica
fantasía: el rumor del siniestro gemido: los árboles que veía en el Jardín de
Lindaraja me presentaban un aspecto amenazador, y la espesura, confusas y
horribles formas. Me apresuré a cerrar la ventana de mi alcoba, pero en todas
partes veía las imágenes fantásticas: un murciélago se metió dentro de mi
aposento y vertiginosamente revoloteaba alrededor mío y en torno de mi
lámpara, en tanto que los grotescos mascarones tallados en el artesonado de cedro
parecía que me miraban mofándose de mí.
Levantándome pues, y
casi sonriéndome por esta flaqueza momentánea, resolví arrostrar el peligro, y,
lámpara en mano, salí a hacer un reconocimiento por el antiguo palacio. Pero, a
pesar de todo el poder y esfuerzos de mi razón, la empresa parecíame
arriesgada. Los resplandores de mi lámpara no se extendían más que a una
limitada distancia a mí alrededor, andaba como en una aureola de luz, y fuera
de ella todo era oscuridad. Los embovedados corredores parecían cavernas, y las
bóvedas de los salones se perdían en las tinieblas: ¿qué invisible enemigo me
estaría acechando por un lado o por otro? Mi propia sombra, dibujándose en las
paredes de alrededor, y el eco de mis pisadas mismas me hacían temblar de
miedo.
En este estado de
excitación, y conforme iba atravesando el Salón de Embajadores, oí rumores
verdaderos que no eran ya imaginaria ilusión mía. Sordos quejidos y confusas
articulaciones parecían salir como de debajo de mis pies. Me paré y escuché.
Entonces me figuré que resonaban por fuera de la torre. Unas veces semejaban
aullidos de un animal; otras, gritos ahogados mezclados con sofocados ruidos.
El mágico efecto de estos gemidos a tal hora y en sitio tan extraño destruyeron
todo deseo de seguir mi solitario paseo. Volví a mi cuarto con más prisa de la
que había salido, y respiré con más libertad cuando me vi dentro de sus
paredes, cerrando la puerta detrás de mí. Cuando desperté por la mañana y
percibí los resplandores del sol en mi ventana e iluminado todo el edificio con
sus alegres y vívidos rayos, empecé a recordar las sombras e ilusiones
conjuradas en la oscuridad de la pasada noche, y me parecía imposible que
aquellos objetos que me rodeaban y que entonces veía en su sencilla realidad
pudieran haber estado velados con tan imaginarios horrores.
Sin embargo los
lastimeros quejidos y sollozos que había oído no fueron fantásticos, pues
pronto tuve de ellos explicación con el relato que me hizo mi ayuda de cámara
Dolores. Eran los gritos de un pobre maniático, hermano de su tía, que padecía
de violentos paroxismos, durante los cuales lo encerraban en un cuarto
abovedado que se hallaba debajo del Salón de Embajadores.
Ya he descrito mi
departamento cuando tomé posesión de él por primera vez, pero unas cuantas noches
más produjeron un cambio total en el sitio de mis sueños. La luna, que había
estado invisible hasta entonces, fue apareciendo poco a poco por la noche y
después brillaba con todo su esplendor sobre las torres, derramando torrentes
de suave luz en los patios y salones. El jardín de debajo de mi ventana se
iluminó dulcemente; los naranjos y limoneros se bañaron del color de la plata,
y la fuente reflejó en sus aguas los pálidos rayos de la luna, haciéndose casi
perceptible el carmín de la rosa.
Pasábame largas
horas en mi ventana aspirando los aromas del jardín y meditando en la adversa
fortuna de todos aquellos cuya historia está débilmente retratada en los
elegantes testimonios que me rodeaban. Algunas veces me salía a medianoche,
cuando todo estaba en silencio, y me paseaba por todo el edificio. ¿Quién se
figurará tal como es una noche al resplandor de la luna en este clima y en este
sitio? La temperatura de una noche de verano en Andalucía es enteramente
etérea. Parecíame elevado a una atmósfera más pura; se siente tal serenidad de
corazón, tal ligereza de espíritu y tal agilidad de cuerpo, que la existencia
es un puro goce. Además, el efecto del resplandor de la luna en la Alhambra
tiene cierto mágico encantamiento. Todas las injurias del tiempo, todas las
tintas apagadas y todas las manchas de las aguas desaparecen por completo; el
mármol recobra su primitiva blancura; las largas filas de columnas brillan a la
luz del astro de la noche; los salones se bañan de una suave claridad, y todo
el edificio semeja un encantado palacio de los cuentos árabes.
En una de estas
noches subí al pabelloncito denominado el Tocador de la Reina para gozar del
extenso y variado panorama. A la derecha veía los nevados picos de la Sierra
Nevada, que brillaban como plateadas nubes sobre el oscuro firmamento,
percibiéndose, delicadamente delineado, el perfil de la montaña. ¡Qué delicia
tan inefable sentía apoyado sobre aquel murallón del Tocador, contemplando
abajo la hermosa Granada, extendida como un plano bajo mis pies, sumida en
profundo reposo y viendo el efecto que hacían a la blanca luz de la luna sus
blancos palacios y conventos!
Ya oía el ruido de
castañuelas de los que bailaban y se esparcía en la alameda; otras veces
llegaban hasta mí los débiles acordes de una guitarra y la voz de algún
trovador que cantaba en solitaria calle, y me figuraba que era un gentil
caballero que daba una serenata bajo la reja de su dama; bizarra costumbre de
los tiempos antiguos, ahora desgraciadamente en desuso, excepto en las remotas
ciudades y aldeas de la poética España. Con tales escenas me entretenía largas
horas vagando por los patios o asomado a los balcones de la fortaleza, y
gozando esa mezcla de ensueños y sensaciones que enervan la existencia en los
países del Mediodía, sorprendiéndome muchas veces la alborada de la mañana
antes de haberme retirado a mi lecho, plácidamente adormecido con el susurro
del agua de la fuente de Lindaraja.
Cuento de la alhambra
1.025. Irving (Washington) - 058
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